10. FIESTA SABATINA Y ENIGMA PARA UN DOMINGO

¿Sería lesbiana Raquelita?

En todo caso, era una mujer rara.

Tenía varios hermanos y un familión, pero sólo trataba a su madre, en cuya casa vivía. Todos sus amigos de vínculo habitual, eran ex condiscípulos de biología marina, colegas de su trabajo o pescadores.

En esa categoría, y con la franquicia de propietario de un yate, Alberto Ríos ingresó a su amistad.

Pero de parte de Raquelita, no era sólo interés por el yate y sus posibilidades. Daba la impresión de profesarle cierta estima. Hacía muy poco, le había regalado la talla de una picúa de madera de majagua, recubierta con una laca negra. Medía un metro veinte de largo y abría su bocaza dentuda en un gesto de lujuriosa crueldad.

Alberto quedó encantado y le buscó un lugar preferente en la sala.

Desde que era un niño, nadie le regalaba nada el día de su cumpleaños. Según Raquelita, era obsequio de un escultor amigo. Regalo fino, y sin duda muy caro; pero a su mamá le daba susto aquella expresión tan maligna, y no le hacía gracia tener que verla a toda hora en la sala; y la atiborrada alcoba de Raquelita, ya no ofrecía lugar para compartirla con semejante bicharraco.

A no ser por comercio carnal, y a veces descarnadamente comercial, Alberto no cultivaba amistades femeninas. Más que lesbiana, Raquelita parecía asexuada; ideal para frecuentarla como consultora y chuparle, como el pulpo a la langosta, todo lo que él necesitaba sobre el mundo submarino.

Raquelita compartía con Alberto una capacidad que él consideraba rara en otras personas: sabía integrar conocimientos de campos disímiles. No se conformaba con yuxtaponerlos, como hacía la mayoría.

Alberto puso de inmediato su yate a disposición de ella; y desde el primer día, se extremó en sus artes de seducción. Se transformó en el caballero encantador que solía impostar cuando lo estimaba necesario; discreto, respetuoso, y por si acaso, soltero empedernido, no fuera que a ella le diese por emocionarse con él.

Pero no ocurrió.

Sí, quizá fuera lesbiana. Mejor así. Una mujer con macho que atender, no le habría hecho tantos aportes a su obra.

Raquelita era hija de un boludo, torturado y muerto cuando la dictadura de Batista. Y en materia política y filosófica, ella también era una soberana boluda. Pero por suerte, no le daba por romper las pelotas con política. A Alberto, sólo le sacaba temas científicos, y de preferencia, sobre biología marina.

Desde que iniciara su libro, la veía todas las semanas para consultarle una lista de dudas, anotadas durante sus lecturas. Raquelita tomaba a veces las preguntas, prima facie banales de Alberto, como un reto a su capacidad. Y cuando se entusiasmaba, era una fiesta oírla.

En ocasiones, Alberto la ponía en aprietos. Un día quiso saber cuál es en esencia el proceso biológico que posibilita convertir un hábito, adquirido a lo largo de milenios por necesidades de supervivencia, en capacidad hereditaria, incorporada al código genético de una especie.

—No sé —le dijo ella, con franqueza.

Y le dio una larga disertación: si existiera una respuesta, ella daría la clave para entender, a nivel de bioquímica, la misteriosa evolución de las especies. Una pregunta inteligente que, según ella, indagaba sobre desconocidos procesos ocurridos en el recontranúcleo de vaya a saber qué carajo… Cromosomas, etcétera…

De biología, Alberto entendía poco. Su verdadero interés era el comportamiento social de los animales. Pero como no quería incurrir en disparates anticientíficos, todo lo consultaba antes de aventurarse a elaborar criterios personales.

Sí: Raquelita era una pelotuda, pero no inflaba globos y sabía mucho. Los conocimientos e información que le extraía para su libro, valían más que toda la deferencia, el tiempo y fingido afecto que Alberto le dedicaba.

