El martes 10 de agosto, a las 10 de la mañana, Bastidas obtuvo la orden de captura.
Consultada la seguridad del Hotel Copacabana, se supo que el objetivo se encontraba ocupado con sus libros en una mesa del área de la piscina.
Bastidas y Pedrito llegaron a las 11:00.
Cuando Alberto se enteró de que iban por él, y vio al oficial más viejo señalarle un sobre amarillento, su primera reacción fue de incredulidad: aquello no podía ser una orden de arresto… Bueno, sí, quizá necesitaran interrogarlo de nuevo, y por eso el papel; pero no podía ser cierto que quisieran detenerlo… ¿A él?
De pie junto a su mesa, al borde de la piscina, el oficial le informó que Sabina López Angelbello había confesado todo.
—¿Todo qué?
—El arrollamiento del ciclista, con el vehículo que usted conducía.
—¿¡Yooooo!?
—Sí, usted; y hay dos empleados del Tritón que atestiguan haberlo visto con ella en el hotel. Lo siento, pero debe acompañarnos.
La sorpresa e incredulidad se convirtieron en miedo. Mucho miedo. Miedo a lo peor.
—Usted está autorizado a leer lo manifestado por Sabina López, o a oír la grabación si desea…
«¡Puta madre! Me encontraron…», pensó.
Aquel infundio, sólo podían haberlo armado sus enemigos de siempre. Los mismos de los dos atentados en Montevideo. Era algo inesperado y terrible.
Bajó la cabeza y se cubrió la cara con ambas manos.
Bastidas y Pedrito se miraron. ¿Iría a llorar, ahora? Parecía a punto de un desmayo.
—¿Se siente mal?
—Permítanme un segundo —atinó a decir, con una mano en alto.
La noticia fue un mazazo en la mollera. Lo mareó. Respiró hondo para controlar la taquicardia y disnea. Hizo esfuerzos por serenarse.
—Déme dos minutos, por favor —dijo, sin dejar de cubrirse la cara.
—¿Le traigo un poco de agua? —ofreció Pedrito.
Alberto no respondió. Negó con la cabeza y volvió a inspirar con suavidad.
¿De modo que Bini, la hija de puta, colaboraba con ellos…?
¿Cómo la habrían reclutado? ¿Cuándo?
Y si era así ¿por qué no lo mataban de una vez?
¿Qué esperaban? ¿Qué pretendían con esa patraña del atropello al ciclista?
De pronto, su temor y su indignación se desenredaron. Separados, ya no lo abrumaban. Por fin pudo inspirar hondo. Y tomó rápida conciencia de su situación: no debía permitir que la alarma le indujera conjeturas sin fundamento. Y a pesar de la taquicardia, que no cedía, levantó la cabeza y pidió ver la orden de detención.
Bajo la sombrilla multicolor, leyó brevemente y devolvió el papel. Se quitó los espejuelos, cerró los ojos y se apretó el tabique. Se veía ya más recuperado.
—Está bien ¿qué se le va a hacer? —dijo por fin, con una discreta mueca de contrariedad—. Déme unos minutos para vestirme.
No hizo una sola pregunta.
Recogió sus cosas y entró a una taquilla de donde salió enseguida, precedido de una ráfaga de colonia.
Vestía una T-shirt azul de tela calada, unos pantalones color perla y mocasines negros. Llevaba consigo el enorme maletín de cuero repujado, también negro, donde guardara sus libros y materiales de escritura.
Al salir, hubo un momento de vacilación.
—¿No podría seguirlos en mi auto?
—Lo siento, pero no es posible —dijo Bastidas, y le señaló el patrullero.
Alberto se ubicó atrás con Pedrito; y Bastidas junto al chofer uniformado.
Se dirigieron a la unidad en silencio.
Alberto decidió no abrir la boca hasta oír lo que Bini depusiera. La oiría con atención. En alguna parte debía incurrir en contrasentidos que él pudiera refutar.
Al entrar al vetusto edificio, ya se había recuperado bastante. Deprimente aquel pasillo atestado de caras torvas, ojeras, mujeres sufridas.
—Sígame —le dijo el policía más joven, y lo hizo pasar a un salón donde le exigieron sus efectos personales: maletín, llaves, reloj, bolígrafo, espejuelos, documentos, dinero.
Un cabo muy joven, pálido y miope, que merendaba en ese momento, le recibió los objetos. Selló el maletín con una cinta y amontonó el resto sobre el buró. Colocó una hoja en una Underwood antediluviana y se puso a teclear con un solo dedo. Acercaba mucho la cabeza para mirar el teclado. Con el mismo esfuerzo de ojos fruncidos, alternaba sus aproximaciones al pan con tortilla, para asegurar el mordisco.
Cuando terminó la lista de los objetos incautados, se la dio a leer. Alberto firmó un recibo y salió acompañado del policía que lo condujo a un despacho. Allí lo esperaba el capitán Ignacio Bastidas, según podía leerse en el cartelito de acrílico que tenía sobre el escritorio.
Según Bastidas, Alberto tenía derecho a oír la declaración de la testimoniante. Y la oyó completa, en adusto silencio. A medida que Bini exponía lo sucedido, él empalidecía de ira.
