7

Sobre su carrito, Tibor McMasters conducía con pericia y elegancia; tirado por la fiel vaca, el carrito rechinaba y rebotaba y kilómetros de hierbas inservibles pasaban a su lado, tierras bajas en las que se levantaban cañas fuertes y secas: aquello se había transformado en tierra árida, que ya no servia para sembrar. A medida que avanzaba, Tibor se regocijaba; finalmente había emprendido su Pere y sería un éxito; lo sabía.

No sentía demasiado temor de los carteristas y los bandoleros, en parte porque nadie se molestaba por las carreteras… podía desechar racionalmente ese temor diciéndose que como no había tránsito por allí, mal podía haber bandoleros.

—«Oh, amigos» —declamó en voz alta, traduciendo al inglés las primeras palabras de An die Freude de Schiller—. «¡Estos tonos, no! Por el contrario, cantemos a…»

Se detuvo, porque había olvidado el resto. Maldita sea, se dijo ferozmente, abrumado por los trucos de su propia mente.

El sol resplandecía, caliente como los pececillos que se deslizan por la superficie del oleaje metálico, la marea del nacimiento y la caída de la realidad. Tosió, escupió y continuó.

Por encima de todo, la cercanía sensual de la decadencia. Hasta las malas hierbas poseían ese abandono. A nadie le importaba, nadie hacía nada. O Freunde, pensó. Nich diese Töne. Sondern.

¿Y si hubiera bandoleros invisibles, ahora, a causa de las mutaciones? No; imposible. Se aferró a eso. Anotó, preservó y mantuvo eso. No tenía por qué temer a los hombres; sólo la soledad le amenazaba. En particular, temía la posibilidad real de una interrupción en el camino. Unos pocos hoyos grandes y… su carrito no podría continuar. Podría morir entre unas rocas. No era la mejor muerte, reflexionó. Y, sin embargo, no era de las peores.

Los troncos rotos de unos árboles bloqueaban el camino, más adelante. Disminuyó la marcha y bizqueó a la luz del sol, tratando de descubrir qué era.

Árboles derrumbados al comienzo de la guerra, pensó. Nadie los había retirado.

Se acercó al primer árbol. Una senda de guijarros y tierra nacía hacia un lado, esquivando a los árboles caídos; la senda, en el otro extremo, volvía a unirse al camino. Si hubiese ido a pie, o en bicicleta… pero en cambio, descansaba en un carro demasiado grande e incómodo para pasar por la senda.

Quizá pueda hacerlo, se dijo.

Pero ¿y si su carro se atascaba?

Aferrando el timón del carro, se movió lentamente hacia delante, desplazándose de la carretera rota por las malezas a la senda. Sus ruedas giraron ansiosas, hubo un chirrido agudo y nubes de polvo marrón formaron un géyser seco en el cielo.

El carro se había atascado.

No había ido muy lejos, comprendió. Pero, en seguida, sintió un miedo salvaje que casi le provocó náuseas. Un gesto amargo subió en su interior y su pecho ardía a causa de la humillación. Atascado tan pronto: eso lo humillaba. Si alguien lo viera allí, metido en la porquería, junto a la carretera que se derrumbaba… Se burlarían, pensó. De mí. Y seguirían de largo. Pero… es más probable que me ayudaran, pensó. No sería razonable que se burlaran. Después de todo, ¿me habré vuelto cínico en lo que a la humanidad se refiere? Claro que me ayudarían. Y, sin embargo, sus orejas ardían a causa de la vergüenza. Para distraerse de su problema, sacó un mapa Richfield muy arrugado y manchado de grasa, y lo consultó con la idea de que podría encontrar algo útil.

Se situó en el mapa. Descubrió que no había avanzado mucho; unos cincuenta o sesenta kilómetros.

Y, pese a eso, estaba en un mundo diferente del que había conocido en Charlottesville. Otro mundo a sólo cincuenta kilómetros de distancia, quizá uno entre mil universos diferentes que giraban por el tiempo y el espacio sideral. Aquí y allá en el mapa: nombres que alguna vez hablan significado algo. Ahora era un mapa lunar, con cráteres: vastas hoyas vaciadas en la tierra, hasta el lecho de rocas. Casi por debajo del nivel de la tierra, donde florecía el basalto.

