4

Más tarde, esa noche, después de que la bonita pelirroja Lurine Rae y Tibor McMasters en su carrito tirado por la vaca se marcharan, andando y rodando, respectivamente, Pete Sands decidió discutir su visión con el doctor Abernathy.

El doctor Abernathy no la aprobó.

—Si sigues teniendo visiones, te advierto que te será prohibido acercarte a la barandilla.

—¿Me cerraría el acceso al mayor de los sacramentos?

Pete no podía creerlo. Seguramente el sacerdote bajito, gordo, carirrojo y parecido a un gallo, estaba de mal humor temporalmente; en él era bastante normal.

—Bueno; si tienes visiones, no necesitas la intercesión del sacerdote ni la gracia de los sacramentos.

Pete dijo:

—¿Quiere saber lo que Él me…?

—Su aspecto —dijo el doctor Abernathy— no es algo que me interese discutir, como si hubieses visto una mariposa rara.

Zambulléndose, Pete dijo:

—Entonces, confiéseme. Ahora.

Se puso de rodillas, con las manos juntas y aguardó.

—No estoy vestido como corresponde.

—Pamplinas.

El doctor Abernathy suspiró, se marchó y finalmente volvió con las necesarias vestiduras blancas; colocando una silla adecuadamente, se sentó dando la espalda a Pete. Luego, haciendo la señal de la cruz y después de haber rezado de forma inaudible, dijo: —Que Tus oídos reciban la humilde confesión de este humilde servidor Tuyo que ha pecado y desea ser recibido nuevamente en Tu generosa gracia.

—Su aspecto era así —empezó Pete.

Interrumpido, el doctor Abernathy, en voz algo más fuerte, rezó:

—Porque este tu servidor, ahora hinchado de vanagloria, imaginando en su abyecta ignorancia que tiene acceso directo a Tu Santa Presencia, a través de un proceso químico y mágico, carente de santificación…

—Siempre está ahí —dijo Pete.

—En la confesión —dijo el doctor Abernathy— no cuentes las acciones de otros, ni siquiera las Suyas.

Pete declaró:

—Confieso humildemente que ingerí deliberadamente drogas de naturaleza compleja, con el propósito de trascender la realidad corriente y obtener un atisbo de lo absoluto, y que procedí mal. Además, confieso que, de forma totalmente sincera, creí y sigo creyendo en la veracidad de mi visión, que le vi realmente, y que, si estoy equivocado, le ruego me perdone, pero si era Él, entonces seguramente deseará que…

—Del polvo vienes —interrumpió el doctor Abernathy—. Oh, hombre, qué pequeño eres. Señor Dios, abre el corazón de este estúpido a Tu sabiduría, que afirma que ningún hombre puede Verte y proclamar adjetivos en cuanto a Tu apariencia y Tu ser.

—Confieso, además —dijo Pete— que sentía y sigo sintiendo resentimiento cuando se me dice que debo desistir de mi búsqueda personal de Dios y que creo que un hombre, aun trabajando solo, puede hallarlo. Sin la mediación del sacerdote, de los sacramentos y de la Iglesia. Confieso muy humildemente que eso es lo que creo y, aunque sé que está mal, sigo creyéndolo a pesar de todo.

Quedaron en silencio durante un rato, y luego Pete Sands dijo:

—Es gracioso que haya dicho eso del «polvo». Me recuerda lo que dijo Ho On acerca de estar hecho con la arcilla de la tierra.

El doctor Abernathy le miró fijamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Pete, incómodo.

—¿«Ho On»?

—Sí; en mi visión… el pote de cerámica dijo que ése era su nombre. Un pote tonto, un nombre tonto. Debe de haber sido un alucinógeno tonto. Probablemente contenía alguna sustancia química de desorientación, de los tiempos de la guerra…

El doctor Abernathy dijo, con voz sorprendentemente grave:

—Eso es griego.

—¿Griego?

