15

El día derramándose sobre el mundo; las preguntas de los pájaros, dubitativas y luego seguras de sí mismas; rocío como aliento en un cristal, retirándose, desapareciendo; bandas de color que huyen del este, desvaneciéndose, desvaneciéndose, azules; como una muñeca de cera medio derretida: Tibor, blando en el carrito caído; a su lado, un sabueso con las orejas erguidas, mirando el mundo que llega.

Un bostezo; un recuerdo lento y parpadeante. Tibor contrajo y estiró los músculos de sus hombros. Ejercicios isométricos. Estirar. Contraer. Relajar.

—Buenos días, Toby. Otro día. Supongo que éste será decisivo. Eres un buen perro. Un perro estupendo.

El mejor que he visto en mi vida. Ahora puedes bajar. Caza tu desayuno, si puedes. Es la única forma de desayunar que tienes.

Toby saltó, orinó junto a un árbol, dio la vuelta al carrito y olfateó la tierra. Tibor activó el extensor y realizó sus sencillas abluciones.

Supongo que tendría que intentarlo de nuevo con el altavoz, pensó. Pero siento temor de hacerlo. Sí; temor. Es mi última esperanza. Si eso falla, no queda nada.

Dudó durante un largo rato. Revisó el cielo, los árboles.

¿El grajo azul? ¿Es eso lo que estoy buscando?, se preguntó. No sé qué es lo que estoy buscando. Supongo que todavía no estoy completamente despierto. Allá va Toby, a los matorrales. ¿Volveré a verlo alguna vez? Cuando vuelva, quizá esté muerto. No se puede saber que… ¡Basta! De acuerdo. Una taza de café me vendría muy bien. Muy bien. La última taza de café… Está bien; usaré el altavoz.

Lo levantó, lo conectó y llamó:

—¡Hola! Les habla Tibor McMasters. He tenido un accidente. Mi carrito se ha roto. Estoy atascado aquí. Si alguien me oye, necesito ayuda. ¿Me oyen? ¿Pueden ayudarme? ¿Hay alguien ahí?

Nada. Aguardó unos quince minutos y lo intentó nuevamente. Nuevamente, nada.

Tres intentos más. Una hora pasó… y el cuarto. Toby volvió, discutió algo con la vaca y se echó a la sombra.

Débilmente… ¿Había sido un grito? ¿O un engaño de sus oídos? ¿Una cosa compuesta de esperanza, miedo y sonidos del ambiente? ¿El grito de un animal?

Empezó a sudar, esforzándose por escuchar, a través de los ruidos naturales, por oír cuando sonara nuevamente.

Toby gimió.

Volviéndose, Tibor vio que el perro se había levantado y miraba hacia la senda con las orejas alzadas y el cuerpo en tensión.

Conectó el altavoz y volvió a alzarlo.

—¡Hola! ¡Hola! ¡Aquí! ¡Aquí arriba! ¡Estoy atrapado! ¡Cogido en un carro atascado! ¡Les habla Tibor McMasters! He tenido un accidente. ¿Me oyen?

—¡Sí! —La palabra resonó en las colinas—. ¡Vamos allá!

Tibor se echó a reír. Sus ojos estaban húmedos. Rió, entre dientes. En ese momento le pareció que veía al grajo azul, alejándose apresuradamente entre los árboles. Pero no podía estar seguro.

—Verás cómo terminaremos esta Pere, Toby —dijo—. Creo que lo conseguiremos.

Pasaron otros diez minutos antes de que Pete Sands y Jack Schuld doblaran la curva de la senda y quedaran a la vista. Toby bajó las orejas y gruñó, retrocediendo hacia el carrito.

—Está bien, Toby —dijo Tibor—. Conozco a uno de ellos. Está aquí para hacer la cosa cristiana. Sé un buen samaritano y mira por encima de mi hombro, después. Y lo necesito. El precio es correcto, sea el que fuere.

—¡Tibor! —gritó Pete—. ¿Estás herido?

—No; es sólo el carrito —respondió—. Perdió una rueda.

Se acercaron.

—Veo la rueda —dijo Pete, lanzando una mirada a su compañero—. Este es Jack Schuld. Le conocí ayer, en el camino. Este es Tibor McMasters, Jack… un gran artista.

Tibor saludó con la cabeza.

—No puedo estrecharle la mano —dijo.

Schuld sonrió.

