En la noche del viernes 6, a poco de la entrevista con Bastidas, Pepe Jaén telefoneó a un pariente de Pinar del Río, para que le averiguara en Soroa o Viñales, por el paradero de un turista argentino llamado Aldo Bianchi.
Igual que Chacha, Pepe ignoraba que Bianchi viajaba con un pasaporte italiano. Y nadie podía saber que Aldo y Bini habían desechado Soroa y Viñales, donde escaseaban las reservaciones en esos días. Siguiendo un consejo, optaron por el Parque de la Güira, un lugar de cabañas solitarias, desde donde podían hacer caminatas, montar a caballo o acceder, apenas a cinco kilómetros, a las termas sulfurosas en San Diego de los Baños.
Y sólo la noche del sábado, cuando a Bini se le ocurrió llamar a su prima Chacha, se enteraron de que Pepe Jaén la andaba buscando con afán.
—¿Pero qué fue lo que te dijo?
—Eso, más na, que un policía andaba preguntando por ti.
Chacha no supo darle ninguna otra información.
Y Pepe no tenía teléfono en la casa.
Aldo propuso no esperar para regresar el domingo por la tarde, como planearan. Y el domingo a mediodía, Bini se enteraba por el propio Pepe lo de Fefita.
—Me llamó al hotel…
—¿Fefita, la camarera?
—Sí, un policía fue a preguntarle por los zapatos en su casa…
Bini se dio cuenta de que si Fefita andaba en esa vuelta, la policía se les había adelantado.
—No debemos esperar a que te encuentren —dijo Aldo, al enterarse—. Deberías presentarte ahora mismo en la comisaría más cercana y hacer una confesión voluntaria…
Bini comprendió. No era lo mismo que le sacasen la información sobre lo sucedido con el ciclista cuando estuviera detenida por sospechas, que presentarse motu proprio a atestiguar la verdad.
Era imprescindible ganarles de mano.
Cuando Bastidas recurría a las citaciones dominicales, lo hacía para insinuar algo muy urgente y así asustar un poco al encartado, sin hacerlo de palabra. Intimidación, sin duda; y con buenos resultados. Cuando la gente tenía cola de paja, solía decir tonterías.
Se dispuso a tomarse unas cervezas en el hotel y observar al tal Alberto Ríos; máxime que ese domingo estaba condenado a aburrirse, porque en su casa no habría pachanga. Unos albañiles le invadirían la casa a media mañana para fraguar cuatro columnas de una glorieta y construir un lavadero que su mujer necesitaba.
Bastidas daba por sentado que Alberto era el victimario de Baltasar París; o por lo menos, viajaba en el vehículo robado a Carranza, como lo atestiguaban in situ las huellas de los Florsheim.
Pensó también que si el hombre era culpable de un homicidio, al verse citado un domingo, esa misma mañana trataría de ver a Bini. Si era persona prudente, no la llamaría por teléfono. Y cuando Bastidas le preguntara por ella, si negaba conocerla o declaraba no haberla visto desde hacía mucho, ya lo tendría agarrado de los cojones. Así ahorraría tiempo y saliva.
Y Pedrito, maldormido y de mal humor, se apostó esa mañana a las 06:30 junto a un parquecillo, a unos doscientos metros de la casa de Alberto Ríos. Montaba una moto, ideal para seguimientos.
Alberto salió en su carro a las 07:35. Al enfilar en dirección al mar, Pedrito conjeturó que no iba a casa de Bini. Desde Atabey, para ir hacia la Víbora, debió coger la Autopista.
Pero Alberto siguió por Quinta Avenida hasta la Iglesia de San Antonio.
—El objetivo se estacionó en Sesenta entre Quinta y Tercera, frente a la Iglesia. Cambio.
—Sigue vigilándolo hasta ver si entra y se pone a rezar, o que coño hace. Cambio.
—Entendido, fin, fin, fin.
Si entraba en la iglesia, Pedrito lo seguiría. A lo mejor, ella lo esperaba adentro.
Pero Alberto no entró a la iglesia. Cruzó la calle e ingresó a un terreno deportivo. Allí, tras un breve calentamiento gimnástico, se puso a correr pistas de 200 metros. Pedrito le contó veinte.
El aparente fracaso de aquel seguimiento, puso a Bastidas de mal humor.
A las 08:10, Alberto se dirigió al Hotel Copacabana, donde se echó al mar, nadó cinco minutos, y al salir tomó una ducha. En shorts, sandalias y una elegante camisa de felpa, se sentó a desayunar en la cafetería. Allí se puso a leer y a tomar notas sentado en la misma mesa.
