Y no sólo recordás el mágico encuentro en la Calle O: te ves todavía en el avión. La euforia del arribo se ha desatado entre los cubanos. Vos te sumás y les hacés coro cuando cantan la Guantanamera, guajiraguánnnn tanamera. Hay unos tipos simpáticos, pintores y escultores santiagueros que vienen de montar una exposición en Roma, y en torno a ellos y su botella, se ha formado un grupito festivo. Cuando se les acaba el ron, vos comprás otra botella, y aparece un payador, repentista le llaman los cubanos, y se pone a improvisar versos para todos, y algunos están un poco pasaditos de trago; pero a vos no te ha hecho efecto.
Estás más bien triste, y en ese estado nunca te emborrachás. Por las ventanillas no ves nada; sólo oscuridad, lucecitas dispersas, como en el campo. El avión empieza a corcovear cuando pierde altura.
Estás cansado.
Y deprimido. Este viaje lo habías proyectado con Pía.
Te duele haberte separado. Fue piola contigo, pero la cosa no funcionó, y como siempre, la culpa es tuya. Tenés el concienzómetro por el piso.
Ojalá puedas distraerte un poco en La Habana. De verdad que te merecés un descanso. Lástima que sólo disponés de cuatro días. El domingo 9 por la noche, tomás el avión de regreso.
A lo mejor conseguís solearte un poco en alguna playa. Dicen que en Cuba el sol de mayo es fortísimo.
Ufff… Nadie sabe cuánto necesitás este descanso tras el quilombo que fueron los últimos días en la empresa. Dieciocho, veinte horas diarias de laburo… Lamentás haberte comprometido con Gonzalo y Aurelia. Querrías tirarte a dormir apenas te instales en el hotel.
Mirá, mirá: ya se prendieron los avisos de aterrizaje…
Te despedís del grupo, bueno, en Cuba nos vemos, Aldo Bianchi, mucho gusto, y todos te dan sus nombres y te ofrecen sus casas, y volvés a tu asiento en primera, y te ajustás el cinto y tratás de ver algo, pero es noche cerrada…
El avión sigue perdiendo altura.
Anuncian que van a aterrizar en unos minutos.
Vos insistís en mirar por las ventanillas pero no ves nada, la oscuridad es total.
Puta madre, no te gusta aterrizar sin ver… Y cuando ya están a cien o doscientos metros del piso, es que empezás a distinguir los edificios del aeropuerto, y unas luces mortecinas, y del otro lado cuatro o cinco aviones, y a poco divisás la pista. Ya están a punto de tocarla.
Te acomodás en el asiento y cerrás los ojos, y esperás hasta que buuuum, bum, bum, tres rebotes y un aplauso.
Tu asiento es el segundo del sector de primera y casi no llevás equipaje de mano. Te parás junto a la puerta, y cuando la abren, juaaaaaaa, el aire caliente y perfumado de un secador de pelo, igual que en Bahía y en Cartagena.
Es como un jarabe que se te cuela en los pulmones.
Para eso de los olores vos tenés mucha memoria y el trópico es inconfundible, huele igual en todas partes.
Lo malo es que a la media hora te acostumbrás y ya no te das cuenta…
Bueno, al pie de la escalerilla está el autobús carretilla ese…
Sos de los primeros en salir de Inmigración, y la Aduana te deja pasar sin revisar el equipaje.
Al Hotel Nacional llegaste en 25 minutos. Un bacilón, como dicen en Cuba, anticuado, señorial. Deben haberlo construido en los años cuarenta, una onda Riviera francesa, techos de puntal alto, mucha clase, buen servicio, con el mar enfrente, vasto jardín interior, palmas enhiestas, piscina… Y en el mismo centro de La Habana. Ventaja de las ciudades con mar.
El calor perfumado, nocturno y húmedo, te transmuta en un personaje exótico, protagonista de una aventura. Te excita, como en los carnavales de tu niñez, con sudor de mujeres y olor a éter. De pronto, el cansancio se te ha sedimentado. Te entran ganas de caminar un rato por la ciudad, deambular, hacer tiempo hasta la hora de llamar al Gordo.
Tomás una ducha, te aligerás de ropas, y ya de regreso en el lobby, comprás un plano y una guía de La Habana.
