Pete Sands puso en funcionamiento su transmisor de radio a la luz de la luna, en medio de un pequeño claro situado a medio kilómetro, por el camino, del lugar donde habían acampado.
Salió bien, pensó, justo como yo quería; Schuld sugirió que hiciera lo que iba a hacer de todos modos: dar un paseo.
Conectó el audífono y le dio a la manivela.
—Doctor Abernathy —dijo, levantando el micrófono—, le habla Pete Sands. ¿Me oye?
Hubo una breve ráfaga de estática y después:
—Hola, Pete. Soy Abernathy. ¿Cómo va todo?
—Encontré a Tibor —dijo Pete.
—¿Sabe de tu presencia?
—Sí; ahora viajamos juntos. Estoy llamando desde las cercanías de nuestro campamento.
—Oh, de modo que te has unido a él. ¿Qué piensas hacer?
—Bueno, es un poco complicado —dijo Pete—. Hay otra persona que tiene que ver con esto, un tipo que se llama Jack Schuld. Le conocí ayer. De hecho, me salvó la vida. Parece tener una idea clara del paradero de Lufteufel. Se ha ofrecido a guiarnos hasta él. Podemos llegar mañana.
Pete sonrió al oír la brusca inspiración en el otro extremo. Continuó:
—De todos modos, hice un trato con él. No se lo mostrará a Tibor. Dirá que estaba confundido, y nosotros pasaremos por alto a Lufteufel y seguiremos adelante.
—Espera un minuto, Pete; no te entiendo. ¿Por qué vas a hacer todo eso? ¿Por qué tomar ese camino?
—Bueno —dijo débilmente Pete—, me hace el favor a cambio de nuestra compañía en el camino.
—Pete, ¿qué me estás ocultando? Lo que dices no tiene sentido. Tiene que haber algo más.
—De acuerdo. Es un asesino. Va a matar a Lufteufel. Y cree que resultará menos sospechoso viajando en compañía de un inc.
—¡Pete! ¡Eso te hace cómplice de un asesinato!
—En realidad, no. Desapruebo el crimen. Ya hablamos de eso antes. Y puede ser que tenga derecho legal a hacer esto… como verdugo. Trabaja a las órdenes de una organización policial… por lo menos, eso dice, y yo le creo. En cualquier caso, no tengo forma de detenerle, sea cual fuere mi opinión. Si pudiera echarle una ojeada, sabría cómo están las cosas. Pensé que le gustaría saber que…
—… Un hombre va a morir, Pete. Esto no me gusta nada.
—Entonces, sugiera otra cosa, señor.
—¿No podrías huir de ese Schuld? ¿Tú y Tibor, escabulliros durante la noche? ¿Y seguir por vuestra cuenta?
—Es demasiado tarde, Tibor no cooperaría a menos que le diera una razón realmente buena… y no puedo.
Cree que Schuld le enseñará a su hombre. Y, además, estoy seguro de que no podríamos escabullirnos. Schuld es un tipo muy alerta. Es un cazador.
—¿Crees que podrás advertir a Lufteufel cuando llegues a él?
—No —dijo Pete—, ahora no puede ser, porque hemos convenido que Tibor no le vea, o que le vea sin saber quién es… No imaginaba que usted se lo iba a tomar así.
—Estoy tratando de protegerte de una ocasión de pecado.
—No creo que lo sea.
—… Seguramente mortal.
—Espero que no. Supongo que ahora tendré que ir improvisando mis decisiones sobre la marcha. Le comunicaré lo que suceda.
—¡Aguarda, Pete! ¡Escucha! Trata de encontrar la forma de apartarte de ese tal Schuld lo antes posible. Si no fuera por él, ni te acercarías a Lufteufel. Tú no eres responsable de la conducta de Schuld a menos que puedas influir en ella por medio de tus acciones u omisiones. Moralmente, además de prácticamente, estarás mucho mejor sin él. ¡Vete! ¡Aléjate de él!
—¿Dejando a Tibor?
—No; llévate a Tibor.
—¿Contra su voluntad? ¿Quiere decir que lo secuestre?
Hubo un silencio y después, un poco de estática.
Finalmente:
—No sé cómo decirte que lo hagas. Ese es tu problema. Debes encontrar la forma.