Tocó ligeramente a la vaca con el látigo, puso el selector en marcha atrás y, apretando los dientes, se columpió hacia atrás y hacia delante en primera y marcha atrás; el carrito se agitó como en una tormenta en mar abierto.

El olor a aceite quemado, las nubes de polvo, se levantaron… eso fue todo. Gruñó y soltó el acelerador. Y aquí voy a morir, declaró una parte de su cerebro, e instantáneamente se burló, se burló de sí mismo y su patética situación. No necesitaba a nadie más; podía sentirse ridículo por su cuenta.

Conectó su altavoz de emergencia. Accionado por la enorme batería húmeda del carrito, el altavoz zumbó; su aliento aumentó. Y ahora su voz.

—¡Eh, oooíd esto! —declaró, y a su alrededor su voz creció—. Soy Tibor McMasters, en una Pere oficial para los Siervos de la Ira. Estoy atascado. ¿Podéis echarme una mano?

Cerró el altavoz y escuchó. Sólo el roce del viento en las altas malezas que había a su derecha. Y, en todas partes, la luminosidad plana y anaranjada del sol.

Una voz. La oyó. Claramente.

—¡Socorro! —gritó por el altavoz—. Os pagaré en metal. ¿De acuerdo? ¿Estáis de acuerdo?

Nuevamente escuchó. Y oyó, esta vez, muchas voces que huían precipitadamente, muy agudas, como gritos. El ruido hizo ecos y se mezcló con el asordinado temblor de las malas hierbas.

Sacó sus binoculares y miró a su alrededor. No había más que un paisaje árido que se extendía, feo y triste. Grandes manchas rojas que aún no se habían rellenado y superficies cubiertas de chatarra eran visibles aún… pero actualmente la mayoría de las ruinas habían quedado cubiertas por tierra y hierba. Vio, a lo lejos, un robot trabajando los campos. Araba con un gancho de metal soldado a su pecho, un trozo arrancado de alguna máquina inútil. No levantó la vista; no le prestó atención, porque nunca había estado vivo y sólo un ser vivo podía tomarlo en cuenta. El granjero robot siguió arrastrando el gancho oxidado por la tierra endurecida; su cuerpo lleno de marcas se doblaba a causa del esfuerzo. Trabajaba lenta, silenciosamente, sin quejarse.

Y entonces los vio. La fuente de los ruidos. Veinte de ellos se escabulleron por la ruinosa tierra hacia él; niñitos negros que saltaban y corrían, gritándose órdenes unos a otros, como si estuvieran en una única jaula sin techo.

—¿Adónde vas, Hijo de la Ira? —cantó con voz aguda el niño más cercano, mientras se abría camino a través de la basura y el lodo. Era un pequeño bantú, vestido con harapos rojos cosidos y remendados. Corrió hasta el carrito, como un cachorro, saltando y sonriendo con dientes muy blancos. Rompía trocitos de maleza que crecían aquí y allá.

—Al oeste —respondió Tibor—. Siempre hacia el oeste. Pero estoy atascado aquí.

Los otros chicos corrieron, ahora; formaron un círculo alrededor del carrito desamparado. Eran un grupo inusualmente salvaje, totalmente indisciplinado. Rodaban y caían y se perseguían unos a otros como locos.

—¿Cuántos de vosotros —preguntó Tibor— habéis recibido la primera instrucción?

Hubo un súbito e incómodo silencio. Los niños se miraron entre sí con expresión culpable; ninguno respondió.

—¿Ninguno? —dijo Tibor, atónito. Y a sólo cincuenta kilómetros de Charlottesville. Dios, pensó, nos hemos venido abajo como una máquina oxidada.

»¿Cómo esperáis estar en concordancia con la voluntad cósmica? ¿Cómo podréis conocer el plan divino? —Hizo resonar sus extensores cerca de uno de los niños, el más próximo a su carro—. ¿Estáis preparándoos constantemente para la próxima vida? ¿Estáis purgándoos y purificándoos constantemente? ¿Os priváis de carne, sexo, diversiones, ganancias financieras, educación, tiempo libre?

