9

Este no era su primer encuentro con los corredores. Allá en Charlottesville, los corredores iban y venían sin ser molestados. Dondequiera que hubiese corredores prevalecía una especie de paz, una tranquilidad idiomática, engendrada por sus benignos hábitos.

Las caritas simpáticas observaron a Tibor. Las criaturas no medían más de un metro veinte. Eran gordas y redondas, estaban cubiertas por un tupido pelaje… ojos como canicas, narices trémulas… y grandes patas de canguro.

Eran asombrosas estas rápidas entelequias de la evolución, producidas por cosas que eran esencialmente venenos. Tantas y tan rápidamente; tantas clases. Era la naturaleza tratando de superar la suciedad de la guerra: las toxinas.

—Que la claridad sea contigo —dijeron los corredores, casi al unísono. Sus bigotes subían y bajaban—. ¿Cómo puede ser que no tengas brazos ni piernas? Eres una forma de vida muy extraña.

—La guerra —dijo Tibor, vagamente, herido por la impertinencia de los corredores.

—¿Sabes que tu carrito está estropeado? —preguntaron los corredores.

—No —dijo él, tomado por sorpresa—. ¿No va bien? Me trajo hasta aquí; quiero decir…

Sintió pánico.

—Hay una autofac cerca de aquí que todavía funciona un poco —dijo el mayor de los corredores—. No puede hacer gran cosa; no es como en los viejos tiempos. Pero posiblemente, podría reemplazar los cojinetes de las ruedas de tu carro, que están resecos. Y el precio no es muy alto.

—Ah, sí —dijo Tibor—. Los cojinetes. Es probable que estén resecos.

Levantó una rueda del suelo y la hizo girar ruidosamente.

—Tienes razón —admitió—. ¿Dónde está la autofac?

—A unos pocos kilómetros al norte de aquí —dijo el más pequeño de los corredores—. Sígueme.

Los otros corredores se agruparon.

—O, más bien —enmendó el corredor—, síguenos. Eh, muchachos, ¿vosotros también vendréis?

—Claro —dijeron los demás, agitando sus bigotes. Obviamente, no querían perderse nada de los acontecimientos.

A Potter y Jackson, Tibor dijo:

—¿Puedo confiar en ellos? —Había un miedo nebuloso en su mente en ese momento: ¿y si los corredores lo conducían a alguna región desolada, lo mataban y robaban su carrito? Le parecía muy probable, considerando los tiempos que corrían.

Potter dijo:

—Puedes confiar en ellos; son inofensivos. Que es más de lo que se puede decir de esas malditas sabandijas.

Lanzó una patada a un grupo de sabandijas que huyeron apresuradas, evitando su pie escamoso.

—Una autofac, una autofac —entonaron alegremente los corredores mientras se alejaban corriendo. Tibor los siguió cuidadosamente—. Vamos a la autofac, a que le hagan una reparación barata al hombre sin miembros. La reparación está garantizada por un millón de kilómetros o mil años, lo que suceda primero.

Entre risitas, los corredores desaparecieron un instante y luego reaparecieron, haciendo eufóricas señas a Tibor para que continuara.

—Te veremos a la vuelta —gritó Jackson a Tibor, que se alejaba—. Asegúrate de que te den una garantía por escrito para que no haya pegas.

—Quieres decir —preguntó Tibor— ¿que una autofac puede hacer trampas?

Debe ser rusa, pensó. Las autofacs rusas eran bizantinas en sus meandros intelectuales. Sin embargo, la mayoría de ellas estaban muy bien construidas. Si ésta seguía funcionando, podría reparar, indudablemente, sus cojinetes resecos.

Se preguntó cuánto le cobraría.

Llegaron a la autofac al amanecer. Unas nubes brillantes y coloreadas, como las pinturas manuales de un niño, se extendían por el cielo. Pájaros —o casi pájaros— gorjeaban en los matorrales que crecían a ambos lados de la senda de los corredores.

—Está por aquí —dijo Earl, el jefe de los corredores, cuando se detuvo; su nombre, bordado en rojo en el peto de su mono, se había autoproclamado—. Espera; déjame pensar.

Meditó largamente.

—¿Qué tal si comemos algo? —preguntó uno de los corredores a Earl.

—Podremos obtener algo en la autofac —dijo Earl, meneando sabiamente su hirsuta cabeza—. Vamos, inc.

Hizo una brusca seña a Tibor con el brazo. Durante la noche, el traqueteo de los cojinetes resecos se había vuelto horriblemente sonoro; la junta no funcionaría mucho más tiempo.