Son las ocho y cinco. A la salida del hotel, hacia la izquierda, ves más movimiento y empezás a andar por una calle en bajada. Al mirar el cartel de la esquina ves un redondel, pero nada te indica si es un cero o la letra o. Detestable manía gringa de poner números y letras en las calles.
Cruzás a la vereda de enfrente y delante tuyo van dos pibas discutiendo: «No, chica, no, te digo que no…» Y que esto y que lo otro… Y ahora se paran en medio de la cuadra. La más alta, una mulata garbosa, muy bien hecha, gesticula y habla en voz alta. Está ofuscada, suelta las palabras por andanadas, se traga las eses, se traga sílabas enteras, y aunque vos la entendés bien, se te pierden algunas cosas. De pronto, suelta algo que no esperabas oír en las calles de La Habana: «Un felacio, eso es lo que es tu Rodolfito, un puñetero felacio, y lo mejor que tú haces es mandarlo pa’l carajo ahora mismitico…»
¿Habrás oído mal? ¿Palabra cubana? ¿Tresó habría estado en Cuba? ¿Habría aprendido la palabra aquí? Y no podés evitar la indeseable visión de Tresó, su voz, su risa, el brillo de aquel revólver que te metió en la boca, en la esquina de Lavalle y Talcahuano.
¿Tresó en contacto con esa piba?
Pelotudeces tuyas. Ilusiones idiotas. No puede ser.
La conmoción te irrita y al mismo tiempo te entristece, pero te les acercás más, te situás hacia el cordón de la vereda para no perder lo que dice la grandota, que sigue gesticulando, y asegurando que un tipo así siempre te trae problema.
«Con esos felacios lo mejor es…»
Con el índice y mayor tijeretea en el aire, en señal de corte.
La otra, una rubia petisita, argumenta que Rodolfo no es malo, que tiene buenos sentimientos…
«Yo no digo que sea malo; pero aunque tenga la mejores intenciones, siempre te va a hacer daño».
Y a vos, fruncido, respiración cortada, la palabra te descompone, te pincha, repica en tus orejas… A menudo has revivido la increíble escena, las emociones, la taquicardia del momento.
Hasta entonces, vos creías que felacio era un término inventado por Tresó, por burlarse del Gelasio tuyo. Y hasta una vez buscaste la palabra en diccionarios comunes y en diccionarios médicos, y no existía. Tresó se burlaba de vos, se reía a carcajadas: «Pero che, que papanata el viejo tuyo; o a lo mejor andaba en pedo cuando te fue a anotar al registro. ¿Cómo te va a poner un nombre tan pelotudo? Y seguro que te lo escribieron con faltas de ortografía, porque vos lo que sos es un felacio, jaaa, ja, ja…»
En realidad, el Gelasio te lo añadieron por insistencia de tu abuela, en honor de San Gelasio, que aparecía en el santoral ese día; y ahí nomás te clavaron el nombrete… Mala suerte.
Y ahora, parado delante de las pibas, en la Calle Cero o en la Calle O, porfiás en preguntarte si Tresó no habrá pasado por Cuba. A lo mejor fue él, quien les enseñó la palabra.
¿No sería una palabra del argot cubano? A juzgar por la vehemencia de la muchacha, podría tener un significado muy análogo al que le daba Tresó.
Dispuesto a salir de dudas, te acercás un poco a la más alta: «Señorita, disculpe…»
Ambas se vuelven a mirarte con una sonrisa acogedora. Te están dando entrada.
¿Serán yiras?
Y como no se te ocurre otra cosa, le soltás tu pregunta a quemarropa: «¿Me puede explicar, por favor, qué significa felacio en Cuba?»
Las dos se carcajean a coro. Se doblan de la risa. La petisa se tapa la cara, para ocultar un portillo.
Por fin, la parda grandota te pregunta si sos argentino…
«Sí ¿cómo se dio cuenta?»
Ella se asombra:
«¿Cómo es posible, chico, que tú no sepas lo que quiere decir felacio? Si esa es una palabra de tu país. A mí me la enseñó otro argentino…»
Recibís un jeringazo en vena. Adquirís de pronto una lucidez febril. Te vuelven flashes de Tresó, su violencia, sus secuaces, y en un segundo tomás la decisión de invitar a esa piba, de hacerle la corte, de encerrarte con ella donde sea. Cualquier cosa, con tal de saber quién es el argentino que le enseñó esa palabra. Tenés que interrogarla a fondo, pero sin levantar la perdiz.
