Durante la guerra se habían desarrollado muchas drogas tóxicas y después estas drogas —una gran variedad de tipos— quedaron en medio del caos general y podían ser halladas en cualquier sitio, como todo lo demás. Y Pete Sands se interesaba mucho en esas drogas, porque algunas —bueno, unas pocas—, aunque habían sido desarrolladas originalmente como armas contra el enemigo, para obstruir, desorientar y ofuscar sus facultades, tenían un cierto valor positivo.
Por lo menos, eso creía. Si uno era cuidadoso, podía confeccionar una poción, varias drogas tomadas juntas; uno se desorientaba, pero también lograba una cierta expansión de la lucidez. Las pequeñas metanfetas verdes; las rojas y brillantes zinas; los discos blancos y planos de código, segmentados a veces en mitades y, a veces, cuando eran más fuertes, en cuatro partes; los pequeños elfos amarillos… Había reunido un inventario que guardaba cuidadosamente oculto. Nadie más que él sabía de ese tesoro que guardaba… y mientras coleccionaba y atesoraba, experimentaba.
Creía que las así llamadas alucinaciones, causadas por algunas de esas drogas (subrayando, recordaba continuamente, la palabra «algunas»), no eran alucinaciones, sino percepciones de otras zonas de la realidad. Algunas eran aterradoras; algunas encantadoras.
Extrañamente, exploraba y hurgaba en las primeras; quizá una larga tradición puritana lo había hecho —conjeturaba— masoquista. De todos modos era en el reino del terror donde le gustaba aventurarse un poco… no deseaba ir muy lejos ni quedarse mucho tiempo, pero deseaba observarlo bien.
Eso le recordaba a su papá, que un día, antes de la guerra, en un parque de diversiones, había probado una máquina de choques; ponías una moneda, cogías dos manijas y, gradualmente, las separabas. Cuanto más se alejaban, más fuerte era la corriente eléctrica; uno averiguaba cuánto podía soportar, a qué distancia podía separar las dos manijas. Mirando a su sudoroso padre, con la cara enrojecida, Pete Sands había sentido admiración y había visto cómo la presa de su padre en las manijas era más fuerte, más vigorosa cuanto más crecía la separación. Y, sin embargo, su padre había luchado contra un antagonista obviamente poderoso, demasiado poderoso; finalmente, con un gruñido de dolor, su padre las había soltado.
Pero qué admirable había sido su padre, que, por supuesto, había estado exhibiéndose ante Pete, quien, a los ocho años, había pensado que su papá era estupendo. Él mismo, por una fracción de segundo, había tocado las manijas y se había alejado de un salto, asustado; no había podido soportar la corriente ni un instante. Desde luego no era como su papá… por lo menos ante sus propios ojos.
De modo que ahora tenía sus pastillas ar-ter, que mezclaba, como un alquimista, en proporciones de una cuidada variedad y cantidad. Y siempre se aseguraba que otra persona estuviese presente para que le pudiese administrar oralmente una fenotiazina corriente, si se iba demasiado adentro, abajo, afuera; en cualquier dirección que lo llevaran las drogas.
—Estoy chiflado —había dicho una vez a Lurine Rae, en una ingenua admisión. Y, sin embargo, seguía; inspeccionaba las ofertas de cada buhonero que pasaba por Charlottesville… inspeccionaba y, con frecuencia, compraba. Poseía una vasta farmacoteca, y podía decir, con sólo dar un vistazo, en qué consistía una píldora, una tableta, una cápsula, por arcana que fuera; reconocía la marca de cada firma ética de la preguerra: en eso, su sabiduría era completa.
—Entonces —había dicho Lurine—, deténte.
Pero él no quería, porque estaba buscando algo. No sólo perdiendo el tiempo, sino investigando; la meta estaba allí, pero oscurecida por una membrana, y él se esforzaba, por medio de la medicación, por levantar la membrana, el telón: así lo describía ante sí mismo, una racionalización, quizá, pero ¿qué otra razón había para hacerlo? Porque, con frecuencia, sufría temores y desorientación, a veces depresión y hasta —aunque raramente— una polimorfa rabia asesina.