—No estoy completamente seguro, pero es un nombre que Dios se da a sí mismo en la Biblia, en la parte griega. Jehová, un verbo hebreo, significa algo en la parte más antigua, cuando habla con Moisés… Es una forma del verbo «ser»; describe su naturaleza. «Soy el que causa el ser», es lo que «Jehová» significa literalmente. De modo que Moisés pudo comunicar a su pueblo la naturaleza, o sea, la ontología, de su Dios. Pero Ho On… —El sacerdote meditó—. La Esencia de la Esencia. ¿El Más Sagrado? ¿El Elevado On? ¿El Poder último?

Riendo, Pete dijo:

—Sólo era un potecito de cerámica. Y de todos modos, como usted dice, yo estaba drogado. Al principio dijo «Oh Ho» y siguió diciendo «Oh, Oh, Oh», y finalmente, Ho On.

—Pero habló en griego.

Pete preguntó:

—¿Quién era Santa Sofia?

—Nunca existió una Santa Sofia.

Ante eso, Pete se echó a reír en el estilo de un hombre que recuerda un buen «viaje».

—¿No existe Santa Sofia? Un pote que se llama Dios a sí mismo y una revelación sobre una santa inexistente; debo de haber tomado una buena mezcla. Sólo una vez en la vida. Tiene razón; es una misa negra. Una santa va a renacer…

—Lo consultaré —dijo el doctor Abernathy—. Pero estoy seguro de que esa santa no existió…

Desapareció por un rato y luego volvió, abruptamente, llevando un enorme libro viejo, un libro de consulta.

—Santa Sofia —declaró en voz alta— era un edificio.

—¡Un edificio!

—Un edificio muy famoso que, por supuesto, fue destruido en el desastre. El emperador Justiniano se ocupó personalmente de su construcción. El nombre que le dio, Haggia Sofia, es griego. También es griego, como Ho On. Significa «la sabiduría de Dios». Ella… eso… ¿va a renacer?

—Fue lo que Ho On me dijo.

Sentándose, el doctor Abernathy preguntó cuidadosamente:

—¿Qué más te dijo ese Ho On, ese pote de cerámica?

—Nada importante. Se quejaba mucho. Ah, sí; dijo que Santa Sofia no era aceptable antes.

—¿Y tú no dedujiste nada?

—Bueno; nada que…

—Haggia Sofia —dijo el sacerdote— puede también referirse a la Palabra de Dios y, por tanto, es por extensión, una clave del nombre de Cristo. Es una clave dentro de otra: Haggia Sofia; Santa Sofia; la Sabiduría de Dios; el Logos; Cristo, y por lo tanto, de acuerdo con nuestras creencias trinitarias, Dios. Lee… ejem… Libro de los Proverbios 8: 22-31. Muy fascinante.

—Una santa que nunca existió —dijo Pete—. El pote se burló de mí; era una comedia. Me estaba tomando el pelo.

—¿Sigues acostándote con Lurine Rae?

La voz del sacerdote tenía un filo súbito e inesperado. Pete parpadeó.

—Este… sí —farfulló Pete.

—De modo que ése es el camino que recorren nuestros conversos para llegar hasta nosotros.

Pete dijo:

—Cuando las cosas van mal, van mal. Quiero decir que tiene que tomar las cosas como vienen.

—Te ordeno —dijo el doctor Abernathy— que dejes de acostarte con esa chica; no estáis casados.

—Si lo hago, no ingresará en la Iglesia Cristiana. Hubo un silencio. Cada hombre miraba al otro, respirando fuerte; sonrojados, los dos se miraban con odio, desaprobación y autoridad masculina, con resonancia de un mandato más profundo y elevado, oscuramente articulado, pero que estaba presente.

—Y las visiones —dijo el doctor Abernathy—. Es hora de que las dejes, también. Confesaste que usabas drogas que inducían visiones. Te ordeno que me entregues todas esas drogas.

—¿O… queeé?

El sacerdote asintió.

—Inmediatamente. —Y extendió la mano.

