17

Lluvia… Un mundo gris, un mundo frío: Idaho. País vasco. Oveja. Jai alai. Un lenguaje que dicen que ni el Diablo puede aprender…

Pete andaba trabajosamente junto al carrito que crujía. Gracias a Dios, no había sido difícil convencer a Tibor de que la casa de Lufteufel no estaba cerca del lugar donde Schuld había dicho que estaba. Dos semanas. Dos semanas y Tibor sufre aún. Nunca debe saber cuán cerca estuvo realmente. Ahora piensa que Schuld era un loco. Ojalá yo pudiera pensar lo mismo. Lo más difícil fue el entierro. Tendría que haber podido decir algo, pero estaba tan atontado como esa chica con la muñeca rota en las rodillas que vimos al día siguiente, sentada en el cruce de caminos. Tendría que haber dicho alguna oración. Después de todo, era un hombre, tenía un alma inmortal…

Pero mi boca estaba vacía. Mis labios, pegados entre sí. Seguimos… una tarea de tontos. Mientras pueda hacer creer a Tibor que Lufteufel está en alguna parte, más allá, seguiremos adelante. Por siempre, si es necesario, buscando a un hombre que está muerto.

También fue culpa de Tibor, por haber pensando que la visión de Dios era posible, que un artista mortal podría borronear una epifanía con sus colores. Fue un error, una enorme presunción. Y, sin embargo…, ahora me necesita más que nunca, en el estado que está. Debemos seguir… ¿hacia dónde? Sólo Dios lo sabe. La meta ya no importa. No puedo dejarle, y él no puede volver, soltó una risita, «con las manos vacías», no era una expresión apropiada.

—¿De qué te ríes? —preguntó Tibor desde el carrito.

—De nosotros.

—¿Por qué?

—Porque no se nos ocurrió protegernos de la lluvia. Tibor resopló. Desde su sitial podía observar un panorama más amplio que Pete.

—Si eso es todo lo que te preocupa, veo un edificio al pie de la colina. Parece un granero. Quizá nos estemos acercando a un poblado. Creo que no veo más edificios a lo lejos.

—Vayamos al granero —propuso Pete.

—Ya estamos empapados. No podemos mojarnos más.

—La lluvia no le hace muy bien al carro.

—Es cierto. De acuerdo. Al granero.

—Había un pintor llamado Wyeth a quien le gustaban estas escenas —dijo Pete, cuando el refugio quedó a la vista, tratando de distraer a Tibor de sus lúgubres pensamientos—. Una vez vi algunos de sus cuadros en un libro.

—¿Paisajes lluviosos?

—No. Graneros. Cosas del campo.

—¿Era bueno?

—Creo que sí.

—¿Por qué?

—Sus cuadros parecían muy reales.

—¿Reales en qué sentido?

—El aspecto real que tienen las cosas.

Tibor rió.

—Pete —dijo—, hay un número infinito de formas de mostrar las cosas tal como son. Y todas son correctas, porque todas las muestran. Sin embargo, cada artista lo hace de un modo distinto. En parte es lo que decides subrayar y en parte, la forma en que lo haces. Se nota que nunca has pintado.

—Tienes razón —dijo Pete, ignorando el agua que le corría por el cuello y complacido porque había conseguido hacer hablar a Tibor de un tema que acaparaba su atención.

Y entonces, una idea peculiar lo asaltó.

—Si es así —dijo súbitamente—, si… cuando encontremos a Lufteutel, ¿cómo podrás cumplir con tu encargo honesta y apropiadamente, si existe un número infinito de formas de encararlo? Énfasis significa mostrar una cosa a expensas de otra. ¿Cómo harás un retrato verdadero de esa forma?

Tibor meneó vigorosamente la cabeza.

—No me entiendes. Existen muchas maneras de hacerlo, pero sólo una es la mejor.

—¿Y cómo sabes cuál es? —preguntó Pete.

Tibor quedó en silencio durante un momento.

—Simplemente, lo sabes —respondió—. Parece… apropiada.

—Aún no lo comprendo.

Tibor volvió a guardar silencio.

—Yo tampoco —dijo, finalmente.

Dentro del granero había paja. Pete quitó los arneses a la vaca, que se puso a masticar. Cerró la puerta. Se acostó sobre la paja y escuchó el ruido de la lluvia.