Entre junio y julio del 99, Alberto bosquejó el cuarto capítulo de su libro, esta vez centrado en las aves y su singular «jerarquía del picotazo», como llamaba él al patrón básico de la organización social dentro de un bando de aves, donde cada individuo está facultado para perforar a picotazos a cualquier otro que le sea inferior en jerarquía, sin temer revanchas; y a su vez, se deja picotear disciplinadamente por sus superiores.

Servicial y muy activa, Raquelita le proporcionó contacto con ornitólogos de la Facultad de Biología y de la Academia de Ciencias.

Alberto pensaba, a partir de observar la crueldad en el mundo animal, sacar conclusiones sociológicas vigentes para grupos humanos. ¿Acaso el derecho al picotazo, entre las aves migratorias, no era un paradigma de la disciplina militar? No obstante, para extrapolar datos científicos, necesitaría asesorarse con alguien bien formado en ciencias naturales, pero ducho en filosofía e historia. Y otra vez, la providencial Raquelita le tendió una mano. Le prometió presentarle al doctor Pazos, personaje difícil, profesor en cuyas aulas se oía volar las moscas, cuarentón algo huraño, buen biólogo pero con intereses humanísticos, y muy al día en filosofía de la ciencia. Y para propiciar el contacto, decidió invitar a ambos a una fiesta en su casa el 7 de agosto, día de su cumpleaños.

Alberto llegó esa tarde a las 18:30 cuando ya se hallaban reunidos todos los invitados. Le presentaron a Pazos y a otras diez personas. De los presentes, sólo conocía a Muñoz, el submarinista de Isla de Pinos y a su mujer.

Raquelita se presentó más fea y hombruna que de costumbre, con unos jeans y una camisa a cuadros.

«El valiente de Oklahoma», pensó Alberto.

Y se puso a mirar a todas las mujeres presentes para adivinar cual podría ser la amante del señor Raquelita.

Los demás invitados de aquella tarde eran casi todos jóvenes menores de treinta años. Alberto calculó que treinta, eran los años que llevaba sin asistir a una reunión con desconocidos, por añadidura jóvenes. Pero en los últimos tiempos, ya encontraba cierta complacencia en la vida de relación. En Cuba parecía habérsele acentuado su tolerancia al jueguito de portarse deferente y simular un sincero interés por cualquier tontería aburrida. Aunque aquí, ya no se trataba de un jueguito, sino de un imperativo. El sobrevivir en sociedad o excluirse en una torre de marfil, no era ya una opción suya. En Cuba debía adaptarse por fuerza; entre otras cosas, para validar su impostura. Así se lo propuso desde que aterrizara. Y a medida que fue asimilando aquella gimnasia de adaptación, comenzó a encontrarla no sólo tolerable, sino a veces, hasta entretenida.

Por otra parte, desde que ya no necesitaba hacer carrera, moderarse le resultaba más fácil; aunque lamentaba renunciar a su delectación en ganar distancia y generar temor en los demás.

Sorprendentes eran sobre todo sus progresos en el ejercicio de la tolerancia. Todavía a los cincuenta años, se abstenía de fiestas y reuniones, porque no controlaba sus sarcasmos ni el impulso de entrar en encarnizada competencia con el primer cretino de éxito que se topara. Tanta agresividad lo perjudicaba. De no haber sido así, habría escalado los más altos niveles en…

Pero, esa era historia pasada y pisada.

Otra cosa que aprendiera con la mayor edad, era a medirse en los placeres del sexo y la buena mesa. Ahora era un tigre viejo, y en parte, satisfecho, que guardaba energías. Su hedonismo incluía todavía una discreta violencia, muy bien pagada, para comprar resignaciones.

La vida se le convertía poco a poco en una autopista sin baches, donde todo rodaba a su gusto.

—Este es Alberto Ríos, mi amigo argentino —lo presentó Raquelita.

—Demasiado elegante para ser un lobo de mar —bromeó un invitado.