—Aquí hemos de girar a la derecha —dijo Earl, avanzando hacia una mata de enredaderas— y luego doblaremos a la izquierda.

Sólo su cola era visible mientras luchaba con las fuertes ramas de la mata.

—¡Aquí está la entrada! —llamó, finalmente, haciendo señas a Tibor de que lo siguiera.

—¿Costará muy caro? —preguntó Tibor, aprensivo.

—No costará nada —dijo Earl abriéndose paso a golpes por los matorrales y precediendo a Tibor—. Ya nadie viene por aquí; está muriéndose. Se alegrará de vernos. Estas cosas también tienen unas especies de emociones.

Una abertura apareció frente a Tibor, que iba dando tumbos en su pesado carrito. Un lugar desprovisto de malas hierbas, tan libre de vegetación como si lo hubiesen afeitado. En el centro de la planicie pudo distinguir un disco amplio y chato, evidentemente de metal; cerrado con mordazas, lo recibió silenciosamente, confrontándolo con su significativa presencia. Sí, pensó; es una autofac rusa que aterrizó aquí, en forma de semilla, enviada por un satélite en órbita. Probablemente en los últimos días de la guerra, cuando el enemigo lo intentó todo.

—Hola —dijo a la autofac.

Un estremecimiento recorrió al grupo de corredores.

—No le hables así —dijo Earl, nervioso—. Sé más respetuoso; esta cosa podría matarnos a todos.

—Salutaciones —dijo Tibor.

—Si eres pomposo o aburrido —dijo Earl en voz baja— nos matará.

Su tono era paciente. Como si, pensó Tibor, se dirigiera a un niño. Y quizá eso es lo que soy con relación a este artefacto: un niño que no sabe cómo comportarse. Esta cosa, después de todo, no es un mutante natural. Fue hecha.

—Amiga —dijo Tibor a la autofac—. ¿Puedes ayudarme?

Earl gruñó.

—Entonces háblale tú —le dijo Tibor, irritado. ¿Cuántos rituales verbales tenían que preceder a la convocatoria de la inteligencia de este artefacto bélico humano? Evidentemente, un gran número—. Mira —dijo a Earl y también a la autofac—, necesito su ayuda, pero no pienso arrastrarme y rogarle que me instale cojinetes nuevos. No vale la pena.

Que se vaya al diablo, pensó. Estas son las entidades que vencieron a nuestra raza; estas cosas nos liquidaron.

—Poderosa autofac —dijo Earl con voz sonora—. Te rogamos nos prestes asistencia; este desgraciado hombre sin brazos ni piernas no podrá completar su viaje sin tu benéfica asistencia. ¿Podrías tomarte un momento para examinar su vehículo? Los cojinetes de la rueda delantera derecha han fallado en la hora de la necesidad.

Calló, escuchando atentamente, con su cabeza de perro inclinada hacia un lado.

—Aquí viene —dijo el más pequeño de los corredores, en un tono apreciativo y maravillado; parecía deslumbrado.

La tapa de la autofac se deslizó a un lado. Un ascensor que había detrás de la entrada envió hacia arriba un grueso poste de metal en cuyo extremo superior se veía un altavoz. El altavoz se balanceó y luego se colocó de manera que enfrentó directamente a Tibor.

—Estás preñado, ¿verdad? —rebuznó el altavoz—. Puedo proporcionarte remedios antiguos: arsénico, óxido de hierro, agua en que se han sumergido muertos, riñones de mula, espuma de la boca de un camello… ¿qué prefieres?

—No —dijo Earl—. No esta preñado. Tiene un cojinete de una rueda al que le falta grasa. Trata de prestar atención, señora.

—No toleraré que me hablen así —dijo la autofac.

Ahora surgió un segundo vástago. Parecía tener una espita de gas montada al nivel del suelo.

—Debéis morir —dijo la autofac, y emitió unas magras bocanadas de humo gris. Los corredores retrocedieron—. Necesito grandes cantidades de freezzzible…

Los trabajosos sonidos que emitía la autofac se desvanecieron en una masa de ruidos indistintos; algo en el circuito sonoro había dejado de funcionar. Los dos vástagos verticales se agitaron hacia atrás y hacia delante, emitieron otro poco de gas inofensivo y quedaron inertes. Un rizo de humo negro ascendió desde la entrada de la autofac; después se oyó un gemido. De engranajes, decidió Tibor.

Tibor preguntó a Earl:

—¿Por qué es tan hostil?

