8

Más y más alto subía la vaca; pasaba por una profunda grieta entre dos bordes rocosos. Grandes raíces de viejos tocones surgían por todas partes. La vaca seguía el lecho de un arroyo seco, que daba vueltas y más vueltas.

Después de un tiempo, la bruma empezó a arremolinarse alrededor de Tibor. La vaca se detuvo en lo alto del risco, respirando profundamente y mirando hacia el camino que había recorrido.

Unas pocas gotas de lluvia envenenada agitaron las hojas que había a su alrededor. De nuevo, el viento se movió entre los grandes árboles muertos que poblaban el risco. Tibor tocó con el látigo el anca de la vaca y ésta, una vez más, se puso en movimiento, temblorosa.

Súbitamente se halló en un campo rocoso lleno de plátanos y dientes de león, infestado por los tallos secos de las siembras de ayer. Llegaron a un cerco derruido, roto y podrido. ¿Iba por el buen camino? Tibor sacó uno de sus mapas Richfield y lo estudió extendiéndolo ante sus ojos, como si fuera un rollo oriental. Sí; éste era el buen camino; encontraría las tribus del sur y, desde allí…

La vaca arrastró el carrito a través del cerco y llegó finalmente a un pozo semiderruido, medio lleno de piedras y tierra. El corazón de Tibor latía con rapidez, temblando a causa de la excitación. ¿Qué habría más allá? Los restos de un edificio, maderas vencidas y vidrios rotos, unos pocos muebles tirados. Un viejo neumático de automóvil, roto y reseco. Unos trapos húmedos amontonados sobre los resortes de la cama, oxidados y doblados. A lo largo del límite del campo había un seto de árboles viejos. Árboles sin vida, secos e inertes, con las secas y ennegrecidas ramas alzándose sin hojas. Más ramas secas estaban clavadas en la tierra endurecida. Hilera tras hilera de árboles muertos, algunos doblados e inclinados, arrancados del suelo rocoso por el interminable viento.

Tibor hizo que la vaca atravesara el campo, dirigiéndose al huerto de los árboles muertos. El viento soplaba contra él sin darle tregua, azotando su cara con las nieblas malolientes. Su piel estaba húmeda y brillante por la bruma. Tosió y apuró a la vaca; ésta siguió, tropezando con las rocas y los terrones, temblando.

—¡Quieta! —dijo Tibor, tirando de las riendas.

Durante un largo rato, contempló el viejo manzano seco. No podía quitarle los ojos de encima. La visión del viejo árbol, el único vivo del huerto, lo fascinaba y lo repelía. El único vivo, pensó. Los otros habían perdido en la lucha…, pero este árbol se aferraba a una vida precaria.

El árbol parecía fuerte y estéril. Sólo unas pocas hojas oscuras colgaban de él… y algunas manzanas resecas, arrugadas y envejecidas por el viento y las nieblas. Habían quedado allí en las ramas, olvidadas y abandonadas. La tierra alrededor de los árboles parecía un páramo lleno de rajaduras. Había piedras y hojas secas podridas en montones desordenados.

Alargando su extensor frontal derecho, Tibor arrancó una hoja del árbol y la examinó.

¿Qué es esto?, se preguntó.

El árbol se balanceó de forma siniestra. Sus ramas retorcidas se frotaron entre sí. Algo en su sonido hizo que Tibor retrocediera.

Se acercaba la noche. El cielo se había oscurecido radicalmente. Una ráfaga de viento helado le golpeó, haciéndole girar en su asiento. Tibor se estremeció, sentándose más firmemente y cubriéndose mejor con su abrigo. Abajo, el valle estaba desapareciendo en las sombras, en el vasto sueño de la noche.

En medio de las brumas oscuras, el árbol aparecía severo y amenazador. Unas pocas hojas cayeron de él y giraron en el viento. Una pasó volando junto a la cabeza de Tibor; trató de cogerla, pero escapó y desapareció. De golpe, se sintió horriblemente cansado y asustado. Me marcho de aquí, se dijo, y puso en movimiento a la vaca.

Y entonces vio la manzana y todo fue diferente.