—Si ella les dijo eso, se equivoca —rectificó Alberto—. Lo que yo soy, es un lobo de bar, y vengo con sed. Servíme un trago, Raquelita.

Alberto cayó bien en la fiesta.

Pazos bajó la guardia desde el comienzo, y al calor de unos rones, entablaron un diálogo vivaz.

Alberto se mostró jovial, decidor ocurrente, y sacó a plaza un buenmuchachismo ríoplatense que en Cuba, y en general en el resto de América Latina, o cae muy pesado o muy simpático. Pero Alberto sabía, de vieja data, que él siempre caía bien, cuando se lo proponía.

Los invitados de Raquelita eran todos tragables, sencillotes, al estilo de Darío Muñoz: científicos casi todos, intelectuales jóvenes, pero ninguno con esa actitud intelectualista ante la práctica de la vida, que tanto le rompía las pelotas, sobre todo entre escritores y artistas.

Alberto bebió, bailó, hizo cuentos… Y mantuvo una discreta actitud de alumno oyente, cuando al final, Raquelita provocó una discusión sobre peces fitófagos sembrados en una presa.

La gente bebió mucho y los saladitos resultaron escasos. La anfitriona, que disponía de unas cuantas colas de langosta, pidió a Alberto que las preparara con su receta gringa, como había hecho unos días antes en su yate.

—Las empaniza y quedan deliciosas —informó Raquelita.

—Sí, pero me hace falta una jeringa —dijo Alberto.

Receta aprendida en Panamá: hervía unos minutos los trozos de langosta, los inyectaba en varios puntos con un batido de ajo, aceite y limón; los empanizaba con harina y huevo, y añadía una pulgarada de pimienta. Una vez fritos, los dejaba entibiarse un poco, y antes de servirlos, les metía otro jeringazo, esta vez de vino blanco.

Ante el entusiasmo general, se puso un delantal, sacó del bolsillo unos dólares y las llaves de su carro, y pidió que alguien fuera a buscar más ron, whisky y vino blanco, y botó a las mujeres de la cocina.

La langosta mereció aplausos. Pazos se rechupeteó los dedos y quiso anotar la receta.

—No faltaba más, doctor —dijo Alberto, obsequioso—. Cuando usted quiera le hago una demostración.

Terminada la fiesta, Alberto distribuyó en su auto a varios invitados que vivían lejos.

Al entrar en su casa, pasadas las once, se encontró con una citación. Se le convocaba para una unidad de la Policía Nacional Revolucionaria, al día siguiente, 8 de agosto, a las 11 a.m.; y se le daba un teléfono para confirmar su asistencia o proponer otro horario, si no le convenía ese. Su mensaje podía dejarlo a cualquier hora del día o de la noche, para ser transmitido a Asdrúbal.

No imaginó de qué podía tratarse; pero debía ser algo urgente para que lo citaran un domingo.

¿Alguna omisión en el pago de multas de tránsito?

No. Para eso no lo citarían un domingo.

¿Se habría muerto alguna puta? ¿Algún maricón de los que solían visitarlo en su casa?

Estimó inútil ponerse a conjeturar. De todos modos, el enigma se resolvería al día siguiente. No podía tratarse de nada grave; porque en Cuba, donde él cometiera un solo delito, nunca le pedirían cuentas en una comisaría; ni siquiera en el Departamento de Investigaciones; sino en la Dirección de Inmigración o en Seguridad del Estado.

Pero al otro día, justo a las 11 a.m., tenía programado su final de frontón en el Copacabana.

Llamó enseguida y dejó el mensaje para el tal Asdrúbal. Dijo que a las 11 a.m. debía atender a un ineludible compromiso deportivo en el Hotel Copacabana. Pero se libraría hacia el mediodía, e invitaba a Asdrúbal a verlo a esa hora en la cafetería del hotel, junto a la piscina; o a las 14:00, donde el policía dispusiera.