Parece fantástico, pero nada impediría que Tresó hubiese venido a esconderse en Cuba. La palabra, por loca coincidencia, pudo enseñársela alguien que la aprendiera de él; o bien, que una vez acuñada por Tresó, prosperara en la Argentina, se divulgase, y ya fuera parte del léxico de algunas personas.
De todos modos, esta muchacha es la punta de la madeja. Y para obtener cualquier resultado, tenés que comenzar por ella.
«El que me la enseñó se llama Alberto —añade ella—. ¿Lo conoces?»
Vos le aclarás que no, y por supuesto te abstenés de mostrarte interesado.
«… y Alberto me la enseñó para que yo no dijera groserías, y resulta que yo misma, por juego, empecé a decirle felacio y felacia a todo el mundo, y figúrate, jodedera va y jodedera viene, total, que se la aprendieron todas mis amigas; y ya ninguna de nosotras dice comepinga, que es como le llamamos a eso los cubanos…»
Al oírle la palabrota, la otra suelta una carcajada estruendosa. Un peatón se detiene a mirarlas divertido.
Ahora, la parda también se contagia, y al reírse, ambas se doblan, casi en ángulo recto.
La petisa se da unos manotazos obscenos en la otra mano, sobre el hueco del puño. Qué groseras. Tienen que ser putas, pero vos les preguntás ahora qué significa comepinga; y ellas vuelven a desternillarse, y por fin las invitás a tomar algo en un bar y cuando se sientan a la mesa, las dos se ponen a aclararte que comepinga, vaya, como decírtelo, aquí se le dice comepinga a cualquier comemierda, a un estúpido, a cualquier imbécil, pero la parda bonita te revela, ahora con cierta timidez, que comer pinga es también una forma muy grosera de lo que se llama felación.
El que la piba se valiera de aquel tecnicismo, no sólo te sorprende, sino que emanado de sus labios gordos, húmedos, blandos, inopinadamente te excita, y te atraen sus ojos pícaros, descarados. La extraña situación, el calor, la humedad, te provocan, e invitás a la parda. Sólo a ella.
De pronto, la has visto apetecible. Debe tener unos veinte años, alta, cintura estrecha, bella dentadura, piel tersa.
Y se te antoja echar una cana al aire en la noche de mayo, embriagarte de trópico caliente.
A lo mejor te hace funcionar.
Pero, claro, si es un bombón… Bombón de chocolate, labios blandos, culo mórbido…
¿Y si no funcionás?
Pero, qué te importa, boludo. Además, con probar no perdés nada… Si sale mal, no es más que una yirita. Lo único importante, que no podés perder de vista, es hacerte amigo de ella y hoy mismo, o mañana, o pasado, sacarle información sobre el tal Alberto… Tenés que localizarlo, verlo…
«Te invito a cenar», le decís.
Ellas cruzan una mirada de entendimiento profesional. La petisa blanca mira la hora y suelta un uyyy, y se despide con prisa, sí, chau, mucho gusto, tiene un compromiso.
La parda se llamaba Bini. Cuando te quedás solo, le agarrás una mano y ella te aprieta.
¡Puta madre! ¿Qué te está pasando con esta piba? Por un lado querés indagar sobre el argentino ese, pero de sólo pensar que pueda ser Tresó te dan unas ganas terribles de coger. ¡Qué retorcido!
Cuando te levantás y salís del bar, empezás a volar. En vez de dar pasos, pedaleás hacia atrás, reculando en una bicicleta aérea.
Cuánto desasosiego por una palabra… Por esa palabra, muletilla de Tresó. Y no has tomado nada para estimularte. Ni estás borracho. ¿Alguna vez te ocurrió algo similar?
Bini no acepta ir al Hotel Nacional, te dice que allí los porteros son unos felacios, ja ja, y que no la van a dejar entrar, y te lleva por allí cerca a un edificio, un décimo piso, de una amiga suya dueña de un apartamentito anexo que alquila por horas.
