Pedaleando velozmente, con la imagen final de la extensión de la Gran C y el cazador muy presente en su mente, Pete guió su bicicleta por el sendero lleno de curvas que corría entre las colinas rocosas. Al subir una cuestecita se enfrentó súbitamente con una cantidad de pequeñas figuras en movimiento que ocupaban la senda delante de él.
Su acción fue automática.
—¡Cuidado! —gritó, torciendo el manillar y frenando. Chocó con una piedra y cayó. La bicicleta resonó ruidosamente y se deslizó hacia delante. Se raspó el codo, la cadera y la rodilla. En el instante que precedió al dolor exclamó—: ¡Sabandijas! —con una mezcla de sorpresa y disgusto.
Mientras se recobraba, restregándose y quitándose el polvo, la sabandija más cercana se dirigió hacia él.
—Hola, grandullón —le espetó—. Si revientas a uno de nosotros, te lloverá encima.
—Maldita sea —gruñó Pete—. Venís a jugar al camino; estáis pidiendo que os atropellen.
—Ésta no es exactamente la hora punta —dijo la sabandija, dirigiendo su atención a una polvorienta esfera marrón de unos veinticinco centímetros de diámetro. Comenzó a empujarla por el sendero mientras Pete revisaba su transmisor radial para ver si se había estropeado.
—¡Aquí hay otra! —gritó una de las sabandijas.
—¡Estupendo! Ya voy.
El dial brilló. La habitual estática zumbó en el aire. Pete concluyó que la radio estaba mejor que su espalda y su cadera. Yendo hacia la bicicleta, se encontró nuevamente con la sabandija. Esta vez, una brisa reveladora le hizo dilatar la nariz.
—Oye, sabandija; ¿qué diablo es…?
—¡Ten cuidado! —dijo secamente la andariega quitinosa.
La retirada de Pete fue sólo parcialmente eficaz. Una masa marrón y grumosa golpeó su pie izquierdo y se rompió.
Miró hacia delante, donde otra de las sabandijas lo miraba riendo.
—¡Lo has hecho adrede! —dijo, agitando el puño.
—No; no lo hizo —replicó la sabandija que estaba a su lado—. Me la había tirado a mí. Aguarda.
La sabandija empujó la bola marrón. Comenzó a limpiar la bota de Pete, añadiendo la sustancia a su esfera.
—Eso es bosta —dijo Pete.
—¿Qué esperabas que empujara una sabandija de estiércol? ¿Pasteles de limón?
—Bueno; límpiame el zapato. ¡Espera!
—Espera, ¿qué? ¿Ahora la quieres? Lo siento. A caballo regalado…
—No, no. Quítala. Pero, como experto en esta materia, dime, eso es bosta de vaca, ¿no?
—Correcto —confirmó la sabandija, añadiendo material a su bola—. De la mejor calidad. Se calienta muy bien y uniformemente. No demasiado; lo justo.
—Eso significa que una vaca ha pasado por aquí…
La sabandija soltó una risita.
—Hay una relación significativa entre ambos fenómenos.
—Sabandija, eres estupenda —dijo Pete—, a pesar de la mierda. Podría haber pasado por alto esa pista si no fuera por ti, ¿sabes? Estoy buscando a un hombre que va en un carrito tirado por una vaca, un inc…
—Que se llama Tibor McMasters —concluyó la sabandija, alisando la bola y recomenzando su marcha—. Hablamos con él hace un rato. Nuestra Pere coincide con la suya durante un trecho.
Pete recuperó su bicicleta y enderezó el manillar. Aparte de eso, aparentemente no había sufrido daños. La volvió a la senda y caminó con ella, al ritmo de la sabandija.
—¿Tienes idea de dónde puede estar ahora? —preguntó.
—En el otro extremo de la senda —replicó la sabandija—. Con la vaca.
—¿Estaba bien cuando hablaste con él?
—Sí. Pero tenía problemas con su carro. Necesitaba lubricante para una rueda. Fue a buscarlo. Iba hacia la autofac, con unos corredores.
—¿Dónde está eso?
—Detrás de aquellas colinas. —Hizo una pausa para señalar—. No muy lejos. La senda está marcada…
Dio unas palmaditas a la bola de bosta.
—… De tanto en tanto —añadió—. Estáte atento.
