11

Pete Sands dijo a los niños:

—Tratad de recordar. Visteis a una persona parcial que iba en un carro tirado por una vaca. Recordaríais eso, ¿verdad? Ayer, a última hora de la tarde. ¿Lo recordáis?

Examino sus caras, tratando de averiguar algo. Algo que ellos no querían que supiera.

Quizá lo mataron, se dijo Pete.

—Os daré una recompensa si me lo decís —dijo, metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta—. Mirad… dulces duros, hechos con azúcar puro.

Ofreció los dulces al grupo de niños que le rodeaban, pero ninguno los aceptó. Levantaron sus caras oscuras, lo observaron en silencio, como si sintieran curiosidad por lo que se proponía hacer.

Finalmente, un niño muy pequeño tendió la mano; Pete le dio el dulce, el niño lo aceptó en silencio y salió del grupo a empujones. Desapareció… junto con el dulce.

—Soy su amigo —dijo Pete, gesticulando—. Lo estoy buscando para ayudarle. Este territorio es escarpado; podría caerse, o su vaca podría rodar… puede estar tirado junto al sendero, muerto o agonizando.

Varios niños sonrieron.

—Sabemos quién eres —entonaron—. Eres un títere del viejo doctor Abernathy; crees en el Viejo Dios.

Y el inc refrescó nuestro catecismo.

—¿El del Dios de la Ira? —preguntó Pete.

—Será mejor que creas en él —gruñeron dos de los mayores—. Él vive aquí, no ese Viejo de la cruz.

—Ésa es vuestra opinión —dijo Pete—. Yo difiero. Conozco al Viejo Dios, como le llamáis vosotros, desde hace muchos años.

—Pero él no trajo la guerra.

Los chicos seguían sonriendo.

—Hizo más que eso —replicó Pete—. Creó el universo y todo lo que hay en él. Todos nosotros le debemos la existencia. Y de tanto en tanto, interviene en nuestras vidas, para ayudarnos. Puede salvar a cualquiera de nosotros, a todos nosotros… o, si lo desea, puede dejarnos en un estado de privación de gracia, en estado de pecado. ¿Es eso lo que queréis? Espero que no, por vuestras almas inmortales.

Se sentía irritado; los niños lo aburrían. Pero, por otro lado, eran las únicas personas que podían decirle si Tibor había pasado por allí.

—Adoramos al que puede hacer lo que quiere —dijo un niño de voz chillona. Los otros en seguida se apropiaron de la afirmación—. Sí; adoramos al que puede hacer cualquier cosa, todo lo que quiere.

—Sois tanatófilos —dijo Pete.

—¿Y qué es eso, señor Hombre?

—Amantes de la muerte. Adoráis a alguien que trató de terminar con nuestras vidas. La gran herejía del mundo moderno. Gracias, de todas maneras.

Se alejó impetuosamente, aunque le estorbaba la mochila que llevaba en los hombros; puso tanta distancia como le fue posible entre los niños y él.

Las burlas de los niños se fueron alejando detrás de él, y luego se extinguieron por completo.

Estupendo. Estaba solo.

Poniéndose en cuclillas, abrió su mochila y revolvió hasta que encontró su transmisor de radio a baterías. Lo sacó, lo instaló sobre sus patas como zancos, colocó el audífono en su sitio y puso en funcionamiento el transmisor.

—Doctor Abernathy —dijo al micrófono—, soy Pete Sands, informando.

—Adelante, Pete.

La voz del doctor Abernathy sonó en su oído.

—Estoy bastante seguro de que he encontrado su rastro. —Contó al doctor Abernathy lo de los niños SDI—. Si no le hubiesen visto, no tendrían nada que ocultar; y lo estaban protegiendo. Voy a continuar por esta senda.

—Que tengas suerte —dijo secamente el doctor Abernathy—. Oye, Pete; si lo encuentras, no le hagas nada.

—¿Por qué no? —preguntó Pete—. Cuando hablamos ayer, cuando usted y yo…

—Nunca te dije que siguieras a McMasters. Y nunca te dije que lo detuvieras ni que le hicieras daño.

—No; no lo hizo —admitió Pete—. Pero sí que me dijo: «Cuando el inc vuelva con una fotografía del Deus Irae y empiece su pingle, va a ser una gran victoria para los SDI y para el padre Handy en particular.» No es difícil deducir de eso lo que usted quiere en realidad y lo que sería mejor para la Vieja Iglesia.

—El pecado más grande —dijo el doctor Abernathy— es matar. El mandamiento dice: No matarás.

—Dice: No asesines —replicó Pete—. Hay tres verbos hebreos que significan matar o cosas como matar; en este caso se empleó el verbo asesinar. Yo mismo consulté el original hebreo. Y sé de qué estoy hablando.

