—No… no lo sé —dijo Tibor McMasters—. Tendría que… —Calló, meditabundo. Quizá debería volver, pensó. En realidad, quizá me haya alejado demasiado. Ha habido varios intentos de matarme… quizá tendría que prestar atención a esas insinuaciones. Quizá la realidad esté tratando de decirme algo—. Espera —dijo, mientras seguía deliberando. Y no respondía al pájaro.
—Déjeme decirle algo más —dijo el pájaro—. Hay alguien que le sigue. Se llama Pete.
—¿Todavía? —dijo Tibor. No se sorprendió; sólo sintió una sorda alarma—. ¿Por qué? —interrogó—. ¿Para qué?
—No puedo determinar eso —respondió el pájaro, pensativo—. Supongo que terminará por descubrirlo. En cualquier caso, no pretende hacerle daño, como suele decirse. ¿Y usted, señor Tibor? ¿Se ha decidido ya?
—¿Puedes decirme qué sucederá si me cruzo con el Dios de la Ira? ¿Me matará, en todo caso, intentará matarme?
—No sabrá, al principio, quién es usted ni por qué le busca —declaró el pájaro—. Puede creerme, señor Tibor; ya no cree que… ¿Cómo puedo decírselo? Que nadie con malas intenciones siga sus huellas todavía. Ya ha pasado demasiado tiempo.
—Supongo que sí —dijo Tibor. Respiró hondo para fortificarse—. ¿Dónde está? Llévame en esa dirección, pero muy lentamente.
—A unos doscientos kilómetros al norte de aquí —dijo el pájaro—. Lo encontrará a él o encontrará a alguien que se le parece… No estoy seguro.
—¿Por qué no? —preguntó Tibor—. Creía que lo sabías todo.
La pobreza de la mentalidad del pájaro le deprimía. He bebido el fango del gusano, pensó, y he escapado a una serie de peligros y ¿qué he sacado de ello? Casi nada. Un pájaro que habla parcialmente… y que sabe parcialmente algo.
Como yo, pensó. Cada uno de nosotros sabe un poco. Quizá si puedo sumar lo que sabe el pájaro a lo que yo sé… sui generis. Puedo intentarlo.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó al pájaro.
—Bastante malo.
—¿Cómo?
—Tiene mal aliento. Tiene unos pocos dientes amarillos. Es cargado de hombros y es viejo y gordo. Así es cómo deberás pintarlo en tu mural.
—Ya veo —dijo Tibor.
Bueno; así era. El Dios de la Ira también había sido presa de la decadencia, como cualquier otro. De golpe, se había vuelto demasiado humano. Y eso, ¿cómo ayudaría al mural?
—¿No hay nada elevado en él? —preguntó Tibor.
—Quizá me he equivocado de hombre —dijo el pájaro—. No; no hay nada elevado en él. Siento decirlo.
—Cristo —dijo amargamente Tibor.
—Como le decía —dijo el pájaro—, bien puedo haberme equivocado de hombre. Sugiero que lo observe largamente y de cerca, usted mismo, y se fíe de lo que usted determine y no de lo que yo haya dicho, en cualquier sentido.
—Puede ser —murmuró Tibor.
Aún se sentía deprimido. Lo habían estafado demasiadas veces y le quedaba aún mucho por hacer. Era mejor dar la vuelta y volverse, decidió. Salir de esto mientras todavía era posible. Había tenido suerte. Pero quizá su suerte se había terminado; después de todo, no podía seguir poniéndola a prueba eternamente.
—¿Piensa que se le ha acabado la suerte? —preguntó perspicazmente el pájaro—. Puedo asegurarle que no es así; eso sí que lo sé. No le pasará nada; puede creerme.
—¿Cómo voy a creerte si ni siquiera sabes si es él?
—Hum —dijo el pájaro asintiendo—. Entiendo lo que quiere decir. Pero sigo afirmando lo que acabo de decirle; su suerte no ha acabado para nada. Créame; eso sí que lo sé.
—¿Qué clase de pájaro eres? —preguntó Tibor.
—Un grajo azul.
—¿Y los grajos azules son dignos de crédito, en general?
—Mucho. En todos los sentidos.