Inmediatamente unas espesas nubes de humo negro surgieron de la realidad subterránea que era la autofac.

—¡No soy hostil! —bufó el altavoz, airado—. ¡Eres un roñoso hijo de perra!

Un silbido como de vapor que escapa a causa de una sobrecarga y luego un estrepitoso bramido, como si una tonelada de tapas de basura hubiese sido derrumbada por un mapache. Luego… silencio.

—Creo que la has matado —dijo el más pequeño de los corredores a Earl.

—Por Dios —dijo Earl, disgustado—. Bueno; probablemente no hubiese podido ayudarte, de todos modos.

Entonces, su voz tembló.

—Parecería que lo he estropeado todo. Me pregunto qué haremos ahora.

Tibor dijo:

—Yo seguiré mi camino.

Azotó a la vaca con un extensor manual; la vaca mugió, gruñó y lentamente reemprendió la marcha, volviendo hacia el punto de partida.

—Aguarda —dijo Earl, levantando una mano cubierta de piel—. Intentémoslo de nuevo.

Buscó en su mono y extrajo un bloc y un bolígrafo clásico, de preguerra.

—Presentaremos nuestro pedido por escrito, como se hacía antes. Lo dejaremos caer en el agujero. Y si eso no resulta, nos daremos por vencidos.

Lenta, dolorosamente, garabateó en el bloc, luego arrancó la página y fue andando lentamente hacia la entrada inerte a la autofac subterránea.

—Olvídalo —dijo Tibor al corredor; nuevamente espoleó electrónicamente a la vaca y ambos se alejaron, crujiendo. El cojinete chirriaba ruidosamente.

—El problema puede haber estado en el altavoz —dijo Earl, tratando aún de salvar la situación—. Si conseguimos esquivar eso…

—Adiós —dijo Tibor, y siguió adelante.

Sintió melancolía, una melancolía que lo calmaba, una especie de paz interior. ¿Acaso eran los corredores quienes la habían provocado? Se decía que era así… el gran corredor, Earl, había irradiado cualquier cosa menos paz, sin embargo. Es muy extraño, pensó; los corredores son como el ojo de la tormenta, del que todos hablan pero al que nadie ve. Paz en medio del caos, quizá.

Mientras el carrito seguía su marcha, tirado por la incansable vaca, Tibor comenzó a cantar.

Embellece tu propio rinconcito…

No pudo recordar cómo continuaba el viejo himno, de modo que probó con otro.

Este es el mundo de mi padre.

Las rocas y árboles, el viento y la brisa…

Eso no sonaba bien. De modo que lo intentó con el Viejo Cien, el gloria:

Alaba a aquel de quien vienen todas las bendiciones. Alabadlo, oh criaturas de aquí abajo. Alabad en el cielo al huésped celestial. Gracias, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

O como fuera ese himno.

Se sentía mejor ahora. Y entonces, de golpe, se dio cuenta de que su cojinete había dejado de quejarse. Miró hacia abajo y vio las malas noticias: la rueda ya no giraba. El cojinete estaba atascado.

Bueno; así son las cosas, pensó, mientras tiraba de las riendas para detener a la vaca. Hasta aquí llegamos, tú y yo. Se quedó escuchando los ruidos que había a su alrededor; ruidos de los árboles y los matorrales, de animalitos que trabajaban, de otros, más pequeños aún, que jugaban. Eran los frutos del mundo; aunque fueran mutilados y grotescos tenían derecho a hacer travesuras bajo el tibio sol de la mañana. Los búhos se habían retirado; ahora llegaban los halcones de cola roja. Oyó a un pájaro lejano y se sintió confortado.

El pájaro cantaba palabras ahora. Embellece tu propio rinconcito, llamaba. Nuevamente cantó las pocas palabras y luego gorjeó, Alaba a aquel de quien vienen el ala y árboles las rocas y gracias. Pío, pío. Empezó de nuevo, desde el principio, repitiendo cada párrafo.

Un pájaro meta-mutante, comprendió. Un teilhard de chardin: una rareza futurista. ¿Entenderá lo que canta?, se preguntó ¿O es como un papagayo? No lo sabía. No podía ir hasta allí; sólo podía quedarse donde estaba. Maldito sea ese cojinete, dijo airadamente, para sí mismo. Si pudiera hablar con el meta-pájaro quizá podría averiguar algo. Quizá ha visto al Deus Irae y sabe dónde está.

Algo azotó los matorrales a su derecha; algo grande. Y ahora lo vio… lo vio y no lo creyó.

