Alberto Ríos no abordó el Y. CHEVALIER, como temiera el capitán Bastidas, en la madrugada del lunes; sino un poco más tarde. A las 10 de la mañana se presentó en el muelle acompañado de una mujer, con la que ya se lo viera otras veces a bordo.
Bastidas recibió la noticia del oficial de seguridad que relevara al teniente destacado en la Marina. Supo también que una de las lanchas artilladas, patrullaba a esa hora la zona aledaña. Todo bajo control.
Y a las 10:15, recibió de la Coordinadora una noticia que no se esperaba: el domingo precedente a las 11:30, mientras él se disponía a interrogar a Alberto Ríos junto a la piscina del Copa, la ciudadana Sabina López Angelbello, alias Bini, hija de Lázaro López Carranza, se había presentado en una estación de policía, a confesar que el 18 de julio, ella iba en el carro que arrolló a un ciclista en la Autopista del Mediodía.
«¡Coño, la hija de Carranza! ¿Será la que interrogué en el Calvario?»
Bastidas recordó a la hija del mecánico; una mulatona buenota que dijo haberse dormido viendo la película con la abuela. Por eso no pudo aportar casi nada.
En aquel momento, a Bastidas no le pasó por la cabeza que fuera ella la del robo.
Pues esa misma mulata, o alguna otra hija de Carranza, fue la que denunció en Miramar al victimario del ciclista París, un tal Alberto Ríos, ciudadano argentino, que le estaba enseñando a manejar.
Según confesara la tal Bini, Alberto iba al timón del carro que ella misma sustrajo en casa de la abuela, mientras su padre dormía.
Bastidas sacó la cuenta de que el domingo a las 11:30, mientras Bini lo llenaba de mierda con lo que depusiera en Miramar, Alberto Ríos aún no sabía para qué lo citaba la policía.
A lo mejor, aconsejada por algún abogado, Sabina López se adelantó a confesar, para aminorar su complicidad en el delito. Y, por lo visto, la jugadita le salió requetebién; porque según el parte de la Coordinadora, ella seguía en libertad. Debió causar muy buena impresión en la Fiscalía. Sólo así se entendía que no la detuvieran en el acto, con carácter preventivo. Esa era la rutina. Cuando se producía un homicidio, aun involuntario, todo sospechoso de complicidad quedaba automáticamente arrestado hasta el juicio.
Resuelto a interrogarla de inmediato, Bastidas salió en su busca.
Acompañado de Pedrito, se presentó primero en la Víbora, domicilio de la prima Chacha, con el planito que le hiciera Pepe Jaén. Pero allí le dijeron que no la veían desde la semana pasada.
Tampoco la ubicaron en el Calvario, adonde solía quedarse.
La abuela confirmó que Bini era la misma que ellos vieran e interrogaran en su casa, el día que fueron a ver a su hijo Lázaro.
—Sí, déjame ver… Ella pasó por aquí el jueves, para encargar una chiva y unas palomas…
Las vendía un vecino que criaba animales de sacrificio.
—… y me dejó un dinero para pagarlos cuando los trajeran; y me pidió que le guardara los animales en el patio. Y ayer domingo, bien temprano, vino un señor a recogerlos en una camioneta, porque en Regla, el padrino de Bini daba un bembé.
Les informó también que Bini se quedaba, a veces, varios días en casa de su padrino; pero la abuela no sabía bien en qué calle vivía.
—Estuve una vez na má, cuando Bini se hizo el santo.
Recordaba, eso sí, que fue en una casona de madera con un patio grandote, cerca del cementerio.
—¿Y el nombre del padrino?
—No me acuerdo bien, pero creo que Pedro Pablo, o Juan Pablo, o algo así, porque Bini sólo le dice «mi padrino».
Juan Pedro vivía cerca del cementerio, en una casa de madera de dos pisos, con ocho cuartos, y un patio lleno de mangos, mameyes, plátanos.
Bastidas y Pedrito, para presentarse en Regla, en casa de un babalao, vestían de civil.
El hombre era conocido en la zona y fue fácil dar con él.
Llamaron a la puerta, de una sola hoja. La otra parecía arrancada de cuajo, a juzgar por los huecos de las jambas, reminiscencia de bisagras.
—El Mitch —comentó Pedrito.
—Sí, en las casas de madera, el ciclón hizo estragos.
—¿Cómo hará esta gente por la noche? Seguro amarran un perro…
—No les hace falta, chico: están bajo protección de los santos.
En la sala, dos niños miraban televisión y no hacían caso al llamado.
Bastidas volvió a golpear con los nudillos sobre el batiente y un niño, molesto por el ruido, gritó a todo pulmón:
—¡Abueeeeelaaa!