—Nunca tendría que haberme confesado. —Su voz temblaba, y aunque le fuese la vida en ello, no hubiese podido contener el temblor—. Oiga, ¿por qué no hacemos un trato? No me acostaré más con Lurine, pero usted me deja conservar las…

El doctor Abernathy declaró:

—Estoy más preocupado por las drogas. Contienen un elemento satánico, una viciada, pero real, misa negra.

—¡Usted —Pete gesticuló— está loco!

La mano permanecía aguardando.

—«Misa negra». —Fastidiado, dijo—: Qué negocio. No puedo ganar. O entrego…

Es demasiado, pensó, deprimido. Había sido un error deslizarse en la relación formal con Abernathy; el sacerdote había dejado de ser un hombre y había asumido el poder trascendente.

—Penitencia —dijo en voz alta—. Me ha cogido. De acuerdo; tengo que entregarle todas mis malditas provisiones de medicinas. Qué victoria para usted, la de esta noche. Qué razón para integrarse en la Iglesia Cristiana; ¡tienes que abandonar todo lo que te gusta, hasta la búsqueda de Dios! Usted no debe tener mucho interés en hacer nuevos conversos. En realidad, me parece misteriosa la forma en que desanimó a McMasters; por Dios, casi le dijo en la cara que tenía que volver a Handy y hacer su trabajo y que no tenía que convertirse. ¿Es eso lo que quiere? ¿Que se quede allí con los SDI, y tenga que hacer su Pere, de la que está intentando liberarse con todas sus fuerzas? Qué manera de dirigir una Iglesia; no es asombroso que las cosas vayan mal, como le dije.

El doctor Abernathy seguía extendiendo la mano abierta y aguardando.

Sólo eso, reflexionó Pete Sands. No haber aceptado cuando el inc quiso unirse a nosotros para no hacer la Pere, ¿por qué no lo aceptó? No era una decisión tan difícil. Normalmente, el doctor Abernathy hubiese enrolado a Tibor en la Iglesia instantáneamente. Pete Sands había sido testigo, muchas veces, de esas conversiones abruptas y totales.

—Le diré algo —dijo Pete en voz alta—. Le entregaré mis provisiones de medicamentos si me dice por qué frenó a McMasters cuando trató de meterse aquí. ¿De acuerdo?

—Tibor debería tener valor. Debería estar a la altura de los deberes que se le han impuesto. Aunque sean impuestos por una Iglesia falsa y profana.

—Oh, está bromeando. —Seguía pareciendo raro; en realidad ahora parecía más raro aún. Cuando se le preguntaban directamente sus razones, el doctor Abernathy revelaba que no tenía razones. O, más bien, comprendió Pete, que no iba a decirlas.

—Las drogas —dijo el doctor Abernathy—. Te dije por qué resistí a la tentación de apoderarme de uno de los mejores pintores de pingles del área de las montañas Rocallosas y afiliarlo a la Iglesia Cristiana; ahora dame…

—Cualquier cosa —dijo Pete Sands en voz baja.

—¿Perdón? —Parpadeando, el doctor Abernathy se llevó una mano a la oreja—. Oh… ya veo. Cualquier cosa en vez de… las medicinas.

—Lurine y cualquier otra cosa —dijo Pete con una voz que apenas se dejaba oír. En realidad no estaba seguro de que el sacerdote hubiera entendido las palabras, o solamente el tono. En toda su vida, aun durante la guerra, no había hablado así. Por lo menos, eso esperaba.

—Hum —dijo el doctor Abernathy—. Lurine y cualquier otra cosa. Una oferta más bien grandiosa. Debes estar habituado a una o varias de tus drogas; ¿es así? —Miró atentamente a Pete.

—No a las drogas —dijo Pete—. Más bien a lo que las drogas me demuestran.

—Déjame pensar —rumió el doctor Abernathy—. Bueno; esta noche no se me ocurre nada… quizá sea mejor archivarlo, por ahora; podré, quizá, ofrecer alguna alternativa mañana o pasado.

