Junto a la senda polvorienta que servía de camino, Alice, la chica cretina, guardaba silencio, y pasaron mil años mientras llegaba el sol y el día aguantaba un tiempo y, finalmente, caía en la oscuridad. Supo que él había muerto aun antes de que el lagarto se acercara.
—Señorita.
Ella no levantó la vista.
—Señorita, venga con nosotros.
—¡No! —dijo ella violentamente.
—El cadáver…
—¡No quiere!
Sentándose a su lado, el lagarto dijo con voz paciente:
—Según la costumbre, usted debe reclamarlo. —Pasó un rato. Ella mantenía los ojos cerrados para no ver, y con las manos sobre las orejas no podía estar segura de que el lagarto estuviera hablando. Finalmente, la tocó en el hombro—. Usted es retardada, ¿verdad?
—No.
—Es demasiado retardada para entender lo que digo. Está vestido de cazador, pero es el viejo con quien usted vivía, el hombre de las ratas. Es el hombre de las ratas, ¿no? Disfrazado. ¿Qué estaba haciendo disfrazado? ¿Estaba tratando de escapar de sus enemigos? —El lagarto rió roncamente, entonces; las escamas de su cuerpo ondularon a causa del ruido de su voz—. No le sirvió. Le deshicieron la cara. Tendría que verlo: no es más que pulpa y…
Ella saltó y corrió; luego volvió corriendo a buscar a su muñeca olvidada. El lagarto tenía la muñeca y le sonrió; no le dio la muñeca, sino que la apretó contra su pecho escamoso. Se burlaba de ella.
—¡Era buen hombre! —gritó, frenética, mientras trataba de agarrar la muñeca, su muñeca.
—No, no era un buen hombre. Ni siquiera era un buen cazador de ratas. Muchas veces, más de las que supone, vendía ratas viejas y feas por el precio que en el mercado se pagaba por ratas jóvenes y gordas. ¿Qué hacía antes de ser cazador de ratas?
Alice dijo:
—Bombas.
—¿Tu papaíto?
—Sí, mi papaíto.
—Bueno, si era tu papaíto, te traeremos el cadáver. Quédate aquí.
El lagarto se levantó, tiró la muñeca a sus pies y se alejó, con su paso característico.
Sentada junto a la muñeca, miró alejarse al lagarto, sintiendo que las lágrimas corrían silenciosamente por sus mejillas. Sabía que no resultaría, pensó. Sabía que lo cogerían. Quizá por las ratas malas; las ratas viejas, duras… como dijo ése.
¿Por qué será todo así?, se preguntó. Me dio esta muñeca hace mucho. Ahora ya no me dará nada.
Nunca. Algo está mal. Pero ¿por qué? La gente está aquí un tiempo, y entonces, aunque la quieras, se marchan y es para siempre, nunca vuelve, no.
Una vez más, cerró los ojos y se balanceó.
Cuando volvió a abrirlos, un hombre que no era un lagarto se acercaba a ella por la senda polvorienta. Era su papaíto. Mientras se ponía de pie, llena de alegría, se dio cuenta que algo le había sucedido y vaciló, abrumada por su transformación. Ahora estaba más erguido y su rostro mostraba una bondad resplandeciente, una expresión cálida, carente del retorcimiento a que estaba acostumbrada.
Su papaíto se acercó, paso a paso, de forma mesurada, como si danzara solemnemente hacia ella, y luego se sentó en silencio, indicándole que se sentara también. Era raro, pensó ella, que no hablara; sólo hacía gestos. Había en él una paz de la que nunca había sido testigo antes, como si el tiempo hubiese retrocedido para él, volviéndolo más joven y más… suave. Le gustaba más de esta manera. El miedo que siempre había sentido en su presencia comenzó a abandonarla y extendió un brazo, vacilante, para tocarlo.