—¿Eres la excepción que confirma la regla?
—No.
El pájaro saltó desde su rama y descendió dando vueltas, aterrizando en el hombro de Tibor.
—Considere esto —dijo—. ¿En quién puede confiar si no puede, o no quiere, confiar en mí? He esperado muchos años a que usted apareciera. Sabía, hace mucho tiempo, que vendría por aquí, y cuando oí sus himnos me sentí poseído por el júbilo. Por eso fue que me oyó, entonces, coreando sus alegres canciones. Me gusta especialmente el Viejo Cien; es mi favorito. De modo que, ¿no le parece que puede confiar en mí?
—Ciertamente, un pájaro que canta himnos debería ser de fiar —reflexionó Tibor en voz alta.
—Y yo soy ese pájaro.
El grajo revoloteó; la impaciencia era visible en cada una de sus temblorosas plumas. Qué hermoso pájaro, grande, azul y blanco, pensó Tibor mientras lo miraba ascender. Estoy seguro de que puedo fiarme de él y no tengo otra alternativa. Quizá tenga que ir a muchos sitios, ver a muchos hombres que no son el Deus Irae antes de hallar al abrumador, al auténtico. Así son las Peres.
—Pero no podré seguirte —señaló Tibor—. A causa de mi cojinete reseco. No sé si el moco…
—Está muy bien —dijo el pájaro—. Podrás seguirme.
Levantó el vuelo y desapareció en un árbol cercano.
—¡Vamos!
Tibor puso en marcha su carrito; espoleó a la paciente vaca y allá fueron, él y la vaca, en dirección al norte.
El cielo azul y las largas saetas de la cálida luz del sol se derramaron sobre ellos mientras avanzaban. Evidentemente, a la luz del día, muchas de las formas menos usuales de vida preferían mantenerse ocultas; Tibor descubrió que no se encontraba con nadie y, de alguna manera, eso le inquietó más que el desfile de monstruos, abortos de la naturaleza y chardins con que se había enfrentado durante las horas nocturnas. Pero, pensó, de todas maneras puedo ver claramente al pájaro. Lo que era esencial. Esa entidad de nivel superior: era su estrella polar ahora.
—¿No vive nadie por aquí? —preguntó, cuando la vaca se detuvo un momento para desmochar unas hierbas altas y rojizas.
—Sólo desean sobrevivir en un merecido anonimato —dijo el pájaro.
—¿Son tan espantosos?
—Sí —contestó el pájaro. Y agregó—: Para ojos convencionales.
—¿Son peores que los corredores, los lagartos y las sabandijas?
—Peores. —El pájaro no parecía atemorizado; saltaba y brincaba por el terreno cubierto de hojas húmedas, encontrando semillas aquí y allá para llenarse lo más posible—. Hay unos que…
—No me lo digas —pidió Tibor.
—Bueno; usted ha preguntado.
—He preguntado —admitió Tibor—. Pero no quería ni esperaba una respuesta.
Tocó a la vaca con el látigo, y una vez más el gran animal se movió para continuar el viaje. Complacido, el pájaro se lanzó hacia arriba en el cielo azul oscuro; se alejó revoloteando y la vaca, como si entendiera su relación con el pájaro, lo siguió.
—¿Tiene mal aspecto? —preguntó Tibor al pájaro.
—¿El Dios de la Ira? —El pájaro se dejó caer como una piedra y se posó en el carrito—. Es… ¿cómo podría decirlo? Su aspecto no es común; sí, se puede decir eso. No es común en ningún sentido. Un hombre alto, pero, como le dije, un hombre con mal aliento. Un hombre fuerte, pero encorvado por sus preocupaciones neuróticas. Un hombre mayor, pero…
—Y ni siquiera estás seguro de que sea él.
—Razonablemente seguro —dijo el pájaro, impertérrito.
—¿Vive en una colonia humana?
—¡Exacto! —dijo el pájaro, complacido—. Con unos sesenta hombres y mujeres… ninguno de los cuales sabe quién es él.
—¿Cómo se dio a conocer ante ti? —preguntó Tibor—. ¿Cómo lo reconociste si ellos no podían? ¿Tiene algún estigma?