Y no sólo esto, pensó Pete; además, me ganó toda la plata que tenía encima cuando empezamos la partida. Vaya por Dios.

—Y ya que estamos en ello —dijo el doctor Abernathy—. ¿Cómo es Lurine en la cama? Sus pechos, por ejemplo, ¿son tan firmes como parecen?

—Es como las mareas del mar —dijo tristemente Pete—. O los vientos que barren la llanura. Sus pechos son como montes de grasa de pollo. Su cintura…

Sonriendo, el doctor Abernathy dijo:

—En cualquier caso, para ti ha sido un placer conocerla. En el sentido bíblico.

—¿Realmente quiere saber cómo es? Término medio. Después de todo, he tenido muchas mujeres. Y muchas de ellas eran mejores en la cama; y muchas de ellas peores —dijo Pete—. Eso es todo.

El doctor Abernathy seguía sonriendo.

—¿Cuál es el chiste? —interrogó Pete.

—Quizá la forma en que los hombres hambrientos hablan de los banquetes —contestó el doctor Abernathy.

Pete se sonrojó, sabiendo que el color le llegaría hasta la coronilla, que era visible.

Se encogió de hombros y se volvió.

—¿Y a usted qué le importa?

—Curiosidad —dijo el doctor Abernathy rascándose la barbilla y enderezando su sonrisa—. Soy un hombre curioso y aun el conocimiento carnal de segunda mano es conocimiento.

—Y quizá muchos años de confesionario promueven un cierto voyeurismo —observó Pete.

—Si es así, eso no corrompe el sacramento —dijo el doctor Abernathy.

—Sé algo de los valdenses —dijo Pete—. Lo que dije era que…

—… Que soy un fisgón. —El doctor Abernathy suspiró y se puso de pie, arreglando su sotana—. Bueno, ahora me marcho.

Pete lo acompañó hasta la puerta, dejando salir al mismo tiempo a Tom Swift Y Su Alfombra Mágica Eléctrica, para que se ocupara de sus habituales asuntos nocturnos.

El polvo luchó con el rocío y aquél se instaló en el suelo, salvo el que levantaba la vaca, enviándolo a su cara.

—Me interesa. Sí… Como le dije anoche…

—Sí, sí, lo sé —dijo el doctor Abernathy—. No necesito decir que me alegro de que nuestro ejemplo te haya impresionado tanto.

Se volvió entonces y miró por la ventana y dijo:

¿Crees en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, y en su único Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, nacido de santa María Virgen, que padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado y al tercer día resucitó?

—Creo que sí —contestó Tibor.

—¿Crees que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos?

—Puedo creerlo, si lo intento —respondió Tibor.

—De todos modos, eres un hombre honesto —dijo el doctor Abernathy—. Mira, pese a que dicen que estamos buscando clientes, no es cierto. Me encantaría darte la bienvenida al redil, pero sólo si estás seguro de que sabes lo que haces. Además, somos más pobres que los Siervos de la Ira. De modo que si estás buscando trabajo, olvídalo. No podemos permitirnos el lujo de pagar murales, ni manuscritos iluminados.

—Ni había pensado en eso, padre —dijo Tibor.

—Muy bien —dijo el doctor Abernathy—. Sólo quería asegurarme que nos encontrábamos en el mismo terreno.

—Estoy seguro de que así es —dijo Tibor.

—Tú eres un empleado de los SDI —dijo el doctor Abernathy, pronunciando cada letra.

—He aceptado su dinero —dijo Tibor—. Tengo que hacer un trabajo para ellos.

—¿Qué piensas de Lufteufel, realmente? —preguntó el doctor Abernathy.

—Es un tema difícil —contestó Tibor—, porque nunca le he visto. Necesito pintar del natural. Una fotografía, como la que me proporcionaron, sería útil sólo si pudiera mirar al hombre, aunque fuera por un instante.