Tibor activó la radio de baterías que estaba instalada detrás de él, en el carrito.

—Padre —dijo—. No puedo seguir.

Aguardó, pero el receptor de la radio sólo produjo el confuso ruido de la estática. Ninguna voz. Durante un momento hizo girar el dial del receptor, confiando en oír a alguien, en algún lado. Tibor el desafortunado, pensó. Un mundo, todo un mundo de dolor… tengo que llevar lo que no puede ser llevado. Y en mi interior, mi corazón se rompe.

Querías que fuera así, pensó. Querías ser feliz, feliz para siempre… o desgraciado para siempre. Y así has logrado la desgracia eterna. Perdido aquí, a la caída del sol, a cincuenta kilómetros, por lo menos, de casa.

¿Dónde irás ahora?, se preguntó.

Apretando el botón del micrófono, dijo roncamente:

—Padre Handy, no puedo soportarlo; no hay nada aquí, nada más que cosas muertas. ¿Me oye?

Escuchó la radio, sintonizándola en la frecuencia del padre Handy. Estática. Ninguna voz.

En la oscuridad, la manzana del árbol tenía un brillo húmedo. Ahora parecía negra, pero, por supuesto era roja. Probablemente está podrida, pensó. No vale la pena comerla. Y, sin embargo, quiere que la coma.

Quizá sea un árbol mágico, se dijo. Yo nunca he visto uno, pero el padre Handy habla de ellos. Y si como la manzana, sucederá algo bueno. Los cristianos —el padre Abernathy— dirían que la manzana es mala, un fruto del Demonio, y que si le das un mordisco, pecas.

Pero nosotros no creemos eso, se dijo. De todas maneras, eso fue hace mucho tiempo y en otro país. Y él no había comido en todo el día; estaba famélico.

La cogeré, decidió. Pero no la comeré.

Envió un extensor manual hacia la manzana y un momento después la sostenía ante sus ojos, iluminada por la luz de su sombrero de minero.

Y, de algún modo, parecía importante. Pero…

Algo se agitó en la periferia de su campo visual; levantó los ojos rápidamente.

—Buenas tardes —dijo la más delgada de las dos sombras—. No eres de aquí, ¿verdad?

Las dos sombras se acercaron al carro y quedaron bañadas en luz. Dos varones jóvenes, delgados y altos y callosos, de color azul gris, como la ceniza. El que había hablado levantó la mano, en un saludo. Seis o siete dedos… y articulaciones extra.

—Hola —dijo Tibor.

Uno llevaba un hacha, un hacha para follaje. El otro no tenía más que los pantalones y los restos de una camisa de tela. Medían más de dos metros de estatura. Nada de carne; huesos y ángulos marcados y unos ojos grandes y extraños, de párpados muy pesados. Indudablemente, allí había cambios internos, metabolismo y estructura celular radicalmente diferentes, la posibilidad de asimilar sales radiactivas, un sistema digestivo modificado. Los dos miraron a Tibor con mucho interés.

—Oye —dijo uno—, eres un ser humano.

—Así es —dijo Tibor.

—Me llamo Jackson. —El joven tendió su mano callosa y azulada y Tibor la estrechó torpemente con su extensor frontal derecho—. Mi amigo se llama Earl Potter.

Tibor estrechó la mano de Potter.

—Salud —dijo Potter. Sus labios escamosos se contrajeron—. ¿Podríamos echarle una mirada a tus aparejos, a ese carrito al que estás atado? Nunca hemos visto nada semejante.

Mutantes, se dijo Tibor. Tipo lagarto. Se las arregló para suprimir un estremecimiento de aversión; hizo que su cara sonriera.

—Os dejaré mirar lo que tengo con mucho gusto —dijo—. Pero no puedo salir del carrito; no tengo brazos ni piernas, sólo estos ganchos.

—Sí —dijo Jackson asintiendo—. Ya lo vemos.

Dio una palmada a la vaca, en el lomo; la vaca mugió y levantó la cabeza. Su cola, en la oscuridad de la noche osciló de un lado a otro.

—¿A qué velocidad te arrastra? —preguntó Potter a Tibor.