—Veré qué puedo hacer —dijo Pete—, pero el panorama no es prometedor.
—Yo seguiré rezando —dijo el doctor Abernathy—. ¿Cuándo volverás a llamarme?
—Mañana por la noche, supongo. No creo que pueda llamarle durante el día.
—De acuerdo. Estaré esperando. Buenas noches.
—Buenas noches.
La estática fue sustituida por los grillos. Pete desarmó el aparato.
—Tibor —dijo Schuld, atizando el fuego—; Tibor McMasters, dirigiéndose a la inmortalidad.
—¿Eh? —dijo Tibor. Había estado mirando fijamente las llamas y encontrado en ellas el rostro de una chica llamada Fay Blaine, que había sido muy buena con él en el pasado. Si me hubiese dejado los brazos y las piernas, había estado pensando, podría volver y expresarle mis sentimientos. Podría abrazarla, meter los dedos entre sus cabellos, moldear sus formas como un escultor. Y creo que ella me permitiría hacerlo. Sería como los otros hombres. Yo…
—¿Eh?
—Inmortalidad —repitió Schuld—. Hasta es mejor que la progenie, que tiene la costumbre de desilusionar, avergonzar, herir a sus procreadores. Pero la pintura es «nieta de la naturaleza y parienta de Dios».
—No entiendo —dijo Tibor.
—«Aunque el poeta es tan libre como el pintor en la invención de sus ficciones, éstas no son tan satisfactorias para los hombres como la pintura» —citó Schuld—. «Porque, aunque la poesía puede describir formas, acciones y lugares con palabras, el pintor trabaja con el parecido real de las formas, para poder representarlas. Ahora, decidme qué está más cerca del hombre real: el nombre o la imagen de ese hombre. El nombre del hombre difiere en los diferentes países, pero su forma sólo es modificada por la muerte.»
—Creo que entiendo lo que quiere decir —comentó Tibor.
—… «Y éste es el verdadero conocimiento y el fin legítimo de la naturaleza.» Leonardo de Vinci escribió eso en uno de sus cuadros de apuntes. Creo que es correcto. Y se adapta muy bien a este caso. Serás recordado, Tibor McMasters, no por un racimo de mocosos que se arrastren hacia el borde de la eternidad, aburridas variaciones del ADN que te ha tocado, sino por el ejercicio de tus poderes de creación de la otra imagen… el parecido inmortal de una forma particular. Y serás el padre de una visión que se alza sobre la misma naturaleza, que es superior a ella porque es divina. Entre todos los hombres, has sido elegido para esa clase de inmortalidad.
Tibor sonrió.
—Es toda una responsabilidad la que me han dado —dijo.
—Eres muy modesto —dijo Schuld— y bastante ingenuo. ¿Crees que fuiste elegido simplemente porque eras el mejor pintor del pueblo y los SDI necesitaban un pingle? Hay más. ¿Sabes que Charlottesville, Utah, fue elegida para la realización del pingle porque era tu pueblo? ¿Sabes que tu pueblo fue elegido porque tú eres el más grande artista viviente en la actualidad?
Tibor se volvió y le miró fijamente.
—El padre Handy nunca insinuó eso —dijo.
—Recibe órdenes, igual que quienes se las dan.
—Me desconcierta… de nuevo —dijo Tibor—. ¿Cómo sabe esas cosas?
Schuld sonrió y lo miró largamente, con la cabeza erguida y los ojos entrecerrados.
—Porque yo di la primera orden —dijo—. Quería que fueras mi artista. Soy la cabeza de los Siervos de la Ira, el líder temporal de la verdadera religión del Deus Irae.
—¡Dios mío! —exclamó Tibor.
—Sí —dijo Schuld—. Por razones obvias, esperé hasta ahora para decírtelo. No iba a proclamarme delante de Pete Sands.
—Schuld ¿es su verdadero nombre? —preguntó Tibor.
—El nombre de una persona cambia en los diferentes países. Schuld está bien. Me uní a ti en este momento de tu Pere porque me propongo asegurarme personalmente de que encontrarás a tu hombre. Pete, sin duda, tratará de confundirme. Ha recibido órdenes, por supuesto. Pero yo me ocuparé de que no seas engañado. Señalaré a Lufteufel y su verdadera forma en el momento adecuado. Nada de lo que la Vieja Iglesia pueda hacer me lo impedirá. Quiero que lo sepas.