Dios mío, ¡estoy cansado! Han sido dos semanas muy largas, pensó. No he llamado a Abernathy desde que sucedió aquello. De todos modos, no tengo nada nuevo que decirle. Sigue, me dijo. No dejes que Tibor se entere. Condúcelo. Continúa la búsqueda. Mis oraciones van contigo. Buenas noches.

Era la única forma. Ahora lo veía claramente. La paja húmeda tenía un olor dulzón. Unas tiras de cuero endurecido colgaban de un clavo, encima de su cabeza. La lluvia goteaba por varios agujeros del techo. Una máquina oxidada ocupaba un rincón alejado. Pete pensó en las sabandijas y en la extensión de la Gran C, en la autofac y el retorcido sendero desde Charlottesville; pensó en la partida de cartas de aquella noche, con Tibor, Abernathy y Lurine, y la súbita conversión de Tibor; pensó en Lurine; recordó su visión de la Deidad por sobre el garfio y, súbitamente, la del observador sin párpados y lo que iba con ella; Lufteufel, después, colgando muy alto, oscuro, asqueroso, en su frustración última; pensó en Lurine…

Se dio cuenta de que había estado soñando. Había dejado de llover. Oyó los ronquidos de Tibor. La vaca rumiaba. Se estiró. Se rascó y se sentó.

Tibor observaba las sombras que había entre las vigas. Si no me hubiese quitado los brazos y las piernas, pensó, nunca hubiera podido matar a ese hombre extraño, el cazador, Jack Schuld. Era demasiado fuerte. Sólo los manipuladores me permitieron hacerlo. ¿Por qué me habrá dejado los aparatos que me permiten matar? Por un tiempo, todo parecía ir tan bien… Parecía que todo estaba a punto de completarse, que en unos días más la Pere terminaría con un éxito, parecía que pronto tendríamos la imagen y el trabajo terminaría. Yo tenía… esperanzas. Y entonces, en seguida… la desesperación. ¿Será un aspecto del Dios de la Ira? Quizá la pregunta de Pete es válida. ¿Qué debe ser subrayado en un retrato así? Aun si consigo ver su cara, ¿será posible que esta vez no pueda hacer una pintura correcta? ¿Cómo puedo apresar la esencia de un ser semejante en una superficie coloreada? Es… está más allá de la comprensión… Echo de menos a Toby. Era un buen perro. Yo lo quería. Pero ese pobre loco… siento haberle matado. No podía evitar el estar loco. Si hubiera conservado esos brazos y esas piernas, todo pudo haber sido diferente… Hubiese abandonado y vuelto a casa. Después de todo, ni siquiera estoy seguro de que pudiera pintar, si tuviese manos. Pero, Dios, si alguna vez quieres dármelas nuevamente… No, no creo que vuelva a tenerlas, nunca. Es… No lo entiendo. Me equivoqué al aceptar este encargo. Ahora estoy seguro de eso. Quería pintar lo que no puede mostrarse, lo que no puede ser entendido. Es un trabajo imposible. Orgullo. No tengo nada; sólo mi habilidad. Sé que soy bueno. Pero es lo único que tengo y le he dado demasiada importancia. De algún modo, sentía que era más que suficiente, no sólo para hacerme igual a un hombre completo, sino para sobrepasar a los otros hombres, para sobrepasar lo humano. Quería que todas las generaciones futuras de creyentes miraran y vieran. No era al Dios de la Ira a quien deseaba que contemplaran admirados, sino la habilidad de Tibor McMasters. Quería ese asombro, esa maravilla, esa admiración… quería su adoración. Quería la deificación a través del arte, ahora lo comprendo. Mi orgullo me empujó hasta aquí. No sé qué voy a hacer ahora. Seguir, seguir, por supuesto. Debo hacerlo. No es así cómo creía que iban a ir las cosas.

Ya no llovía. Contrajo y aflojó sus músculos. Levantó la vista. La vaca estaba rumiando. Oyó los ronquidos de Pete. No. Pete estaba sentándose y le miraba.

—¿Tibor? —dijo Pete.

—¿Sí?

—¿De dónde vienen esos ronquidos?

—No lo sé. Creía que eras tú.

Pete escuchó. Miró por el granero, se volvió y se acercó a un pesebre. Miró dentro. Hubiese supuesto que era un montón de trapos y basura si no hubiera sido por los ronquidos. Se inclinó, acercándose y fue envuelto por el aura de vapores etílicos que lo rodeaba. Se retiró rápidamente.

—¿Qué es? —preguntó Tibor.