Como te queda a sólo dos cuadras del Hotel Nacional, vos no encontrás reparos. Y en cuanto se quedan solos, ella te mete un mordiscón en un pectoral, y te desabrocha la camisa, y los pantalones, y vos, erecto como nunca, sorprendido de vos mismo, la dejás que siga haciendo lo que quiera, y te afloja el cinto y te baja los pantalones, y te hace girar y te muerde las nalgas con una voracidad auténtica, y te besa, y te dice que es una felacia, y que cuando vos le preguntaste por la palabrita, pusiste una cara que ella se llenó de humedad. Vos te dejás caer boca arriba en la cama, y ella ni siquiera se desviste, y en segundos te provoca un orgasmo fulminante, y es entonces que se desnuda y te coge de una mano, y te lleva a la ducha y te lava, y te acaricia y te ofrece sus senos, y te besa y te arrastra de nuevo a la cama, y te hace besarla y tiene un orgasmo rápido que te provoca un segundo, y casi de inmediato una tercera erección, algo de lo que no te imaginabas capaz, y en sólo cuatro horas hacés prodigios cuantitativos. Y no has sentido hasta ahora el menor cansancio, y ella es ocurrente, la ves jugando contigo, diciendo cosas propias de una niña de diez años, y el tal Alberto era de apellido Ríos, un argentino que vivía en Cuba, dueño de un yate, ella estuvo varias veces con él, pero hace ya tiempo que no lo ve, un tipo raro, con un gallo tatuado entre las piernas… Y a vos se te dispara otra vez la taquicardia, se te contrae el plexo, porque ya estás seguro: lo del felacio más el tatuaje ya te permiten asegurar que ese Alberto Ríos no es otro que Tresó, él mismo, y al saberlo, e imaginar que vas a cobrarte las que te hizo, te excitás más, qué horror, aquello es de nunca acabar, y ella te dice que vos sos dulce y suave, y vos ves a Teresita rodeada de Tresó y su pandilla, tipos jóvenes, sonrientes, bien peinados, con buenas pilchas, perfumados los hijos de puta… Y qué curioso, el mal recuerdo esta vez no te inhibe, al contrario, querés más sexo. Por Dios ¿qué te está pasando? Querés más senos, más cintura, para abrazarte de la vida, y la besás y la penetrás con más fuerza, y ella te dice groserías roncas, sórdidas y cariñosas, y te provoca un orgasmo completo, como no lo tenías desde niño, y al caer boca arriba sobre la cama, ella se te encima, y te apoya la cabeza sobre el pecho, y vos te abrazás de esa mujer, de esa puta niña que acaba de entrar en tu pasado, y le pasás la mano por la nuca, por la espalda, y te dejás invadir de una sórdida alegría, y tragás saliva, como ante una golosina, porque ya sabés que muy pronto vas a poder, por fin, sacarte las ganas de pasarle la cuenta a un gran hijo de puta.
Dos veces lo tuviste a tiro y tu gente falló. Él se dio cuenta de que no lo mataron de milagro. Vio que el retiro en Montevideo y sus pistoleros alquilados, ya no le podían garantizar la indemnidad, y prefirió tomárselas. Pero fijáte cómo son las vueltas de la vida…; de qué forma tan estúpida viniste a descubrirlo…
Ibas a moverte con extrema cautela para no volver a espantarlo.
Al principio no sabías bien. Por momentos, te entraban ganas de asesinarlo a mano, partirle el cráneo con un hierro. Pero después te decías:
«Pará un poco, che, no te embales…
»Primero tenías que asegurarte de que Alberto Ríos y Tresó eran la misma persona…»
«¿Más comprobaciones? —te impacientabas—. ¿No te alcanza con que el tipo ande hablando de felacios y con un gallo tatuado entre las piernas? ¿Qué más comprobaciones querés? No pueden ser coincidencias…»
Pero no podías matar a un tipo sin tener la seguridad total. Y a Bini no debías preguntarle nada. A lo mejor eran más amigos de lo que ella te dijo, y de pronto le comentaba que otro argentino andaba por ahí averiguándole la vida. Si lo ponías en guardia, seguro que se las volvía a tomar.
Fueron horas de un interminable monólogo estéril. No te decidías. No sabías cómo actuar.