¿Un autocastigo? No; con frecuencia había pensado y rechazado la idea. No trataba de herirse ni de dañar sus facultades, ni de padecer toxemias hepáticas o renales… Leía los folletos y vigilaba cuidadosamente los efectos secundarios… Y desde luego, no quería perder el control y lastimar a otro; a la pálida y bonita Lurine, por ejemplo. Pero…
—Podemos ver a Carleton Lufteufel con nuestros sentidos —explicó a Lurine—. Pero creo que…
Había otro orden de realidades y los ojos, sin ayuda, no podían penetrarlo; si considerabas, por ejemplo, los rayos ultravioleta e infrarrojos…
Lurine se enroscó en un sillón frente a él, fumando una pipa argelina de palo de rosa, rellena de reseco tabaco holandés de la preguerra y dijo:
—En vez de tomar píldoras, construye instrumentos que registren su presencia. Lo que sea que estás buscando. Puedes leerlo en un dial; es menos peligroso.
Siempre sentía miedo de que se introdujera en una alucinación y no retornara; después de todo, los medicamentos no eran medicamentos; eran enzimas neurológicas y metabólicas, poco conocidas incluso por sus fabricantes… sus efectos variaban de una a otra persona.
—No quiero leer algo en un dial —replicó él—. No quiero una anotación, quiero un… —gesticuló—. Una experiencia.
Lurine suspiró.
—Entonces deja que venga a ti. Siéntate y aguarda.
—No puedo esperar —dijo él—. Porque no llegará de este lado de la tumba.
Ese enemigo que la Nueva Iglesia, los SDI, deseaban: su solución. Aunque al mismo tiempo, a los SDI les gustaba pensar en sí mismos, los sobrevivientes de la guerra, como en los Elegidos, la elite que el Dios de la Ira había perdonado.
Veía en su lógica la falla básica. Si el Dios de la Ira era cruel, como sostenían los SDI, no perdonaría a los mejores, sino a los peores. Por tanto, y según su propia lógica, eran los malvados del mundo; como el mismo Carleton Lufteufel, estaban vivos porque eran demasiado malvados para merecer el bálsamo curativo de la muerte.
Una lógica tan lunática lo aburría. De modo que se volvió a la exhibición de píldoras que había en una mesa ante él, en su pequeño salón.
—De acuerdo —dijo Lurine—. ¿Qué es lo que estás buscando? Debes de tener alguna idea, por lo menos de su valor… o no estarías siempre comprando esas cápsulas y pagando todo el dinero que cobran los buhoneros. Me siento muy desgraciada; quizá esta noche me reúna contigo.
Hoy había dicho al padre Handy que se proponía ingresar en la Iglesia Cristiana, pero no se lo había dicho ni a Pete Sands ni al doctor Abernathy. Como de costumbre, no acababa de decidirse…, su instinto no le permitía tirarse al agua.
Pete, frunciendo el ceño, dijo lentamente:
—Una vez vi lo que llaman Todesstachel. Por lo menos, así es cómo tu amiguete el padre Handy y ese inc, Tibor, lo llamarían; les gustan esos términos teológicos alemanes.
—¿Qué es ein Todesstachel? —preguntó ella. Nunca había oído la palabra, pero sabía que Tod significaba muerte.
Pete, sombrío, contestó:
—El aguijón de la muerte. Pero significa «aguijonear», como cuando un insecto o una ortiga te pinchan… ése es el sentido moderno. Ahora significa ser tocado por un aguijón envenenado, como el de una abeja. Pero no siempre significó eso. Antiguamente, cuando los eruditos del rey James escribieron la frase: «Muerte, ¿dónde está tu aguijón?», estaban usando el sentido antiguo. Que es… —dudó— como ser punzado por una observación, ¿comprendes? Estimulado, enojado, herido por una observación. Significaba ser atravesado por algo agudo, como un dardo. En los duelos, por ejemplo, se aguijoneaban; ahora diríamos «pinchar». San Pablo no quería decir que la muerte pica, como un escorpión, con la cola y una bolsa de veneno, un urticante, quería decir que atravesaba.
Pablo había querido decir lo que él mismo, Pete Sands, había experimentado una vez, bajo la influencia de las drogas.
Había estado luchando; las drogas habían desencadenado una destructividad polimorfa y circular, y él se había desplazado, destrozando cosas, y como estaba en el pequeño apartamento de Lurine, había destrozado sus posesiones y luego, increíblemente, cuando ella había intentado detenerle, la había pateado y golpeado. Y cuando lo hizo, sintió el aguijón, el aguijón en un sentido más antiguo; su cuerpo fue atravesado profundamente por un agudo garfio de metal, un arpón bardado como los que usan los pescadores para sujetar a los peces grandes en la red.
