Volvió a las excavaciones a la tarde siguiente. La puerta gruñó cuando insertó su dedo, pero reconoció las curvas y las espirales y se corrió parcialmente hacia la derecha. Él se deslizó hacia dentro y le dio una patada y la puerta se cerró detrás de él.
Ajustando su mochila, que contenía una nueva provisión de herbicidas, se detuvo un momento para tocar el bulto que había crecido entre su sien izquierda y su frente. Latía y enviaba saetas de dolor a través de su cabeza, como sabía que sucedería. Pero no podía mantener sus manos alejadas de él. La reacción tipo dolor de muelas, decidió.
Tragó otra tableta de su nueva provisión, sabiendo que su efecto sería menor que lo deseable.
Volviéndose, bajó por el túnel perpetuamente iluminado, perpetuamente mal iluminado, que llevaba a los búnkers. Antes de llegar al que usaba actualmente para dormir, su pie se posó sobre un pequeño camión rojo y se precipitó hacia delante, aterrizando sobre su hombro. Mientras caía, protegió su dolorida cabeza levantando un brazo. Activado por el empuje de su pie, el camión hizo sonar el claxon y se alejó corriendo por el túnel.
Después de un momento, una figura baja y fornida pasó corriendo a su lado, haciendo ruidos que parecían sollozos.
—¡Camón! ¡Camón! —gritaba, persiguiendo el sonido del claxon.
Se puso de rodillas y después, de pie. Mientras atravesaba, tambaleándose, la puerta, notó que, tal como había sospechado, la habitación era un caos. Mañana me mudaré a la siguiente, decidió. Es más fácil que limpiar estas malditas cosas.
Dejó caer su mochila en la mesa más cercana y se derrumbó en la cama, apretándose la frente con la parte superior de su muñeca derecha.
Una sombra que atravesó sus párpados le dijo que ya no estaba solo. Sin abrir los ojos ni cambiar de postura gruñó:
—Alice, ¡te dije que no dejaras tus juguetes en el vestíbulo! ¡Te di una bonita caja para que los guardaras! Si no los guardas allí, te los quitaré.
—No —dijo la voz chillona—. Camón…
Luego oyó el golpeteo de sus pies desnudos sobre el suelo y la cerradura de la caja de los juguetes crujió. Era demasiado tarde para gritar y, sabiendo lo que sucedería, apretó los dientes mientras ella cerraba la caja dejando caer la tapa con un estrépito que retumbó en todas las paredes de su parca celda y convergió sobre su cabeza.
El hecho de que no sepa hacerlo mejor no modifica la dificultad, decidió. Tres semanas antes había traído a Alice a vivir en las excavaciones… una idiota a quien los habitantes de Stuttgart habían expulsado. Si era porque su condición le inspiró lástima o por el deseo de tener compañía… no podía decirlo. Probablemente, un poco de las dos cosas había inspirado su decisión. Ahora comprendía por qué los otros habían hecho lo que habían hecho. Vivir con ella era imposible… enloquecedor. En cuanto se sintiera mejor la llevaría de vuelta al sitio donde la había encontrado, llorando junto al río, con el vestido enredado en unas zarzas.
—Perdón —le oyó decir—. Perdón, papaíto.
—No soy tu papaíto —dijo él—. Come un poco de chocolate y vete a dormir, por favor…
Se sentía como un vaso de agua helada. ¡Qué idea tan disparatada! El sudor parecía una condensación, ahora, mientras por dentro estaba ¡frío, frío, frío! Cruzó los brazos y comenzó a temblar. Finalmente sus dedos rozaron la manta, la cogieron y la extendieron encima de él.
Oyó a Alice, cantándose a sí misma en el otro lado del cuarto y, por alguna razón, eso lo calmó un poco.
Entonces —y lo peor era que sabía que todavía no estaba totalmente delirante— estaba de vuelta en su despacho y su secretaria acababa de entrar corriendo, con un montón de papeles que parecían una flor en su mano de uñas color rosa, y hablaba y hablaba y hablaba, excitada, y él respondía y asentía, meneando la cabeza y gesticulando, apretando los botones de espera en sus teléfonos, rascándose la nariz, tirando del lóbulo de su oreja, y hablando y no oyendo ni entendiendo una palabra de las que nadie decía, no oyendo siquiera los timbres de los teléfonos, bajo cuyos botones guiñaban sin parar las lucecitas, y había una sensación de urgencia y una extraña sensación de separación, de alejamiento, de futilidad, mientras Dolly Reiber —así se llamaba— hablaba, hasta que súbitamente notó, desde un punto de vista académico, que tenía cabeza de perro y había empezado a aullar (eso lo oyó, aunque muy débilmente), y él sonrió y extendió el brazo para acariciar el hocico y se transformó en Alice junto-a-su-lecho.
—¡Te he dicho que te vayas a dormir!
—Lo siento, papaíto.
—¡No importa! Vete a dormir, como te dije.