Pasó un minuto y nadie salió a atender.
Pedrito dio un paso hacia adentro, para interpelar a los niños, cuando se abrió una puerta cancel y de la oscuridad emergió una mulata anciana, que cojeaba un poco y se apoyaba en un bastón.
—Quisiéramos hablar con Bini —dijo Bastidas.
—¿Quién la busca?
—Capitán Ignacio Bastidas —y le mostró su credencial que la vieja no miró.
La vieja no demostró preocupación. Los examinó un poco y les hizo una seña para que entraran.
—Tomen asiento, voy a ver si está. En esta casa hay siempre tanta gente que una no sabe…
—Pero… ¿usted no la ha visto?
—Ayer sí, estuvo en un santo que hicimos, pero no sé si se quedó a dormir o se fue. Espere un momento que voy a preguntarle a Juan Pedro.
Al rato entró un negro de unos sesenta años, algo calvo, con cara de pocos amigos.
—Bini se torció un pie bailando y lo tiene muy hinchado —les advirtió—. Dice que pasen al cuarto.
Lo siguieron por un pasillo, hasta un cuarto a los fondos de la casa.
Al atravesar un fragmento del patio trasero, los policías vieron un hombre tirado sobre un sofá, y a una mujer gorda en una hamaca. Ambos parecían dormidos.
Aquel día de agosto se presentaba inusitadamente fresco. Bastidas comprobó que se nublaba. No tardaría en llover. Una brisa in crescendo hacía sonar el follaje del patio.
—Parece que está entrando un Norte —comentó Pedrito, mientras el babalao los precedía en silencio.
En una mesa vecina, bajo una glorieta de madera protegida por el tronco centenario de una manga, varios hombres jugaban dominó y tomaban ron a pico de botella. Desde una grabadora cercana, atronaba la música de un danzón.
Al verlos penetrar al cuarto, Bini se acodó en la cama.
—Ah, pero si son los mismos —dijo, casi con desagrado.
—Sí, ya nos vimos en casa de su abuela —dijo Bastidas.
Así, muy desgreñada, y con los hombros desnudos, su belleza juvenil adquiría un atractivo selvático. Acababa de despertarse. Se cubría con una colcha amarilla de flecos, que sujetaba entre sus axilas, por encima de los senos desguarnecidos.
—¿Te molesta que nos veamos de nuevo…?
—Me da un poco de vergüenza, porque ese día…
—Nos echaste unas cuantas mentiras —sonrió indulgente Bastidas.
Ella no dijo nada. Arqueó las cejas con los ojos cerrados, apretó los labios y meneó un poco la cabeza. El gesto no alcanzaba a expresar arrepentimiento. Quizá cierta decepción.
Al estirar la mano hacia la mesa de luz, para coger un broche de amarrarse el pelo, se le corrió un poco la colcha hasta muy cerca del pezón, pero ella la reacomodó con esmero y sin prisa.
Se veía pensativa. No parecía preocuparle la presencia de los policías. Para amarrarse la colita sin exhibir los senos, sujetó la colcha con los dientes. Actuaba con naturalidad. No intentaba lucirse en plan de estriptisera.
Pedrito abrió un bolso de mano y encendió la grabadora.
El padrino, sentado en un sillón desvencijado, observaba vigilante, desde a la puerta.
—No te pongas bravo, padrino, pero déjanos solos. Yo ya te expliqué…
El viejo se levantó y se mantuvo unos segundos más, indeciso junto a la puerta.
—Tú, tranquilo —insistió Bini—. Voy a hacer como tú dices…
Los dos guardias intercambiaron furtivas miradas.
El viejo asintió a regañadientes y se fue.
—¿Alberto te avisó que queríamos interrogarte?
Ella negó.
—No, el que me avisó fue el muerto —dijo, y soltó un suspiro.
Bastidas se puso en guardia. Se reacomodó en su silla.
Pedrito la miró boquiabierto.
—Desde hace como un mes, no me deja dormir. Cada dos o tres noches se me aparece en sueños, montado en la bicicleta, llorando, arañándose la cara, y me reclama lo que le hicimos, y ayer no resistí más y lo conté todo.
—¿Y esta vez nos vas a decir…?
—La puritica y verdadera verdá, combatiente…
—Capitán —rectificó Bastidas.
Combatiente era el término que usaban los presos para dirigirse a sus custodios.
En cinco minutos, con llanto y varias interrupciones, Bini confirmó lo que atestiguara la camarera.
Sí. Poco después de haber arrollado al ciclista, Alberto Ríos se hospedó en el hotel Tritón y ella pasó tres días con él allí.