—A la suficiente. —En su extensor frontal izquierdo sostenía la pistola de un solo tiro; si trataban de matarlo alcanzaría a uno, pero no a los dos—. Mi base está a unos cincuenta kilómetros de aquí, en lo que llamamos Charlottesville. ¿Habíais oído hablar de nosotros?

—Claro —dijo Jackson—. ¿Cuántos sois?

Tibor contestó cautelosamente:

—Ciento cinco.

Exageraba, deliberadamente. Cuanto más grande fuera el campamento, mayores serían las posibilidades de que no lo mataran. Después de todo, algunos de los ciento cinco podrían venir buscando venganza.

—¿Cómo habéis sobrevivido? —preguntó Potter—. Toda esa zona fue muy castigada, ¿no?

—Nos escondimos en las minas —respondió Tibor—.

—Bueno, nuestros antepasados. Se enterraron muy abajo cuando empezó la Catástrofe. Estamos bastante bien instalados. Cultivamos nuestros alimentos en tanques; hay unas pocas máquinas, bombas, compresores y generadores eléctricos. Algunos telares manuales. Y devanaderas.

No mencionó que los generadores, ahora, se hacían girar a mano y que sólo la mitad de los tanques servían aún. Después de noventa años el metal y el plástico no iban muy bien, a pesar de los interminables remiendos y reparaciones. Todo se gastaba y se rompía.

—Oye —dijo Potter—, esto demuestra que Dave Hunter es un tonto.

—¿Dave? ¿El gordo Dave? —dijo Jackson.

—Dave dice que no hay verdaderos seres humanos fuera de esta zona —explicó Potter.

Tocó con curiosidad el casco de Tibor.

—Nuestro campamento está a una hora de distancia en tractor… nuestro tractor de caza. Earl y yo estábamos cazando conejos orejudos. Tienen buena carne.

—¿Qué usáis? —preguntó Tibor—. Con seguridad, no esta hacha.

Potter y Jackson rieron.

—Mira esto.

Potter sacó del bolsillo una varilla de bronce muy larga. La guardaba dentro de su pantalón, junto a su pierna larga y tubular.

Tibor examinó la varilla. Estaba hecha a mano. Era de bronce blando, cuidadosamente perforado y pulido. Una punta tenía forma de boquilla. Atisbó por allí. Una menuda punta metálica estaba alojada en un bloque de material transparente.

—¿Cómo funciona? —pregunto.

—Se arroja con la mano. Como una cerbatana —dijo Potter—. Pero cuando el dardo -b está en el aire, sigue a su blanco hasta el fin. Hay que darle el impulso inicial. Yo se lo proporciono. Un buen soplido.

—Interesante —dijo Tibor con tono afectadamente casual. Estudiando las dos caras gris azulado, preguntó—: ¿Muchos humanos por aquí?

—Casi ninguno —murmuraron juntos Potter y Jackson—. ¿Qué te parece si te quedas un tiempo con nosotros? El Viejo estará complacido de recibirte; eres el primer humano que hemos visto en mucho tiempo. ¿Qué dices? Te cuidaremos, te daremos de comer, te traeremos plantas y animales fríos. ¿Una semana, quizá?

—Lo siento —dijo Tibor—. Tengo otras cosas que hacer. Pero si paso por aquí a la vuelta…

Hurgó en el saco de artefactos y herramientas que había a su lado.

—¿Veis esta foto? —dijo, sosteniendo el trozo de papel desteñido en que aparecía la foto, una especie de foto, de Carleton Lufteufel—. ¿Reconocéis a este hombre?

Potter y Jackson estudiaron la fotografía.

—Un ser humano —dijo Potter—. Francamente, todos vosotros nos parecéis iguales.

Devolvieron la fotografía a Tibor.

—Pero el Viejo podría reconocerle —dijo Jackson—. Ven con nosotros; trae suerte invitar a un humano. ¿Qué dices?

—No —respondió Tibor meneando la cabeza—. Tengo que seguir y encontrar a este hombre.

La cara de Jackson se alargó a causa de la desilusión.

—¿Ni un ratito? ¿Por esta noche? Te daríamos mucha comida fría. Tenemos una nevera de plomo sellada que arregló el Viejo.