—Algún vagabundo —contestó Pete— durmiendo la borrachera, creo.

—Oh. Quizá pueda decirnos algo del poblado que hay aquí cerca. Y hasta puede que sepa algo más…

—Lo dudo —dijo Pete.

Aguantando la respiración, volvió y examinó más de cerca la figura: una barba sin recortar manchada de muy diversos colores, viejos restos de comida secos enredados en ella, un brillante hilo de saliva se dejaba ver que bajaba por los pelos, dientes que ya no eran amarillentos sino de un color pardo, algunos rotos, otros ausentes, los que quedaban, gastados. La cara arrugada, aparecía lívida a la luz que caía sobre ella a través de un agujero del techo; la nariz había sido rota, dos veces por lo menos; había profundas incrustaciones de pus en los ángulos de los ojos, secas sobre las pestañas; los cabellos eran hirsutos, largos, enredados, de color gris pálido. Había una tensión dolorosa en la cara, aun durante el sueño, de modo que tics, contracciones y rigideces súbitas la animaban de forma poco natural, como si enjambres de insectos se movieran debajo de la piel, luchando, copulando, muriendo. En conjunto, su figura era flaca, gastada, deshidratada.

—Un viejo borracho —dijo Pete, alejándose nuevamente—. Eso es todo. No debe saber gran cosa acerca del poblado. Lo más probable es que lo hayan echado de allí.

Ya no llueve y todavía hay luz, pensó Pete. Será mejor que lo dejemos aquí y sigamos el viaje. Lo que pueda decirnos no valdrá la pena y nos encontraríamos con un vagabundo borracho entre las manos.

—Será mejor dejarlo y marcharse —dijo a Tibor.

Mientras se alejaba, el hombre se quejó y farfulló:

—¿Dónde estás?

Pete quedó en silencio.

—¿Dónde estás?

La voz cascada llegó nuevamente, seguida por unos movimientos en el pesebre.

—Quizá esté enfermo —dijo Tibor.

—No lo dudo.

—Ven aquí —dijo la voz—. Ven aquí…

Pete miró a Tibor.

—Quizá podamos hacer algo —dijo Tibor.

Pete meneó la cabeza, pero se acercó al pesebre.

Justo cuando miraba por encima del tabique, el hombre dijo:

—Aquí estás —pero no miraba a Pete. Se dirigía a un frasco que había sacado de abajo de un montón de paja. Le quitó el tapón, pero no tenía fuerzas para llevárselo a la boca. Entonces, echó atrás la cabeza y la volvió de lado. Inclinó el frasco hasta que tocó su boca y chupó. Un poco de vino le salpicó la cara. Cuando enderezó el recipiente comenzó a toser. Unos sonidos ásperos y desgarrados emergieron de su pecho, su garganta, su boca. Cuando escupió, Pete no supo si era sangre o residuos de vino lo que enrojecía las flemas. Pete quiso alejarse.

—Te veo —dijo súbitamente el hombre, con voz algo más firme—. No te marches. Ayuda al viejo Tom.

Entonces su voz se deslizó, transformándose en un quejido muy bien ensayado.

—Por favor, ¿podrías ayudarme? Mis brazos no están muy bien. Debo de haber dormido en mala postura.

—¿Qué quieres? —preguntó Pete.

—Por favor, sostén el frasco. No quiero derramar nada.

—Muy bien —dijo Pete.

Conteniendo la respiración, entró en el pesebre y se arrodilló junto al anciano. Levantó los frágiles hombros con el brazo derecho y agarró el frasco con la mano izquierda.

—Toma —dijo, y lo sostuvo inclinado mientras el otro bebía una larga serie de tragos.

—Gracias —dijo el hombre, tosiendo menos fuerte que antes, pero salpicando la muñeca y el antebrazo de Pete.

Pete volvió a bajarlo rápidamente y apoyó el frasco. Quiso alejarse, pero una mano huesuda lo cogió por la muñeca.

—No te vayas, no te vayas. Soy Tom, Tom Gleason. ¿De dónde eres?

—De Charlottesville, Utah —respondió Pete, tratando de no respirar.

—Denver —dijo Tom—, eso es todo, gracias. Era una bonita ciudad. Buena gente, ¿sabes? Siempre había alguien que tenía dinero para pagar un trago. ¿Quieres un trago? Prueba un poco de esto. No es malo. Lo encontré en el sótano de una casa vieja, cerca de la carretera, yendo hacia…

Su mano aleteó.

