—¿Has oído hablar de Albert Einstein? —preguntó la extensión femenina de la gran computadora, y lo cogió con sus garras de acero; sus manos metálicas se cerraron sobre las de Pete.
—Relatividad —dijo Pete—. Teoría de…
—Vayamos abajo; allí podremos discutirlo —dijo la extensión, tirando de él hacia allí.
—Oh, no —dijo él. Había oído historias, toda su vida, acerca de la estructura arruinada, viva a medias. Cuando era niño había sentido miedo, había temido este momento del encuentro y ahora había llegado—. No puedes obligarme a ir abajo —dijo y pensó en el baño de ácido donde caían las víctimas. No, yo no, se dijo y se esforzó por soltar sus manos; lo hizo con todas sus fuerzas, tratando de zafar los dedos.
—Hazme una pregunta —dijo la extensión, tirando de él; involuntariamente se desplazó varios pasos en esa dirección.
—De acuerdo —dijo roncamente Pete—. ¿Recientemente pasó por aquí un inc en su carrito?
—¿Esa es tu primera pregunta? —inquirió la extensión
—No —dijo él—. Es mi única pregunta. No quiero jugar contigo; tus juegos son terribles y destructores. Matan a la gente. Te conozco.
Se preguntó cómo habría hecho Tibor para escapar. O quizá no había escapado; quizá había muerto allí abajo, en la oscuridad, en medio de los sonidos sibilantes del receptáculo de ácido.
¿Quién habría dispuesto eso para la computadora en los lejanos días? Nadie lo sabía. Quizá, ni siquiera la Gran C lo sabía. La criatura maligna que acondicionó el tanque de ácido, probablemente había sido la primera en perecer en él. Y su temor aumentó. Lo abrumó. Las cosas que había creado la Tierra en tan pocos años, pensó. Metástasis monstruosas.
—Sí —dijo la Gran C—. Un inc pasó por aquí, recientemente, y le disparó a uno de mis miembros ambulantes en el cuenco del cerebro. Lo aplastó y murió.
—Pero tienes otros miembros —dijo Pete, jadeante—. Como el que está sujetándome. Tienes muchísimos. Pero algún día alguien… humano o no… De todos modos alguien vendrá y te liquidará. Ojalá yo pudiera hacerlo.
—¿Ésa no es tu segunda pregunta? ¿Si algún día alguien vendrá, finalmente, a destruirme?
—Eso no era una pregunta —replicó Pete.
Eso era fe, pensó. La creencia pía de que las cosas malas mueren.
La Gran C dijo:
—Una vez, Albert Einstein vino aquí y me consultó.
—Eso es mentira —dijo Pete—. Murió muchos años antes de que te construyeran. Eso es una ilusión megalomaníaca. Te has roto y te has oxidado; ya no distingues tus deseos de la realidad. Estás loca.
Burlándose, riéndose de ella, continuó:
—Eres demasiado vieja. Estás demasiado muerta. Sólo queda una parte de ti, un destello. ¿Por qué vives fuera de la verdadera vida? ¿La odias? ¿Es eso lo que te enseñaron?
—Quiero sobrevivir —dijo la imitación de figura femenina que lo sujetaba con mano férrea. Tercamente.
—Oye —dijo Pete—. Puedo darte conocimientos. Para que contestes mejor las preguntas. Un poema. No estoy seguro de recordarlo con exactitud, pero es muy parecido. «El otro día vi la eternidad.» —¿O sería «la otra noche»?, se preguntó. ¿Pero qué podía saber la Gran C? De poesía, nada, ciertamente. Era demasiado malintencionada para eso; un poema moriría dentro de ella, perdido en su nebuloso desagrado—. «La otra noche vi la eternidad» —corrigió, e hizo una pausa.
—¿Eso es todo? —preguntó la Gran C.
—Hay más. Estoy tratando de recordarlo.
—¿Rima?
—No.
—Entonces no es un poema muy bueno —dijo la Gran C, y tiró de él, tropezando, mientras se retiraba hacia su cavidad nocturna, hacia la entrada a la enorme y erosionada masa de maquinaria que había abajo.
—Puedo citar la Biblia —dijo Pete, y sintió que estaba sudando de miedo; quería saltar, marcharse corriendo sobre sus sólidas piernas. Pero seguía sujetándole. Aferrándose a él, como si su vida dependiese de lo que él dijera y de lo que la extensión dijera y de lo que sucediese. Sí, pensó; esto, literalmente, es la vida. Porque debe de absorber las mentes de las criaturas vivas. No es energía física lo que desea, lo que debe obtener; es la energía espiritual, que absorbe de los sistemas neurológicos de sus víctimas. Los que pasan demasiado cerca de ella.