Deseaba que lo tuviera; facilitaría mucho su retrato, si podía pintar el estigma.
—Sólo el estigma de la muerte y la desesperación —declaró despreocupadamente el pájaro mientras iba de aquí para allá—. Es profundo, como verá cuando lleguemos.
Tibor echó una mirada al pájaro, que ahora volaba ligeramente por delante de él y preguntó:
—¿Y no tienes nada más concreto que eso para decirme?
—Le vi hace dos años. Por primera vez. Desde entonces, le he visto con frecuencia. Pero mi lengua estaba atada, en un nudo, hasta hace una hora; no podía hablar con nadie, realmente. Y entonces usted bebió el fango del gusano y aprendió a entender mis palabras.
—Interesante —dijo Tibor, espoleando a la vaca—. Pero no has contestado a mi pregunta.
—Lo intenté —dijo el pájaro—. Mire, señor Tibor, usted no tiene por qué seguirme; nadie le obliga a hacerlo. Estoy haciendo esto como un servicio público y no sacaré nada de ello, salvo calambres en los músculos de las alas.
Y agitó sus alas, enfadado.
El bosque que atravesaban se volvió menos denso. Adelante vio montañas o, quizá, grandes colinas. Sus laderas ya no eran verdes sino del color de la paja; aquí y allí se veían manchas verde oscuro; evidentemente, eran árboles. Entre Tibor y las colinas había un valle largo que parecía fértil. Vio caminos que parecían funcionar, y en uno de ellos, una especie de vehículo que avanzaba haciendo un ruido que retumbaba ruidosamente en el aire fresco de la mañana.
Y había un poblado, donde tres de los caminos se juntaban. No era muy grande, pero resultaba llamativo en las presentes circunstancias; muchos de los edificios parecían bastante grandes. Eran tiendas o quizá fábricas. Había edificios comerciales y lo que parecía un pequeño aeropuerto.
—Allí —informó el pájaro—. New Brunswick, Idaho. Es porque hemos cruzado el límite del estado. Estábamos en Oregon, pero ahora estamos en Idaho. ¿Se entera?
—Sí —dijo Tibor.
Dio un latigazo a la vaca y ésta reemprendió su patosa marcha. Ahora los cojinetes habían empezado a crujir y chirriar nuevamente; los oyó, pero, pensó, pueden llegar hasta el pueblo y allí probablemente encontraré un herrero que podrá arreglarlos, posiblemente los de las dos ruedas. Porque si uno se ha resecado, los otros también deben de estar casi secos. Pero ¿cuánto dinero me costará?
—¿Puedes conseguir que reparen mi carrito a precio de mayorista? —preguntó al pájaro.
—Eso ya no existe —dijo el pájaro—. Ya no hay fábricas, sólo enclaves autosuficientes, como el que ves aquí. Pero puedo encontrar un mecánico competente; hay dos, por lo menos, en New Brunswick, especializados en reparaciones de máquinas de antes de la guerra.
—Mi carro es posterior a la guerra —dijo Tibor.
—También podrán arreglarlo.
—¿Y el precio?
—Quizá podamos hacer un trueque. Es una pena que no haya cogido algunos de los bienes del gusano; podría haberlos traído todos.
—Basura —dijo Tibor. Y luego, asombrado, preguntó—: ¿Crees que esas porquerías tienen valor aquí?
Deben de estar muy por debajo de nuestro nivel, comprendió. Y todavía estoy cerca de casa. Tan cerca y todo es diferente. ¡Qué aislados estamos! ¡Qué poco sabemos! ¡Cuánto se ha perdido!
—Hubiese valido la pena traer los muelles del colchón —dijo el pájaro—. Los artesanos de la ciudad usan el acero para hacer herramientas de muchos tipos. Cuchillos, picos… una variedad de cosas.
—¿Y la radio a transistores? Si nadie transmite…
—La unidad puede ser adaptada para formar un generador antifertilidad que funciona durante las relaciones sexuales.
—Por Dios —dijo Tibor, atónito—. ¿Quieres decir que están controlando la tasa de nacimientos? ¿Cuándo la población del mundo se ha reducido a unos pocos millones?