—¿Estáis seguros de que no hay humanos en esta región? —preguntó Tibor, mientras se preparaba para reemprender viaje; dio un ágil latigazo al anca de la vaca.

—Durante un tiempo pensamos que no quedaba ninguno en ningún lado. De vez en cuando, un rumor. Pero tú eres el primero que hemos visto en un par de años. —Potter señaló hacia el oeste—. Por allá hay una tribu de rodadores. Y por allá también hay un par de tribus de sabandijas —añadió señalando vagamente hacia el sur.

—Y algunos corredores —añadió Jackson—. Más al norte hay unos que son subterráneos, de los que son ciegos y excavan.

Potter y Jackson pusieron cara de asco.

—No puedo ni verlos, con sus taladros y sus palas; pero, ¡qué diablos! Cada uno es como es —y sonrió.

—Supongo que nosotros los lagartos os pareceremos un poco… —hizo un gesto— raros.

—¿Cuál es la historia de este manzano? —preguntó Tibor—. ¿Es de este árbol que nació la idea judeocristiana de la serpiente en el Jardín del Edén?

—Nosotros suponemos que el Jardín del Edén se encuentra a unos cien kilómetros, hacia el este —dijo Jackson—. ¿Eres cristiano?

Tibor asintió.

—¿Y la foto que nos mostraste es de una deidad cristiana? —preguntó Jackson.

—No.

Tibor meneó la cabeza firmemente. Es asombroso, pensó; no parecen saber nada acerca de los SDI, ni acerca de nosotros. Bueno, pensó, nosotros no sabíamos mucho acerca de ellos.

Un tercer lagarto se acercó.

—Salud, natural —dijo, levantando la mano y manteniéndola en el aire con la palma hacia arriba—. Sólo quería echar una mirada a un ser humano.

Estudió a Tibor.

—No eres tan diferente. ¿Puedes vivir en la superficie?

—Bastante bien —dijo Tibor—. Pero no soy exactamente un ser humano; soy lo que llamamos un inc… incompleto. Como puedes ver.

Mostró al tercer lagarto la foto de Carleton Lufteufel.

—¿Has visto a este hombre? Es importante para mí.

—¿Estás tratando de hallarlo? —preguntó el tercer lagarto—. Sí; es obvio que estás en una Pere. No hay otra razón para que estés viajando, especialmente de noche, sobre todo siendo disminuido, porque no tienes piernas ni pies ni brazos. Te has hecho un coche muy elegante. Pero ¿cómo lo hiciste si no tienes manos? ¿Alguien te lo hizo? ¿Y por qué? ¿Eres valioso?

—Soy pintor —dijo Tibor con sencillez.

—Entonces eres valioso —dijo el lagarto—. Oye, inc, ¿sabes que hay alguien que te está siguiendo?

—¿Qué? —dijo Tibor, instantáneamente alerta—. ¿Quién?

—Otro humano —dijo el lagarto—. Pero en una máquina que tiene dos ruedas grandes que se mueven por medio de una cadena impulsada por un sistema de pedales. Creo que se llama biki.

—Bicicleta —dijo Tibor.

—Sí; eso.

—¿Podéis esconderme? —preguntó Tibor, y después pensó: lo están inventando; sólo quieren llevarme a su campamento para absorber un poco de mi suerte.

—Claro que podemos esconderte —dijeron los tres lagartos simultáneamente.

—Por otra parte —dijo Tibor—, un humano no mataría a otro humano.

Pero sabía que no era cierto; muchos humanos mataban y herían a otros humanos; después de todo, la gran Catástrofe había sido provocada por humanos.

Los tres lagartos se agruparon, conferenciando. Luego, bruscamente, se volvieron hacia Tibor.

—¿Tienes dinero metálico? —preguntó Jackson en un tono deliberadamente casual.

—Nada —dijo Tibor con prudencia. Esto tampoco era cierto; tenía una moneda de cincuenta centavos en una hendidura secreta del carrito.

—Lo pregunto —dijo Jackson— porque tenemos un perro que estaríamos dispuestos a venderte.

—¿Un qué? —preguntó Tibor.