Un enorme gusano había comenzado a desenroscarse y a desplazarse hacia él. Empujaba las matas; se arrastraba en su propio aceitoso légamo, y mientras iba hacia él, comenzó a lanzar gritos agudos y estridentes. No sabiendo qué hacer, se quedó inmóvil, aguardando. Los arroyuelos de cieno salpicaban las hojas grises y marrones y amarillas, manchándolas. Frutos muertos caían de los árboles podridos; se levantó una nube de polvo mientras el gusano se deslizaba hacia él.

—¡Eh, tú! —chilló el gusano. Casi lo había alcanzado—. ¡Puedo matarte!

El gusano declaró eso despidiendo salivazos, polvo y légamo en dirección a Tibor.

—Vete y déjame en paz. Guardo cosas preciosas, cosas que tú desearías pero no puedes obtener. ¿Entiendes? ¿Me oyes?

Tibor dijo:

—No puedo marcharme.

Su voz temblaba. Con su cuerpo trémulo logró hacer un veloz movimiento; sacó la pistola y apuntó al cráneo del gusano.

—¡He salido de la basura! —gritó el gusano—. Fui engendrado por los residuos del campo. Vengo de tu guerra, inc. Soy tan feo por tu culpa. Puedes ver mi fealdad… ¡mira!

Su cabeza tirante giró y osciló sobre la de Tibor y, ahora, una lluvia de cieno y saliva cayó sobre él. Cerró los ojos y se estremeció.

—¡Mírame! —gritó el gusano.

—Gusano negro —dijo ásperamente Tibor, manoseando la pistola y agachándose para evitar lo que se avecinaba. Le mordería la cabeza; moriría. Cerró los ojos y sintió la lengua bífida sobre su cuerpo.

—Te estoy envenenando —declaró el gusano con voz chillona—. Huele el olor de mi gran cuerpo eterno. Nunca moriré. ¡Soy el Urgusano y existiré hasta el fin de la Tierra!

Los segmentos de su cuerpo se lanzaron hacia delante, desparramándose sobre su carro, sobre la vaca, sobre él mismo. Conectó el campo eléctrico del carro, en un último y desesperado esfuerzo para protegerse y proteger a la vaca. El campo zumbó y susurró; crujió chisporroteando y, súbitamente, la cabeza del gusano se retiró.

—¿Te cogí? —dijo Tibor, esperanzado—. ¿No puedes soportar una descarga de cinco amperios?

Giró el dial hasta el máximo; ahora el campo se llenó de chispas, creando cascadas de luz.

La cabeza del gusano se retiró, preparándose a atacar. Ahora, comprendió Tibor, y levantó la pistola. La cabeza se deslizó hacia delante y el gran pico del animal atravesó el campo de cinco amperios de Tibor.

Cuando reveló sus fauces, el campo eléctrico lo obligó a detenerse; frenó su movimiento hacia delante. Levantando la vista, Tibor vio la frágil garganta y disparó.

—Quiero dormir —aulló el gusano—. ¿Por qué me molestas cuando descanso?

Echó atrás la cabeza, la levantó y vio la sangre que goteaba sobre su cuerpo.

—¿Qué has hecho? —interrogó.

Se arrojó nuevamente contra él. Tibor volvió a cargar la pistola, sin levantar la vista hasta que volvió a colocar el tambor en su sitio.

Una vez más, la cabeza se lanzó hacia él. Una vez más vio el indefenso anverso de la garganta. Disparó nuevamente.

—¡Déjame en paz! —gritó el gusano dolorido—. ¡Déjame dormir con mis posesiones!

Se irguió y luego, con un tremendo estampido, descendió y golpeó el suelo. Los segmentos amontonados de su cuerpo se extendieron por todas partes; el gusano respiraba roncamente con sus ojos brillantes fijos en Tibor.

—¿Qué te pasa? —siseó el gusano—, ¿qué te ha obligado a matarme? ¿He hecho algo contra ti, he cometido algún crimen?

—No —dijo Tibor—, ninguno.

Podía ver que el gusano estaba malherido y su corazón se calmó. Podía respirar nuevamente.

—Lo siento —dijo insinceramente—. Uno de los dos tenía que…

Se detuvo para volver a cargar la pistola.

—Sólo uno de los dos podía vivir —dijo, y esta vez le disparó entre los ojos semicerrados. Los ojos se agrandan y se contraen, notó. Más grandes, más brillantes… y luego se transforman en chispas. Pura decadencia—. Estás muerto.