Sus dedos pasaron a través del brazo. Y entonces, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, llegó hasta ella un relámpago de comprensión: era solamente su espíritu. Como había dicho el lagarto, su papaíto había muerto. Su espíritu se había detenido en el camino de vuelta, para estar con ella, para pasar un último momento descansando con ella, junto al camino. Por eso no hablaba. Los espíritus no podían ser oídos.
—¿Me oyes? —preguntó ella.
Sonriendo, su papaíto asintió.
Una sensación poco corriente de que comprendía las cosas empezó a removerse en su interior, una especie de viveza, que no recordaba haber tenido nunca en el pasado. Era como si un… luchó por encontrar la palabra. Alguna membrana había desaparecido de su mente; ahora veía, en el sentido de que entendía lo que no había entendido nunca. Mirando a su alrededor vio, en verdad, un mundo diferente, un mundo que, por fin, era comprensible, aunque no fuera más que por un momento.
—Te quiero —dijo ella.
Él sonrió nuevamente.
—¿Volveré a verte? —le preguntó.
Él asintió.
—Pero tendré que… —Ella dudó, porque era una idea difícil—. Pasar al otro lado antes de ese momento.
Sonriendo, él asintió.
—Te sientes mejor, ¿verdad? —dijo ella. Era evidente, más allá de toda duda, por su aspecto—. Lo que se fue de ti era algo terrible…
Hasta ahora, ahora que había desaparecido, nunca se había dado cuenta de cuán terrible era.
—Había algo malo en ti. ¿Por eso te sientes mejor? Porque ahora, esa cosa mala…
Poniéndose silenciosamente en pie, su papaíto comenzó a alejarse por las borrosas huellas de la senda.
—Aguarda —dijo ella.
Pero él no podía o no quería aguardar. Siguió alejándose, ahora dándole la espalda, haciéndose más y más pequeño, y finalmente desapareció. Ella lo miró alejarse y luego vio lo que quedaba de él, atravesando un montón de basura y escombros; lo atravesó, no le dio la vuelta, pálido y fantasmal como estaba. No se hizo a un lado para evitarlo. Y era muy pequeño ahora; sólo medía un metro de altura, y se desvanecía y se hundía, deshaciéndose en corpúsculos luminosos que se alejaban súbitamente, formando nubes que el viento arrastraba y siendo absorbidos por el día.
Dos lagartos llegaron hasta ella; los dos parecían perplejos y un poco enfadados.
—Se fue —le dijo el primer lagarto—. Su cadáver se fue… quiero decir, el de su padre.
—Sí —dijo Alice—. Lo sé.
—Supongo que lo robaron —dijo el otro lagarto. Y, como para su coleto, agregó—: Algo lo arrastró… quizá lo comió.
—Se levantó —dijo Alice.
—¿Se qué? —Los dos lagartos la miraron fijamente y luego, simultáneamente, se echaron a reír—. ¿Se levantó de entre los muertos? ¿Cómo lo sabe? ¿Vino flotando hasta aquí?
—Sí —contestó ella—. Y se quedó un momento conmigo.
Cautelosamente un lagarto dijo a su compañero, en un tono de voz totalmente diferente:
—Un milagro.
—Es una retardada —dijo el otro—. Diciendo tonterías, como siempre. Un cerebro quemado, tartamudeante. No era más que un humano muerto; nada más.
Con genuina curiosidad, el otro lagarto preguntó a la chica:
—¿Y adónde fue desde aquí? Quizá podamos alcanzarle. ¡Quizá pueda predecir el futuro, o curar!
—Se disipó —dijo Alice.
Los lagartos parpadearon y luego uno de ellos acomodó sus escamas, incómodo, y murmuró:
—Esta no es una retardada; ¿has oído la palabra que ha utilizado? Los retardados no usan palabras así, no usan palabras como «disiparse». ¿Estás seguro de que es esta chica?