Pero era obvio. Su risa incontenible y sus juegos lo probaban.

—Mariposas —dijo severamente, resoplando a causa del disgusto—. De todos modos —continuó ásperamente—, sacadme de aquí, así podré seguir. ¡Os lo ordeno!

Los niños se reunieron en la parte trasera del carrito y comenzaron a empujar. El carro golpeó contra el primer árbol caído y no fue más lejos.

—Poneos delante —dijo Tibor— y levantadlo. Todos vosotros, ¡tirad al mismo tiempo! —Lo hicieron, obedientes, pero jubilosos. Él volvió a poner la primera marcha adelante… el carro se estremeció y luego pasó sobre el primer árbol, para detenerse sobre el segundo. Un segundo después se encontró rebotando sobre el segundo árbol y chocando contra un tercero. El carrito, levantado, alzó su nariz hacia el cielo, lloró y gruñó y una nubecilla de humo escapó del motor.

Ahora veía mejor. Labriegos, algunos robots, otros humanos, trabajaban los campos en todas partes. Una fina capa de suelo vegetal sobre la escoria; unas pocas espigas de trigo se mecían, finas y escuálidas. El terreno era terrible; el peor que había visto. Sentía el metal debajo del carrito, casi en la superficie. Hombres y mujeres agobiados regaban sus cosechas enfermizas con latas, viejos recipientes de metal recogidos en las ruinas. Un buey tiraba de un rústico carro.

En otro campo, unas mujeres sembraban a mano; todas se movían con lentitud, estúpidamente; padecían anquilostomiasis por culpa de la tierra. Todas estaban descalzas. Los niños no se habían contagiado aún, pero les sucedería pronto. Levantó la mirada al cielo nublado y dio gracias al Dios de la Ira por ahorrarle esto; pruebas muy duras aparecían por todas partes. Estos hombres y mujeres estaban siendo templados en un crisol ardiente; sus almas eran, probablemente, de una asombrosa pureza. Había un bebé en las sombras, acostado junto a una madre semidormida. Las moscas andaban por sus ojos; la madre respiraba pesada, roncamente, con la boca abierta; un eczema enfermizo decoloraba su piel apergaminada. Su vientre abultaba; ya estaba embarazada de nuevo. Otra alma inmortal que debería ser levantada de un nivel más bajo. Sus grandes pechos se movían en el sueño, saliéndose de su sucio vestido.

Los niños que lo habían empujado a él —y a la vaca Holstein— por encima de los troncos y los restos de árboles, se alejaron.

—Esperad —dijo Tibor—. Volved. Yo os preguntaré y vosotros responderéis. ¿Sabéis los catecismos básicos?

Miró severamente a su alrededor.

Los chicos volvieron, con los ojos fijos en el suelo y formaron un corro silencioso a su alrededor. Una mano se levantó; luego otra.

—Primero —dijo Tibor—: ¿Quiénes sois? Sois un diminuto fragmento del plan cósmico. Segundo: ¿Qué sois? Apenas una mota de polvo en un sistema tan vasto que está más allá de la comprensión. ¡Tercero!: ¿Cuál es el propósito de la vida? Proporcionar lo que requieren las fuerzas cósmicas. ¡Cuarto!: ¿Qué…?

—Quinto —tartamudeó uno de los niños—: ¿Dónde habéis estado?

Y respondió a su propia pregunta.

—Recorriendo interminables pasos; cada vuelta de la rueda te hace avanzar o retroceder.

—¡Sexto! —gritó Tibor—: ¿Qué determina tu dirección en la próxima vuelta? Tu conducta en esta manifestación.

—¡Séptimo!: ¿Qué conducta es buena? Someterse a las fuerzas eternas del Deus Irae, el que prepara los planes divinos.

—¡Octavo!: ¿Cuál es el significado del sufrimiento? La purificación del alma.

—¡Noveno!: ¿Cuál es el significado de la muerte? Liberar a la persona de esta manifestación, de modo que pueda subir un nuevo peldaño en la escalera.

—Décimo… —Pero, en ese momento, Tibor se interrumpió. Una forma humana adulta se acercaba a su carrito. Instintivamente, su Holstein bajó la cabeza y fingió (o trató de) comer las hierbas amargas que crecían a su alrededor.

