Tibor vio cómo la tarde se cambiaba de ropa a su alrededor, vio cómo el paisaje se dividía y se marchaba, arriba, abajo, oscuro. ¿Cómo era aquel poemita desolado? Era el Abend, de Rilke.
Der Abend wechselt langsam die Gewänder,
die ihm ein Rand von alten Bäumen hält;
du schaust: und von dir scheiden sich die Länder,
ein himmelfahrendes und eins, das fällt;
und lassen dich, zu keinem ganz gehörend,
nicht ganz so dunkel wie das Haus, das Schweigt,
nicht ganz so sicher Ewiges beschwörend
wie das, was Stein wird jede Nacht und steigt;
und lassen dir (unsäglich zu entwirrn)
dein Leben, bang und riesenhaft und reifend,
so dass es, bald begrenzt und bald begreifend,
abwechselnd Stern in dir wird und Gestirn.
Sabe cómo me siento, pensó, sin pertenecer a nadie, y no tan seguro de la eternidad, confuso, solitario, atemorizado. Si pudiese transformarme en piedra o estrella ahora, lo haría. El Dios de la Ira me dio piernas y brazos. Y me los quitó nuevamente. Eso, ¿sucedió realmente? Sí, estoy seguro. ¿Por qué me dio los miembros si no podría conservarlos? El mero hecho de sostener algo y palparlo un rato sería tan bello. Creí que era un sádico, pero la versión cristiana es masoquista, ahora que pienso en ello, y carga sobre sí todas las cosas malas, lo que es igualmente malo, a su manera. Quiere a todos, democráticamente, implacablemente, en realidad. Pero creó a la gente de una manera tal que no puede ir por la vida sin herirlo. Quería amar a algo que le hiciera daño. Los dos están enfermos. Tienen que estarlo. Qué mal me siento, qué indigno. Y, sin embargo, no quiero morir. Pero tengo miedo de volver a usar el altavoz, ahora que ha oscurecido. No hay modo de saber quién podría oírlo y venir… ahora.
Tibor se echó a llorar. Los ruidos nocturnos, chirridos, zumbidos, el roce de las ramitas, fueron cubiertos por sus sollozos.
Hubo una sacudida y un crujido; un peso extra se agregó en el carro. Oh, Dios, ¿qué es eso?, pensó. Estoy totalmente indefenso. Tendré que quedarme quieto y dejar que me devore. Está demasiado oscuro para ver dónde tendría que enviar mi extensor para defenderme. Está allí detrás… ahora avanza…
Sintió algo húmedo y frío que tocaba su cuello y luego el roce de una piel. Se subió a su lado. Le lamió la mejilla.
—¡Toby! ¡Toby!
Era el perro que le habían regalado los lagartos. Se había marchado corriendo, y él había supuesto que volvería con sus antiguos amos. Ahora vio el contorno del hocico a la luz de la luna; la lengua colgaba y los dientes blancos formaban algo parecido a una sonrisa.
—Así que, después de todo, te has quedado conmigo —dijo—. No tengo nada para darte de comer; espero que tú mismo hayas encontrado algo. Quédate conmigo. Échate y duerme aquí, a mi lado. Por favor. Yo seguiré hablándote, Toby. Perro bonito, perro bonito… Siento no poder acariciarte. Con esta luz podría equivocarme y aplastarte el cráneo. Pero quédate… quédate…
Si paso la noche, pensó… si lo hago, será gracias a ti.
—Algún día te recompensaré —prometió al perro, que se removió al oír su tono enfático—. Salvaré tu vida. Si tú salvas la mía, si estoy vivo cuando llegue la ayuda… ¡te lo prometo! Si yo estoy vivo y tú corres peligro, oirás un rugido y una embestida y una rodadura, ¡y se librará la escaramuza! Hojas y polvo volarán por los aires y tú sabrás que estoy en camino, esté donde esté, ¡para ayudarte! Cuando acuda en tu auxilio, los truenos y las vibraciones aterrorizarán a cualquiera. Te protegeré y te amaré, tal como tú me estás ayudando a pasar la noche, esta noche. Esta es mi solemne y sagrada promesa ante Dios.
El perro meneó la cola.