Alice, con la muñeca bien sujeta, se volvió para marcharse. Unas pocas partículas de luz que habían formado parte de su papaíto y su nuevo ser la rozaron, como rayos de luna visibles durante el día, como un polvo mágico y viviente que se expandía por el panorama del mundo, y se volvía paulatinamente más y más fino, cada vez más impalpable, pero sin desaparecer completamente. Por lo menos, no para ella. Todavía sentía trocitos, trazas de él a su alrededor, en el aire, flotando y demorándose y, en algún sentido real, diciendo un mensaje.
Y la membrana que durante toda su vida había ocluido su mente… seguía ausente. Sus pensamientos seguían siendo claros y diferenciados, y así seguirían, por el resto de su vida.
Hemos avanzado un paso en la diversidad, pensó. Mi padre y yo… él, más allá de lo visible y yo dentro de lo visible, por fin.
A su alrededor el mundo brillaba con la calidez diurna y le pareció que también había cambiado de forma permanente. ¿Qué son estas transformaciones?, se preguntó. Ciertamente durarán, ciertamente permanecerán. Pero no podía estar realmente segura, porque nunca había sido testigo de una cosa semejante. En todo caso, lo que percibía en todas partes, mientras se alejaba de los intrigados lagartos, era bueno. Quizá, pensó, sea la primavera. La primera primavera, desde la guerra. La contaminación se está alejando de nosotros, finalmente, y del lugar donde vivimos. Y supo por qué.
El doctor Abernathy sintió que la opresión se levantaba, pero no sabía por qué. En el momento en que comenzó había ido andando hasta el mercado, para comprar unas verduras. Cuando volvía, se sonrió a sí mismo, disfrutando del aire porque tenía —¿cómo era que lo llamaban antes?—, no podía recordar. Ah, sí: ozono. Iones negativos, pensó. El olor de la nueva vida. Asociado con el equinoccio vernal, el que cargaba la Tierra con destellos solares, quizá, de la gran fuente.
En algún lado, pensó, ha sucedido algo bueno y se está extendiendo. Vio, asombrado, palmeras. Súbitamente se detuvo, aferrando su cesto de remolachas y judías verdes. El aire cálido, las palmeras… es raro, pensó, nunca había notado que hubiese palmeras aquí. Y una tierra seca y polvorienta, como si estuviera en Oriente Medio. Otro mundo; toques de otro contínuum. No entiendo, pensó. ¿Qué es lo que está surgiendo? Como si ahora mis ojos estuvieran abiertos de una forma especial.
A su derecha, unas pocas personas que habían ido a la compra se habían sentado a la vera del camino, a descansar. Vio gente joven, polvorienta a causa de la caminata, sudorosa, pero llena de una pureza que era nueva para él. Una chica bonita, de cabellos negros y un poco regordeta, había desabrochado su camisa; no se sintió molesto. Sus pechos desnudos no lo ofendían. La película ha desaparecido, pensó, y, de nuevo, se preguntó por qué. ¿Alguien había hecho una buena acción? Difícil. No había buenas acciones. Se detuvo y quedó allí, de pie, admirando a los jóvenes, la desnudez de la joven que no parecía consciente de sí misma, aunque lo veía a él, un cristiano, mirándola.
De alguna manera, la bondad ha llegado, pensó. Como Milton escribió una vez: «Del mal surge el bien.» Observa, se dijo, la desigualdad relativa de los dos términos; el mal es el más poderoso para aquello que es malo, y el bien apenas sobrepasa a su opuesto. La Caída de Satanás, la Caída del hombre, la crucifixión de Cristo… de esos actos malos y terribles nació un bien; de la Caída del hombre y la expulsión del Paraíso, el hombre aprendió el amor. ¡De la Trinidad del Mal, surgió, la Trinidad del Bien! Una cosa equilibrada.
Entonces, pensó, posiblemente el mundo ha sido liberado de aquella película oprimente por un acto de maldad… ¿o me estaré metiendo en sutilezas? En cualquier caso, sentía la diferencia; era real.