—Gracias, sabandija. ¿Qué quisiste decir con eso de que estás haciendo una Pere? No sabía que las sabandijas hacían Peres.
—Bueno —respondió—, la parienta está por poner un montón de huevos. Y quiere hacerlo como es debido. Con todas las de la ley. Serán incubados en la montaña de Dios, donde los niños le verán en cuanto rompan el cascarón.
—¿Vuestro Dios está en una montaña, a la vista? —inquirió Pete.
—Bueno; para ti sería una colina, o un montículo —respondió la sabandija—, y, por supuesto, lo que queda es su forma terrestre y corrompida.
—¿Qué aspecto tiene vuestro Dios?
—Se parece un poco a nosotros, pero con tamaño de Dios. Es más duro que nuestro caparazón, como se debe, pero su cuerpo está roto y erosionado ahora. Sus ojos están cubiertos por un millón de quebraduras, pero aún enteros. Está parcialmente enterrado en la arena, pero nos domina desde Su colina, domina el mundo y ve nuestras madrigueras y nuestros corazones.
—¿Dónde es el sitio?
—¡Oh, no! Ese es un secreto de las sabandijas. Sólo los Elegidos podemos ir allí. Cualquier otro despojaría al Cuerpo, robaría el Nombre sagrado.
—Lo siento —dijo Pete—. No quería ser indiscreto.
—Fueron los tuyos quienes Le atraparon —dijo amargamente la sabandija—. Lo cogieron allí en su montaña, con la maldita guerra.
—Yo no tuve nada que ver con eso —dijo Pete.
—Lo sé, lo sé. Eres demasiado joven, como todos los demás. ¿Para qué quieres al inc?
—Quiero ir con él, para protegerle. Es peligroso para él estar solo, como ahora.
—Tienes razón. Alguien podría querer su carro, por los repuestos. O la vaca, para comerla. Será mejor que sigas, señor…
—Pete. Pete Sands.
—Será mejor que alcances al inc, Pete, antes de que lo haga otro. Es pequeño, como nosotros, y reventaría con más facilidad. Una persona así me da pena.
Pete volvió a montar en su bicicleta.
—Trata de no pisar la bosta, ¿eh, Pete? Hace que se seque más rápido y es más difícil amasarla.
—De acuerdo, sabandija. Tendré cuidado. Y que el resto de las sabandijas se salga de mi camino. ¡Allá voy!
Tomó impulso y empezó a pedalear.
—¡Hasta la vista! —gritó.
—Que Uvedobleuve proteja al inc hasta que lo encuentres —dijo la sabandija, mientras seguía subiendo la cuesta.
Tardó varias horas en localizar la autofac, siguiendo las indicaciones de la sabandija y algunos montones de bosta. «Detrás de aquellas colinas. No muy lejos», había dicho la sabandija. Pero la colina continuaban durante un larguísimo y rocoso trecho, antes de conducir a un sitio lleno de matorrales y hierbas secas. Desmontó y caminó llevando la bicicleta. La noche ya estaba próxima, pero el mundo era aún un lugar tibio, con líneas de calor temblando sobre piedras cocidas y sombras desdoblándose por las arenas agostadas y una puesta de sol como un incendio en una fábrica de productos químicos, destruyendo el oeste ante sus ojos. Las hierbas se enredaban en la cadena de la bicicleta y le arañaban los tobillos. Pero también mostraban que un carro había pasado por allí, tirado por un animal de cascos grandes. Siguió el rastro hasta un matorral y dentro de él. Sus ramas duras tocaban melodías en los rayos de las ruedas.
Lo atravesó y llegó, finalmente, a una abertura que lo llevó a una zona despejada; en el centro, los oblicuos rayos del sol contorneaban los bordes de un gran trozo circular de metal.
Aparcó la bicicleta y avanzó con precaución. No había manera de saber qué era lo que una autofac podía considerar ofensivo.
Se acercó. Carraspeó. ¿Cómo se dirige uno a una autofac?
—Ejem… ¿Su Fabricadoría?
Nada.
—… Procesadora, Productora, Distribuidora, Mantenedora —siguió; se le estaba ocurriendo el ritual—: Gran Hacedora de Mercancías garantizadas, excluyendo mano de obra y repuestos, yo, un humilde consumidor, Pete Sands es mi nombre, suplico me permitas presentarme ante ti.