Pete Sands caminaba a la luz de la luna a través de la llanura nocturna, saltando entre las huellas del carrito, deteniéndose periódicamente para asegurarse de que seguían allí… No debería estar fuera por la noche. Tendría que hallar un lugar protegido y acostarme. Pero prefiero que haya más distancia entre mí y esa autofac esquizo. Supongo que ya me habré alejado lo bastante. Pero ahora me siento vulnerable, expuesto. Es plano y vacío este lugar. Pero se veían árboles a lo lejos cuando se puso el sol. Esta sigue pareciendo la buena dirección. La huella derecha se está poniendo borrosa. Sin lubri se le saldrá la rueda. ¿Estará bien? Me duele la cadera. Y perdí mi sombrero, además. Ahora mi cabeza se pondrá roja y se despellejará. Luego, roja de nuevo. Luego, se despellejará otra vez. Nunca se tuesta… ¿Cómo le irá a Tibor? ¿Cuánta fuerza tienen esos extensores manuales? ¿Podrá defenderse? Me duele la rodilla también. Ése es un problema que él no tendrá nunca. La vida sería tanto más simple si Lufteufel hubiese tenido la decencia de morirse cuando debió hacerlo y todo el mundo lo supiera. Pero ahora… ¿Qué haré si aparece? ¿Y si ahora acaricia a los perros y regala dulces a los niños? ¿Y si tiene mujer y diez hijos que le quieren mucho? ¿Y si…? ¡Qué diablos! Demasiadas suposiciones. ¿Qué diría Lurine? No sé qué diría Lurine… ¿Dónde ha ido a parar esa maldita huella?
Se puso en cuclillas y examinó el terreno; ahora era de grava y no se habían marcado los surcos. Levantándose, se encogió de hombros y siguió adelante. No había razón alguna para suponer que hubiese cambiado de dirección súbitamente. Continúa en línea recta por ahora.
Periódicamente examinaba la senda, pero seguía teniendo una textura áspera y pedregosa. Tendré que revisarla por la mañana, pensó.
Mientras seguía avanzando, notó un débil parpadeo de luz a su izquierda, que parecía estar en el borde de un montículo pedregoso. Siguió andando y más luz llegó hasta él, revelándose finalmente como una pequeña hoguera. Sólo una figura se veía en las inmediaciones, un ser con una cabeza extrañamente puntiaguda. Estaba arrodillado y su atención se concentraba, aparentemente, en el fuego.
Pete disminuyó la marcha, estudiando el cuadro. Unos momentos después, la brisa trajo un aroma intenso y se le hizo la boca agua. Hacía mucho que no comía.
Sólo dudó un momento; luego giró y se dirigió hacia el fuego, moviéndose lenta, cautelosamente. Cuando se acercó, sorprendió un reflejo luminoso en un trozo de metal que había en la cabeza. Era un casco con una cresta, de una clase que difícilmente hubiese podido olvidar. Luego pudo ver los rasgos que había debajo. No; no se equivocaba.
Entonces se adelantó rápidamente.
—¡Cazador! —dijo—. Eres el mismo, ¿no? El que estaba con la Gran C…
El hombre rió, tres explosiones desde las profundidades de su pecho que agitaron las llamas que cuidaba.
—Sí, sí. Ven y siéntate. No me gusta comer solo.
Pete dejó caer su mochila y se acomodó al lado, separado del hombre por la hoguera.
—Hubiera jurado que habías muerto —dijo—. Había tanta sangre. Estabas fláccido. Creí que te había matado. Luego, cuando te arrastró hacia abajo… estuve seguro.
El hombre asintió, haciendo girar los trocitos de hueso que sostenían la carne.
—Comprendo que te hayas despistado —dijo—. ¡Toma!
El hombre retiró un pincho del fuego y se lo pasó. Pete lamió sus dedos para conseguir aislación y lo aceptó. La carne era buena y jugosa. Pete consideró la posibilidad de preguntar qué era y se decidió en contra. Un cazador siempre encuentra animales comestibles. Mejor dejarlo así.
El hombre comía con una precisión poco natural y Pete comprendió la razón estudiando su cara; su labio inferior había sufrido un corte muy feo, estaba partido.
—Sí —murmuró el hombre—, la sangre te engañó… parte era de la boca y parte de una herida reciente en la cabeza, que se abrió. Por eso llevo armadura.
Dio unos golpecitos en el casco.
—Fue una suerte. Impidió que me partiera la cabeza.
—Pero —dijo Pete—, ¿cómo pudiste escapar de ella?
—Oh, no fue un problema. Recuperé el sentido cuando me arrastraba hacia dentro. Ya había aflojado esa tuerca del cráneo casi totalmente. Una vuelta más, le había dicho, y una vuelta bastó. Con los dedos. ¡Zas!
Chasqueó los dedos y se metió otro trozo de carne en la boca.
—Entonces ella cayó, yo me levanté y se acabó. Una pena. Pero yo le había dado una oportunidad. Lo sabes, ¿verdad?
—Fuiste muy justo con ella —dijo Pete, terminando su pincho y mirando los otros que chisporroteaban.
El hombre le dio otro.