—Le prestaré las mías —dijo—. Colocaremos esa rueda en un momento. Pete tiene un poco de lubri.

Schuld fue hacia la rueda, la levantó del sitio donde había quedado y la hizo rodar hacia el carrito.

Ágil, pensó Tibor. Todos los conocedores de los movimientos de los ilesos hubiesen estado de acuerdo, probablemente. ¿Qué querrá?

Toby gruñó cuando Schuld acercó la rueda a la parte delantera del carro.

—¡Atrás, Toby! ¡Vete! Me están ayudando —dijo Tibor.

El perro retrocedió una docena de pasos y se sentó, vigilante.

Pete trajo el lubri.

—Vamos a tener que levantar el carrito —dijo—. Quizá…

—Yo lo levantaré —dijo Schuld.

Mientras trabajaban, Tibor dijo:

—Supongo que tendría que preguntarte qué haces por aquí.

Pete levantó la vista y sonrió. Después suspiró.

—Sabes —dijo—, tú te marchaste muy temprano, porque no querías que te acompañara. Muy bien. Pero tenía que seguirte… justamente porque existía la posibilidad de que pasara esto.

Y señaló el carrito.

—Muy bien —dijo Tibor—. Muy bien. Descubrirás que no soy un ingrato. Gracias por aparecer.

—¿Puedo tomar eso como una indicación de que seré bien venido durante el resto del viaje?

Tibor cloqueó.

—Digamos que ahora no podría poner objeciones a tu presencia.

—Supongo que con eso me bastará.

Pete volvió a concentrarse en su tarea.

—¿Dónde conociste al señor Schuld?

—Me salvó en un encuentro con la extensión de la Gran C.

—Muy oportuno —dijo Tibor.

Schuld rió y Tibor se sacudió cuando el hombre se agachó debajo del carro y luego se enderezó, levantándolo con los hombros.

—Jack Schuld es oportuno —dijo—. Sí que lo es. Ponla en el eje, Pete.

Supongo que tendría que sentirme feliz, con gente a mi alrededor de nuevo, pensó Tibor, después de todo lo que he encontrado últimamente. Y, sin embargo…

—Ya está —dijo Pete—. Puedes bajarlo.

Schuld apoyó el carrito y salió. Pete se puso a apretar una tuerca.

—Estoy muy agradecido —dijo Tibor.

—No es nada —dijo Schuld—. Me alegro de haber podido ayudar. Su amigo me ha dicho que está haciendo una Pere.

—Así es. Tiene relación con un encargo que…

—Sí; también me contó eso. Va a echarle una ojeada al viejo Lufteufel para su mural. Un proyecto valioso, creo. Y me parece que se está acercando.

—¿Sabe algo acerca de él?

—Creo que sí. Hay rumores, ¿sabe? Yo viajo mucho y los oigo todos. Algunos dicen que aquella ciudad, al norte, es la suya… No; no podrá verla desde ahí. Pero si sigue en esta dirección, terminará llegando a un poblado. Ése es… según dicen.

—¿Usted cree que en esos rumores hay algo de verdad?

Schuld se frotó la barbilla y su mirada se perdió en la lejanía.

—Yo diría que las posibilidades son buenas —contestó—. Sí; imagino que se le puede encontrar allí.

—No creo que siga usando su verdadero nombre —dijo Tibor—. Es probable que haya asumido una identidad diferente.

Schuld asintió.

—Tengo entendido que así es.

—¿Lo conoce?

—El nombre, no. La identidad me parece que sí. He oído decir que ahora es veterinario y que su hogar es un refugio contra la radiactividad reformado. Hay una chica débil mental viviendo con él.

—Ese sitio, ¿está dentro del pueblo?

—No; algo alejado del pueblo. Dicen que fácilmente se lo pasa por alto.

Pete suspiró y se puso de pie. Arrancó un montón de hojas y se limpió las manos. Terminó el trabajo en sus pantalones.

—Ya está —dijo—. Ahora, si nosotros empujamos y tú haces que la vaca tire, lo llevaremos a la senda. Y veremos si va bien. Ayúdame, Jack, ¿quieres?

Schuld empezó a caminar hacia la parte posterior del carro.

—Muy bien. Listo —dijo Pete.

—Listo.

—¡Empuja!

—¡Vamos! —dijo Tibor.