En toda su vida no había sentido nada tan real. Cuando el garfio penetró en su costado se había doblado de dolor y Lurine, que había estado esquivándole y agachándose, se había detenido inmediatamente, preocupada por él.
El garfio —el arpón metálico bardado— estaba en el extremo inferior de una larga vara, una lanza, que ascendía desde la tierra hasta el cielo, y en aquel horrible instante, mientras rodaba, doblado por el dolor, había vislumbrado a las personas que estaban en el extremo superior de la lanza, las que sostenían la vara que comunicaba los dos mundos. Tres figuras de ojos cálidos pero impasibles. No habían removido el garfio dentro de él; simplemente lo habían mantenido allí hasta que, en medio del dolor, había empezado, lenta y gradualmente, a despertarse. Ese era el propósito de ese aguijonazo: despertarlo de su sueño, el sueño de toda la humanidad, del que algún día todos despertarían en un abrir y cerrar de ojos, como había dicho Pablo. «Escuchad —había dicho Pablo—, os diré un misterio. No dormiremos todos, sino que seremos cambiados en un abrir y cerrar de ojos.» Pero, oh, el dolor.
¿Hacía falta tanto para despertarle? ¿Todos tendrían que sufrir así? El garfio, ¿volvería a atravesarlo? Lo temía, y, sin embargo, reconocía que las tres figuras, la Trinidad, tenían razón; eso debía ser hecho; él debía ser despertado. Y, sin embargo…
Sacó un libro, lo abrió y leyó en voz alta a Lurine, a quien le gustaba que le leyeran si el texto no era demasiado largo o declamatorio. Leyó un poema breve y simple, sin decirle quién era el autor.
Madre, no puedo cuidar mi rueca.
Me duelen los dedos, mis labios están secos;
oh, ¡si sintieras el dolor que yo siento!
Pero, ay, ¿quién se sintió alguna vez como yo?
Cerrando el libro, preguntó:
—¿Qué te parece eso?
—Está bien.
Él dijo:
—Safo. Traducido, probablemente, de un «fragmento». Pero te recuerda a Gretchen am Spinnrade, en la primera parte del Fausto de Goethe.
Y pensó, Meine Ruh ist hin. Mein Herz ist Schwer. Mi paz se ha ido, mi corazón está pesado. Asombroso, tan parecido. Goethe, ¿lo conocería? El poema de Salo era mejor, por ser más breve. Y, además, lo podía leer en inglés, y él, a diferencia del padre Handy, no disfrutaba de las lenguas extranjeras; en realidad las temía. Demasiadas ar-ter habían venido, por ejemplo, de Alemania; no podía olvidar eso.
—¿Quién era Safo? —preguntó Lurine.
Inmediatamente, respondió:
—El mejor poeta que conoció el mundo. Aun en fragmentos. Te regalo a Píndaro; es de tercera.
Nuevamente inspeccionó el despliegue de píldoras; ¿qué tomar, qué combinación? Para intentar, por medio de ellas, alcanzar esa otra tierra cuya existencia conocía, quizá más allá de las puertas de la muerte.
—Dime —dijo Lurine, fumando en su pipa barata de palo de rosa argelino (era todo lo que había podido comprar a un buhonero; las pipas inglesas de palo de rosa eran demasiado caras) y estudiándolo atentamente—. ¿Cómo fue esa vez que tomaste las metanfetaminas y viste al diablo?
Él rió.
—¿De qué te ríes?
—Suena como si lo supieras —dijo—. La punta de la cola dividida, patihendido, con cuernos.
Pero ella hablaba en serio.
—No era así. Dímelo de nuevo.
No le gustaba recordar su visión del Antagonista; lo que Martín Lutero había llamado «nuestro antiguo enemigo en la Tierra». De modo que cogió un vaso de agua, eligió cuidadosamente algunas píldoras variadas y las tragó.
—Ojos horizontales —dijo Lurine—. Me dijiste eso. Y sin pupilas. Sólo ranuras.
—Sí —asintió él.
—Y estaba por encima del horizonte. E inmóvil. Siempre había estado allí, dijiste. ¿Estaba ciego?
—No. Me percibía a mí, por ejemplo. En realidad, a todos nosotros, a toda la vida. Aguarda.
Se equivocan los Siervos de la Ira, pensó Pete; al llegar la muerte podemos ser entregados al Antagonista; será —puede ser— no una liberación, sino un comienzo.