—Es a causa de los alterados que nacen —explicó el pájaro—. Como usted, si no le importa que lo diga. En New Brunswick prefieren que no haya nacimientos antes que tener mutaciones feas y deformes brotando alrededor suyo.
—Quizá me echen en cuanto me vean —dijo Tibor.
—Es muy posible —concedió el pájaro.
Y siguió aleteando junto a la ladera de la colina, hacia el suelo plano del valle que había abajo.
Mientras bajaban, el pájaro charló, hablando de los extraños y terribles —y fascinantes— alterados que habían nacido en aquella área durante los últimos años. Tibor escuchaba apenas; las sacudidas del carro, con la rueda delantera derecha atascada, lo mareaban; cerró los ojos y trató de relajarse, rezando para que sus náuseas se aliviaran. Parte del malestar, comprendió, era debido al miedo… el miedo de aparecer en New Brunswick, un lugar donde nunca había estado antes. ¿Cómo será eso de estar rodeado por desconocidos? ¿Y si no los entiendo, y si no me entienden a mí? Y entonces pensó, New Brunswick. Quizá encontraría a alguien que aún recordara el alemán. Eso le ayudaría, si la lengua no había evolucionando —o involucionado— demasiado.
Alegremente, el grajo azul fue describiendo a varios alterados que había visto en el transcurso de su vida.
—… y algunos tienen un solo ojo en el centro de la cabeza; creo que se llama ciclopismo. Y hay otros que, cuando nacen, tienen la piel reseca y agrietada; por ahí brota una gruesa capa de pelos oscuros que cubren al bebé. Y había uno al que los dedos le salían del centro del pecho; no tenía brazos, como usted. Ni piernas. Sólo los dedos, que brotaban de las costillas. Creo que vivió casi un año.
—¿Podía mover los dedos? —preguntó Tibor.
—De vez en cuando hacía gestos obscenos. Pero nadie estaba seguro de que fuera a propósito.
Tibor se incorporó.
—¿Recuerdas otros tipos? —De vez en cuando, el tema le fascinaba morbosamente, quizá a causa de su propio problema—. ¿Y los geriones? ¿Has visto algún tres-en-uno?
—He visto geriones tres-en-uno —dijo el pájaro—. Pero no en New Brunswick. Más al norte, donde la radiación se acumuló. Y, además, una vez vi un avestruz humano…, o sea, largas piernas flacas, el cuerpo cubierto de plumas y el cuello desnudo hasta…
—Ya basta —dijo Tibor, demasiado descompuesto para escuchar más.
El pájaro cacareó:
—Déjeme contarle lo mejor que he visto en todos los sitios donde he estado. Consiste en un cerebro externo que se lleva en un jarro o bocal, donde funciona, con una espesa manta de vinilo polimerizado que lo protege de la atmósfera e impide que se seque la sangre. Y el dueño tiene que vigilarlo constantemente, para que no sufra una sacudida traumática. Ese vivió indefinidamente, pero se pasaba la vida cuidando…
—Basta —consiguió decir Tibor.
Sus náuseas habían triunfado sobre su morboso interés. Nuevamente cerró los ojos y se apoyó contra el respaldo.
Siguieron en silencio.
De golpe, la atascada rueda delantera derecha del carro se soltó. Rodó y desapareció debajo de ellos. El carro se detuvo súbitamente, cuando la vaca comprendió que su carga había sufrido una alteración fundamental.
Tibor dijo, dificultosamente:
—Bueno, éste es el final de todo para mí.
Lo había anticipado una y otra vez durante toda su vida y durante esta Pere lo había sentido muy cerca. La preocupación se había comunicado súbitamente con la realidad; un miedo irracional se había transformado en un hecho. Sintió un terror animal, como si estuviera cogido en una trampa por un pie… si hubiese tenido pies. Los animales se cortan la pata con los dientes, pensó, abrumado por el pánico, para escapar. Pero yo no puedo hacer nada. No tengo una pierna que roer. No puedo hacer nada para salvarme.
—Traeré ayuda —dijo el pájaro—. Pero…
Bajó y se posó en el hombro de Tibor.
—Usted es el único que puede entenderme. Escriba un mensaje y yo lo entregaré.