El gusano no respondió. Tenía los ojos abiertos aún y había muerto.

Tibor extendió uno de sus extensores manuales; hundió su «mano» en el aceitoso légamo del gusano, porque se le había ocurrido una idea. Si el cieno era verdaderamente aceitoso, quizá podría untar con él los cojinetes, lubricándolos. Pero entonces, algo que había dicho el gusano surgió en su cabeza, un detalle interesante. El gusano había dicho: «¡Déjame dormir con mis posesiones!» ¿Qué poseería?

Con mucha cautela condujo su carrito a lo largo del gusano muerto, aguijoneando a la vaca con sus seudolátigos.

Más allá de las matas enredadas había una cueva, en la ladera de una colina rocosa. Apestaba con el olor del gusano; Tibor sacó un pañuelo y lo mantuvo delante de su nariz, tratando de reducir el tufo. Después encendió su linterna e iluminó la cueva.

Allí estaban… las posesiones del gusano. Un ventilador de techo, totalmente oxidado e inútil, sobre un montón de basura. Debajo, la carrocería de un antiguo automóvil, con los faros rotos y un signo de la paz en un costado. Un abrelatas eléctrico. Dos rifles láser del tiempo de la guerra, con los tanques de combustible vacíos. Un colchón de muelles quemado, de lo que alguna vez había sido una casa; ahora vio los postigos de la casa, pudriéndose como todo lo demás.

Una radio a transistores, portátil, sin antena.

Basura. Nada de valor. Se puso en marcha, espoleando a la vaca; la vaca agitó el rabo, volvió su pesada cabeza en señal de protesta y luego emprendió su torpe marcha, cerca de la cueva sucia y putrefacta.

Como un cuervo, pensó Tibor. El gusano amontonaba todas las cosas brillantes que encontraba. Todo inútil. ¿Cuánto tiempo había estado enroscado allí, protegiendo su basura podrida? Años, probablemente. Desde la guerra.

Percibió más basura ahora. Una manguera de jardín. Un gran póster del Che Guevara, arrugado y borroso a fuerza de estar tirado. Un magnetófono, sin pilas y sin cintas. Una máquina de escribir eléctrica Underwood, retorcida a causa de los excesivos daños. Utensilios de cocina. Una jaula para transportar gatos, rota, con los alambres hacia fuera, como un jardín de púas. Un diván con las plumas saliéndose por todos lados. Un cenicero de pie. Un montón de ejemplares del Time.

Eso fue el colmo. Las riquezas del gusano terminaban allí. Todo eso, más los muelles de un colchón. Ni siquiera el colchón; sólo los muelles grotescos y retorcidos.

Suspiró sintiéndose muy desilusionado. Bueno; por lo menos, el gusano estaba muerto, el gran gusano oscuro que había vivido en esta cueva, protegiendo sus adquisiciones desprovistas de valor.

El pájaro que había cantado los himnos llegó, revoloteando, hasta las ramas de los árboles más cercanos. Quedó en suspenso y luego aterrizó, con sus brillantes ojos fijos en Tibor. Interrogándolo.

—Ya puedes ver lo que he hecho —dijo Tibor torpemente.

El cadáver del gusano ya había comenzado a heder.

—Ya lo veo —dijo el pájaro.

—Ahora puedo entender lo que dices —dijo Tibor—. No sólo los fragmentos que repites…

—Porque mojó su mano en las secreciones del gusano —dijo el pájaro—. Ahora puede entender a todos los pájaros, no sólo a mí. Pero yo puedo decirle todo lo que necesita saber.

—¿Me conoces? —preguntó Tibor.

—Sí —dijo el pájaro, saltando a una rama más baja y más fuerte—. Es McMasters Tibor.

—Al revés —corrigió Tibor—. Tibor es mi nombre de pila y McMasters el apellido. Dilo al revés.

—De acuerdo —consintió el pájaro—. Está haciendo una Pere, buscando al Dios de la Ira, para poder pintarle. Una noble empresa, señor Tibor.

—McMasters —corrigió Tibor.

—Sí —dijo el pájaro—. Como quiera. Pregúnteme si sé dónde encontrarle.

—¿Sabes dónde está? —preguntó Tibor, y su corazón se apresuró nuevamente: una feroz presión fría que le hacía daño por su mera presencia. La idea de hallar al Deus Irae lo paralizaba ahora; parecía una presencia real, no una potencia.

—Lo sé —contestó el pájaro con calma—. No está lejos de aquí; si lo desea, puedo guiarle hasta allí con facilidad.