—Tenemos que marcharnos —dijeron los niños con sus vocecillas agudas—. Adiós.

Se alejaron corriendo; uno se detuvo, miró a Tibor y gritó:

—¡No hables con ella! Mi mamá dice que no hay que hablar con ella porque te sorbe. Ten cuidado, ¿oyes?

—Oigo —dijo Tibor y se estremeció. El aire se había vuelto frío y oscuro, como si esperara el azote furioso de una tormenta. Sabía qué era esto; la reconocía.

Bajaría por las calles arruinadas, hacia la enorme masa de piedras y columnas que era su casa. Se la habían descrito muchas veces. Cada piedra estaba cuidadosamente anotada en el mapa grande de Charlottesville. Sabía de memoria cuál era la calle que llevaba allí, a la entrada. Sabía cómo yacían las grandes puertas, rotas y partidas. Sabía qué aspecto tenían los oscuros corredores internos. Entraría en la vasta cámara, la habitación oscura de murciélagos y arañas y sonidos que retumbaban. Y allí estaría. La Gran C. Aguardando en silencio, aguardando las preguntas. Los interrogantes que la alimentaban.

—¿Quién está ahí? —preguntó la forma, la forma femenina de la extensión peripatética de la Gran C. La voz resonó nuevamente, una voz metálica, dura y penetrante, desprovista de calidez. Una voz enorme que no podía ser detenida; no callaría nunca.

Sentía miedo, más miedo del que había tenido nunca. Su cuerpo comenzó a temblar terriblemente. Torpemente, se agitó en su asiento, bizqueando en la oscuridad para observar sus rasgos. No pudo. Tenía una cara chata, con rasgos casi vestigiales, casi desprovista por completo de la cortesía de los rasgos. Eso también le heló la sangre.

—He… —Tragó ruidosamente, revelando su temor—. He venido a cumplimentarte, Gran C.

—¿Has preparado preguntas para mí?

—Sí —dijo él, mintiendo. Había esperado poder deslizarse alrededor de la Gran C sin molestarla, y sin que tampoco lo molestara a él.

—Me preguntarás dentro de la estructura —dijo ella, poniendo la mano en la barandilla del carro—. No aquí fuera.

Tibor dijo:

—No es necesario que entre en la estructura. Puedes responder a las preguntas aquí.

Roncamente, se aclaró la garganta, tragó saliva y consideró su primera pregunta; las había llevado consigo, por escrito, por si acaso. Gracias a Dios que lo había hecho; gracias a Dios que el padre Handy lo había preparado. Eventualmente, lo arrastraría adentro, pero él se proponía resistir lo más posible.

—¿Cómo empezaste a existir? —preguntó.

—¿Esa es la primera pregunta?

—No —dijo él rápidamente. Desde luego que no lo era.

—No te reconozco —dijo la extensión móvil de la computadora gigante, con su voz aguda y metálica—. ¿Eres de otra zona?

—Charlottesville —contestó Tibor.

—¿Y viniste aquí para interrogarme?

—Sí —mintió él. Llegó hasta el bolsillo de su chaqueta; uno de sus extensores manuales comprobó que la pistola «Derringer», calibre 22, de un solo tiro, que le había dado el padre Handy seguía en su lugar—. Tengo un arma —dijo.

—¿Sí? —Su tono era mordaz, de una manera abstracta.

—Nunca he disparado una pistola —dijo Tibor—. Tenemos balas, pero no sé si todavía sirven.

—¿Cómo te llamas?

—Tibor McMasters. Soy un incompleto. No tengo brazos ni piernas.

—Un focomélico —dijo la Gran C.

—¿Cómo dices? —preguntó él, tartamudeando un poco.

—Eres un hombre joven —dijo ella—. Puedo verte bastante bien. Parte de mi equipo fue destruido en la Catástrofe, pero todavía veo un poco. Originalmente, estudiaba visualmente las preguntas matemáticas. Ahorraba tiempo. Veo que llevas ropas militares. ¿Dónde las conseguiste? Tu tribu no fabrica esas cosas, ¿verdad?