—Me pareció que había algo poco común en usted —dijo Tibor.
Sí que me lo pareció, pensó. Pero no esto. Conozco muy poco acerca de la estructura jerárquica de los Siervos de la Ira. Solamente sé que existe. Siempre asumí que el pingle representaba una decisión local sobre decoración de interiores. Pero es coherente, si piensas en ello. Lufteufel es el centro de la religión. Cualquier cosa que tenga que ver con él personalmente, merecería el interés de las jerarquías más altas. Y este hombre, Schuld, es el jefe. Si tenía que aparecer en algún momento, éste es el mejor. Ningún otro podría haber esgrimido esa razón o haberlo hecho en este preciso momento. Le creo.
—Le creo —dijo Tibor—. Y es un poco… abrumador. Gracias por su confianza. Trataré de ser digno de ella.
—Lo eres —dijo Schuld— y por eso fuiste elegido. Y ahora te diré que puede ser una cosa súbita, que puedo tener que arreglar el encuentro de forma inesperada. Debes estar preparado en todo momento, desde ahora, para registrar lo que yo te indique.
—Mantendré lista mi cámara —dijo Tibor, activando su extensor y moviéndolo a otra posición—, y mis ojos, por supuesto… están siempre prontos.
—Muy bien. Eso es lo único que exijo, por ahora. Cuando hayas capturado la imagen, ni Pete ni toda su Iglesia podrán quitártela. El pingle será realizado de acuerdo con los planes.
—Gracias —dijo Tibor—. Me ha hecho feliz. Espero que Pete no interfiera…
Schuld se levantó y dio un apretón a su hombro.
—Me gustas —dijo—. No temas. Lo he planeado todo.
Mientras guardaba el transmisor, Pete Sands pensó en el doctor Abernathy y en sus palabras, en Schuld y en Carleton Lufteufel.
No puede decirme que mate a Lufteufel, aunque sabe que eso solucionaría nuestro problema. Tampoco puede ignorar las intenciones de Schuld en ese sentido, porque se han enterado de ellas. Es un maldito dilema que llega hasta la paradoja básica que existe en amar a todos, aun al carnívoro que viene a devorarte. Lógicamente, si no haces nada, mueres, y él se sale con la suya. Si eres el único que practica esa filosofía, morirá contigo. Sí, de acuerdo, hay algunos más, pero él los coge, también, y la filosofía sigue muriendo. El noble ideal, cáritas, desaparece del mundo. Pero si matamos para impedirlo, lo traicionamos. Aquí las cosas se ponen Zen; no hagas nada y el destructor decide. Haz algo y destruirás tú mismo lo que defiendes. Sin embargo, estás encargado de preservarlo. ¿Cómo? Supuestamente, la respuesta es que se trata de una ley divina y saldrá a flote de todos modos. Rompo el koan simultáneamente con el acto de renunciar a él.
Entonces se me concederá la comprensión de su significado. O, en términos cristianos, mi voluntad se fortalecerá, merced a una difícil prueba, y se me concederá una gracia extraordinaria. Pero no siento que esté llegando por aquí, ahora. En los hechos, siento que me estoy dando de cabeza contra una situación imposible. No quiero matar a Lufteufel, realmente. No quiero matar a nadie. Mis razones no son teológicas. Son simplemente humanitarias. No me gusta causar dolor. Bien puede ser que si el hijo de perra está vivo, haya sufrido mucho por su cuenta; no lo sé. No quiero saberlo. Además, soy remilgado.
Pete cargó su mochila y salió del claro.