Con su extensor manual derecho, Tibor sacó una agenda de piel negra y un bolígrafo. Escribió: «Yo, Tibor McMasters, un incompleto, estoy atrapado en la ladera de la colina en mi carro estropeado. Sigan al pájaro.»
—De acuerdo —dijo, doblando el papel y levantándolo.
El grajo azul lo cogió con el pico y luego, elevándose en el aire tibio de la mañana, se precipitó hacia el valle que había abajo y sus habitantes humanos, o casi humanos.
Silencio.
Quizá nunca vuelva a moverme, se dijo Tibor. Mi tumba, aquí. La tumba de mis ambiciones. O, más bien, las ambiciones de otros, operando a través de mí. Sí; mis ambiciones también, comprendió. No tenía que venir aquí. Conocía los riesgos y, sin embargo, vine. De modo que es culpa mía. Venir a morir aquí, estando tan cerca de lo que busco. Asumiendo que éste sea el lugar correcto.
—Joder —dijo en voz alta.
La vaca se volvió, inquisitiva. Salvajemente, la azuzó con su seudolátigo. La vaca mugió y trató de moverse. Pero el eje delantero se enterró profundamente y detuvo abruptamente el impulso hacia delante. Lo único que puedo hacer es aguardar, comprendió. Si el pájaro no vuelve o no trae a alguien, moriré. Aquí, en este sitio tan común. Viajé hasta aquí para morir. Y el Dios de la Ira no será hallado nunca… al menos, no por mí.
¿Y ahora qué?, se preguntó. Examinó su reloj; eran las nueve y media. Si es que van a venir, tendrían que estar aquí a eso de las once, concluyó. Si no han llegado para entonces…
Entonces, pensó, me entregaré.
—Me hubiera gustado ver un gerión —dijo en voz alta, como si hablara con la vaca. Quizá tendría que soltarte, consideró. No; si vienen a ayudarme, te necesitaré.
—«Vaca, vaca —citó—, tú y yo». —Le hubiese gustado seguir recitando el poema de James Stephen, pero no recordaba más. ¿«Mirándonos a los ojos»? ¿Era así?
Qué banal, pensó.
Es extraño, pensó, cómo en los momentos cruciales de angustia uno no se apoya en la gran poesía sino en coplas de ciego. «Cuando el que anota los tantos los tuyos vaya a sumar, no mirará si ganaste o perdiste, sino tu forma de jugar.» Justo, pensó. La poesía, aún la más grande, no podría ser mejor.
He jugado con honestidad y habilidad, se dijo.
—«Si los deseos fueran caballos, los mendigos cabalgarían» —citó en voz alta.
Silencio, salvo por su respiración y la de la vaca… el animal se esforzaba por alcanzar unas sabrosas hierbas que había no muy lejos.
—Tienes hambre —le dijo. Yo también, pensó. Así es cómo moriremos los dos, de sed y hambre. Beberemos nuestra propia orina para mantenernos vivos un poco más. Y eso no nos ayudará.
Mi vida depende de una criatura tan pequeña que cabe en mi mano, pensó. Un grajo azul mutante… y los grajos son famosos porque mienten y roban. Un grajo es, virtualmente, un convicto. ¿Por qué no habrá sido un zorzal?
Entonces acudió a su mente un pensamiento contra el que había luchado durante años. Era la imagen de una criatura, alguna clase de animal pequeño y peludo. El animal, silencioso y solitario en su madriguera, construía rarezas alegres y complejas que, eventualmente, cuando tenía bastantes, llevaba hasta un camino cercano. Allí se instalaba, esparciendo las cosas que había hecho. Se quedaba en silencio, todo el día, esperando que pasara alguien y comprara una de las cosas que había hecho. El tiempo pasaba; la tarde se transformaba en noche; el mundo se oscurecía. Pero la criatura no había vendido ninguna de sus creaciones. Finalmente, en la oscuridad, volvía a reunir silenciosa, mansamente, sus rarezas y partía con ellas, derrotada, pero sin quejarse. Sin embargo, su derrota era total, pese a que era una derrota que llegaba con lentitud, en medio del silencio. Mientras, estaba sentado allí, aguardando. Él, como la criatura, esperaría y esperaría; el mundo se pondría oscuro y se aclararía al día siguiente. Y volvería a suceder lo mismo. Hasta que, al fin, no despertaría con el sol; no habría más esperanza silenciosa… sólo un cuerpo inerte, hundido en el asiento del carrito. Eventualmente, tendré que soltar a la vaca, comprendió. Pero la mantendré aquí el mayor tiempo posible. Es tranquilizador ver a otra criatura. Por lo menos, mientras no sufre.