Y sus manos están firmes, pensó Pete, aceptando la carne. Un día normal. Es competente, experto… tiene nervios como filamentos de platino, articulaciones como una caja de cambios bien ajustada y cojinetes de acero inoxidable. Habilidad y coraje… eso es lo que se necesita para ser cazador. Pero también tienen corazón. Compasión. ¿Cuántos de nosotros estaríamos tan preocupados por una cosa que quería devorarnos?
—Cuando dejé aquel lugar —dijo el cazador— seguí mi camino, complacido porque vi que habías tenido el buen sentido de marcharte.
Oh, Dios mío, pensó Pete. Espero que haya estado realmente inconsciente. ¿Y si me hubiera oído diciendo a la Gran C que lo cogiera a él en mi lugar? Pero en aquel momento, yo creía realmente que había muerto. Acabo de decírselo. De modo que, si me oyó, sabe por qué lo hice. Pero podría habérselo dicho ahora para quedar bien, aunque no fuese eso lo que pensaba cuando lo dije. Por otro lado, si lo oyó, debe ser un hombre verdaderamente grande para haberme perdonado, y en ese caso finge que no me oyó… lo que significa que no lo sabré nunca. ¡Oh, Dios mío! Y aquí estoy, comiendo sus pinchitos.
—¿Qué pasó con tu bicicleta? —le preguntó el cazador.
—La autofac la transformó en bastones —contestó Pete.
El cazador sonrió.
—No me sorprende —dijo—. Cuando sus moderadores se marchan, hacen las cosas más raras. Pero tú llevas algo que no tenías antes. ¿Entregó un pedido correctamente antes de arruinar tu bicicleta?
—Era el pedido de otra persona —dijo Pete—. Su secuencia de entregas también va mal.
—¿Y qué vas a hacer con todo ese lubri?
—Se lo llevaré a un hombre que, probablemente, lo necesita —dijo Pete, recordando que la Gran C había afirmado que el cazador buscaba a Tibor. Lo más fácil era que fuese una información errónea. Pero…
Se llenó la boca para evitar cualquier respuesta ulterior sin tener, por lo menos, diez segundos para pensarla.
Pero ¿por qué estaría buscando a Tibor?, se preguntó. ¿Qué podía querer de él? ¿Por qué valdría la pena seguir a Tibor? Bueno, para cualquier otra persona…
Cuando terminaron de comer, Pete supo que debía ofrecer al hombre uno de los cigarrillos que le quedaban. Lo hizo y encendió uno él mismo, con una ramita de la hoguera. Los dos se echaron cerca de los peñascos, descansando y fumando.
—No sé —dijo Pete— si mi pregunta es apropiada, de modo que le pido disculpas si soy descortés. No conozco tantos cazadores como para estar al tanto de las conveniencias. Me estaba preguntando… ¿Estás cazando a algo o a alguien en particular, en este momento, o estás entre dos cacerías?
—Sí, estoy de cacería —dijo el hombre—. Estoy buscando a un pequeño inc llamado Tibor McMasters. Creo que el rastro está caliente, además.
—¿De verdad? —dijo Pete, aspirando el humo del cigarrillo, con una mano debajo de la cabeza y los ojos en las estrellas—. ¿Qué hizo?
—Oh, nada, todavía nada. No es muy importante. Forma parte de un designio mayor.
—Oh. —Y ahora, ¿qué digo?, se preguntó. Y añadió—: Por cierto, me llamo Sands, Pete Sands.
—Lo sé.
—Había olvidado presentarme y… ¿Lo sabes? ¿Cómo puedes saberlo?
—Porque sé de toda la gente que hay en Charlottesville, Utah… de toda la gente que tiene alguna relación con Tibor McMasters, quiero decir. Es un pueblo pequeño. No sois tantos.
—Muy eficiente —dijo Pete, sintiendo como si unos alambres introducidos bajo su piel, sin dolor, estuviesen siendo retirados—. Tu patrón debe de haberse tomado mucho trabajo, y habrá gastado mucho dinero también. Hubiese sido más fácil abordarlo en el pueblo.
—Pero infructuoso —replicó el otro—. Y las dificultades y los gastos no significan nada para mi amo.
Pete aguardó, fumando. Estaba seguro de que no sería correcto preguntar por la identidad de su patrón. Quizá, si esperaba, se lo diría espontáneamente.
El fuego chisporroteaba. En la distancia, algo aulló y otra cosa rió.
—Me llamo Schuld, Jack Schuld —dijo el cazador, extendiendo la mano.