El carro crujió, se balanceó hacia delante, hacia atrás, hacia delante, hacia delante, continuó por la zanja, enfiló el declive y subió por él. Un minuto después, estaba nuevamente en el sendero.

—Pruébalo ahora —dijo Pete—. Veamos cómo se mueve.

Tibor emprendió la marcha.

—Mejor —dijo—. Noto la diferencia. Mucho mejor.

—Bueno.

Entonces continuaron por la senda, hacia arriba, hacia abajo, y también alrededor de las colinas.

—¿Va muy lejos? —preguntó Tibor a Schuld.

—Una buena distancia —contestó el hombre—. Pasaré por ese poblado del que hablamos. Podemos ir juntos hasta allí.

—Sí. ¿Cree que tendrá tiempo de enseñarme el lugar?

—¿Dónde está Lufteufel? Claro; lo intentaré. Le enseñaré el lugar donde creo que está. Quiero ayudarle, ¿sabe?

—Bueno, eso me vendría muy bien —dijo Tibor—. ¿Cuándo llegaremos?

—Mañana, quizá.

Tibor asintió.

—¿Qué piensa de él? —preguntó.

—Es una buena pregunta —dijo el cazador—. Una pregunta que sabía que me haría, tarde o temprano. ¿Qué pienso de él?

Tiró de su nariz y se pasó los dedos por el cabello.

—He viajado mucho —dijo— y he visto buena parte del mundo, antes y después. Viví los días de la destrucción. Vi morir las ciudades y marchitarse los campos. Vi palidecer la tierra. Había algo de belleza en los viejos tiempos, ¿sabe? Las ciudades eran sitios frenéticos y sucios, pero en algunos momentos, en general en los momentos de la llegada y la partida, si las miraba desde arriba, por la noche, iluminadas, digamos desde un avión con el cielo azul, casi se podía evocar la visión de San Agustín. Urbi et orbi, quizá, durante aquel instante. Y cuando uno escapaba de la ciudad y hacía un día bonito, había mucho verde y mucho marrón, salpicados de todos los otros colores, agua limpia que corría, aire limpio… Pero llegó el día. La ira descendió. ¿Pecado, culpa, castigo? ¿Las psicosis maníacas de esas entidades que denominábamos estados, instituciones, sistemas… los poderes, los tronos, las dominaciones… las cosas que siempre se mezclan con los hombres y emergen de ellos? ¿Nuestra oscuridad, externalizada y visible? Se miren como se miren estos temas, se había llegado al punto crítico. La ira descendió. El bien, el mal, la belleza, la oscuridad, las ciudades, el campo, todo el mundo, todo se reflejó por un instante en el filo que se había alzado. La mano que sostenía el filo era la de Carleton Lufteufel. En el momento en que descendió hacia nuestros corazones, ya no era la mano de un hombre sino la del Deus Irae, el Dios de la Ira. Lo que quedó existe porque Él lo tolera. Si tiene que haber una religión, yo creo que éste es el único credo sostenible. ¿Qué otra interpretación de los hechos podría hacerse? Así es cómo veo a Carleton Lufteufel, así es cómo creo que debe ser preservado en Su arte. Por eso estoy dispuesto a indicarle su paradero.

—Ya veo —dijo Tibor, aguardando la reacción de Pete y desilusionado cuando no hubo ninguna—. Es muy coherente.

Lo había dicho en parte para irritar a Pete. Y añadió:

—Los grandes pintores del Renacimiento intentaron pintar al otro. Pero, en realidad, ninguno de ellos lo vio, ninguno atisbó el rostro de Dios. Yo voy a hacerlo, y cuando los hombres contemplen mi mural sabrán que es así, porque será auténtico. Y dirán: «Tibor McMasters vio y mostró lo que había visto.»

Schuld dio una palmada al costado del carrito y rió.

—Pronto —dijo—. Pronto.

Esa noche, mientras juntaban ramitas para la hoguera, Pete dijo a Schuld:

—Yo diría que lo engañaste. Todo eso de que quieres ver a Lufteufel eternizado en su arte…

—Orgullo —explicó Schuld—. Fue fácil. Dejó de pensar en mí para pensar en sí mismo. Ahora, formo parte de su Pere: soy el Guía. Esta noche, más tarde, hablaré con él, confidencialmente. Quizá si tú fueras a dar un paseo después de cenar…

—Claro.