¿Estará sufriendo?, se preguntó. No; tú no comprendes. Para ti es sólo un período de inmovilidad, sin comprender lo que la inmovilidad significa.
—Dios de la Ira —dijo en voz alta, recitando la liturgia familiar—. Ven a mí. Azótame y llévame contigo a País. Colócame en las filas del Gran Florista.
Aguardó, con los ojos cerrados. No hubo respuesta.
—¿Me escuchas? —preguntó—. Señor, tú que has hecho tanto, tú que controlas todos los sufrimientos. Redímeme de mi sufrimiento presente. Tú hiciste que sucediera; tú eres responsable de mi suplicio. Rescátame de él, como sólo tú puedes hacerlo, Deus Irae.
Entonces se detuvo y aguardó. Pero seguía sin recibir una respuesta, ni del mundo exterior ni del reino interno de su mente.
Consultaré… diablos, no consultaré; suplicaré al Dios más antiguo que aparezca, se dijo. La religión derrotada, rudimentaria de nuestros antepasados.
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi dona eis requiem sempiternam.
Todavía, nada. Ninguno de los dos lo ayudaba.
Pero, a veces, sus métodos son lentos, reflexionó. Su tiempo no es el nuestro; para Él puede ser sólo un instante.
Libera me, Domine.
—Me rindo —dijo en voz alta, y notó que él mismo, que su cuerpo se rendía. Súbitamente se sintió cansado; en realidad no podía mantener la cabeza erguida. Quizá ésta sea la liberación que pedí, pensó. Quizá Él me enviará una muerte agradable, una muerte sin sufrimientos, rápida y tranquila. Una especie de quedar dormido, como hacían con los animales domésticos enfermos o heridos… a quienes amaban.
Tremens factus sum ego et timen.
Trocitos sueltos de la antigua misa, ¿o era de un poema medieval? ¿Un réquiem católico?
Mors stupebit et natura cum resurget creatura, judicanti responsura.
No podía recordar más. Que se vayan al diablo, se dijo. Nunca vienen cuando los necesitas.
Una gran luz brillante se formó en el cielo, encima de él. Atisbó, medio cegado, protegiendo sus ojos con el terminal de su extensor manual izquierdo. La luz brillante bajó hacia él; ahora se había vuelto de color rojo humo; era un disco ondulante y nebuloso que parecía caliente y en llamas, como enfadado por dentro. Y ahora se hacía oír; producía un ruido sibilante como ráfagas de viento o como algo al rojo blanco sumergido furiosamente en agua. Unas pocas gotas iniciales de humedad gotearon sobre él. Las gotitas lo escaldaron e instintivamente se hizo a un lado.
El disco que había sobre él llegó a un estado más concreto, aunque aún plástico. Pudo distinguir algunos rasgos en su superficie: ojos, una boca, orejas, cabellos despeinados. La boca le gritaba, pero no podía distinguir las palabras.
—¿Qué pasa? —preguntó, mirando aún hacia arriba. Ahora vio que la cara estaba enfadada, con él. ¿Qué habría hecho para disgustarla? Ni siquiera sabía qué o quién era.
—¡Te burlas de mí! —rugió la cara que oscilaba, vibraba y lloraba—. Soy como una vela para ti, una lucecita que te guía hacia la luz. Mira lo que puedo hacer para salvarte, si quiero. Qué fácil es.
La boca de la cara burbujeaba infinidad de palabras.
—¡Reza! —exigió la cara—. ¡A cuatro patas!
—Pero —objetó Tibor— yo no tengo brazos ni piernas.
—Yo los haré —dijo la gran cara iluminada.