Y entonces, pensó mientras andaba, ¿dónde está la cárita que se supone debo practicar? No hay mucho de eso por aquí, tampoco. ¿Puedo amar a Carleton Lufteufel —o a cualquiera— en un plano tal que lo que son, lo que hayan hecho, no cuente? ¿En que la mera existencia sea una calificación suficiente como blanco para la flecha de ese sentimiento? Eso sería parecerse a Dios y es —supongo— la esencia del ideal; debemos esforzarnos por emular ese amor superior. No lo sé. Hubo ocasiones en que sentí así, aunque haya sido brevemente. ¿Qué había de especial en ellas? Bioquímica, quizá. Buscar las causas últimas es una empresa imposible. Sin embargo, recuerdo aquel día, con Lurine. «¿Qué es ein Todesstachel?», preguntó, y le hablé del aguijón de la muerte, y entonces, oh Dios, lo sentí entrando en mi costado atravesándome como un garfio de metal retorciéndose enganchándome oh Dios arrastrando mi cuerpo a una dolorosa Totentantz alrededor del cuarto Lurine tratando de controlarme y entonces mirando a lo largo de la pértiga de la Tierra al cielo ascendiendo hacia las Personas entonces tres que me tenían cogido y dentro de los ojos que vieron oh Lurine el corazón de mi búsqueda y tu pregunta allá aquí y en todas partes el dolor que no cesa nunca y atraviesa el júbilo que está más allá y es más intenso cuando desgarra nuevamente en el centro del bosque y la noche oh Todos estoy aquí no pedí estar pero…
Distinguió las formas de Schuld y Tibor a la luz de las llamas. Los dos reían, parecían felices y eso era bueno. Sintió que algo rozaba su pierna. Miró hacia abajo y vio a Toby. Se agachó, para acariciar su cabeza.
Alice sostenía la muñeca, cantando y balanceándose. Se balanceaba apoyándose en uno y otro pie. El pasillo se inclinaba suavemente. Poniéndose en cuclillas, puso la muñeca en el camión. Con un pequeño empujón inició su marcha hacia abajo por el túnel. Rió cuando adquirió velocidad. Cuando golpeó contra la pared y volcó, gritó:
—¡No, no, no, no!
Corriendo hacia allí recogió la muñeca y la abrazó.
—No —dijo—. Que estés bien.
Enderezó el camión y volvió a poner la muñeca dentro.
—¡Ya! —dijo empujándolo nuevamente.
Su risa lo siguió mientras giraba por el pasillo evitando los obstáculos que se habían acumulado en él, hasta que llegó a una caja llena de tejas plásticas. Cuando chocó contra ella, la muñeca fue arrojada a varios metros de distancia y su cabeza se salió, rebotando en dirección al vestíbulo.
—¡No, no!
Jadeante, cogió el cuerpo y persiguió la cabeza.
—Que estés bien —dijo cuando la recuperó—. Que estés bien.
Pero no consiguió que la cabeza volviera a estar en su sitio. Aferrando la muñeca rota corrió hasta la habitación que tenía la puerta cerrada y la abrió.
—¡Papaíto! —dijo—. ¡Papaíto! ¡Papaíto arregla!
La habitación estaba vacía, en penumbra, desordenada. Trepó en la cama deshecha y se sentó en el medio.
—Marchó —dijo acunando a la muñeca en su regazo—. Que estés bien. Por favor que estés bien.
Mantuvo la cabeza en su lugar y la miró a través de prismas húmedos, que se formaron sin sollozos. El resto de la habitación llegó a parecer mucho más oscuro.
La vaca dormitaba, con la cabeza gacha, junto al árbol al que estaba atada. En su carrito, Tibor rumiaba; y entonces, ¿dónde está la euforia? Mi sueño, la sustancia de mi obra maestra, la obra de mi vida, está a mi alcance, casi. Hubiese sido una cosa mucho más jubilosa si Él no se me hubiese aparecido y no hubiese hecho las cosas que hizo. Ahora que me he asegurado la posibilidad de plasmarlo en mi arte, el paisaje de mi júbilo se divide y me abandona no tan a oscuras como una casa vacía, pero tan confundido, con mi vida agigantada, tan madura que está a punto de estallar, con miedo y ambición, lo único que me queda. Cambiar todo eso por piedras y estrellas… sí, debo intentarlo. Sólo que, sólo que ahora será más difícil de lo que creía. Ojalá todavía tenga fuerzas, ojalá todavía…
—Pete —dijo, cuando el otro llegó al campamento, con Toby tras él, con el rabo en alto—. ¿Cómo fue tu paseo?
—Agradable —dijo Pete—. Es una noche bonita.
—Creo que queda un poco de vino —dijo Schuld—. ¿Por qué no bebemos un trago y lo terminamos?