Pete se puso de costado y se la estrechó. Como había sospechado, el cazador tenía fuerza como para triturar la suya, aunque la controlaba como para exhibirla sin mayor esfuerzo. Al soltarla, Pete se acostó y contempló las geometrías estelares. Un meteoro ensució el cielo con fuego blanco. Cuando las estrellas arrojaron sus espadas, recordó. Y regaron el cielo con sus lágrimas… ¿Qué venía después? No podía recordarlo.
—Tibor está haciendo una Pere peligrosa —dijo Schuld— y recientemente ha expresado su deseo de convertirse a tu religión.
—Por cierto, eres muy concienzudo —observó Pete.
—Sí; así es. Vosotros los cristianos no vais muy bien últimamente —continuó—, y supongo que hasta una sola conversión puede ser muy importante en un lugar pequeño, como Charlottesville, Utah. ¿No es así?
—No puedo negarlo —dijo Pete.
—De modo que tu superior te envió para que cuidaras del catecúmeno, para que te ocupes de que no sufra ningún daño mientras termina su trabajo para vuestros competidores.
—Es verdad que quiero encontrarlo y protegerlo —dijo Pete.
—¿Y el objeto de su búsqueda? ¿No sientes curiosidad por la persona que tiene que retratar?
—Oh, a veces me pregunto si ese hombre vive aún —dijo Pete.
—¿Hombre? —dijo Schuld—. ¿Lo llamas así?
—Bueno, a diferencia de nuestros competidores, no veo que pueda desempeñar ningún papel más importante.
—No estaba hablando de teología —dijo Schuld—. Simplemente, me choca tu referencia a la humanidad hablando de alguien que ha perdido todo derecho a la consideración de los humanos. Adolf Eichmann era un monaguillo comparado con él. Estamos hablando de la bestia que destruyó la mayor parte del mundo.
—No puedo negar sus actos, pero tampoco puedo juzgarlos. ¿Cómo puedo conocer sus razones, sus intenciones?
—Mira a tu alrededor. En cualquier momento. En cualquier lugar. Sus efectos se manifiestan en todos los momentos de la existencia. Para decirlo concisa y rotundamente, es un monstruo inhumano.
Pete asintió.
—Quizá —dijo—. Si entendía verdaderamente la naturaleza y la calidad de sus acciones, entonces supongo que era algo innombrable.
—Puedes llamarle Carleton Lufteufel. Se puede nombrar. No hay un ser vivo en la Tierra, hoy día, que no haya sufrido por su culpa. No hay nadie a quien no deba un mar de sufrimientos, un continente de desesperación. Quedó marcado desde el día en que tomó su decisión.
—Había oído decir que los cazadores eran mercenarios, que no actuaban según sus propias convicciones.
—Te estás anticipando, Pete. No te dije que fuera mi presa.
Pete rió. Schuld también.
—Pero hay momentos afortunados en que los deseos y las circunstancias coinciden —dijo finalmente Schuld.
—Entonces, ¿por qué buscas a Tibor? —preguntó Pete—. No entiendo la conexión.
—La bestia es desconfiada —replicó el otro—, pero dudo que su desconfianza sea tanta que llegue hasta un inc.
—Empiezo a comprender.
—Sí; lo conduciré hasta él. Tibor puede quedarse con su parecido; yo me ocuparé del cuerpo.
Pete se estremeció. La situación era más oscura y retorcida, pero podría sacar provecho de ella.
—¿Lo vas a hacer rápidamente? —preguntó.
—No —dijo Schuld—. Me han encargado de asegurarme que será todo lo contrario, ¿sabes? Soy el empleado de una organización secreta mundial que está buscando a Lufteufel desde hace años… con ese propósito.
—Entiendo —dijo Pete—. Casi desearía no saberlo. Casi…
—Te lo digo porque si uno de vosotros lo sabe, será más fácil para mí. En cuanto a Tibor, forma parte de los Siervos de la Ira y sus símbolos pueden tener poder para él. Tú, en cambio, representas al otro bando. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—¿Quieres saber si te ayudaré?
—Sí. ¿Lo harás?
—Creo que soy incapaz de detener a alguien como tú.
—No te pregunté eso.
—Lo sé. —¡Maldita sea! Ojalá pudiese hablar con Abernathy, pensó. Pero no hay manera de llamarlo. Aunque, por otra parte, no me daría una verdadera respuesta. Tengo que decidir esto personalmente. Tibor no debe encontrar a Lufteufel. Tendría que haber una manera. Tendré tiempo de encontrar una manera… y después, dejar que Schuld haga el trabajo. Lo único que puedo decir ahora es—: De acuerdo, Jack. Te ayudaré.
—Estupendo —dijo Schuld—. Sabía que lo harías.
Sintió que aquella mano poderosa apretaba su hombro por un instante. Y en el mismo instante se sintió rodeado por la piedra y las estrellas.