Juraría ante Dios que estoy en algún lugar de Siria, pensó. En el Levante. Y más atrás en el tiempo, además, quizá… miles de años, posiblemente. Miró a su alrededor respirando, excitado, asombrado.
A su derecha, una oficina de Correos de Estados Unidos, de antes de la guerra.
Viejas ruinas, pensó. El mundo antiguo. Renaciendo, de alguna manera en este presente nuestro. ¿O he sido llevado al pasado? No estoy yo en el pasado, concluyó, sino que eso ha sido transportado en el tiempo, como a través de un punto débil, para entrar aquí e insuflarnos. O insuflarme a mí. Probablemente nadie más lo ve. Dios mío, pensó, esto es como Pete Sands y sus drogas, salvo que yo no he tomado nada. Esto es la división de la normalidad o, si no, la invasión de la paranormalidad; esto, comprendió, es una visión y debo tratar de desentrañarla.
Anduvo lentamente por el campo lleno de mugre y rastrojos, hacia las ruinas de la pequeña oficina de Correos de Estados Unidos. Contra la pared que quedaba en pie, había varias personas, disfrutando del sol y el descanso del mediodía. ¡El Sol! ¡Qué vigor invisible tenía ahora su luz!
No ven lo que yo veo, pensó. Nada ha cambiado para ellos. ¿Qué sucedió para que pasara esto? Un día de sol corriente en el mundo… si interpreto lo que veo como si fuese un mero símbolo: un día de sol, que representa, en el sentido más alto, el fin de la autoridad del mal, de ese oscuro dominio. Sí; algo malo ha perecido, se dio cuenta y, comprendiéndolo, su corazón se alegró.
Algo cuya sustancia era la maldad, pensó, se ha transformado en una sombra. De algún modo, ha perdido una personificación esencial. ¿Acaso Tibor tomó la fotografía del Dios de la Ira y, al hacerlo, robó su alma?
Permaneció allí, jubiloso, junto a las ruinas de la antigua oficina subalterna de Correos de Estados Unidos. El sol brillaba sobre él, los campos murmuraban con el zumbido y los susurros de la satisfacción, el suave e interminable murmullo de la vida. Bueno, se dijo, divertido, si el alma de Carleton Lufteufel podía ser robada, entonces no era un dios sino un hombre, como el resto de nosotros. Los dioses no tienen nada que temer de las cámaras. Excepto, pensó, contento con su retruécano, el miedo a la (rió, deleitado) exposición.
Varias personas medio dormidas lo miraron y sonrieron un poco, sin saber de qué se reía y, sin embargo, compartiendo su risa.
Más seriamente, el doctor Abernathy pensó: Los Siervos de la Ira estarán entre nosotros durante mucho tiempo —las religiones falsas son tan duraderas como las reales, al parecer—, pero su realidad se ha desvanecido, ha huido del mundo, y lo que queda es hueco y carece del mekkis, el poder que tenía.
Me interesará mucho ver la fotografía que traerán Tibor y Pete Sands, pensó. Como dicen, mejor malo conocido que bueno por conocer.
Al hacer caer su imagen en una trampas lo han roto, comprendió. Lo han reducido a la dimensión humana.
Las palmeras susurraban en el viento tibio del mediodía, relacionándole aún más, sin palabras, con el soleado misterio de la redención. Se estaba preguntando, con todo, a quién podría decir su retruécano. El dios falso, se repitió, fascinado, ya que normalmente no se le daban bien los juegos de palabras, no puede sobrevivir a la exposición. Debe estar siempre escondido. Lo hemos hecho salir y hemos congelado su rostro. Y está sentenciado a muerte.
Y así, se dijo, por intermedio de un proyecto creado por la insidia y las ambiciones de los mismos Siervos de la Ira, nosotros los cristianos, aparentemente derrotados, hemos triunfado; este retrato ha iniciado el proceso de descomposición del Deus Irae, a causa de su misma autenticidad… o más bien por el hecho de que los Siervos de la Ira insistirán en que es auténtico. Sí, pensó, ellos documentarán y certificarán su autenticidad, colaborando en su propia caída. Así, el verdadero Dios usa el mal para mejorar el bien y el bien para mejorar el mal, lo que equivale a decir que, en última instancia, descubriremos que Dios ha sido servido por todos. Por todos los acontecimientos, buenos o malos.