—De acuerdo. Hagámoslo.
Pasó la botella.
—Se acabó el vino —dijo, arrojando la botella vacía por encima de su hombro en dirección a los árboles—. Y tampoco queda pan. ¿Cuánto tiempo pasará hasta el día en que el último de vosotros deba decir eso, Pete? ¿Qué te decidió a elegir una carrera como la tuya en los tiempos que corren?
Pete se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo. Desde luego no fue una cuestión de popularidad. ¿Por qué alguien elige algo y deja que ese algo domine su vida? Buscando una especie de verdad, supongo, una especie de belleza…
—No olvides la bondad —dijo Schuld.
—También eso.
—Ya veo. Aquino limpió a los griegos para vosotros, de modo que Platón es aceptable. Vaya, si hasta bautizasteis los huesos de Aristóteles, cuando hallasteis utilidad a sus ideas. Si quitas a los lógicos griegos y los místicos judíos, no os quedaría gran cosa.
—La Pasión y la Resurrección también cuentan —dijo Pete.
—De acuerdo. Dejé fuera las religiones orientales misteriosas. Y también las cruzadas, las guerras santas y la Inquisición.
—Bueno, ya lo has dicho —dijo Pete—. Estoy cansado de esas cosas y ya tengo bastantes problemas con mi propia forma de pensar. Si quieres una polémica, hazte socio de un grupo de debate.
Schuld rió.
—Sí, tienes razón. Te aseguro que no he querido ofenderte. Sé que tu religión tiene bastantes problemas internos. No tiene sentido hurgar buscando otros.
—¿Qué quieres decir?
—Para citar a un gran matemático, Eric Bell: «Todos los credos tienden a dividirse en dos, cada uno de los cuales se divide en otros dos, y así, hasta que después de un número finito de generaciones (que puede ser calculado fácilmente por medio de los logaritmos) hay, en cualquier región dada, menos seres humanos que credos, y las atenuaciones del dogma original encarnado por el credo primitivo se diluyen, constituyendo un gas transparente demasiado sutil para sostener la fe de cualquier ser humano, por pequeña que sea.» En otras palabras, os estáis derrumbando por vuestra cuenta. Cada pequeño poblado que hay en el mundo tiene su versión propia de la fe.
Pete se animó.
—Si es cierto que ésa es una ley natural —arguyó— también se puede aplicar al otro bando. Los SDI sufrirán sus efectos como nosotros. Pero los cristianos tenemos una tradición nacida de dos mil años de experiencia para controlar esos efectos. Eso me anima.
—Pero supongamos —dijo Schuld— que los SDI están en lo cierto y vosotros no. ¿Qué sucede si hay una influencia divina que actúa anulando el funcionamiento de esa ley para ellos? ¿Qué, entonces?
Pete inclinó la cabeza, le levantó y sonrió nuevamente.
—Es como dicen los árabes: «Si es la voluntad de Dios, sucederá.»
—Alá —corrigió Schuld.
—¿Qué son los nombres? Varían de un país a otro.
—Eso es cierto. Y de generación en generación. Dentro de una generación todo puede ser distinto. Hasta las esencias.
—Es posible —dijo Pete, poniéndose de pie—. Es posible. Me has recordado que mi vejiga está a punto de desbordar. Disculpadme.
Mientras Pete se dirigía hacia los matorrales, Tibor dijo:
—Quizá sería mejor no contrariarlo tanto. Después de todo, puede que eso dificulte el trato con él cuando llegue el momento de distraerle o engañarle o lo que sea que haya planeado, para el momento en que encontremos a Lufteufel.
—Sé lo que estoy haciendo —dijo Schuld—. Quiero demostrar cuán tenue, cuán errada es esa cosa que representa.
—Ya sé que usted sabe más que él de religión —dijo Tibor—, siendo el jefe de toda su Iglesia y todo eso; él es apenas un recluta. No tiene que demostrármelo. Pero preferiría que el resto del viaje resultara agradable, y que todos fuéramos amigos.
Schuld rió.
—Tú aguarda y observa. Todo saldrá bien.