—¿Qué piensas de él en cuanto dios? —preguntó el doctor Abernathy.

—No lo sé —dijo Tibor.

—¿Y como hombre…? —preguntó el doctor Abernathy.

—No lo sé.

—Si sientes dudas, ¿por qué quieres cambiarte a esta altura del partido? —preguntó el doctor Abernathy—. Quizá sería mejor resolverlas en el contexto en que surgieron.

—Su religión tiene más cosas que ofrecer —arguyó Tibor.

—¿Como por ejemplo? —preguntó el doctor Abernathy.

—Amor, fe, esperanza —contestó Tibor.

—Pero has aceptado su dinero —señaló el doctor Abernathy.

—Sí —dijo Tibor—. Ya he hecho un arreglo con ellos.

—¿Un arreglo que requiere una Pere? —preguntó el doctor Abernathy.

—Sí —contestó Tibor.

—Si te conviertes hoy, ¿qué harás con ese encargo? —prosiguió el doctor Abernathy.

—Renunciaré —respondió Tibor.

—¿Por qué? —inquirió el doctor Abernathy.

—Porque no quiero hacer la Pere —reconoció Tibor.

Ambos bebieron café.

—Tú crees que estás siendo honesto —dijo por fin el doctor Abernathy—, un hombre que afronta todos sus compromisos. Pero quieres venir a nosotros y traicionar su confianza.

Tibor desvió la mirada.

—Puedo devolverles su dinero —dijo.

—Es cierto —convino el doctor Abernathy—, como está mandado; no robar. Eso se aplica a los SDI como a cualquier otro, de modo que sería justicia que les devolvieras su dinero o pintaras el mural, manteniendo tu promesa. Por otro lado, ¿qué es lo que, en realidad, te han pedido que hagas?

—Un mural, donde figure el Dios de la Ira —contestó Tibor.

—Entiendo —dijo el doctor Abernathy—. Y ¿dónde vive Dios?

—No entiendo —dijo Tibor, bebiendo su café.

—¿No es cierto que está en todas partes y en todo tiempo, porque la eternidad es Su hogar? —preguntó el doctor Abernathy—. Creo que los SDI y los cristianos estamos de acuerdo en ese punto.

—Creo que sí —dijo Tibor—. Pero, como Dios de Este Mundo…

—Bueno; puede ser hallado en cualquier parte —dijo el doctor Abernathy.

—Padre, no le sigo —dijo Tibor.

—¿Y si no consigues localizarlo? —preguntó el doctor Abernathy.

—Entonces no podré completar el mural —arguyó Tibor.

—¿Y qué harías entonces? —insistió el doctor Abernathy.

—Continuar con lo que he estado haciendo —contestó Tibor—, pintando carteles, pintando casas. Devolvería el dinero, por supuesto…

—¿Y por qué tienes que llegar a esos extremos? Ya que Dios, si él es Dios, puede ser encontrado en todas partes, porque éste es su mundo, parece que podrías muy bien buscarle aquí —dijo el doctor Abernathy.

Con cierto desasosiego y, al mismo tiempo, algo de fascinación, Tibor dijo:

—Creo que todavía no entiendo lo que quiere decir, señor.

—¿Y si vieras un rostro en una nube? —sugirió el doctor Abernathy—. O en los reflejos del Gran Lago Salado, por la noche bajo las estrellas. O en la bruma que desciende cuando desaparece el calor del día.

—Entonces se trataría de una suposición —arguyó Tibor—. Una… falsificación.

—¿Por qué? —preguntó el doctor Abernathy.

—Porque sólo soy un mortal —dijo Tibor— y, por lo tanto, puedo equivocarme. Si hago una suposición, puedo errar.

—Pero, si es Su voluntad que se haga ese mural, ¿permitiría un error? —preguntó el doctor Abernathy con voz fuerte y mesurada—. ¿Permitiría que pintases una cara equivocada?