—Un perro.

Potter y Jackson se alejaron, desapareciendo en la oscuridad. Evidentemente su visión había mejorado muchísimo si se la comparaba con la humana.

—¿Nunca has visto un perro? —preguntó el lagarto que quedaba.

—Sí, pero hace muchísimo tiempo —respondió Tibor, mintiendo nuevamente.

El lagarto dijo:

—Un perro, tu perro, podría alejar al otro humano, siempre que tú le dieras la orden. Tienen que ser adiestrados, por supuesto; están más abajo que los humanos y nosotros en la escala de la evolución. No son como esos perros con dos gibas que criaba la gente antes de la Catástrofe.

—Un perro ¿podría hallar al hombre que estoy buscando? —preguntó Tibor.

—¿Qué hombre?

Tibor le mostró la fotografía manchada de Carleton Lufteufel.

—¿Le necesitas? —preguntó el lagarto, estudiando su cara—. ¿Es un buen tipo?

—No podría decírtelo —contestó Tibor oblicuamente.

El lagarto le devolvió la fotografía.

—¿Hay recompensa?

Tibor lo consideró.

—Una moneda de cincuenta centavos.

—¿De veras? —El lagarto mulló sus escamas, excitado—. ¿Vivo o muerto?

—No puede morir —dijo Tibor.

—Todo el mundo muere.

—Él no morirá.

—Es… ¿sobrenatural?

—Sí —contestó Tibor asintiendo.

—Nunca he visto a un sobrenatural —declaró el lagarto, meneando firmemente la cabeza—. En toda mi vida.

—Tenéis una religión, ¿verdad?

—Sí. Adoramos al alba.

—Curioso —dijo Tibor.

—Cuando sale el Sol —dijo el lagarto—, el mal desaparece del mundo. ¿Crees que hay vida en el Sol?

—Es demasiado caliente —dijo Tibor.

—Pero podrían ser como diamantes.

—En el Sol no puede vivir nada —aseguró Tibor.

—El Sol, ¿se mueve muy rápido?

—A un millón de kilómetros por hora, más o menos.

—Es más grande de lo que parece, ¿no?

El lagarto lo miró fijamente.

—Mucho más grande. Tiene como un millón de kilómetros de circunferencia.

—¿Has estado allí? —preguntó el lagarto.

—Te dije que no puede haber vida en el Sol. Y, de todos modos, la superficie está derretida; no podrías andar por ella. ¿Quién estará siguiéndome?, —se preguntó.

—¿Será un bandolero? —preguntó en voz alta—. El humano que viene siguiéndome, ¿qué aspecto tiene?

—Es joven —contestó el lagarto.

—Pete Sands —dijo Tibor, rotundamente.

Los otros dos lagartos surgieron de las sombras; Potter sujetaba a un gran animal gris que gimió apasionadamente cuando vio a Tibor: era un gemido amoroso. Tibor lo estudió; el perro lo estudió también.

—Le gustas a Toby —dijo Jackson.

—Me gustaría mucho tener un perro —dijo Tibor, anhelante. Sería su amigo, como Tom Swift Y su Alfombra Mágica Eléctrica era el amigo de Pete. Un sentimiento profundo y extraño surgió en él, una esperanza.

—Vaya —dijo. Envió sus extensores frontales a acariciar la piel marrón suave y temblorosa, el rabo que se agitaba feliz—. Pero, ¿estáis dispuestos a cederme un estupendo…?

Jackson dijo, en tono brusco:

—Los humanos deben ser protegidos. Es la ley. Sabemos eso desde que nacemos.

—Así podrán volver a poblar el mundo —dijo Potter—. Con sus genes intactos.

—¿Qué es un gene? —preguntó Tibor.

Potter gesticuló.

—Ya sabes. Un ingrediente del esperma masculino.

—¿Qué es el esperma? —preguntó Tibor.

Todos rieron, pero no respondieron, avergonzados.

—¿Qué come el perro? —preguntó Tibor, entonces.

—Cualquier cosa —contestó Jackson—. Él se provee. Es autónomo.

—¿Cuánto tiempo vivirá?