Lo que en realidad se proponía el policía, era observar las reacciones de Alberto, a medida que oyera los detalles. Y otra vez, lo que vio el veterano policía, convencido de su intuición, no fue la expresión facial de un culpable; no eran los evasivos movimientos oculares del que se ve descubierto, sino un estallido de indignación. Era el desconcierto de un inocente.
Y Bastidas pensó entonces en el negro Azúa.
«Es una locura», se dijo.
De todos modos, hablaría con el Negro.
Listo.
Daría por terminada la instrucción del caso y pondría al argentino a disposición de la Fiscalía. Ya no podía retenerlo por más tiempo.
Alberto seguía oyendo transfigurado: «… imagínese capitán, Tito hizo lo que pudo por no arrollarlo, pero le dio tremendo toletazo, y el hombre, con bicicleta y todo, salió volando como un muñeco. Tito y yo nos apeamos enseguida para ayudarlo, pero el pobre…»
—Me basta; no quiero oír más esa porquería —dijo Alberto y volvió a cubrirse la cara con ambas manos.
A una señal de Bastidas, Pedrito apagó la grabadora.
—¿Tiene algo que añadir?
Alberto miró al techo y respiró hondo.
—Ni añadir, ni quitar: ante semejante infamia lo único que quiero es comunicarme con gente de mi firma para que me contraten un abogado.
La confesión de Bini no le permitió detectar ningún bache. ¿Sería posible que ella sola urdiera todo aquello? Tanto cinismo y desparpajo lo confundían.
Cuando lo sacaron al patio, donde dos negros discutían en voz baja, reapareció su desaliento y le acometió otro acceso de miedo.
De aquella grabación surgía ante él, inopinado, un monstruo fabulador.
¿Quién era Bini, entonces?
Ninguna felacia, por cierto, como él la etiquetara. ¿Quién putas era esta Mata Hari cubana, urdidora del infundio de los zapatos, ladrona de su carné, actriz en las bambalinas del hotel, que con tanto verismo y detalle narrara el accidente del auto empantanado y la colisión de Tito con el ciclista?
Pero…, lo del auto, sí, era cierto. Se lo robó a su padre… Era asunto probado por la policía.
¡Qué incertidumbre! ¡Qué confusión! ¡Qué hija de mil putas! ¡Quién se iba a imaginar que Bini pudiera tenderle aquella cama! ¡Qué manso! ¡Qué pelotudo! Se había dejado mover el piso por una putita de mierda.
Un policía se llevó a los dos negros y Alberto quedó solo en aquel banco del patio. Hizo un nuevo ejercicio de relajamiento y pudo reflexionar con más distancia y objetividad.
No no no: Bini no era ni podría ser una Mata Hari. Ni Sarah Bernhardt. Bini era Bini. La que él conocía. Absurdo atribuirle la capacidad de armar en pocos días semejante rompecabezas; ni de estar al servicio de sus enemigos de siempre.
Bien vistas las cosas, aquel no era el estilo de sus enemigos. De haber sido ellos, ya lo habrían matado. Les hubiera sido fácil boletearlo en La Habana, donde él circulaba sin escolta. Pero además, sus verdaderos enemigos ¿que ganarían con armarle una trampa para hacerlo caer preso, y por una bobada como aquella?
No. Ellos nunca se conformarían con una pena tan leve. Querrían verlo muerto; pero antes torturarlo, decapitarlo, cortarlo en pedacitos. Al ver que él se les regalaba así en La Habana, ni siquiera le habrían disparado. Lo habrían secuestrado, y un día aparecería su cadáver mutilado, o hinchado en el mar, o en un campito con la boca llena de hormigas. Y chau.
En eso vio al ayudante del capitán en el extremo del patio. El muchacho le hizo una seña para que lo siguiera y lo condujo al despacho de Bastidas. Allí lo esperaba el abogado de TEXINAL, que acababa de leer el testimonio de Bini.
—¿Un café? —le ofreció Bastidas, al verlo entrar.
—No, gracias —dijo Alberto, aunque lo deseaba.
Dentro de lo que cabía, aquel cana era amable. Durante la entrevista, a pedido suyo, le informó que por arrollar a un ciudadano y darse a la fuga, una persona como él, sin antecedentes penales, extranjero, recibiría una condena máxima de dos años; quizá menos.
Tras ponerlo a oír la grabación, se prestó para localizarle por teléfono al abogado; y ahora, les cedía un despachito donde pudieran conversar en privado.
Tras haberse empapado de los detalles de la acusación, el abogado no creyó en su inocencia. Ni siquiera intentó darle ánimos. Con solemnidad, le dijo que las evidencias y declaraciones en su contra, no permitían ser optimista. Alberto debía disponerse a lo peor. Si no surgía una forma de probar que a la hora del arrollamiento, él se hallaba en otro lugar; o que no se había hospedado en el Hotel Tritón aquellos días, sería muy difícil defenderlo.
Pero prometió ocuparse de que la firma TEXINAL le contratara cuanto antes un defensor en el exterior.
Esa misma tarde, Alberto fue puesto a disposición del fiscal.
A las cinco, lo montaron en un camión celular rumbo al Combinado del Este. Ingresaría como recluso provisional sospechoso de homicidio, en espera del correspondiente juicio.
Al día siguiente, por orden de la Fiscalía, se procedería también al arresto cautelar de Sabina López Angelbello.