—¿Hacia dónde? Al diablo. Hay más, allí. Bebe un poco. Queda mucho todavía.

—Gracias —dijo Pete—. No.

—¿Conoces Denver?

—No.

—Recuerdo lo bonita que era antes de que la quemaran. La gente era buena, ¿sabes? Era…

Pete exhaló, respiró, sintió náuseas.

—Sí, a mí me pasa lo mismo —dijo Tom—. Quemar un lugar tan bonito. Y, además, ¿por qué lo hicieron?

—Fue una… guerra —dijo Pete—. Cuando hay guerra, hay bombardeos.

—Yo no quería ninguna guerra. Era un lugar tan bonito. No hay por qué bombardear un lugar tan bonito como Denver. Fui herido cuando lo hicieron. —Su mano buscó débilmente en su camisa desgarrada—. ¿Quieres ver mis cicatrices?

—No es necesario.

—Las tengo. Tengo muchas. Estuve un tiempo en un hospital de campo. Me echaron en cuanto estuve mejor. Ya no era bonito. No había casi nada para beber ni para comer. Fueron tiempos duros. Ya no recuerdo gran cosa, pero fui a muchos sitios después de eso. Pero no quedaba nada que fuera como Denver. Nada bonito. Y la gente ya no es tan buena, tampoco, ¿sabes? Es difícil que te inviten a un trago ahora. ¿Seguro no quieres un poco?

—Será mejor que lo guardes —dijo Pete—. Es difícil de conseguir.

—Es cierto. Ayúdame a beber otro poco.

—De acuerdo.

Mientras lo hacía Tibor llamó:

—¿Cómo está?

—Volviendo en sí. Espera un poco —dijo Pete.

Impulsivamente, preguntó a Tom:

—¿Sabes quién era Carleton Lufteufel?

El viejo lo miró sin interés y meneó la cabeza.

—Puedo haber oído el nombre… o no. Ya no recuerdo tan bien como antes. ¿Es un amigo…?

—No es más que un nombre para mí también —dijo Pete—. Pero tengo un amigo, aquí, un pobrecillo inc que lo está buscando por todas partes. Probablemente no lo encontrará nunca. Probablemente seguirá buscándole y morirá buscándole.

Los ojos de Tom se llenaron de lágrimas.

—Pobrecillo inc —dijo—, pobrecillo inc…

—¿Puedes decir el nombre? —preguntó Pete.

—¿Qué nombre?

—Carleton Lufteufel.

—Dame otro trago, por favor.

Pete lo sostuvo, nuevamente.

—¿Ahora? —dijo—. ¿Ahora puedes decir Carleton Lufteufel?

—¿Querrías…? —No; era ridículo. Tibor se daría cuenta. ¿Se daría cuenta?, se preguntó Pete. Tom Gleason tenía la edad adecuada. Tibor ya sabía que estaba enfermo y que había estado bebiendo. Y lo que era quizá más importante, la fe de Tibor en su propio juicio parecía haber desaparecido desde que había matado a Schuld/Lufteufel. Si yo parezco convencido, pensó Pete, ¿será suficiente para que él también crea? Si yo parezco convencido y Tom lo afirma como un hecho… Podemos seguir toda la vida, vagabundeando, buscando, sin que se presente otra oportunidad como ésta, la posibilidad de volver a CharlottesviIle, de terminar mis estudios y ver nuevamente a Lurine. Y, si tengo éxito, ¡qué ironía! Piensa en los Siervos de la Ira, inclinándose y rezando, venerando y adorando, no a su dios con la forma de Carleton Lufteufel, sino a una de sus víctimas, un pingajo, un vagabundo borracho con el cerebro dañado, un mendigo, un hombre… un hombre que nunca había hecho nada por ni para su prójimo, un ser anónimo y maltrecho que nunca había tenido ningún poder, el más bajo de los seres humanos. Piensa en él, ¡en el sitial de honor de los SDI! ¡Tengo que intentarlo!

—¿Harías un acto de bondad con mi amigo, el pobrecillo Inc? —preguntó.

—¿Si haría qué? ¿Una bondad? Por Dios, sí… Bastante sufrimiento hay en el mundo. Bueno, si no es muy difícil. Ya no soy el que era. ¿Qué quiere?

—Quiere ver a Carleton Lufteufel, un hombre a quien no hallaremos nunca. Lo único que quiere hacer es su retrato. Tú… ¿tú no le dirías que eres Carleton Lufteufel, que eras el secretario de la AIDE? ¿Y, si te lo pregunta, que diste la orden de arrojar la bomba? Eso es todo. ¿Lo harás? ¿Puedes?