—Está bien; vete a descansar un rato y recógeme en casa a las 10:30. Te voy a invitar unas cervezas.
Bastidas y Pedrito se presentan en el Copacabana a las 11:05, con mucha anticipación. La cita con Alberto es al mediodía, pero antes de interrogarlo, Bastidas quiere un poco de sol y unas cervezas.
Ya adentro, localizan al teniente Ramos, que atiende la seguridad del hotel, y coordinan la tarea. Pero no se dejarán ver juntos hasta la hora de interrogarlo.
Alberto y su pareja han vuelto a ganar y están contentos. Con sendas latas de cerveza en la mano animan, ahora como espectadores, a la otra pareja del Copacabana que disputa la segunda semifinal de aquella jornada.
Terminado el torneo, ganadores y perdedores se reúnen en una mesa festiva, alrededor de la piscina.
Bastidas y Pedrito, ambos de civil, se sientan cerca y piden cerveza.
Alberto Ríos, con un excelente humor autocrítico, echa un cuento de argentinos, caricaturizados siempre por los cubanos y otros latinos, como ampulosos y megalómanos.
—Entra un porteño al Ritz de París, y al llenar la planilla, pone su nombre, Juan Pérez, y donde dice nacionalidad, pone argentino, y donde dice sexo, pone con mayúsculas: ENORME…
Alberto tiene gracia para contar sus cuentos y la rueda se los festeja con vivaces carcajadas.
«Qué tipo tan simpático», piensa Bastidas.
Y cómo disfruta. Conversa animadísimo. Es el centro de la reunión. Se para, gesticula, se entusiasma con lo que dice y suelta risotadas contagiosas. Por lo visto, su inminente cita con la policía, no lo desasosiega.
Bastidas lo ve desde atrás, un poco al sesgo. Puede observarlo con naturalidad y sin dejarse ver.
Si la alegría de aquel hombre es auténtica, no fue él quien arrolló al ciclista. O es un irresponsable…
Consciente de haber matado a un ciclista, sólo un tonto o un irresponsable, puede regalar tanta euforia a la espera de una visita dominical de la policía.
No, un irresponsable, no es. Los irresponsables no suelen ser socios de prósperas firmas comerciales. Y prósperos hombres de negocios no arrollan ciclistas con carros robados.
Durante los cincuenta minutos que Bastidas lleva observándolo, en ningún momento lo ve volver la cabeza. No le interesan las mesas vecinas.
Cualquiera, sabedor de que la policía vendría a encontrarlo en ese mismo lugar, echaría en derredor alguno que otro vistazo furtivo, aunque fuera por curiosidad.
Aquel tipo jaranero, vital, y a todas luces despreocupado, no es el que Bastidas esperaba encontrarse. Su experiencia de años, le indica que debía encontrarse a un sujeto mal dormido, empeñado en controlar sus nervios, taciturno, incapaz de las risotadas de Alberto, y en reiterada vigilancia de su entorno.
Además, las conjeturas de Bastidas sobre una complicidad con Bini, ya han comenzado a flaquear desde temprano, al comprobar que Alberto no intentaba localizarla.
Quizá la historia de los zapatos Florsheim no fuera como él supuso. Tal vez Alberto no pretendiera deshacerse de ellos, sino que, en efecto, un mal sueño indujera a Bini a botarlos.
La mesa de Alberto continúa animada hasta las 11:35, en que algunos comienzan a retirarse. Pero Alberto no ha mirado la hora ni una sola vez, como si hubiera olvidado la cita con Bastidas.
De pronto, dos de los invitados comienzan a discutir por el pago. Pero Alberto no permite que nadie pague nada. Todo el gasto es suyo. Y da órdenes estrictas a un camarero. Cuidadito con cobrarle a ningún otro.
A las 12:10 paga la cuenta, se despide de unos pocos que quedan en la mesa y comienza a alejarse hacia la salida, acompañado por su pareja de frontón y por otro de los competidores.
En ese momento lo aborda el teniente Ramos. Bastidas y Pedrito aguardan unos pasos más atrás.
—Señor Ríos, por favor.
—¿Sí? —Alberto enfrenta al teniente con el ceño fruncido.
—Con permiso ¿puedo hablarle un momentico en privado?
Los acompañantes de Alberto saben que Ramos es el «seguroso» del hotel, y se alejan con discreción.