—El que quiso deshacerse de los zapatos fue Tito…
—¿Tito? —repitió Bastidas.
—Sí, Alberto… Yo siempre le digo Tito.
Bastidas asintió y garabateó algo en su libreta.
—Yo saqué los zapatos en una jaba para botarlos; pero después, me dio pena… Se veían tan lindos… Y lucían casi nuevos. Por eso, cuando vi a la mucama del piso, la llamé y se los regalé. Ella era muy atenta conmigo… Cuando nos cruzábamos en el pasillo siempre me sonreía; y por eso le regalé los zapatos. Pero la verdad es que le he desgraciado la vida al pobre Tito…
Nuevo ataque de llanto.
—Todo por culpa mía…, por querer aprender a manejar…
Tras otro paréntesis lacrimógeno, en que Pedrito le pasó su pañuelo para que no siguiera enjugándose con la colcha, Bastidas continuó interrogándola:
—¿Y cómo hiciste para llevarte el carro sin que nadie se diera cuenta?
—Ay, facilito, capitán: mi abuela es sorda, y Papi es de sueño muy pesao. Cuando empieza a roncar no es fácil despertarlo: hay que darle duro, pellizcarlo… ¿M’entiende cómo es? Y a eso de las tres de la mañana, salí a botar la basura, y como no vi a ningún vecino levantado, fui al cuarto, saqué las llaves que él deja siempre sobre la mesita de noche, cogí el mando de la alarma, y ya.
Tras empujar un poco el carro hacia atrás, para sacarlo del carporche con el motor apagado, se fue a practicar bien lejos. Ella tenía unos dólares, compró bastante gasolina y anduvo como dos horas sola. Y en San Agustín, cuando ya se disponía a regresar, empezó a llover y se metió en un barrizal donde hizo una mala maniobra y se deslizó por un talud, y ya no sabía cómo hacer para sacar el coche de la cuneta. Muy preocupada porque se le hacía tarde, se fue a pie hasta el restaurante la Giraldilla, y un sereno le permitió usar el teléfono. Fue entonces que llamó a Tito, para que fuera a ayudarla.
—Cuando él llegó, buscó unas ramas, unas pencas de guano y unas piedras y enseguida sacó el carro…
—¿Y en qué fue hasta allá?
—En un carro de la calle.
—¿Por qué no fue en el suyo?
—Porque no sabía ir…
—¿Y no pidió un taxi por teléfono?
—Yo qué sé, pregúntenle a él…
—¿Y no te acuerdas como era el carro?
—Coño, chico ¿quién se iba a fijar en eso? ¡Ay, perdón, combatiente!
—Esta bien, sigue contando.
—Bueno, sí; y total, como llovía mucho, no quiso que yo manejara; y cuando ya íbamos por la autopista, un ciclista nos vino p’arriba, sin luces ni na… Imagínese capitán, Tito hizo lo que pudo por no arrollarlo, pero le dio tremendo toletazo, y el hombre, con bicicleta y todo, salió volando como un muñeco. Tito y yo nos apeamos enseguida para ayudarlo, pero el pobre… —y con el pulgar hizo un ilustrativo gesto de degüello.
Al terminar la entrevista, Bastidas le preguntó dónde era más fácil localizarla, por si tenía necesidad de volver a verla.
—Lo más seguro es la casa de mi prima Chacha, por la mañana, aunque en estos días estoy parando en el apartamento de una amiga, en el Vedado.
—¿Cómo se llama la amiga?
—Juanita, pero no sé el apellido.
—¿Y cual es la relación que tienes con ella?
Y con todo desparpajo, Bini le respondió:
—Allí me veo con un amigo italiano.
—¿Y cómo se llama el italiano?
—En realidad es argentino, pero tiene nacionalidad italiana. Y se llama Aldo Bianchi.
(El propio Aldo le había aconsejado dar todas la señas que le pidieran sobre él, y sobre el apartamento de la calle 21. Consideraba inevitable que la policía indagara sobre sus relaciones más recientes, y lo mejor era no ocultar nada).
—¿Y desde cuándo está Aldo en Cuba?
—Ay, ni me lo recuerde, capitán, que por culpa de Aldo embarqué al pobre Tito.
—¿Y cómo fue eso?