—Otro trago —pidió Tom.

Pete lo incorporó y acercó el vino.

—¿Está todo bien? —gritó Tibor.

—Sí —gritó Pete—. ¡Esto puede ser muy importante! Quizá hayamos tenido un golpe de suerte, si consigo despertar del todo a este tipo… ¡Aguarda!

Apoyó el frasco. Tom se soltó y consiguió sentarse sin ayuda. Y entonces, gradualmente, sus ojos se cerraron. Había perdido el conocimiento. Eso o… Dios no lo permita, había muerto.

—Tom —dijo Pete.

Silencio. Y la inmovilidad de un millón de años: algo que estaba por debajo del nivel de la vida, algo todavía inanimado que nunca había llegado al estado consciente. Y quizá nunca lo haría.

Mierda, pensó Pete Sands. Cogió el frasco, lo tapó y esperó unos momentos.

—El golpe de suerte del que te hablaba —gritó—.

¿Crees en el destino?

—¿Qué? —gritó Tibor, dando señales de irritación.

Metiendo la mano en el bolsillo, Pete sacó el rollo de monedas de plata que siempre guardaba allí. Era la herramienta que solucionaba todos los problemas, pensó; lo cogió con fuerza y golpeó suavemente con él la mejilla de Tom. Nada. No hubo respuesta. Entonces Pete quitó la envoltura de grueso papel marrón. Las monedas brillaron y tintinearon, manifestándose visiblemente.

—Carleton Lufteufel —farfulló el viejo Tom, con los ojos todavía cerrados—. Ese pobrecillo inc. No querría que el pobrecillo maldito inc siguiera vagabundeando y que sufriera algún daño. Es un mundo muy duro el de allí fuera, ¿sabes?

El viejo Tom abrió los ojos. Estaban limpios y lúcidos mientras observaba las muchas monedas que había en la mano de Pete.

—Secretario de la AIDE, sea lo que sea, y el inc me pregunta, yo di la orden de arrojar la bomba. De acuerdo, lo he entendido. Carleton Lufteufel, ése soy yo. —Tosió y escupió nuevamente y se pasó la mano por los cabellos—. ¿No tendrás un peine? Si me van a tomar una fotografía…

Extendió la mano. Pete le dio las monedas. Todas.

—Creo que no —dijo Pete.

—Entonces, te pido que me ayudes. Carleton Lufteufel, AIDE, orden de tirar la bomba, si lo pregunta.

El viejo Tom guardó las monedas, fuera de la vista. Súbitamente desaparecieron, como si nunca hubiesen estado allí.

Pete dijo en voz muy alta:

—Esto es extraordinario. ¿Crees que hay una entidad sobrenatural que guía a los hombres en cada circunstancia de sus vidas? ¿Crees eso, Tibor? Yo no lo creía, antes no. Pero Dios mío. He estado hablando con este hombre desde que despertó. No está muy bien, pero le han pasado muchas cosas. —Dio con el codo a Tom Gleason—. Dile a mi amigo quién eres.

Tom exhibió una sonrisa desdentada.

—Mi nombre es Carleton Lufteufel.

Tibor contuvo la respiración.

—¿Está bromeando?

—No hago bromas con mi nombre, hijo. Un hombre puede usar muchos nombres en muchos lugares diferentes. Pero en un momento como éste, cuando alguien ha estado buscándome con tanto empeño, no tendría sentido negarlo. Sí; soy Carleton Lufteufel. Y fui el secretario de la AIDE.

Tibor lo miró fijamente, sin moverse.

—Yo ordené arrojar la bomba —agregó entonces el viejo.

Tibor continuaba mirándolo.

Tom parecía un poco incómodo, pero se mantuvo firme y sonriente.

Pero el tiempo pasaba y Tibor no reaccionaba. Finalmente, la cara de Tom se alargó.

Unos momentos más y preguntó:

—¿Has estado en Denver?

—No —dijo Tibor.

Pete tenía ganas de gritar, pero Tom dijo:

—Era una bonita ciudad. Linda. Buena gente. Y entonces llegó la guerra. La quemaron, sabes… —Su cara hizo contorsiones y sus ojos brillaron—. Yo era el secretario de la AIDE. Yo ordené arrojar la bomba —dijo nuevamente.