El teniente se presenta y le recuerda su cita del mediodía.
Alberto se golpea la frente y mira la hora.
—¡Verdad que estaba eso pendiente! Discúlpenme, se me pasó por completo.
Bastidas observa la escena a tres metros.
El gesto con que Alberto se da vuelta al oír su nombre, la cara de sorpresa, contrariedad, disculpa, es tan auténtica… ¿Será posible que no haya dado importancia a la cita? ¿Que la olvidara? ¡Muy extraño, en un culpable de homicidio!
¿Será de verdad culpable?
¿O será un gran cabrón y un excelente actor?
Ya en su despachito del hotel, estrecho, un poco incómodo, el teniente se identifica. Bastidas también le presenta sus credenciales.
—Bien, ustedes dirán…
Un tropel de inseguridades relacionadas con su verdadera identidad, con el fraude de papeles y pasaporte, emergen de una memoria revuelta. Pero ya la noche anterior, Alberto se ha dicho y repetido que cualquier temor al respecto, carece de fundamento.
Su impostura es perfecta.
Nadie podría detectarla.
No hay motivos para perder la calma.
Bastidas abre un maletín, extrae una bolsa opaca de nylon y la pone sobre la mesa.
Saca también una foto de Bini, que le extiende a Alberto.
—¿La conoce?
Alberto sonríe. Se ve sorprendido.
«¡Uff! Tranquilizáte que no es con vos. ¿En qué lío se habrá metido la gurisa loca?»
—Sí, claro, Bini —y con gesto de preocupación—. ¿Le ha pasado algo?
Bastidas se da cuenta de que la preocupación es fingida. Pero la genuina sonrisa y evidente curiosidad de Alberto lo desconciertan. No son propias de quien ve de sopetón la foto de su cómplice en un homicidio.
Y vuelven sus dudas sobre los zapatos que Bini regaló a la mucama.
Quizá no sean del tipo que tiene enfrente…
Bastidas da unos pasos y se sitúa de espaldas al único ventanal del despacho. Necesita luz para verle mejor las reacciones; si es posible, hasta las pupilas, antes de soltarle la noticia que debe desarmarlo.
—Sabina López Angelbello está implicada en el arrollamiento de un ciclista.
—Fuiiiiiii…
Alberto ha abocinado lenta e involuntariamente los labios. Deja escapar un silbo.
Se ve sorprendido. No hay dudas.
Lo dice su boca, el arqueo de las cejas, los ojos muy abiertos.
Y para Bastidas, otra vez la misma disyuntiva: ¿actor genial o víctima de un error?
Alberto frunce ahora el ceño, pero no dice nada. Se pasa una mano sobre la cabeza y se echa hacia atrás en su silla. Se queda mirando a los policías, a la espera de más información.
Bastidas saca los zapatos Florsheim de la bolsa. Se levanta, da tres pasos con los zapatos en una mano, se agacha, coloca los zapatos sobre el piso, junto a los pies de Alberto y se queda mirándolo.
Alberto le devuelve una mirada serena, con otra interrogación en el semblante.
—¿Los reconoce? —pregunta el capitán.
—¿Si reconozco qué?
—Esos zapatos como suyos.
—No, no los reconozco en absoluto. Jamás los he visto. Y por favor, sea más explícito. ¿Sospecha algo de mí?
—Sospechamos que usted, el dieciocho de julio pasado, andaba en el mismo carro que Bini cuando arrollaron al ciclista.
En ese momento, Bastidas capta la primera señal de alarma en la cara de Alberto. Pero ¿quién no se asustaría cuando le dicen eso?
Sin embargo, Alberto cambia rápido la expresión de alarma por una sonrisa burlona.
—Claro —y golpetea con el índice sobre la esfera de su reloj, en ademán teatral—; y usted quiere saber hoy, ocho de agosto, qué hice el dieciocho de julio…
—Eso sería perfecto —Bastidas le devuelve la burla con un gesto obsequioso de la mano, a modo del cortesano que se quita el sombrero ante un jerarca.
Alberto, sorprendido por la versatilidad del policía, lo mira, se coge la barbita pensativo, vuelve a mirar su reloj.
—¿Qué día era el dieciocho de julio?
—Domingo —interviene el teniente, y señala un almanaque que cuelga de la pared.
El dieciocho caía tres domingos atrás.
Alberto se alegra al recordar que ese domingo había salido a navegar con Raquelita y Darío… Sonríe.