—Oh, probablemente doscientos o trescientos años.

—Entonces vivirá más que yo —dijo Tibor. Por alguna razón, eso lo deprimía; súbitamente sintió frío y debilidad. No tendría que sentirme así, razonó. Ya estoy deprimido al pensar en la separación. Después de todo, soy un ser humano. Por lo menos, estos lagartos piensan que lo soy; me consideran satisfactorio. Tendría que sentirme fuerte y orgulloso, en vez de considerar ya el terrible fin de las amistades para todos nosotros.

Súbitamente, los tres lagartos se volvieron velozmente, observando la oscuridad; sus cuerpos se tendieron contra o hacia algo invisible.

—¿Qué sucede? —preguntó Tibor.

Y nuevamente aferró la pistola que llevaba oculta.

—Sabandijas —contestó Potter lacónicamente.

—Esos abortos estúpidos —dijo Jackson.

Sabandijas, pensó Tibor. Qué horrible. Había oído hablar muchas veces de ellas, de sus ojos facetados, de sus caparazones brillantes… de esos fantásticos conglomerados de rasgos humanos. Y pensar que descienden de los mamíferos, pensó, y en tan poco tiempo. Su evolución había sido acelerada frenéticamente por la radiación. Son parientes nuestros, pero apestan. Ofenden al mundo. Y, con seguridad, ofenden a Dios.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —zumbó una voz metálica.

Tibor vio que se desplazaban erguidos; se balanceaban en dirección a la luz.

—Lagartijas —dijo la sabandija con tono despectivo—. Y ¡qué Frebis nos perdone…! ¡un inc!

Ahora había cinco sabandijas junto a la luz, calentando sus… Dios mío, pensó Tibor. Calentando sus cuerpos quebradizos. Si se golpeaba a una sabandija en la panza, se partía en dos. Así eran; dependían de sus ágiles lenguas para obtener lo que deseaban. Las sabandijas conversaban hasta zafarse de muchas situaciones comprometidas; eran las grandes mentirosas de la Tierra.

Estas estaban desarmadas. Por lo que él veía. Y los tres lagartos, que estaban junto a su carrito, se relajaron; sus grandes temores se habían disipado.

—Hola, sabandija —dijo Jackson, saludando con la cabeza a una de las criaturas con caparazón—. ¿Cómo puede ser que tengas pulmones? ¿Dónde los conseguiste? Los insectos no deben tener pulmones; es contra la naturaleza.

Potter dijo:

—Tendríamos que hacer una sopa de sabandijas.

Incrédulo, Tibor dijo:

—¿Quieres decir que las coméis?

—Seguro —dijo el tercer lagarto, cruzado de brazos y apoyado en el carrito de Tibor—. Cuando los tiempos son malos… tienen un sabor asqueroso.

—Monstruo odioso y podrido —dijo una de las sabandijas.

No parecían atemorizadas. Tampoco intentaban huir.

—Tu cola, ¿se sale? —dijo otra de las sabandijas a los tres lagartos.

—¿Qué cola? —dijo otra sabandija—. Eso es su picha, que les cuelga por detrás. Las pichas de los lagartos asoman por detrás, no delante.

Las sabandijas rieron roncamente.

—Una vez vi a un lagarto —declaró una sabandija— que tenía una erección… y se asustó, supongo que el marido de ella volvió y se marchó corriendo y lo único que tuvo que hacer el marido fue pisar con el pie la gran picha dura que le colgaba por detrás.

Las sabandijas rieron a coro: parecían divertirse mucho.

—¿Y qué pasó después del pisotón? —preguntó una sabandija—. ¿Se desprendió?

—Se desprendió —continuó la otra— y quedó allí retorciéndose y saltando hasta la puesta del sol.

Potter dijo:

—Estos insectos tendrían que bajar un par de escalones. Se han puesto demasiado altivos.

Miró a su alrededor, buscando, aparentemente, algo que sirviera de arma. Se tomó su tiempo y las sabandijas no se movieron. Parecían tranquilas y confiadas.

Y ahora, Tibor vio porqué. Las sabandijas no se habían aventurado solas. Un grupo de corredores las acompañaba.