La figura se retiró y él encontró fuerzas para desabrochar sus cinturones de municiones y arrancarse la ropa, porque ya no se sentía como un vaso de agua helada, y empujó esas cosas por el borde de la cama.
Quedó tirado allí, jadeando, y su cabeza latía con cada latido de su corazón.
¡Las ratas! Las ratas… Estaban a su alrededor, acercándose… Quiso coger el napalm. Pero, Líbranos, líbranos de tu Ira, dijeron las ratas, y él soltó una risita y comió sus ofrendas. «Por un tiempo», les dijo, y entonces el cielo estalló y había siluetas informes que nadaban lentamente rodeándolo, casi siempre rojas, aunque algunas eran incoloras y él existía con indiferencia mientras flotaban a su lado, y entonces —o antes o después, no estaba seguro y sabía que no importaba— oyó y sintió, más bien que vio, una luz dentro de su cabeza, pulsando, y era una cosa agradable y dejó que lo empapara durante un tiempo, un tiempo que pudieron ser horas o segundos (no importaba) y, aunque sintió, súbitamente, que sus labios se habían estado moviendo, no oyó palabras, allí donde estaba, hasta que una voz dijo:
—¿Qué es un D III, papaíto?
—Duerme, ¡maldita seas! ¡Duerme! —su boca, finalmente se comunicó con sus oídos y llegó el sonido de pasos que huían. Ratas… Líbranos… D III… Luz… Luz… ¡Luz!
Brillaba como un tubo de neón y latía como un tubo, también. Más y más brillante. Rojo, naranja, amarillo. ¡Blanco! ¡Blanco y deslumbrante! Se tambaleó en la luz pura y blanca. Disfrutó de ella por un momento. Sólo por un momento.
Bajó lentamente y lo vió llegar. Se agachó, se encogió, se rebajó ante él, pero comenzó igualmente su eternamente lento descendimiento. «¡Dios!», el grito estrangulado surgió de todo su ser, pero estaba más cerca, más cerca, estaba sobre él.
Una corona de hierro bajó y se posó en su frente, se ajustó, se colocó en él. Se apretaba y sintió como un anillo de hielo seco alrededor de la cabeza. ¿Brazos? ¿Tenía brazos? Si era así, los usó para arrancarla, pero fue inútil. Se quedó allí y latió y volvió a su búnker en las excavaciones, sintiéndola.
—¡Alice! —gritó—. ¡Alice! ¡Por favor!
—¿Qué, papaíto? ¿Qué? —preguntó mientras se acercaba a él nuevamente.
—¡Un espejo! ¡Necesito un espejo! Coge el pequeño que hay encima del water y tráemelo. ¡Date prisa!
—¿Espejo?
—¡Luna! ¡Spiegel! ¡Lo que refleja! ¡Esa cosa en la que te ves!
—¡De acuerdo! —Y se marchó corriendo.
Después de un tiempo doloroso, volvió.
—Tengo el espejo —dijo.
Se lo arrebató y lo alzó. Torció la cabeza y se miró con el ojo izquierdo.
Estaba allí. Una línea negra había aparecido en el centro del bulto.
—Oye, Alice —dijo y se detuvo, para respirar hondo—. Oye…, en la cocina… ¿Sabes dónde está el cajón donde guardamos los cuchillos y las cucharas y los tenedores?
—Creo…, me parece…
—Ve a buscarlo. Saca todo el cajón… con mucho cuidado. No lo dejes caer. Y me lo traes aquí. ¿Entiendes?
—Cotina. Cosas cajón. Cotina. Cosas cajón. Cosas cajón…
—Sí. Date prisa. Pero ten cuidado; que no se te caiga.
Ella se marchó corriendo y un instante después oyó el golpe y los ruidos metálicos. Luego oyó los sollozos.
Apoyó los pies en el suelo y se derrumbó. Lentamente, comenzó a arrastrarse.
Llegó a la cocina y dejó marcas húmedas con las manos en las baldosas. Alice estaba acurrucada en el rincón, repitiendo:
—No pegues, papaíto. Perdón, papaíto. No pegues, papaíto…
—Está bien —dijo él—. Puedes comer otra chocolatina. —Y eligió dos cuchillos afilados de diferentes tamaños, se volvió y se arrastró de vuelta.
Diez minutos, quizá, y sus manos estuvieron firmes, como para levantar el espejo con la izquierda y el cuchillo pequeño con la derecha. Se mordió el labio. El primer corte tendría que ser rápido, decidió, y colocó el cuchillo debajo de la línea negra.
Cortó y gritó casi simultáneamente.
Ella corrió a su lado, sollozando, pero él también sollozaba y no podía responder.
—¡Papaíto, papaíto, papaíto!
—Dame mi camisa —gritó él.
Ella la sacó del montón de ropas y se la tiró.
Cuidadosamente, la aplicó contra la sien y secó sus lágrimas con la manga. Volvió a morderse el labio y por la humedad que chorreaba comprendió que también tendría que secarlo.