—No lo sé —contestó Tibor—. Creo que no. Pero…

—Entonces, ¿por qué no te ahorras mucho tiempo, esfuerzo y penalidades —preguntó el doctor Abernathy— y procedes como te he dicho?

Después de una pausa, Tibor murmuró:

—Siento que no estaría bien.

—¿Por qué no? —preguntó el doctor Abernathy—. En realidad, podría ser cualquiera ¿sabes? Lo más probable es que nunca encuentres al verdadero Carl Lufteufel.

—¿Por qué no? —repitió Tibor—. Porque no estaría bien, ésa es la razón. Me han encargado que pinte al Dios de la Ira en el centro del mural, con los colores más vívidos y apropiados, de modo que es muy importante saber cómo es realmente.

—¿Es tan importante? —preguntó el doctor Abernathy—. ¿Cuánta gente le conoció en los viejos tiempos? Y, aunque estén vivos, ¿cuántos le reconocerían hoy…?, si es que él vive aún, por supuesto.

—No es eso —dijo Tibor—. Sé que podría falsificarlo, que podría fabricar una cara… gracias a la repro que vi. Pero la cosa es que, pese a todo, no sería verdadera.

—¿Verdadera? —repitió el doctor Abernathy—. ¿Verdadera? ¿Qué es la verdad? ¿Acaso se desvirtuaría la devoción de un solo SDI, aunque mirara una cara inauténtica, si sus sentimientos fueran los adecuados, en términos de la fe? Claro que no. No estoy tratando de denigrar a los que tú consideras mis competidores. Todo lo contrario. Es a ti a quien valoro. En el mejor de los casos, una Pere es un riesgo. ¿Qué ganaríamos si te perdiéramos? Un alma y un buen pintor, quizá. Sentiría muchísimo perderte por un asunto tan poco importante.

—No es un asunto poco importante, padre —replicó Tibor—. Es un asunto de honradez. Me han pagado para que haga algo y, ¡por Dios! (el suyo o el de ellos) tengo que hacerlo bien. Yo trabajo así.

—Paz —dijo el doctor Abernathy, levantando la mano. Bebió otro sorbo de café y luego dijo—: El orgullo también es un pecado. Por él Lucifer cayó del cielo. De los pecados capitales, el orgullo es el peor. La ira, la avaricia, la envidia, la lujuria, la pereza y la gula… representan las relaciones del hombre con sus semejantes y con el mundo. El orgullo, en cambio, es absoluto. Representa la relación subjetiva de un hombre consigo mismo. Por lo tanto es el más mortal de todos. El orgullo no requiere nada de que estar orgulloso; es el colmo del narcisismo. Siento que, quizá, eres víctima de ese sentimiento.

Tibor rió. Después bebió café.

—Me parece que se equivocó de persona —dijo—. Tengo muy poco de qué sentirme orgulloso. —Colocó la taza ante sí y levantó su mano metálica—. ¿Usted diría que me siento orgulloso de algo? Diablos, ¡soy mitad máquina! De todos los pecados que nombró, es probablemente el menos aplicable a mí.

—Yo no apostaría a eso —dijo el doctor Abernathy.

—Vine a discutir sobre religión con usted —dijo Tibor.

—Es cierto —admitió el doctor Abernathy—, es cierto. Creo que estamos discutiendo sobre eso. Estoy tratando de que veas tu tarea con una perspectiva adecuada. ¿Más café?

—Sí, por favor —dijo Tibor.

El doctor Abernathy sirvió el café y Tibor miró por la ventana. Las once de la mañana, ese momento de la verdad estaba pasando sobre el mundo, lo sabía. Porque algo había salido de él. Qué era… no lo sabría nunca.

Bebió y volvió a pensar en la noche anterior.

—Padre —dijo finalmente—, no sé quién tiene razón y quién se equivoca, usted o ellos, y quizá no lo sepa nunca. Pero no puedo engañar a alguien cuando le digo que voy a hacer algo. Si fuera al revés, hubiese hecho lo mismo con usted.