—Pese a eso…

Pete lo interrumpió.

—No le haré daño. No tengo intención de hacerle daño. —Pero, pensó, si Tibor McMasters me conduce hasta el presunto Dios de la Ira, yo… ¿qué haré? se preguntó. Ya veremos—. ¿Cómo está Lurine?

—Muy bien.

—Sé lo que estoy haciendo —dijo Pete—. Déjeme hacer lo que tengo que hacer, padre. Es responsabilidad mía, no suya, si no le importa que se lo diga claramente.

—Y tú —replicó el padre Abernathy— eres una responsabilidad mía.

Un breve silencio.

—Informaré dos veces por día —dijo Pete—. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo. Y, por supuesto, quizá Tibor McMasters no encuentre nunca a Carl Lufteufel, de modo que probablemente ésta es una discusión académica.

—Rezaré por ti —dijo el doctor Abernathy.

La comunicación se interrumpió; el doctor Abernathy había cortado. Pete, meneando la cabeza y gruñendo, volvió a guardar la radio en la mochila. Se quedó sentado un rato y luego sacó un paquete de «Pall Mall» y encendió uno de sus pocos y valiosos cigarrillos.

¿Por qué estoy aquí?, se preguntó. ¿He sido enviado aquí por mi superior? ¿Se suponía que yo debía deducir eso de la conversación que tuvimos él y yo en el pueblo… o yo le atribuí esa intención? Es difícil estar seguro. Si cometo un crimen, o un pecado, el doctor Abernathy podrá desautorizarme. «No sabrá nada», como solían hacer los antiguos pandilleros cuando había un asalto. Las iglesias y la Cosa Nostra tienen algo en común: una especie de prístina indiferencia en los niveles superiores. Todas las tareas desagradables son realizadas por los peces chicos, los de abajo del todo.

De los cuales formo parte, se dijo.

No le gustaban esos pensamientos; trató de alejarlos. Pero se negaban a marcharse.

—Padre que estás en el cielo —rezó mientras fumaba cuidadosamente su cigarrillo—, dime qué debo hacer. ¿Debo continuar siguiendo a Tibor McMasters, o debo renunciar a ello por razones morales? Pero hay otra cosa: yo puedo ayudar a Tibor, no debía haber ido tan lejos en su carrito. Por supuesto que lo ayudaría si quedara atascado o sufriera un percance o una herida, huelga decirlo. De modo que mi viaje no es maligno en sí mismo; podría ser una buena causa, una búsqueda humanitaria de un inc que, de hecho, quizá esté muerto. Oh, qué diablos.

Abandonó su plegaria y se quedó cavilando.

Ahora hacía calor. En mil matorrales a su alrededor, se agitaban pájaros e insectos, y en la misma tierra se podían ver varios animales pequeños, cada uno de ellos obedeciendo al impulso sagrado que Jehová había puesto en su interior. Terminó su cigarrillo, arrojó la colilla en una enmarañada mezcla de enredaderas y avena silvestre.

¿Dónde podrá haber ido desde aquí?, se preguntó Pete. Sacó su mapa y lo estudió. Estoy por aquí, se dijo, marcando un punto. Cerca de la Gran C… No quiero pasar junto a esa maldita cosa. Pero ¿y si cogió a Tibor McMasters? Entonces tendré que ir, aunque no quiera.

—Maldita sea —gruñó en voz alta.

No se sentía muy cristiano mientras meditaba acerca de esa feroz entidad electrónica que era un resto de los días de la preguerra. ¿Por qué no se desgastaba y moría? ¿Cuál será la voluntad de Dios, que le permite continuar existiendo? Es una amenaza para todas las criaturas orgánicas en diez kilómetros a la redonda.

Ni pienso ir por allí. Si Tibor está allí, bueno… peor para mí, y para él… Después de todo, estoy tratando de ayudarle. ¿Lo estoy? Se sentía totalmente confundido. No lo sabré hasta que llegue el momento, comprendió. Como un existencialista, deduciré mi estado de las acciones que ejecute. El pensamiento sigue a los hechos, como enseñaba Mussolini. In Anfang war die Tat, como dice Goethe en Fausto. En el principio fue la acción, no la palabra, como enseñaba Juan; Juan y su doctrina del Logos. Teología a la griega.

De la mochila sacó un par de binoculares; con ellos examinó el horizonte, tratando de ver qué le esperaba. El mundo, un zoológico lleno de vida. Especies aquí que no existen allá. Criaturas que todos temían y criaturas cuya existencia todos ignoraban. Humanas, sobrehumanas, quasihumanas, seudohumanas… todos los tipos imaginables y algunos que no lo eran.