—Mire, capitán: lo que pasó fue que mi novio, Aldo, vino a Cuba justo el día antes; y yo lo fui a esperar al aeropuerto, pero él me dijo que esa noche no iba a salir conmigo porque tenía una cena de negocios; y que estaba cansado por el vuelo desde Italia; y que se iba a acostar temprano en el hotel, porque si se quedaba conmigo en casa de Juanita, yo no lo iba a dejar dormir y eso… Figúrese; tenía razón. Y como yo ese día andaba fajada con Chacha, le pedí a él que antes de llegar al hotel, me dejara en El Calvario, allá, donde ustedes estuvieron, en casa de mi abuela; y ahí me quedé dormida temprano, y me desperté a eso de las tres, con hambre y toda aburrida, y fue entonces que se me ocurrió lo de pasear un rato en el carro. Y por eso digo, que si Aldo hubiera salido conmigo esa noche, yo no le habría buscado ese problema al pobre Tito.
—Ni al ciclista y su familia…
—Ay, sí, pobrecito… —e hizo una mueca de consternación.
—Bien; ¿y dónde esta Aldo ahora?
—Todavía no se ha ido. Está hospedado en el Hotel Nacional, pero casi siempre nos quedamos en el apartamento de Juanita.
En casa del babalao se demoraron una media hora.
La confesión de Bini coincidía con varias suposiciones de los técnicos. Las lágrimas que le corrieron varias veces por las mejillas, tenían el volumen y celeridad de las que provoca el dolor verdadero. Parecía haber dicho la verdad.
Sin embargo, lo del muerto que la visitaba en bicicleta, a Bastidas le olió a paquete. Su precisión en algunos detalles mínimos, también le inspiraba desconfianza.
No sabía que pensar.
—El argentino está jodido —sentenció Pedrito, al timón del carro—. Con esa declaración, la tipa esta acabó de hundirlo.
—Es verdad —admitió Bastidas—. Pero antes de pasarlo al fiscal, quiero volver a interrogarlo. Y a ella; y también al tal Aldo Bianchi ese.
Ese mismo lunes, por la tarde, Bastidas se presentó en el puesto de Guardafronteras y el jefe de la unidad le dio el parte verbal.
Alberto y la mujer que lo acompañara, una rubia gordita, fuertona ella, se habían puesto a bucear a unas tres millas de la costa. A bordo del yate permaneció sólo el timonel. Al cabo de unas dos horas, emergieron ambos y con ayuda del muchacho, izaron tres jaulas, cada una con varios compartimentos de diferentes tamaños donde recogieran muestras de la fauna marina. Al rato, se pusieron a trastear los pescados, a ponerlos en pomos de vidrio y bolsas de plástico.
—Tomaron refrescos, conversaron.
Ella estuvo un rato mostrándole algo dentro de un pomo. Nada que pareciera actividad propia de un tipo con planes para huir de la isla.
—A ella la vimos untarse con una crema y se tendió en cubierta a coger sol, y él se tiró con una tabla y se puso a surfear.
—¿Y a qué hora regresaron al muelle?
—Como a las cuatro.
La Capitanía informó que además del descapotable blanco de Alberto, los esperaba una camioneta de la firma TEXINAL, en la que el chofer y su ayudante cargaron todos los pomos.
La mujer y Alberto partieron en el convertible, seguidos por la camioneta.
El delegado de la seguridad en la Marina, informó que la mujer se llamaba Raquel Hurtado, era una investigadora del Instituto de Biología Marina de la Universidad, autorizada por el Ministerio del Interior para pescar en cualquier punto de las aguas cubanas y trasladar las piezas capturadas adonde ella estimara conveniente. El capitán Bastidas meneó la cabeza: sólo una persona de sangre muy fría, podría haber actuado como lo hiciera aquel día Alberto Ríos, a sólo 30 horas de haber sido interrogado como posible cómplice de un homicidio.
En Inmigración, Bastidas verificó las informaciones de Bini sobre Aldo: sí: desembarcado en Rancho Boyeros el sábado 17 de julio, figuraba inscrito en el Hotel Nacional; pero cuando Bastidas fue a buscarlo, nadie respondía en su habitación, ni al llamado de los altavoces.
Lo llamó entonces al teléfono de la calle 21.
—¿Ola? —era la voz de Bini.
—¿Tan rápido regresaste de Regla?
Ella no se mostró asustada ni molesta de que Bastidas pidiese hablar en privado con Aldo.
—Tenga la bondad de esperarme en el vestíbulo, junto al teléfono. Voy enseguida —le anunció Aldo, en tono afable.
Y a los quince minutos confirmaba lo que Bini le dijera.
Bastidas indagó sobre las personas con quienes cenara la noche del sábado 17.
Él le dio el nombre de un viceministro de la Construcción y de un importante funcionario del Ministerio del Turismo. Y añadió que cerca de la medianoche, muy agotado por el viaje y la prolongada cena, había regresado al hotel a acostarse.
Al día siguiente, el viceministro confirmó la versión. Y en efecto, durante la cena, Bianchi se veía agotado, tras el largo viaje.