—Oye, Alice —dijo—. Te has portado muy bien, y no estoy enfadado contigo.
—¿No enfadado? —preguntó ella.
—No estoy enfadado —dijo él—. Has sido muy buena, muy buena. Pero esta noche tendrás que ir a dormir a otro cuarto. Es porque voy a estar dolorido, y haré ruidos y habrá mucha sangre… y no quiero que veas todo eso, y no creo que a ti te guste.
—¿No enfadado?
—No. Pero, por favor, vete al otro cuarto. Sólo por esta noche.
—Allá no me gusta.
—Sólo por esta noche.
—De acuerdo, papaíto —dijo ella—. ¿Das beso?
—Claro.
Y se inclinó y él se las arregló para girar la cabeza de manera que ella no le hiciera daño. Luego se retiró sin hacer —¡gracias a Dios!— demasiado ruido.
Debía tener, según sus cálculos, unos veinticuatro años y pese a sus anchos hombros y a su cintura cubierta de grasa, tenía una cara no muy diferente de la de los querubines de Rubens.
Cuando se marchó, él descansó un poco y luego volvió a levantar el espejo. Seguía sangrando, de modo que se secó varias veces, mientras estudiaba la herida. ¡Muy bien!, se dijo. El primer corte había sido profundo. Ahora, si tenía cojones…
Tomó el cuchillo y lo colocó sobre la línea negra. Algo en su interior —allá abajo, en el nivel animal donde nace la mayor parte de los temores— gritó, pero se las arregló para ignorarlo durante el tiempo necesario para hacer el segundo corte.
Entonces, tanto el espejo como el cuchillo cayeron sobre la cama y apretó la camisa contra su cara. Entonces, se desvaneció. No había luces. No había corona. Nada.
Cuánto tiempo le llevó recuperar el conocimiento, no lo sabía. Pero se quitó la camisa de la cara, dio un respingo y humedeció sus labios.
Finalmente, levantó el espejo y se miró.
Sí; había logrado poner la cosa entre paréntesis. El primer paso había sido completado. Ahora tendría que excavar un poco.
Y lo hizo. Cada vez que el filo chocaba contra la pieza de metal que sobresalía, su cabeza era como el interior de la campana de una catedral y pasaban minutos antes de que pudiese continuar. Seguía secando la sangre, las lágrimas y el sudor de su cara.
Luego, apareció.
Finalmente, había dejado al descubierto un filo que sus uñas podían asir. Mordiéndose la lengua ahora, como se había atravesado antes el labio inferior, lo cogió con suavidad, apretó cuidadosamente y tiró con todas sus fuerzas.
Cuando despertó y pudo volver a levantar el espejo, sobresalía medio centímetro de su cabeza.
Mojó la camisa con saliva, para poder limpiarse la cara.
Nuevamente se acercó con cautela y tiró espasmódicamente. Nuevamente la negrura.
Después de la quinta vez, yacía allí con una esquirla de metal de cinco centímetros que había caído desde su mano derecha sobre la cama, y su cara era una máscara sudorosa, sangrante, llorosa, con un agujero en la sien izquierda, y durmió un sueño sin sueños… De hecho, bajo esa superficie rubicunda apareció una cierta capa de paz, aunque pudo haber sido un efecto de las luces a través del desorden.
Ella entró de puntillas, con el cuidado exagerado de una criatura, y se llevó las manos a la boca y se mordió los nudillos, porque sabía que no debía molestarle y sentía que, si gritaba, lo haría.
Pero era como en la víspera de Todos los Santos… era como si llevara una máscara. Vio la camisa caída en el suelo… Estaba tan mojado…
—Papaíto… —susurró y la puso contra su cara, apretando suave, muy suavemente, con dedos como patas de araña, hasta que absorbió todo, todo, todo eso que lo cubría como barro o insectos que se amontonaban.
Luego la retiró porque se había cortado, muchas veces, y sabía que esas cosas secaban y se pegaban y hacían daño cuando se quitaban.
Parecía más limpio, ahora, aunque todavía estaba un poco alterado, y aferró la camisa y la llevó consigo, de vuelta a la habitación de antes, porque era de él, porque él le había dado juguetes y chocolate, y porque quería algo que fuera de él que él no quisiera ya… estando tan sucia.
Tarde, mucho más tarde, cuando la miró, extendida sobre su cama, quedó encantada, viendo que llevaba impresa una imagen de su cara, trazada con los jugos de su propio cuerpo, que ahora yacía allí plano y oscuro, ajustándose a cada detalle de su rostro…
Excepto los ojos —que, extrañamente, parecían horizontales…, dos ranuras—, como si pudieran ver toda la superficie del mundo, como si el mundo fuera plano y su mirada viajara siempre, sin detenerse nunca.
A ella no le gustó la forma en que aparecían los ojos, de modo que la dobló y se la llevó y la ocultó en el fondo de su caja de juguetes, olvidándola para siempre.
Esta vez, por alguna razón, recordó que no debía dejar caer la tapa, y la cerró cuidadosamente.