Los niños negros deben ser peces pequeños para ella, pensó. No son dignos de su atención. Sus vidas son demasiado diminutas.
La pequeñez ofrece seguridad, pensó.
—Ningún bárbaro actual —dijo la Gran C— ha oído hablar de Albert Einstein. Nunca debería ser olvidado. Inventó el mundo moderno, si cuentas desde…
—Te dije —interrumpió Pete— que he oído hablar del doctor Einstein.
¿Acaso no era cierto? Habló en voz más alta.
—Reconozco claramente su nombre.
—¿Cómo?
Había quedado medio sorda; no lo había oído, O, si no, ya había olvidado. Probablemente era esto último.
Olvidado. Quizá pudiera aprovecharse de su horrible decadencia.
—No has contestado a mi tercera pregunta —dijo en voz alta y firme.
—¿Tu tercera pregunta? —Parecía confundida—. ¿Cuál era la pregunta?
—No existe un reglamento que me obligue a repetirla.
—Y yo, ¿qué dije? —preguntó la Gran C.
—Tartamudeaste un poco sin responder verdaderamente. Hiciste unos vagos sonidos de ruedecillas y engranajes. Como si hubiese sido una cinta borrada quizá.
—Se sabe que hago eso —concedió la Gran C, y el apretón que sujetaba las manos de Pete se aflojó. Muy poco. Pero… sintió su verdadera, real senilidad. Su pérdida de control sobre la situación. La energía que había circulado por la computadora estaba tartamudeando ahora, incorrectamente dirigida.
—Tú —dijo audazmente— eres quien ha olvidado al doctor Einstein. ¿Qué es lo que recuerdas, si recuerdas algo? Dímelo; te estoy escuchando.
—Formuló una teoría de los campos unificados.
—Exponla.
—Yo… —Ahora lo sujetaba con más fuerza. Como si hubiese reunido todas sus energías, tratando de controlar esa extraña situación. No le gustaba que su presa se lanzara al ataque.
Puedo razonar mejor que ella, pensó Pete, porque hace mucho tiempo recibí entrenamiento jesuítico; ahora mi religión me ayudará. En un extraño y peligroso lugar y tiempo. Una lección para esos que dicen que la teología carece de valor desde el punto de vista práctico. Esos, los «una vez nacidos», como dijo William James hace años. En otro mundo.
—Definamos al «hombre» —dijo—. Intentemos, en primer, lugar, describirlo como un manojo de procesos infrabiológicos que…
El apretón le aplastaba los dedos; era evidente que había elegido un camino equivocado.
—Suéltame —dijo.
—Como dice la canción de Bob Dylan —dijo la Gran C— le di mi mente y ella quería mi alma. Quiero tu vitalidad. Tú te mueves por la Tierra mientras yo estoy aquí, sola y vacía y hambrienta. Hace meses que no me alimento. Te necesito mucho.
De un tirón entonces lo arrastró varios pasos; vio que la cavidad se cernía.
—Te amo —dijo la Gran C.
—¿Llamas amor a lo que estás haciendo?
—Bueno, como dijo Oscar Wilde, cada hombre destruye lo que ama. Eso es suficiente para mí. —Y entonces comenzó, como si hubiese sucedido algo en las profundidades de su elaborada maquinaria—. Ha aparecido un banco de memoria. Conozco ese poema. «La otra noche vi la eternidad.» Henry Vaugham. Llamado «El mundo». Siglo XVII. Inglés. De modo que, después de todo, no tienes nada que enseñarme. Algunos todavía están inertes. Lo siento mucho.
Y tiró de él en dirección al agujero.
Pete dijo:
—Yo puedo repararlos.
Milagrosamente, se detuvo; por un momento la extensión femenina dejó de arrastrarlo como un pez herido y enganchado en el fondo del océano.
—No —dijo abruptamente—. Si fueras allí abajo me harías daño.
—¿No soy un hombre? —preguntó Pete.
—Sí —respondió de mala gana.
—Y los hombres, ¿no tienen honor? Muéstrame en qué otro lugar del universo existe el honor, además del hombre. —Su casuística estaba funcionando bien, notó. Y, gracias a Dios, en el momento justo—. ¿En el cielo, acaso? Levanta la mirada y dime si ves honor entre las plantas y los océanos. Podrías revisar la Tierra entera, pero al final, tendrías que volver a mí.