Allí, hacia la derecha, estaban los dominios de la Gran C. Pues bien: no pensaba ir por ese lado. ¿Una ruta alternativa? Miró a su alrededor, disfrutando de la propiedad de concentrar la luz que tenían los prismas de los binoculares. Campos, con granjeros humanos y robots pisoteando la tierra acre… era difícil distinguir a los robots de los vivos. Polvo al polvo, se dijo. Dann es gehet dem Menschen wie dam Vier; wie dies stirbt, so stirbt mer auch. Como sucede a los hombres, sucede a los animales; como mueren los unos, mueren los otros.

¿Qué significa «morir»?, se preguntó. Lo que es único siempre perece. La naturaleza trabaja produciendo un exceso en todas las especies; la unicidad es un error, una equivocación de la naturaleza. Para que haya supervivencia tiene que haber cientos, miles, hasta millones de cada especie, todos intercambiables… si todos, menos uno, mueren, la naturaleza habrá ganado. Generalmente, pierde. Pero… él mismo. Yo soy único, se dijo. De modo que estoy condenado. Cada hombre es único y, por lo tanto, está condenado.

Un pensamiento melancólico.

Miró su reloj de pulsera. Tibor había partido hacía sesenta y dos horas. ¿A qué distancia podía llegar un carrito tirado por una vaca en ese tiempo? Bastante lejos. El ritmo del caracol sería constante; devoraría, desgastaría los kilómetros. Probablemente esté a unos sesenta kilómetros de Charlottesville, se dijo Pete. Es mejor suponer lo peor.

Me pregunto si sabe que estoy siguiéndole, pensó.

¿Qué haría el inc? Al parecer estaba armado; Ely había dicho algo sobre eso. Tibor, por supuesto, trataría de defenderse, como cualquier otra persona. En su mochila, Pete llevaba cuatro cartuchos del 39 y un revólver especial de la policía. Con eso, puedo hacerle saltar por los aires. Y lo haría, si él disparara primero. Los dos actuaríamos tratando de preservar nuestras vidas; ése es el instinto de Dios. No tenemos elección.

Aquí, lejos del pueblo, ambos presentaban una batalla agonizante contra el Antagonista. Corrompiéndolos, el Antagonista se alimentaba de los dos; se alimentaba de los cuerpos de los vivos, haciéndolos revertir a su estado final de polvo… del que Dios los levantaría cuando llegara el momento. La resurrección de los cuerpos, de unos cuerpos perfectos, incorruptibles, definitivos, que no decaerían, que no perecerían ni cambiarían, para mejor ni para peor. El cuerpo y la sangre no son la carne que colgó de la cruz, etcétera. Eso lo creían hasta los herejes de la Iglesia de la Ira; ahora era una creencia universal. No se discutía. Tibor, delante de él, debía de haber pensado lo mismo mientras trotaba en su carrito, golpeando y rodando y resollando sobre el terreno árido. Estamos unidos, él y yo, por ese dogma común. Por un instante, somos la misma persona, McMasters y yo. Puedo sentirlo. Pero no dura. Como la unicidad, perece.

Todas las cosas buenas perecen, pensó Pete. Por lo menos aquí, en este mundo. Pero en el próximo, son como la teoría de la matriz de Platón: están más allá de la pérdida y la destrucción.

En una situación de emergencia, la vaca de Tibor podía correr. De modo que puede moverse más velozmente que yo, conjeturó Pete. Si sabe que voy detrás de él, puede dar media vuelta, conseguir una buena velocidad y dejarme aquí. Lo que quizá sea el mejor resultado, teniendo todo en cuenta. Él vive, yo vivo… seguimos como estamos. Salvo que no podemos seguir como estamos porque Tibor tendrá fotos del Dios de la Ira o película filmada. ¿Qué tal sería eso? Una idea que sosiega. El efecto que tendría en Charlottesville era imposible de predecir. Demasiadas posibilidades y casi todas malas.

Es extraño, pensó. Sólo nos preocupamos por nuestro pueblecito; no nos preocuparía una victoria del Dios de la Ira aquí, o en el resto del mundo… sólo pensamos en nuestra minúscula zona. En eso nos hemos transformado desde la guerra. Nuestros horizontes se han derrumbado; nuestra visión del mundo se ha encogido. Somos como viejecitas que hurgan en el polvo con sus garras reumáticas. Rascan el mismo trocito, buscando algo de alimento. Aquí estoy, en este lugar, y siento miedo; quiero volver a Charlottesville, y probablemente el inc siente lo mismo. Somos caminantes extranjeros aquí, infelices y fatigados, deseosos de volver a nuestra tierra.

Una figura femenina se acercó a él; caminaba descalza sobre la tierra melancólica y llevaba los brazos extendidos.

Era la extensión de la Gran C.