—Cuando haya terminado, cualquier duda que haya tenido acerca de mi sinceridad, desaparecerá. Y todo irá bien, después.

La sutileza y el sentido del tiempo de un termostato o un marcapasos cardíaco, pensó Pete… eso es lo que se necesita para ser un cazador… una sensibilidad para el ritmo de las cosas y un poder sobre ellas. Esto va bien. Pero Tibor no debe ver a Lufteufel…

—Te creo —dijo Pete. Y añadió—: Realmente no sé cómo decir esto, de modo que seré directo: Alguna de las dos religiones que están implicadas en esto ¿significan algo para ti?

Una gruesa rama se partió en las manos de Schuld.

—No —contestó.

—Lo suponía, pero deseaba aclararlo. Como sabes, una de ellas significa algo para mí.

—Es obvio.

—Estoy tratando de decir que a nosotros, los cristianos, no nos llenaría de júbilo ver a Lufteufel representado en ese mural.

—Es una religión falsa, un dios falso, para vosotros.

¿Qué importa lo que pongan en su iglesia?

—Poder —dijo Pete—. Tú puedes comprenderlo. Desde un punto de vista estrictamente temporal, tener el retrato auténtico, desde su punto de vista, les daría una ventaja. Llámalo maná. Si súbitamente tuviéramos un trozo de la Verdadera Cruz, nuestro celo aumentaría un poco, habría un poco más de fuego en nuestras actividades. Debes conocer el fenómeno. Llámalo inspiración.

Schuld rió.

—Pinte lo que pinte Tibor, creerán que es auténtico. El resultado será el mismo.

Quiere que diga que creo en el Dios de la Ira y siento temor de él, pensó Pete. No lo haré.

—Aunque así sea, preferiríamos que no pintase a Lufteufel —dijo Pete.

—¿Por qué?

—Porque eso nos parecería una blasfemia, una burla a Dios, tal como nosotros lo vemos. Estarían deificando no a un hombre cualquiera, sino al hombre responsable de todas nuestras penalidades actuales, al hombre a quien tú te referiste como un monstruo inhumano.

Schuld partió otra ramita.

—Sí, claro —dijo—. No merece siquiera un agujero bien cavado en el suelo, tanto menos un culto. Entiendo lo que quieres decir. ¿Qué te propones hacer?

—Úsanos como tapadera —dijo Pete—, tal como habías planeado. Encuéntralo. Acércate tanto como sea necesario para estar seguro de su identidad. Luego dile a Tibor que te habías equivocado. Que no es nuestro hombre. Nuestros caminos se separarán. Nosotros seguiremos, continuando nuestra búsqueda. Tú te quedarás atrás, o te marcharás, o darás la vuelta, lo que sea mejor, y harás lo que tienes que hacer. De ese modo, Lufteufel quedará fuera de nuestros proyectos.

—¿Y qué harás tú, entonces?

—No lo sé. Seguiré adelante. Quizá encuentre un sustituto. No lo sé. Pero, por lo menos, Carleton Lufteufel no figurará en el asunto.

—Entonces, ¿ésa es la razón por la que estás aquí? ¿No sólo para proteger a Tibor?

—Puede haber pesado en mi decisión… un poco.

Schuld rió nuevamente.

—¿Cuán lejos hubieras ido para asegurarte que Tibor no lo vería? ¿Hubieses llegado a la violencia?

Pete partió una rama, a su vez.

—Tú lo has dicho —dijo—. No yo.

—Quizá le haga un favor a tu gente al cumplir mi misión —dijo Schuld.

—Quizá.

—Es una pena no haberlo sabido antes. Si un hombre trabaja para dos señores, bien puede cobrar una buena paga de los dos.

—La cristiandad está en suspensión de pagos —dijo Pete—. Pero te recordaré en mis oraciones.

Schuld le dio una palmada en el hombro.

—Pete, me gustas —dijo—. De acuerdo. Lo haremos a tu manera. Tibor no tiene por qué saberlo.

—Gracias.

Bajo los movimientos de precisión, se preguntó Pete mientras volvían, ¿cuál es la verdadera motivación del cazador? ¿Es el dinero que te pagarán? ¿El odio? ¿Otra cosa?

Se oyó un gemido agudo. Schuld había golpeado a Toby, que había surgido furioso frente a él, gruñendo. Podría haber sido un accidente, pero…

—Maldito perro —dijo—. ¡Me odia!