—¿Sabes? —continuó—, estaba colocado de modo que veía toda la superficie del mundo, como si el mundo fuera plano y su mirada, como un rayo láser, viajaba eternamente. No tenía un punto focal, como el que crea una lente.
—¿Qué fue lo que tomaste ahora?
—Narcozine.
—Narco tiene que ver con el sueño. Pero zine es un estimulante. ¿Te estimula a dormir?
—Tranquiliza el lóbulo frontal y permite que el tálamo se active libremente. De modo que… —tragó rápidamente dos pequeñas cápsulas grises— tomo éstas para inhibir el tálamo.
El metabolismo del cerebro, la vasodilatación y constricción eran su hobby; conocía el mapa del cerebro humano y lo que un poco menos de irrigación sanguínea en esta o aquella porción podía hacer; podía transformar para siempre a un hombre bondadoso, cálido y sensible en un estrecho, rígido y suspicaz cuasiparanoico. De modo que era cuidadoso; quería, en principio, afectar las secreciones hormonales de sus glándulas de tipo adrenal, sin demasiada vasoconstricción. Y las anfetaminas eran vasoconstrictoras y, por tanto, peligrosas; podían dañar permanentemente la personalidad por causas fisiológicas.
Todo esto, las grandes firmas éticas lo habían descubierto y lo habían puesto a disposición del Pentágono, con objetivos ar-ter en los años sesenta y setenta, y habían contemplado su uso en los ochenta.
Pero, por otro lado, las metanfetaminas inhibían la secreción de adrenalina, y esto, para algunas personalidades, era vital; la esquizofrenia había sido, finalmente, desenmascarada, como el cáncer; el cáncer consistía en un virus y la esquizofrenia había resultado ser un exceso de producción de serotonina que el cerebro no podía controlar. De ahí las alucinaciones —alucinaciones reales—, aunque la línea divisoria entre alucinaciones y visiones auténticas se había vuelto muy delgada.
—No te entiendo —dijo Lurine—. Tomas esas malditas píldoras y luego ves una cosa espantosa… al mismo Satanás. O ese gancho de que hablas, el arpón que penetró en tu costado. Y, sin embargo, vuelves a hacerlo. Y no es que estés simplemente aburrido; no es eso.
Le miró, intrigada.
—Tengo que saber —dijo Pete—. Eso es todo. Experimentar, saber es ser. Quiero ser.
—Eres —señaló ella, con sentido práctico.
—Oye —dijo Pete—, Dios, el auténtico Dios, El de la Biblia, a Quien adoramos, no ese Carleton Lufteufel… nos está buscando; la Biblia es una crónica de la búsqueda del hombre por parte de Dios. No de la búsqueda de Dios por parte del hombre. ¿Lo entiendes? Y quiero ir tan lejos hacía Él, para encontrarle, como pueda.
—¿Cómo fue que el hombre y Dios se separaron? Como un niño, escuchaba con atención, aguardando la verdadera historia.
Pete contestó crípticamente:
—Es una disputa tan antigua que la historia está mutilada. De algún modo, Dios puso al hombre donde podía alcanzarle diaria, regularmente; estaban en contacto directo, como tú y yo ahora. Pero algo sucedió y de alguna manera terminaron como las mónadas ciegas de Leibniz, cercanos pero incapaces de percibir nada externo; capaces solamente de escudriñar sus propios seres. Evidentemente sobrevino alguna suerte de esquizofrenia, en uno de ellos o en los dos: autismo… separación. Y luego, el hombre…
—El hombre fue expulsado, alejado físicamente.
Pete dijo:
—Evidentemente el hombre hizo algo o, en cualquier caso, Dios pensó que lo había hecho. No sabemos exactamente qué fue. Fue corrompido, de todos modos, a través de la naturaleza o de alguna sustancia natural; algo hecho por Dios, una parte de la Creación. De modo que el hombre se alejó del contacto directo y pasó al nivel de mera creación. Y nosotros tenemos que volver.
—Y tú lo haces a través de esas píldoras.
Él dijo con sencillez:
—Es lo único que conozco. Yo no tengo visiones naturales. Quiero emprender el viaje de vuelta hasta quedar cara a cara con Él, tal como estuvo alguna vez el hombre… que luego eligió dejar de estarlo. No hay duda de que alguna cosa, o alguien, lo tentó, alejándolo, y haciéndole hacer otra cosa. El hombre abandonó voluntariamente la relación, porque pensó que había encontrado algo mejor. —Como para sí mismo, añadió—: Y así terminamos enredados con Carleton Lufteufel y la G-BSO y las ar-ter.