Esta no es la forma en que planteé mi Pere, pensó Tibor. Desearía poder haberla hecho yo solo, haber encontrado a Lufteufel por mí mismo, haber registrado su aspecto sin discusiones ni problemas, haber vuelto a Charlottesville y terminar mi trabajo. Eso es todo. Siento una gran aversión por las discusiones de cualquier clase. Y ahora esto, aquí, entre ellos. No quiero tomar partido. Pero mis sentimientos están del lado de Pete. Él no empezó la discusión. No quiero recibir una lección de teología a sus expensas. Ojalá no siguieran.
Pete volvió.
—Tengo un poco de frío —dijo, inclinándose para arrojar más tacos al fuego.
—Es que, finalmente —dijo Schuld—, sientes la oscuridad que te rodea.
—Oh, ¡por el amor de Dios! —exclamó Pete, irguiéndose—. Si te gusta tanto esa religión absurda, ¿por qué no te unes a ellos? ¡Ve a hacer reverencias al empleado público que dio las órdenes que jodieron al mundo! ¡Modela bustos de yeso de él, copiando el pingle de Tibor! ¡Juega al bingo a sus pies! Organiza rifas y picnics a beneficio de los Siervos de la Ira. Todavía tienes mucho que aprender, y eso vendrá con el tiempo. Pero mientras tanto, ¡vete a la mierda!
Schuld reía a carcajadas.
—¡Muy bien, Pete, muy bien! —dijo—. Me alegro de que el rigor mortis haya dejado intacta tu lengua. Y me has recordado que yo también tengo que hacer algo.
Schuld se dirigió a los matorrales, riendo todavía.
—¡Maldito sea ese hombre! —dijo Pete. Es difícil seguir recordando que me salvó la vida y que el nombre de mi juego es amor. ¿Qué le habrá pasado hoy, para que se convierta en mi cruz? Ese sistema enfriado por aire, de combustible a inyección con ciclos de compresión y escape totalmente equilibrados, ahora parece dedicado a aplastarme, a dar marcha atrás sobre mis restos para que queden bien despachurrados y dejarme ahí, tan plano y decorativo como el pingle de Tibor. Si empieza de nuevo, no pienso responderle—. ¿Por qué se habrá puesto así, de golpe?
—Creo que tiene algo contra la cristiandad —dijo Tibor.
—No lo hubiese imaginado. Es gracioso. Me dijo que las religiones no le interesaban mucho.
—¿Sí? Eso es extraño, ¿verdad?
—¿Cómo ves lo que estaba diciendo, Tibor?
—Más o menos como tú —dijo Tibor—. Y por mí también puede irse a la mierda.
Entonces oyeron el aullido, que terminó en un breve e intenso gañido y un gemido apagado. Después, nada.
—¡Toby! —gritó Tibor, activando el circuito de baterías y dirigiendo el carrito en dirección al grito—. ¡Toby!
Pete giró y giró, tratando de alcanzarlo. El carrito atravesó un matorral y pasó al lado del tronco roído de un árbol.
—Toby… —oyó decir a Tibor cuando el carrito crujió, deteniéndose. Y luego—: Usted… lo… mató…
—Cualquier otra réplica no hubiese sido personalmente viable —oyó que replicaba la voz de Schuld—. Mantengo una postura reactiva unificada de nulificación ante las formas subhumanas que cometen transgresiones. Este tipo de desafío es una experiencia común para mí. Detectan mi…
Batiendo el aire, el extensor saltó, como impulsado por un resorte, y pegó a Schuld en la cara. El hombre retrocedió, agarrándose a un árbol. Luego se irguió. Su casco había caído al suelo. Había rodado hasta detenerse junto al cuerpo del perro, cuyo cuello estaba torcido hacia atrás en un ángulo poco natural. Mientras Pete luchaba por atravesar los matorrales, vio que el labio de Schuld había vuelto a abrirse y que la sangre manaba desde su boca, corría por su barbilla y goteaba. La herida en la cabeza, de la que había hablado, también era visible ahora y también ella se oscureció, humedeciéndose. Pete quedó paralizado ante esa visión; era horrible a la inquieta luz de las llamas. Entonces se dio cuenta de que Schuld estaba mirándole. En ese momento, sintió que se llenaba de odio y susurró involuntariamente:
—¡Te conozco!
Schuld sonrió y asintió, como si estuviera aguardando algo.