La tapa de la autofac se desplazó. Una viga se levantó. En el extremo había un altavoz que giró hasta enfrentarlo.
—¿Qué es? —gritó—. ¿El aborto o el lubri?
—¿Cómo dijo?
—¿Quieres decir que aún no te has decidido? —rugió—. ¡Te voy a electrocutar!
—¡No! ¡Espere! Yo…
Pete sintió un suave cosquilleo en las plantas de los pies. Sólo duró un momento y empezó a retroceder, notando las nubecillas de humo que surgían de la cavidad y olían a ozono y a aislantes quemados.
—¡No tan rápido! —dijo el rugido—. ¿Qué es esa cosa detrás de ti?
—Oh… mi bicicleta —contestó.
—Ya veo. Tráela aquí.
—La bicicleta no tiene problemas. Vine a preguntarle por un inc que se llama Tibor McMasters y si había venido aquí…
—¡La bicicleta! —chilló—. ¡La bicicleta!
Y al mismo tiempo, un largo brazo flexible se alzó desde el pozo y cogió la bicicleta por debajo del asiento. La levantó del suelo y la llevó hacia la viga. Pete se cogió del manillar cuando pasó a su lado, enterrando los talones en el suelo y tirando de la bicicleta.
—¡Suelta mi bicicleta! ¡Maldita seas! ¡Sólo quería información!
La máquina la arrancó de sus manos y la llevó hasta la abertura.
—El cliente debe aguardar durante el servicio de reparación y mantenimiento —gritó.
El brazo surgió nuevamente y depositó un sillón de neoskai rojo con brazos cromados, un cenicero de pie y un tabique verde pálido en el que estaban colgados un calendario de Playboy, un montón de ejemplares del Reader's Digest, un cromo descolorido del lago Crater y un cartel que decía:
EL CLIENTE SIEMPRE TIENE LA RAZÓN; SONRÍA; PIENSE; NO TENGO ÚLCERAS, LAS PROVOCO; SOLO USTED PUEDE IMPEDIR LOS INCENDIOS FORESTALES.
Suspirando, Pete se sentó y empezó a leer un artículo sobre la cura del cáncer.
De las profundidades del agujero surgió un zumbido que aumentó rápidamente y se transformó en un rugido, acompañado por un martilleo irregular y los chirridos del metal desgarrado. Unos momentos después oyó que el ascensor subía trabajosamente.
—¡Servicio con un máximo de eficiencia! —rebuznó la voz—. ¡Esté listo para recibir el producto!
Pete se levantó y se alejó del agujero de donde brotaban los postes. Entonces, tres brazos se extendieron en rápida sucesión. Cada uno de ellos sujetaba un brillante triciclo.
—¡Maldita seas! —gritó—, ¡has arruinado mi bicicleta!
Los brazos dudaron y se detuvieron.
—¿El cliente no está satisfecho? —preguntó una voz suave y letal.
—Bueno… los triciclos son preciosos —dijo—. Artesanía de gran calidad. Cualquiera puede verlo. Lo que pasa es que yo sólo necesito uno, grande, y con dos ruedas, una delante y otras atrás.
—De acuerdo. Aguarde los ajustes.
—Mientras tanto —dijo Pete—, ¿podría decirme qué ocurrió cuando Tibor McMasters estuvo aquí?
Los triciclos fueron retirados y recomenzaron los ruidos. Por encima de ellos, la voz gritó:
—Ese pequeño inc hizo un pedido, ¡y no vino a buscar eso ni el aborto! ¡Aquí tienes! —Una caja de lubricante fue despedida por la abertura y aterrizó a los pies de Pete—. ¡Este es su pedido! Dáselo si quieres, y dile que no necesito clientes como él.
Pete cogió la caja y continuó retrocediendo, porque los ruidos subterráneos se habían transformado en ominosos truenos y la tierra temblaba a causa de sus vibraciones.
—¡Su pedido está listo! —rugió—. ¡Recíbalo!
Pete se volvió y echó a correr, zambulléndose en los matorrales.
Una sombra oscureció el cielo; se tiró junto a una roca y se cubrió la cabeza con las manos.
Llovían bastones.