El doctor Abernathy se movió y bebió.

—Y quizá en realidad no nos hubiese importado, si no hubieras podido hallar a Cristo para nuestra Última Cena —dijo—, si hubieses hecho un buen trabajo. No estoy tratando de disuadirte de que hagas lo que te parece correcto. Es sólo que creo que te equivocas y que podrías facilitarte mucho las cosas.

—No pido facilidades, padre.

—Me haces sonar como algo que no estoy tratando de ser —dijo el doctor Abernathy—. Es solamente, repito, que creo que hay una manera de que te facilites las cosas.

—En otras palabras, sugiere que me vaya por un tiempo, finja haber visto la cara que tendría que ver, la pinte, y liquide el asunto —dijo Tibor.

—Para ser franco —dijo el doctor Abernathy—, sí. No engañarías a nadie…

—¿Ni siquiera a mí mismo? —preguntó Tibor.

—Orgullo —dijo el doctor Abernathy—. Orgullo.

—Lo siento, señor —dijo Tibor, apoyando su taza de café—. Lo siento, pero no puedo hacerlo.

—¿Por qué no? —preguntó el doctor Abernathy.

—Porque no estaría bien —contestó Tibor—. No soy esa clase de persona. En realidad, sus sugerencias me han hecho reconsiderar su religión. Creo que me gustaría posponer mi decisión respecto a convertirme.

—Como quieras —dijo el doctor Abernathy—. Por supuesto, según nuestras creencias, tu alma inmortal estará en peligro permanente.

—Pero —dijo Tibor— usted no puede considerar condenado a ningún ser humano, ¿no es esto cierto?

—Así es —admitió el doctor Abernathy—. ¿Quién te comunicó ese dato tan jesuítico?

—Fay Blaine —contestó Tibor.

—Oh —dijo el doctor Abernathy.

—Gracias por el café, señor —dijo Tibor—. Creo que será mejor que me vaya…

—¿Puedo darte un catecismo? ¿Para que lo leas por el camino?

—Sí; gracias.

—No te gusto y no me respetas, ¿eh, Tibor?

—Permita que me reserve mi opinión, padre.

—Resérvala, pero toma esto —dijo el doctor Abernathy.

—Gracias —dijo Tibor, aceptando el panfleto.

El doctor Abernathy dijo:

—Te revelaré otra cosa que deberías saber. La encontré en un libro de texto acerca de las religiones de los antiguos griegos. Su dios Apolo era un dios constante y, cuando se le sometía a prueba, siempre era el mismo. Esa era una importante cualidad suya; era lo que era… siempre. En efecto, se podría definir a Apolo por esto y asimismo la personalidad apolínea en los seres humanos. —Tosió y continuó rápidamente—. Pero Dionisos, el dios de la sinrazón, era el dios de la metamorfosis.

—¿Qué es «metamorfosis»? —preguntó Tibor.

—Cambio. De una forma a otra. Por eso, como verás, como el Dios de la Ira es también un dios de la sinrazón, como Dionisos, podemos suponer que se oculta, que se disfraza, se esconde, que es lo que no es; ¿puedes imaginarte adorando a un dios que, más bien que ser, es lo que no es?

Tibor lo miró, perplejo. La perplejidad y los esfuerzos de dos hombres corrientes llenaron la habitación: la perplejidad, no la comprensión.

—Estos temas son difíciles —dijo finalmente el doctor Abernathy. Se puso de pie—. ¿Te veré nuevamente a tu vuelta?

—Quizá —contestó Tibor, activando su carrito.

—El Dios cristiano… —el doctor Abernathy dudó, viendo que Tibor parecía agotado, agotado por la perplejidad— es el Dios del no cambio. «Soy el que soy», como dijo Dios a Moisés en la Biblia. Ese es nuestro Dios.

Afuera, toda la magia había desaparecido del mundo del mediodía, el sol había escondido su cara detrás de una nubecilla y Darlin Corey se había comido un abejorro y se encontraba mal.