—No; éste es un uniforme militar. De las Naciones Unidas, por el color, supongo. —Tembloroso, graznó—: ¿Es verdad que en tu origen surgiste de la mano del Dios de la Ira? ¿Que te fabricó para incendiar el mundo? Vuelto súbitamente terrible… por los átomos. ¿Y que tú inventaste los átomos y los entregaste al mundo, corrompiendo el plan original de Dios? Sabemos que lo hiciste —terminó—. Pero no sabemos de qué manera.

—¿Esa es tu primera pregunta? Nunca te lo diré. Es demasiado terrible para que lo sepas. Lufteufel estaba loco y me hizo hacer cosas locas.

—Además del Deus Irae, otros hombres venían a visitarte —dijo Tibor—. Venían y escuchaban.

—¿Sabes? —dijo la Gran C—. He existido durante mucho tiempo. Recuerdo la vida antes de la Catástrofe. Podría decirte mucho acerca de eso. La vida era muy diferente, entonces. Tú llevas barba y cazas animales en los bosques. Antes de la catástrofe no había bosques. Sólo ciudades y granjas. Y los hombres se afeitaban. Muchos de ellos llevaban ropa blanca, entonces. Eran científicos. Eran estupendos. Yo fui construida por ingenieros; eran una clase de científicos.

Hizo una pausa.

—¿Reconoces el nombre de Einstein? ¿Albert Einstein?

—No.

—Era el más grande de todos los científicos, pero nunca me consultó, porque ya estaba muerto cuando me hicieron. Y había preguntas que yo podía responder que ni siquiera él se planteó. Había otras computadoras, pero ninguna tan grande como yo. Todos los que están vivos actualmente han oído hablar de mí, ¿no?

—Sí —respondió Tibor, y se preguntó cómo y cuándo iba a poder escapar; ella lo había atrapado. Y le hacía perder el tiempo con su charla.

—¿Cuál es tu primera pregunta? —le preguntó la Gran C.

Sintió que el miedo resurgía.

—Déjame ver —dijo—. Tengo que usar las palabras exactas.

—Ya lo creo —dijo la Gran C con su voz desprovista de emoción.

Roncamente, con la garganta seca, Tibor arguyó:

—Te haré la más fácil primero. —Con su extensor manual derecho asió el papel en su bolsillo derecho, lo sacó y lo colocó frente a sus ojos. Respirando honda e inseguramente, preguntó—: ¿De dónde viene la lluvia?

Hubo un silencio.

—¿Lo sabes? —preguntó, aguardando ansiosamente.

—La lluvia viene originalmente de la Tierra, sobre todo de los océanos. Se eleva en el aire por un proceso que se llama «evaporación». El agente de ese proceso es el calor del sol. La humedad de los océanos asciende en forma de diminutas partículas. Esas partículas, cuando han subido lo bastante, entran en una zona de aire frío. En ese momento tiene lugar la condensación y la humedad se concentra en lo que se denominan grandes nubes. Cuando se reúne una cantidad suficiente, el agua desciende nuevamente, en gotas. A esto se llama lluvia, a esas gotas.

Tibor se rascó la barbilla con el extensor manual izquierdo y dijo:

—Hum. Ya veo. ¿Estás segura? —Sonaba familiar; posiblemente, en una época mejor, lo había aprendido hacía tiempo.

—Próxima pregunta —dijo la Gran C.

—Esta es más difícil —dijo Tibor roncamente. La Gran C había respondido acerca de la lluvia, pero, seguramente, no podía conocer la respuesta a esta pregunta—. Dime, si puedes: ¿qué es lo que hace que el Sol siga moviéndose en el cielo? ¿Por qué no cae sobre la Tierra?

La extensión móvil de la computadora hizo un extraño chirrido que casi parecía una risa.

—Quedarás atónito ante la respuesta. El Sol no se mueve. Por lo menos, lo que ves como movimiento, no es un movimiento. Lo que ves es el movimiento de la Tierra, que gira alrededor del Sol. Como tú estás quieto, te parece que el Sol se mueve, pero no es así; los nueve planetas, incluyendo la propia Tierra, giran asimismo alrededor del Sol en órbitas elípticas regulares. Y lo han estado haciendo durante miles de millones de años. ¿Contesta eso a tu pregunta?