Tibor, súbitamente, se sintió levantado en el aire y luego apoyado con fuerza sobre la hierba junto al carrito. Piernas. Estaba de rodillas. Vio las largas formas móviles, dos, sosteniéndolo. Vio también sus brazos y sus manos, en las que se apoyaba la parte superior de su cuerpo. Y sus pies.
—Tú —dijo jadeante Tibor— eres Carleton Lufteufel.
Sólo el Dios de la Ira podía hacer lo que acababa de suceder.
—¡Reza! —ordenó la cara.
Tibor dijo, mascullando las palabras:
—Nunca me he burlado de la mayor entidad del universo. No pido perdón sino comprensión. Si me conocieras mejor…
—Te conozco, Tibor —declaró la cara.
—En realidad, no; no completamente. Soy una persona compleja y también la teología es compleja actualmente. No he hecho cosas peores que los demás; en realidad soy mejor que muchos. Estoy haciendo un Pere, buscando tu identidad física para poder pintar…
—Lo sé —interrumpió el Dios de la Ira—. Sé lo que tú sabes y muchas otras cosas, además. Yo envié al pájaro. Yo hice que pasaras tan cerca del gusano como para que saliera y tratara de morderte. ¿Lo entiendes? Fui yo quien hizo que se soltara tu rueda delantera derecha. Has estado en mi poder todo el tiempo. A lo largo de toda tu Pere.
Tibor, usando sus nuevas manos, llegó hasta el maletero del carrito, sacó una cámara Polaroid Color Pack, tomó una rápida fotografía de la cara que gemía sobre él y luego aguardó con impaciencia a que sonara el timbre.
—¿Qué has hecho? —demandó la boca—. ¿Me has tomado una fotografía?
—Sí. Para ver si eres real.
Y por otras razones muy reales.
—Soy real.
La boca escupió su aseveración.
—¿Por qué has hecho todas esas cosas? —preguntó Tibor—. ¿Por qué soy tan importante?
—Tú no eres importante. Pero tu Pere, sí. Te propones encontrarme y matarme.
—¡No! —replicó enérgicamente Tibor—. ¡Sólo quiero fotografiarte!
Agarró el borde de la foto y la sacó de la quejosa cámara.
La foto mostraba la cara salvaje y frenética con absoluta claridad. Más allá de toda duda razonable.
Era Carleton Lufteufel. El hombre a quien estaba buscando. El hombre que estaba en el otro extremo de su Dios-sabe-cuán-larga Pere.
La Pere había terminado.
—¿Vas a usar eso? —inquirió el Deus Irae—. ¿Esa instantánea? No; no me gusta.
Su mentón tembló y en la mano derecha de Tibor la copia se arrugó, soltó un penacho de humo y cayó silenciosamente en el suelo en forma de cenizas.
—¿Y mis brazos y piernas? —preguntó Tibor, jadeante.
—Son míos también.
El Dios de la Ira lo estudió y, mientras lo hacía, Tibor descubrió que se elevaba por los aires. Aterrizó de culo en el asiento del conductor del carrito. Y, en el mismo momento, sus piernas, sus pies, sus brazos, sus manos… todo se desvaneció. Una vez más, carecía de miembros; se quedó en su asiento, jadeando agitadamente. Por unos pocos segundos había sido como todos los demás. Fue el momento más importante de la vida de Tibor; la compensación por una vida entera en estado de invalidez.
—Dios —logró decir, finalmente.
—¿Ves? —demandó el Dios de la Ira—. ¿Comprendes lo que puedo hacer?
Tibor contestó roncamente:
—Sí.
—¿Darás por terminada tu Pere?
—Yo… —dudó—. No —dijo después de una pausa—. Todavía no. El pájaro dijo…
—Yo era ese pájaro. Sé lo que dijo. —La cólera del dios se suavizó, momentáneamente, por lo menos—. El pájaro te acercó a mí, te acercó lo suficiente para que yo te saludara personalmente, como deseaba. Como tenía que hacer. Tengo dos cuerpos. Ahora estás viendo uno; es eterno e incorruptible como el cuerpo en que apareció Cristo después de la resurrección. Cuando Timoteo se acercó y puso la mano en el útero de Cristo.
—En su costado —rectificó Tibor—. En su costado. Y era Tomás.
El Dios de la Ira se oscureció como un nubarrón; sus rasgos comenzaron a volverse transparentes.