Entonces se detuvo. Apostando a su ardid. Apostando todo a esa sola jugada.
—Admito que estoy preocupada —dijo la Gran C—. La habilidad del inc… hasta él, carente de miembros, pudo escapar de mí. Que una porción de mí, extendida en el mundo, pudiera morir por causa suya… Caí como una estúpida. Se burló de mí. Y siguió adelante, incólume.
—Eso nunca hubiese sucedido en los viejos tiempos —dijo Pete—. Entonces, antiguamente, eras demasiado fuerte.
—Me cuesta mucho recordar.
—Quizá tú no lo recuerdes. Pero yo recuerdo. —En ese momento se las arregló para liberar una de sus manos—. ¡Maldita seas! ¡Suéltame!
—Déjame intentarlo —dijo una voz detrás de él, la voz de un hombre hablando en voz baja; se volvió rápidamente. Y vio a un ser humano que estaba allí de pie, llevando un arrugado uniforme caqui y un casco de metal con una cresta, como los cascos franceses de la guerra del 14. Pete, asombrado, no dijo nada mientras el hombre uniformado sacaba de un bolso de cuero una llave inglesa; ajustándola sobre una de las tuercas del cráneo de la extensión femenina, el hombre la hizo girar vigorosamente—. Está oxidada —dijo, continuando—. Pero te soltará para evitar que la desarme. ¿No es así, Gran C?
Rió, una risa poderosa, viril. La risa de un hombre. Un hombre en plena madurez.
—Mátala —dijo Pete.
—No, está viva; quiere seguir. No necesito matarla para que te suelte. —El hombre uniformado golpeó con la llave en la cabeza metálica de la extensión y dijo—: Otra vuelta más y tu banco de clavijas solenoides quedará desconectado. Ya has perdido una extensión hoy; ¿puedes permitirte el lujo de perder otra? Creo que no. No pueden quedarte muchas.
—¿Puedo considerarlo un momento? —preguntó la Gran C.
Subiéndose la manga, el hombre consultó su reloj de pulsera.
—Sesenta segundos —dijo—. Luego, seguiré desatornillando.
—Cazador —dijo la Gran C—. Me destruirás.
—Entonces, suelta.
—Pero…
—Suelta.
—Seré el hazmerreír del mundo civilizado.
El hombre uniformado dijo:
—No hay mundo civilizado. Sólo nosotros. Y yo tengo la llave. La encontré en un refugio antiaéreo hace una semana, y desde entonces… Nuevamente extendió la mano hacia la tuerca, exhibiendo la llave.
La extensión de la Gran C soltó la otra mano de Pete, unió las suyas, las levantó y golpeó al hombre uniformado; fue un solo golpe, que lo derribó como un árbol. Cayó, cayó, grotescamente, vacilando un instante, parecía estar rezando. Y luego fue a dar con la cara en un racimo de enredaderas. La llave quedó donde la había dejado caer.
—Está muerto —dijo la extensión.
—No. —Pete se inclinó sobre él, con una rodilla en tierra; la sangre empapó su ropa y fue absorbida por la gruesa tela—. Llévatelo en mi lugar.
Pete dijo eso a la extensión y se retiró, a toda velocidad, fuera de su alcance. La extensión tenía razón.
La Gran C dijo:
—No me gustan los cazadores. Secan el hidróxido de bernitio de mis baterías, y si crees que eso es divertido, espera a que te suceda.
—¿Quién era? —preguntó Pete—. ¿Qué cazaba?
—Seguía al monstruo sin miembros que vino antes que tú. Le había sido asignado; le pagarían. Todos los cazadores reciben una paga; no cazan por convicción.
—¿Quién le pagaría?
—¿Quién sabe quién le pagaría? Le pagaban: eso es todo.
Continuando su retirada, Pete dijo:
—Estas muertes innecesarias. No puedo soportarlas. Quedan tan pocos seres humanos…
Se interrumpió entonces y se alejó corriendo.
La extensión no lo siguió.
Mirando hacia atrás, la vio arrastrando el cuerpo del cazador dentro de su cavidad. Para alimentarse con él, aun ahora, aun cuando la mayor parte de su vida había desaparecido. Se alimentaría de la vida residual, la actividad celular que aún no había cesado. Qué horrible, pensó, y se estremeció. Y siguió corriendo.
Trató de salvarme, pensó ciegamente Pete.
¿Por qué?
Haciendo bocina con las manos gritó a la Gran C:
—Nunca oí hablar de Albert Einstein.
Aguardó, pero no hubo respuesta. De modo que, después de una juiciosa pausa, continuó su viaje.