—Pues ese domingo, mi estimado amigo, estuve navegando en compañía de tres personas que pueden atestiguarlo…
—¿A qué horas? —pregunta Bastidas, y toma notas en su agenda.
Alberto espera unos segundos. Busca una respuesta certera.
—Creo que salimos alrededor de las once y regresamos casi al atardecer… En la capitanía de la Marina Hemingway debe estar la constancia.
—¿Y no recuerda qué hizo el domingo dieciocho, a eso de las seis de la mañana?
Mierda.
A esa hora dormía…
Y no tenía testigos.
Recuerda que Jazmín y el otro puto llegaron a su casa sobre las once, en la noche del sábado; y se marcharon a eso de la una, o quizá a las dos de la mañana; y él se acostó enseguida…
Alberto mira unos segundos al piso. Por fin se encoge de hombros.
—Estaba en mi casa durmiendo.
Responde con serenidad, muy concentrado.
«¿Sería Bini, ella sola, la que atropelló a Baltasar París? Pero… ¿y los Florsheim, entonces?»
—¿Estaba durmiendo… solo? —inquiere Bastidas.
—Sí, en la cama siempre duermo solo; y en la casa, por la noche, no se queda nadie de la servidumbre.
—¿A qué horas se van?
—A las ocho de la noche; pero los domingos les doy el día franco.
Bastidas se queda mirándolo fijo. Alberto le sostiene la mirada, con un fruncimiento de cejas. Se ve ahora impaciente, malhumorado. Bastidas se reafirma en su impresión inicial de que aquel hombre no miente. Pero las pruebas en su contra son muy fuertes…
—¿Y está seguro de que nunca usó estos zapatos?
—Si me repite la pregunta, es porque supone que miento o que soy un imbécil. ¿Qué debo entender?
—Yo le aseguro que no lo creo un imbécil.
—Le agradezco la deferencia —dice y suelta una risa franca, como para hacer las paces; por fin, se agacha, coge un zapato, apoya un pie sobre la rodilla opuesta y se mide las suelas—. Creo que me quedarían perfectos, pero detesto los zapatos con adornos y colorinches.
—Pues hay quien asegura haberlos recibido como regalo de Bini, cuando se hospedaba con usted en el Hotel Tritón.
—Una patraña: con mujeres sólo me encierro en mi casa.
—O en su yate…
—En todo caso, en mi propio terreno —admite Alberto, sin comentarios.
—No obstante, en los registros computarizados del Hotel Tritón consta que Alberto Ríos, argentino —y leyó un papelito que sacó del bolsillo de la camisa—, documento de identidad para extranjeros número 43082324421 estuvo hospedado en la habitación 322, del 24 al 26 de julio del presente año.
—Patraña total —protesta Alberto y se pone de pie para mirar de frente a Bastidas.
—Serénese —le aconseja el teniente, que también se levanta.
Alberto escruta a Bastidas con los ojos entrecerrados, como adivinándole segundas intenciones. Sacude la cabeza. Aprieta los labios en un gesto de incredulidad y desvía la mirada hacia la pared. Permanece unos segundos indeciso.
Los demás aguardan callados.
Pedrito cambia la cinta de la grabadora y el teniente enciende un cigarro.
Alberto baja la cabeza y levanta ambas manos, en demanda de tregua.
—Bien, rectifico: quizá no sea una patraña, sino un error. Permítanme pensar en voz alta qué pudo suceder. En primer lugar, sí, conozco a Bini y he estado unas cuantas veces con ella en mi casa y en mi yate.
—¿Y en su carro? —lo interrumpe Bastidas, con toda intención de ponerle una zancadilla.
—Muchas veces —admite Alberto, sin ninguna vacilación ni muestras de preocuparse por la pregunta—. Y no sólo eso: también le he permitido manejar, porque ella pretendía aprender…
—¿Le entregó su carro? —se alarma el capitán.
—Por supuesto que no —replica Alberto—. Cuando manejó fue siempre conmigo al lado y en zonas solitarias.
Bastidas da unos pasos cabizbajo y dice:
—¿Debo entender que sus relaciones con ella eran sólo… sexuales?
Alberto enfoca de nuevo hacia la pared, con una sonrisa burlona, irrespetuosa:
—¿Y qué otra relación voy a establecer con una puta?