—Has visto este aspecto —declaró el Dios de la Ira—. Este cuerpo. Pero existe también otro cuerpo, un cuerpo físico que envejece y decae…, un cuerpo corruptible, como dijo Pablo. Tú no debes hallarlo.
—¿Crees que lo destruiré? —hizo la pregunta Tibor.
—Sí.
La cara desapareció, articulando apenas su última palabra. El cielo, nuevamente azul, formó una bóveda hueca erigida por gigantes… o por dioses. Desde algún período lejano y primitivo de la Tierra, quizá el Cámbrico.
Después de un momento, Tibor soltó su pistola; sentado en el carrito, la había mantenido oculta. ¿Qué hubiese sucedido si hubiera tratado de matarlo? Nada, concluyó. El cuerpo que vi era, indudablemente, lo que decía ser: una manifestación de algo incorruptible.
Nunca podría haberlo intentado. Era una baladronada. Pero el Dios de la Ira no lo sabía; a menos, por supuesto, que fuera omnipotente, como creían los cristianos que era su Dios.
En nombre de Dios, ¿cómo hubiese sido todo si le hubiese matado?, se preguntó. ¿Cómo sería el mundo sin él…? Quedan tan pocas cosas a que agarrarse en estos días.
De todas maneras, el hijo de perra se fue, se dijo. De modo que no tuve que hacerlo. Por lo menos, no esta vez. Lo mataría, en ciertas circunstancias, comprendió de golpe. Pero ¿qué circunstancias? Cerró los ojos, se los restregó con el extensor manual, se rascó la nariz. ¿Y si estuviera tratando de destruirme? No necesariamente. Aquello tenía más relación con las complejidades de la mente de Lufteufel que con las circunstancias externas. El Dios de la Ira tenía una personalidad; no era una fuerza. A veces trabajaba por el bien del hombre y en los tiempos de la guerra casi había aniquilado a la humanidad. Debía ser propiciado.
Esa era la clave. A veces el Dios de la Ira bajaba a hacer el bien; otras veces, el mal. Podría matarle si actuara maliciosamente…, pero si estuviese haciendo el bien, aunque me costara la vida, lo haría.
Grandioso, rumió. El orgullo, hibris. El síntoma de la personalidad hinchada. No es para mí, decidió. Yo siempre he tratado de pasar desapercibido. Otra persona, alguien del tipo de Lee Harvey Oswald, puede dedicarse a los asesinatos espectaculares. Los que real y verdaderamente importan.
Suspiró. Bueno, así eran las cosas. Pero esto había sido especial. En todos sus años de Siervo de la Ira nunca había vivido un acontecimiento místico, nunca había hallado a Dios, por ningún medio. Es como descubrir que Haydn era una mujer; después que sucedió, es imposible dejarlo de lado.
Y, además, las experiencias místicas auténticas cambiaban su receptor. Como había señalado WiIliam James en otro mundo y también en otro tiempo.
Me dio las partes que me faltan, pensó. Piernas, brazos… y después volvió a quitármelas. Una deidad, ¿cómo puede hacer eso? Era, para decirlo sencillamente, sadismo. Tener brazos, ser como los demás. No ser un tronco erguido en un carrito tirado por una vaca. Podría correr, pensó. Por el agua, en las playas del océano. Y con las manos podría dar forma a multitud de objetos… piensa qué bien podrías pintar. La mayoría de mis limitaciones creadoras se deben a los malditos aparatos que tengo que usar. Podría ser mucho mejor; se dijo.
El grajo azul chardin, ¿volverá?, se preguntó. Si era una manifestación del Deus Irae, probablemente no.
En ese caso, se preguntó, ¿qué haré?
Nada. Bueno, podía gritar por su altavoz. Experimentalmente, agarró el altavoz, apretó la clavija y dijo con voz resonante:
—¡Escuchad esto! ¡Escuchad esto! Tibor McMasters está atrapado en las colinas y espera a la muerte.
¿Podéis ayudarme? ¿Me oye alguien?
Desconectó el altavoz y aguardó un momento. Nada más podía hacer. Absolutamente nada.
Quedó hundido en su carro, esperando.