Pensaste indagar un poco en la Embajada Argentina…
Peligroso: mejor esperabas a que ella sola te volviera a mencionar al tal Alberto. Y ahí sí, como quien no quiere la cosa, podías tirarle de la lengua. A ella le gustaba hablar…
En casa de la prima, no cerró la boca un segundo; y en el teatro, mientras oían al cantante, ella tarareaba y te hacía comentarios; y lo mismo cuando fueron a lo del padrino: vos de lo más interesado con lo que el tipo te decía, pero Bini lo interrumpía, quería asesorarte ella misma, hasta que el viejo se calentó y la mandó a callar, ja ja. Por cierto un tipo macanudo, rodeado de un ambiente loco, cautivador. Decía que los que no creen viven en la oscuridad. Lo mismo que vos le decías a tu hermano y a Gonzalo cuando se burlaban de tu fe. Y con los rones que te mandaste en casa del padrino, al mediodía te vino el antojo de ir a la playa, y tirado boca arriba en la arena, te acordaste del yate que tenía Alberto Ríos, y le tiraste el anzuelo a Bini de que te gustaría navegar un poco. Ella picó en el acto: dijo que vos podías alquilar un yate en la Marina Hemingway, pero se arrepintió y propuso otro embarcadero. No quería encontrarse allí con Alberto, que le iba a hacer reclamos porque ella no volviera a llamarlo, ni a navegar con él en el Chevalier…
«¿Chevalier? Qué bien…»
Aquel día, a las seis de la tarde, regresaste con ella a casa del padrino para el anunciado bembé. Fantástico, muy vital todo, los tambores, los cánticos, los bailes; y el ron caliente y barato, en aquel patio de tierra, te sabía mejor que el de siete años.
Por la madrugada, cuando ya muy excitada, Bini quiso estar contigo, el padrino no permitió que se fueran. Dijo que era una ofensa al santo, e insistió en que se acostaran en un cuarto que él mandaría prepararles; y la abuela, noventicuatro carnavales, les puso como único abrigo sobre la cama, una bandera rusa que alguien se robara de un torneo boxístico, y como en la casa andaban cortos de mantas… Y vos aguantando la risa, pero la vieja no andaba descarriada, porque a pesar del calor de mayo y de la profusa actividad amatoria, a las cuatro de la mañana se colaba entre las rendijas de la madera una brisa de lo más fastidiosa. Y tuviste que recurrir a la bandera, y a las siete, Bini dormía a pata suelta, y vos saliste sin hacer ruido y te fuiste a buscar un taxi.
En la oficina de Cuba-Autos contrataste un Toyota por los tres días que aún permanecerías en La Habana. Y tras haber comprado en la tienda del hotel algunas botellas y todo lo necesario para una espaguetada, apretaste el acelerador y llegaste a la Marina Hemingway en media hora.
Enseguida localizaste el Y. CHEVALIER, un yate pequeño de bandera francesa, amarrado a uno de los muelles. No viste a nadie a bordo.
Con el pretexto de que te gustaría comprarlo, te presentaste en la administración a pedir datos sobre el dueño. Hablaste como italiano, porque si Tresó se enteraba de que lo andaba buscando un argentino, podía darle mala espina. Y así averiguaste dónde vivía, el teléfono de su casa y el de la oficina. Listo. Era todo lo que necesitabas.
En Regla, Bini te esperaba sentada en la cama, chupándose el dedo.
Sobre la mesita de noche, sobrevivía la botella mediada de ron que ella se llevara al cuarto por la madrugada.
El padrino y su familia celebraron la pila de comida y bebida que les llevaras. Celebraron también las tres mantas de regalo, y sobre todo, la vajilla. Durante las compras, vos recordaste que no tenían más que tres platos hondos y dos vasos de vidrio. El ron lo tomaban a pico de botella o en vasos de cartón, y para comer un sopón que hicieran durante la fiesta con una cabeza de chancho, esperaban a que alguien terminara con un plato, para lavarlo y prestárselo a otro. ¡Qué quilombo! Pero era una indigencia alegre, sin complejos, conmovedora. Cuando hay, hay; y cuando no hay, a joderse. Así decían ellos. Y entonces les compraste cuatro vajillas iguales, de las más baratas, para seis puestos cada una. Quedaron muy contentos. Ahora sí, se podrían dar reuniones con mucha gente.
Y otra vez sacaste cuentas. Te quedaban cuarenta y ocho horas en Cuba. Tenías que aprovecharlas para asegurarte de que Alberto Ríos era Tresó. Y la única forma, verlo con tus ojos.
Luego vendrían días de loca actividad.