—Sí, pero cuando uno le enseña a manejar a una mujer…
—Sí, comprendo, puede haber otros intereses… Pero este no es el caso de Bini. Yo ando con ella porque me gusta cómo coge, pero además, está loca como una cabra y me hace reír con las cosas que dice y hace. Por eso, nada más que para divertirme, a veces la invito a dar una vuelta, o a tomar una copa; pero cuando estoy con ella en el auto, siempre se le antoja manejar; y yo a veces la dejo que maneje un poco. Pero hasta ahí nomás. Nunca se me habría ocurrido encerrarme con ella en un hotel. Ese no es mi estilo. Se lo aseguro…
—Y yo le aseguro que su nombre aparece registrado en el Hotel Tritón; y el número de su carné, y la fotocopia de su retrato… Todo está verificado.
Al decir esto, Bastidas vio que se le iluminaba el semblante a Alberto.
—¿El carné cubano? Sí, un momento, espere: el mes pasado, yo perdí mi carné de residente, y al otro día me dieron uno nuevo. Ustedes podrán comprobar que solicité una reposición.
—¿Supone que alguien se inscribió con su nombre?
—Por supuesto, pero además, se me ocurre otra posibilidad: si ustedes se toman el trabajo de ir a la Embajada Argentina y consultan una guía telefónica de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, van a encontrar una docena de abonados que se llaman Alberto Ríos. Y bien podría calcularse que en el interior del país existen otros tantos. De modo que se me ocurren dos respuestas posibles: o alguien usó mi carné perdido para inscribirse en ese hotel, o algún compatriota con mi mismo nombre, ha generado esta confusión.
—¿Y en cuanto a los zapatos…?
—Le repito que es una falsedad: primera vez que los veo.
Alberto habla con aplomo. Ahora, más seguro de sí, añade a sus explicaciones una serena sonrisa.
Y Bastidas reflexiona: si Fefita, la camarera, no lo hubiera visto en el Tritón, y no hubiese descrito al acompañante de Bini como «un señor alto, de barbita y melena blancas»; si Pepe Jaén no lo hubiese confirmado, tras haberlo inscrito en la recepción del hotel; y si los Florsheim no fueran de su medida, habría que admitir la posibilidad de su inocencia.
Lo del carné podía ser casualidad o manipulación; pero dos testigos que no tenían ninguna relación con Alberto Ríos, lo recordaban en persona. ¿Por qué habrían de mentir? Esa era la prueba más incriminatoria en su contra. No obstante, Bastidas la guardaría bajo la manga. Por ahora, Alberto ignoraría los testimonios de Fefita y Pepe Jaén. Bastidas no jugaría sus triunfos hasta no interrogar a la tal Bini.
Esa tarde Bastidas necesitaba una siesta, pero en su casa, con los albañiles dando golpes en el techo, no podría. A su lado, Pedrito bostezaba a mansalva. El madrugón y las cervezas hacían ya su efecto. Bastidas se apiadó del muchacho y lo liberó por el resto del día.
En cuanto Pedrito se apeó, Bastidas hizo un nuevo intento de comunicarse con la Marina Hemingway.
Nada. No respondían.
Transcurrida media hora, se presentaba en el despacho del encargado de la seguridad, que en ese momento atendía un asunto en los muelles.
Por fin, cuando lo hubo encontrado, Bastidas le refrescó la situación. El hombre, un teniente, ya la conocía.
Pero ahora sí, se debía extremar el estado de alerta. Era posible que durante la madrugada siguiente, el argentino propietario del Y. CHEVALIER intentara salir a navegar.
—¿Debemos impedirlo?
—No; pero en el puesto de Guardafronteras tienen que estar preparados. Ahora, más que nunca, puede intentar la fuga. Comunícate con ellos para que no lo pierdan de vista.
Ya en su casa, Bastidas se preguntó si no estaría exagerando. Los guardacostas no iban a dormir esa noche. Y si el Coronel se enteraba de toda su alharaca por un caso de homicidio involuntario, podía encabronarse. Sólo homicidios culposos o delitos contra la seguridad del Estado, justificaban tanta vigilancia y movilización. Pero Bastidas sentía particular inquina por los que arrollan a alguien y se dan a la fuga.
Sólo con las pruebas habidas, Bastidas disponía de sobrado fundamento impugnatorio para pasar a Alberto Ríos al cuidado de la Fiscalía. Pero su intuición y experiencia le decían que aquel tipo, a pesar de las pruebas abrumadoras, podía ser inocente. Y acordó demorar la instrucción un par de días más.
De otro lado, sería impropio entregárselo al fiscal sin haber interrogado a Bini, que también resultaba sospechosa.