El corazón de Tibor se contrajo. Finalmente logró controlarse, pero no pudo sacudirse las púas de calor-frío que se habían reunido en su cuerpo.

—Por Cristo —gruñó, un poco para sí mismo, un poco a la figura femenina casi sin rasgos que estaba de pie junto a su carro—. Bueno, por si vale la pena, te haré la última de mis tres preguntas.

Pero conocería la respuesta, como en las dos iniciales.

—Es imposible que respondas a ésta. Ninguna criatura viva puede saberlo. ¿Cómo empezó el mundo? ¿Lo sabes? Tú no existías antes del mundo. Y, por lo tanto, es imposible que lo sepas.

—Existen varias teorías —dijo la Gran C con calma—. La más satisfactoria es la hipótesis de la nebulosa. Según esta…

—Nada de hipótesis —dijo Tibor.

—Pero…

—Quiero hechos —dijo Tibor.

Pasó un tiempo. Ninguno de los dos habló. Luego, por fin, aquella borrosa figura femenina palpitó, en su imitación de la vida.

—Considera los fragmentos lunares obtenidos en 1969. Muestran una edad de…

—Inferencias —dijo Tibor.

—El universo tiene, por lo menos, cinco mil millones…

—No —dijo Tibor—. No lo sabes. No lo recuerdas. La parte de ti que contenía la respuesta fue destruida en la Catástrofe.

Rió, con lo que esperaba fuese un sonido lleno de confianza… pero, cuando salió, estaba teñido de inseguridad. Su voz se vació hasta quedar casi en silencio.

—Estás senil —dijo en forma casi inaudible—. Como un viejo dañado por la radiación. No eres más que una concha quitinosa hueca.

No sabía qué quería decir «quitinosa», pero era un término favorito del padre Handy, y por eso lo usaba ahora.

En ese momento crucial, la Gran C vaciló. No está segura, se dijo, si respondió a la pregunta. La duda asomaba en su voz, cuando graznó:

—Ven conmigo debajo de la superficie y muéstrame la cinta dañada o perdida.

—¿Cómo podría mostrarte una cinta perdida? —dijo Tibor, y rió muy fuerte, un ladrido fluctuante que se derramó, agostado.

—Supongo que tienes razón en eso —murmuró la Gran C; la figura femenina vaciló y se alejó de su carro y su vaca—. Quiero alimentarme de ti. Ven abajo, así te disolveré, como hice con los otros, los que vinieron aquí antes que tú.

—No —dijo Tibor. Envió sus agarraderas manuales al bolsillo interior de su chaqueta, sacó la pistola, la apuntó a la unidad de control, el cerebro de la unidad móvil.

—Bang —dijo y rió nuevamente—. Estás muerta ahora.

—Nada de eso —dijo la Gran C. Su voz parecía más dura ahora—. ¿Te gustaría ser mi cuidador? Si vamos abajo, verás…

Tibor disparó la bala única; el proyectil rebotó en la unidad metálica de la cabeza de la extensión móvil y desapareció. La figura cerró los ojos, los abrió y estudió largamente a Tibor. Después, miró a su alrededor, llena de dudas, como si no estuviera segura de lo que debía hacer; parpadeó y se derrumbó, gradualmente, hasta que quedó tirada entre las malas hierbas.

Tibor reunió sus cuatro extensores sobre ella, la cogió y la levantó o —más bien— trató de levantarla. El objeto, doblado como una silla, no se movió. Que se vaya al diablo; de todos modos no tiene ningún valor, aunque pudiera levantarla, decidió. Y la maldita vaca no podría tirar de una carga tan pesada e inerte.

Golpeó ligeramente con el látigo el anca de la vaca, haciéndole una señal; la vaca avanzó lentamente, tirando del carrito.

Me salvé, se dijo. La horda de niños negros se retiró, abriéndole camino; habían contemplado todo el episodio entre Tibor y la Gran C. ¿Por qué no los disuelve?, se preguntó Tibor. Es extraño.

La vaca llegó al camino, detrás de los árboles derribados, y continuó su marcha lentamente. Las moscas zumbaban a su alrededor, pero la vaca las ignoró, como si ella también comprendiera la dignidad del triunfo.