15. RIGOBORIO Y EL CAMBERTO

Los 34 grados de aquel cinco de junio en La Habana, con una humedad del 98%, golpeaban más que los 43 de una ciudad seca.

Los turistas sudorosos, de rostros enrojecidos, se sacaban fotos, se quitaban la ropa, se rascaban los torsos desnudos. Gozaban o fingían gozar. En todo caso, los nacionales ahorraban energías a la sombra y calculaban muy bien antes de emprender el cruce de una calle.

Cuando Luis Julián salió de su casa, a las cinco y media de la tarde, el calor persistía. Luis Julián comenzó a descender por la calle Patria, cuando un jeep ruso tocó bocina y le frenó al lado.

—¿Adónde vas, Lucho?

Un militar uniformado se apeó a darle un beso.

—¡Coño, Rigoberto, como diez años que no te veía!

—Pero tú sabes que yo te quiero, mi tío…

—Coño, sobrino, ya no estoy tan seguro…

—Ay, tío ¿te vas a poner ahora con la mariconá de que no te visito? Tú sabes cómo es eso: los hijos, la mujer, el trabajo, la Universidad… ¿P’adónde vas? ¿Te llevo a algún lugar?

—No, chico, voy a una cuadra de aquí, a casa de un socio. ¿Y qué tú haces por aquí?

—Vine a hablar contigo.

De regreso a su casa en compañía del sobrino, Luis Julián se enteró del motivo de la visita.

—En el barrio le están poniendo tarros a un socio mío…

—Ay, m’hijo, eso no es nada; en esta época el tarro es cultura…

Rigoberto pasó por alto la broma.

—… y al socio ese, yo le debo tremendo favor; y figúrate, me ha pedido ayuda a ver si puede coger a la hijoeputa in fraganti, con pruebas, para asegurarse la tenencia de los hijos.

—¿Y qué tú pue’ hacer?

—Figúrate, él le está armando una trampa, y le hacen falta unas impresiones digitales. Dice que le resultaría fácil hacer que el tipo ponga los dedos en un vaso, una botella ¿m’entiendes cómo es? Lo que mi socio necesita, es probar que el amante entra en la casa cuando él no está. Pero lo que no sabemos, es cómo revelar las huellas…

Luis Julián había sido durante 32 años, técnico en dactiloscopia de la Policía Nacional Revolucionaria. Jubilado el año precedente, se dedicaba a leer novelas y a ver béisbol.

De no haber sido su sobrino, habría rechazado aquel pedido. A policías retirados de una actividad técnica, se les prohibía poner su capacidad al servicio de particulares.

Pero Rigo no era un particular. Era su sobrino, coño. Su propia sangre. Imposible negarse.

—Pero tú sabes que nadie puede enterarse de que yo…

—¡Coño, tío, qué pasa! Yo también soy policía…

—Está bien, pero me haría falta una buena cámara…

—Yo tengo una KODAK. Te la puedo prestar.

—Está bien, pero las huellas no me las traigas antes del martes…

—No, chico, eso puede demorarse varios días, hasta que mi amigo pueda cogerlas… Él, lo que necesitaba, era saber cómo hacer…

Luis Julián siguió monologando pensativo, sin oírlo:

—… porque tengo que pasar por el laboratorio a ver si consigo polvo de albayalde y un poco de sulfuro de amoníaco…

—Sí sí, yo voy a estar en contacto con él, y apenas las tenga, yo te las traigo…

—Entonces, si es posible, tráiganmelas, a más tardar a las dos horas de quedar impresas. Así todo es más fácil…

—¿Y si no se puede?

—Tráemelas igual, aunque tengan varios días; pero si son fresquitas, todo resulta más fácil y más rápido.

Acto seguido, se dedicó a instruirlo sobre cómo manipular el material sin afectar las huellas. Si era un vaso, para cogerlo debían introducir los cinco dedos en forma de paracaídas, y abrirlos adentro. Debían hacer presión con los dorsos y uñas contra el vidrio. Si era una botella, cogerla por la base, con los dedos bien pegados a la superficie donde estuviera apoyada. Y de ninguna manera transportar el material en bolsas de plástico, papel o tela. Debían fabricar, con cartón duro o madera, una especie de guacal, que oprimiera el vaso o botella por la base y el orificio de salida, sin entrar en contacto con los lados.

Los 12 grados centígrados de Montevideo, aquel quince de junio azotado por un viento Pampero de 100 kilómetros, que ya llevaba una semana inundando la ciudad de lluvias horizontales, sugerían unas vacaciones en Brasil y no estar sentado, sin calefacción, ante una computadora de la Corte Electoral.

Hasta el teléfono, timbraba acatarrado:

—¿Olá?

—Buenos días. Con el doctor Felipe Almanzor, por favor…

—Sí, soy yo ¿quién habla?

Del otro lado, una voz cascada entonó una copla andaluza:

—… En España dejaron los moros / con el cuento del maharajá…

Felipe sonrió y cantó los otros dos versos de la cuarteta:

—… dos babuchas, la Torre del Oro / y la costumbre de no trabahá.

—¡Camborio, viejo y peludo! ¿De dónde salís?

Aquella copla, que les sirviera una vez como contraseña para una tarea de la Orga, le recordó que el Camborio era entonces locutor de una radio montevideana.

A pesar del Pampero, se encontraron en un café del centro.

El Camborio le explicó que hacía ya más de una semana, andaba buscando las impresiones digitales de un tipo.

—Traté de conseguirlas con un boludo de Relaciones Exteriores, que prometió colaborar, pero al final se echó p’atrás.

Y le entregó un papel con las señas.

Felipe era abogado en la Corte Electoral. Allí estaba el Registro Cívico Nacional, con las huellas dactilares de todos los votantes.

—Las huellas, me las voy a tener que afanar, pero no hay problema —le aseguró Felipe—. La gente anda tan abombada con este frío, que ni se dan cuenta de lo que hacen los demás. Hoy mismo te las consigo. Pasá por mi oficina mañana, después de las nueve, y preguntá por Rosalía. Ella va a tenerlas en un sobre a tu nombre.

En efecto, Rosalía le entregó un sobre bien cerrado, donde se leía: Antonio Torres Heredia, E.M.P.

El Camborio no sabía que significaba E.M.P.

—Quiere decir «en manos propias» —aclaró Mediavida.

—Ya me imaginaba que vos habías sido un burótintas cagacrata.

El Camborio era un maestro de las aliteraciones. Desde el año 70, cuando él y Mediavida pasaran dos meses recluidos con un rehén de la Orga, inventaron el jueguito para no aburrirse: «Don Quimancha de la Jote», «Los tisia de la Malagres», «El gabigari del doctor Calinete», «Blancanito y los siete enanieves»…

Esa misma tarde ampliaron las hueles digitallas de los

dedos pulgar, índice y mayor al tamaño de una hoja de oficio, tal

como se les pidiera. Y las seis hojas salieron de Montevideo por

fax, dirigidas a un núfono de telémero en la ciudad de Roma.