Pero en ese momento, Tibor, que también lo había estado mirando, aulló:
—¡Asesino! —y el extensor saltó una vez más hacia delante, tirando al suelo a Schuld.
—¡No, Tibor! —gritó Pete. La visión se había interrumpido—. ¡Deténte!
Schuld se puso en pie de un salto, con la mitad de la cara cubierta de sangre y la otra mitad, más humana, preocupada, los ojos muy abiertos y contrayéndose a causa del miedo. Se volvió y comenzó a correr.
El extensor se deslizó tras él, se enrolló en sus pies, se apretó y se levantó, haciéndolo caer nuevamente.
El carrito crujió, avanzando unos metros, y Pete corrió tratando de adelantarse. Cuando llegó a la parte delantera, Schuld estaba de rodillas; su cara y su pecho eran una sucia y sangrienta abominación.
—¡No! —gritó otra vez Pete, corriendo a interponerse entre Tibor y su víctima.
Pero el extensor era más rápido. Cayó nuevamente, haciendo que Schuld se desplomara boca arriba.
Pete se precipitó hacia el hombre caído y alzó los brazos ante Tibor.
—¡No lo hagas, Tibor! —gritó—. ¡Le matarás! ¿Me oyes? ¡No puedes hacerlo! ¡Por el amor de Dios, Tibor! ¡Es un hombre! ¡Cómo tú y yo! ¡Es un asesinato! No…
Pete se había preparado para el golpe, pero no llegó. En cambio, el extensor silbó por su izquierda y el gancho manual lo cogió por el antebrazo. El carrito crujió y se balanceó a causa del esfuerzo, pero Pete se levantó en el aire… un metro por encima del suelo. Luego, súbitamente, el extensor se movió como un látigo y lo arrojó sobre unas malezas. Mientras caía, oyó los quejidos de Schuld.
Tenía arañazos y se había golpeado, pero no mucho, ya que las malezas le habían servido de colchón. Oyó que el carrito crujía nuevamente. Luego, durante unos momentos, no pudo moverse, enredado como estaba. Mientras luchaba por liberarse, oyó un jadeo húmedo seguido por un sonido áspero.
Arrancando ramitas y brotes pudo, finalmente, sentarse y contemplar lo que había hecho Tibor.
El extensor estaba proyectado hacia arriba y afuera, rígido ahora, como si fuera una viga de acero. Más arriba de lo que se había balanceado Pete, colgaba Schuld con el gancho apretado alrededor del cuello. Sus ojos y su lengua sobresalían. Las venas de su frente estaban hinchadas como cuerdas. Mientras Pete lo contemplaba, sus piernas completaron la Totentanz, se aflojaron y quedaron colgando.
—No —dijo Pete suavemente, dándose cuenta que era demasiado tarde, de que ya no podría hacer nada.
Tibor, rezo para que nunca comprendas lo que has hecho, pensó levantando la mano para cubrirse los ojos, porque no podía cerrarlos ni moverlos. Estaba planeado, Tibor, planeado hasta el último detalle. Excepto esto, Excepto esto… Era a mí a quien quería. Quería que le matara. Te hubiera gritado a ti, Tibor. «¡Ecce, ecce, ecce!» Y tú hubieras sabido, hubieras sentido, hubieras visto, como él deseaba, planeaba, requería, la necesaria muerte, a mis manos, de Carleton Lufteufel. Colgado allí, ahora, sucio y ensangrentado, con ojos que miran directamente y para siempre toda la superficie del mundo… Él quería que yo hiciera eso por él, para él, contigo como testigo, aquí y por siempre, aquí y en el gran pingle de Charlottesville, testigo ante el mundo entero de la transfiguración de un ser retorcido y atormentado que deseaba al mismo tiempo adoración y castigo, culto y muerte…, revelado aquí, súbitamente, mientras yo lo mataba, transfigurado aquí instantáneamente, para ti, para todo el mundo en el momento de su muerte… el Deus Irae. Y ¡Dios! ¡Pudo haber sido de ese modo! Pudo haber sido. Pero ahora estás cegado por la locura y el odio, amigo mío. Rezo para que se lleven consigo esta visión cuando se vayan. Para que nunca sepas lo que has hecho. Nunca. Nunca. Amén.