Quiero decir, pensó, llamados buenos o malos. El bien o el mal, la verdad o el error, el camino erróneo o el buen camino, la ignorancia y la malicia, la sabiduría y el amor… todos, pensó, deben ser vistos como Ommiae vitae ad Deum ducent. Todas las vidas, como todos los caminos, llevan… no a Roma, sino a Dios.
Andando nuevamente, reflexionó que debía decir esto en un sermón, junto con el retruécano; era algo que valía la pena decir a la gente, para que sonrieran, como esas personas que descansaban junto a las ruinas de la antigua estafeta de Correos de Estados Unidos. Aun si no entendían pensamientos tan complejos, podrían disfrutarlos.
Disfrutar nuevamente de las cosas… La opresión del mundo, desvanecido a causa de un acto invisible para todos, no podría mantener a raya a los hombres; podrían calentarse al sol y sonreír y desabotonar sus camisas para tomar el sol y disfrutar el humor de un simple sacerdote.
Me gustaría saber qué pasó, pensó. Pero Dios cierra los ojos de los hombres para hacer su voluntad.
Quizá, concluyó el doctor Abernathy, era mejor así.
El pingle que pintó Tibor McMasters se dio a conocer lentamente en el mundo y, finalmente, fue considerado igual a las obras de los grandes maestros del Renacimiento italiano, la mayor parte de las cuales se conocían gracias a las reproducciones, ya que los originales habían quedado destruidos.
Diecisiete años después de la muerte de Tibor, una declaración oficial de autenticidad fue hecha pública por la jerarquía de los Siervos de la Ira. Era, verdaderamente, el rostro del Dios de la Ira, Carleton Lufteufel. No había ninguna duda. Cualquier discusión sobre el tema pasaba a ser ilegal e implicaba el castigo de la castración para los hombres y la amputación de una oreja para las mujeres. Esto se hacía para asegurar la reverencia en un mundo irreverente, la fe en una sociedad carente de ella y una creencia en un mundo que ya había descubierto que la mayor parte de sus creencias eran, en realidad, mentiras.
En el momento de su muerte, Tibor subsistía gracias a una pequeña pensión anual de la Iglesia, más el mantenimiento gratuito de su carrito, con alfalfa para sus dos vacas. A causa de la excelencia de su trabajo, se le habían concedido dos vacas, en vez de una, para tirar de su carro. Cuando pasaba, la gente lo reconocía y lo aclamaba. Daba laboriosos autógrafos a los turistas. Los niños chillaban al verle y no se burlaban; Tibor era querido por todos, y aunque en sus últimos años se volvió excéntrico e irascible, era considerado como un elemento positivo de la comunidad… a pesar de que, después de pintar el auténtico retrato del Dios de la Ira, no volvió a pintar nada importante.
Se decía que, entre sus efectos, había ciertos apuntes en forma de diario en los cuales, y sólo para sí mismo, había expresado, hacia el fin, algunas reservas acerca de la autenticidad de su gran pingle. Sin embargo, nadie vio esos hológrafos personales. Si existieron, los Siervos de la Ira, que secuestraron el conjunto de sus papeles, los guardaron tras puertas metálicas herméticas o —más probablemente— los destruyeron.
Sus últimas dos vacas fueron matadas y embalsamadas, una a cada lado de su gran pingle, para que contemplaran solemne y vidriosamente a los turistas que venían a rendir tributo a la famosa obra de arte. Tibor McMasters fue proclamado, finalmente, santo de la Iglesia. No se conoce el emplazamiento de su tumba. Varias ciudades afirman orgullosamente que la custodian.
FIN