La cabeza de Tibor se movió y su lengua rozó la unidad de control. Un extensor se movió activando una cámara estereocolor con objetivo gran angular, telescópica, de acción rápida, del tamaño de un botón de camisa, sobrante de guerra, que los Siervos de la Ira le habían proporcionado con esa finalidad.

Nunca sabré cuál es la mejor manera, pensó Tibor. Nunca haré un trabajo perfecto con un tema cómo éste. Pero, en realidad, no importa. Lo haré lo mejor que pueda, lo mejor posible para mostrarlo tal como es, para que tengan su pingle, tal como quieren, para glorificar a su Dios tal como quieren verlo glorificado, no para mi mayor honor y gloria, ni siquiera para la suya, sino simplemente para cumplir con este encargo, tal como prometí. No importa si fue el destino o un poco de buena parte. Nuestro viaje ha terminado. La Pere se completó. Tengo su retrato. ¿Qué puedo decirle ahora?

—Mucho gusto en conocerle —dijo Tibor—. Acabo de tomarle una fotografía. Espero que esté de acuerdo.

—Claro, hijo, claro. Me alegro de haberte ayudado. Ahora debo volver a descansar, eso sí, si tu amigo me da una mano. Estoy achacoso, ¿sabes?

—¿Podemos hacer algo por usted?

—No, gracias. Tengo un montón de medicamentos almacenados. Sois buena gente. Os deseo un buen viaje.

Tom agitó una mano en dirección a Tibor mientras Pete lo cogía del brazo y lo conducía nuevamente hasta el pesebre.

¡El hogar!, pensó Tibor, con los ojos llenos de lágrimas. Ahora podemos volver a nuestro hogar…

Esperó que Pete volviese a poner las guarniciones a la vaca.

Esa noche se sentaron junto a un pequeño fuego que encendió Pete. Las nubes se habían alejado y las estrellas brillaban en el cielo recién lavado. Habían comido raciones secas. Pete había encontrado medio tarro de café instantáneo en una granja abandonada. Era viejo, pero estaba caliente y negro y humeaba de forma atractiva en la brisa del sur.

—Hubo momentos —dijo Tibor— en que pensé que no lo lograría.

Pete asintió.

—¿Todavía estás enojado porque te seguí? —preguntó.

Tibor soltó una risita.

—No abuses de tus triunfos —dijo—. No es una buena manera de lograr conversaciones.

—Sigo pensando en eso. Déjame terminar mi trabajo primero.

—¿Sigues pensando en hacerte cristiano?

—Sigo pensando en eso. Déjame terminar mi trabajo primero.

—Desde luego.

Pete había tratado de comunicarse con Abernathy, más temprano, pero la tormenta se lo había impedido. No hay prisa, pensó. Todo va bien. Hemos terminado.

—¿Quieres mirar su retrato de nuevo?

—Sí.

El extensor de Tibor se movió, sacó la foto de su caja y se la pasó a Pete.

Pete estudió los rasgos cansados y viejos de Tom Gleason. Pobre tipo, pensó. Quizá ya esté muerto. Pero no podíamos hacer nada por él. ¿Y si…? ¿Y si no ha sido una coincidencia? ¿Si fue algo más que la buena suerte lo que nos lo proporcionó? La ironía que vi en la deificación de una víctima de Lufteufel, ¿podría ser algo más profundo que una ironía? Movió la fotografía, mirando los ojos que habían brillado en el momento en que el hombre comprendió que hacía feliz a alguien, el matiz de dolor y la contracción de la frente cuando recordó su bonita Denver, destruida…

Pete bebió su café y devolvió la fotografía a Tibor.

—No pareces sentirte desgraciado —dijo Tibor—, pese a que la competencia ha obtenido lo que quería.

Pete se encogió de hombros.

—No me parece importante —dijo—. Después de todo, es sólo una fotografía.

Tibor volvió a guardarla en su caja.

—¿Tenía el aspecto que habías supuesto que tendría? —preguntó.

Pete asintió, recordando rostros que había conocido.

—Sí —dijo—. ¿Has decidido cómo vas a hacerlo?

—Les haré un buen trabajo. Eso lo sé.

—¿Más café?

—Gracias.

Tibor le tendió su taza. Pete la llenó y agregó un poco en la suya. Miró las estrellas, escuchó los sonidos de la noche, aspiró el viento tibio —¡qué tibio estaba ahora!— y bebió café.

—Qué pena no haber encontrado también cigarrillos.