—Me gusta la idea de ser tentada —dijo Lurine; volvió a encender su pipa, que se había apagado—. A todo el mundo le gusta. Esas píldoras te tientan; sigue tomándolas. Los hombres, la gente como tú, tienen sangre de perro de las praderas; son absurdamente curiosos. Hay un ruido raro y saltas desde tu madriguera para observar lo que sea que está sucediendo. Por si acaso. —Meditó—. Una cosa maravillosa. Eso es lo que deseas y lo que él, el primero de nosotros, en el Jardín, deseaba. Lo que antes de la guerra llamaban «gran espectáculo». Es el síndrome de la gran carpa.
Sonrió.
—Y te diré otra cosa. ¿Sabes por qué quieres estar en primera fila? Para poder estar con ellos.
—¿Con quiénes?
—Los importantes. Hubris. Vanagloria. El hombre vio a Dios y se dijo, vaya, vaya, ¿cómo puede ser que él sea Dios y yo esté aquí, empantanado…?
—Y yo estoy haciendo eso ahora.
Lurine dijo:
—Aprende a ser lo que Cristo llamaba «manso». Apuesto a que no sabes qué quiere decir eso. ¿Recuerdas los supermercados antes de la guerra? Cuando alguien ponía un carrito delante del tuyo en la cola y tú lo aceptabas… ésa es tu idea equivocada de la mansedumbre. En realidad, «manso» significa «amansado», como cuando hablas de un animal manso.
Sorprendido, él dijo:
—¿De veras?
—Luego significó humilde y agradecido o paciente, y hasta cosas malas como débil o blando. Pero, originalmente, significaba perder la videncia. En la Biblia significa específicamente estar libre de rencor por las injurias que te hayan hecho. —Rió, deleitada, y luego añadió—: Estúpido; hablas y hablas, pero no sabes nada, realmente.
Él dijo, muy tieso:
—Yendo detrás de ese pedante padre Handy no te has vuelto nada mansa. En ninguno de los sentidos de la palabra.
Ante eso, Lurine rió hasta que le faltó la respiración.
—Oh, Dios. —Respiró—. Ahora podríamos mantener una discusión feroz: ¿cuál de nosotros es el más manso? Diablos, ¡soy mucho más mansa que tú!
Se columpió, divertida.
Él la ignoró, a causa del guisado de píldoras que había tomado; habían comenzado a surtir efecto.
Vio una figura, súbitamente, con ojos reidores; supuso que era Jesús. Tenía que serlo. El hombre, de cabellos blancos, llevaba una toga y grebas griegas. Era joven, de hombros musculosos, y sonreía de forma feliz y suave, mientras estrechaba contra su pecho un enorme libro con una sólida encuadernación. Dejando aparte las grebas clásicas, podría haber sido —por el extraño corte de sus cabellos— sajón.
¡Jesucristo!, pensó Pete.
El joven musculoso de cabellos canos —Dios mío, ¡tenía el físico de un herrero!— quitó el cierre del libro y lo abrió, exhibiendo dos anchas páginas. Pete vio una escritura en una lengua extranjera, mostrada para que él la leyera:
KAI THEOS EIN HO LOGOS
Pete no consiguió comprender eso, ni la mezcla de otras palabras que, aunque claramente escritas, nadaban delante de él en esta visión, trozos sin sentido para él, como koimeitheisometha… keoiesis… titheimi… Ni siquiera podía decir si era un lenguaje genuino o no; comunicación o los fantasmas sin sentido de un sueño.
El joven de los cabellos de lino cerró el gran libro que sostenía y luego, bruscamente, desapareció. Su llegada y su partida eran como un viejo holograma activado por láser del tiempo de la guerra, pero sin sonido.
—No debes prestar atención a esas cosas, de todos modos —dijo una voz dentro de la cabeza de Pete, como si sus propios procesos mentales hubiesen escapado a su control— Todo eso era para impresionarte. ¿Te dijo su nombre ese tipo? No, no lo hizo.
Volviéndose, Pete distinguió la imagen que se meneaba y flotaba de un pequeño pote de cerámica, un objeto modesto, horneado pero sin barniz; sólo endurecido. Un objeto utilitario, hecho con el barro del suelo. Le estaba aconsejando que no se impresionara —y lo había estado— y se lo agradecía.
—Te diré mi nombre —dijo el pote—. Soy Oh Ho.
Para su coleto, Pete pensó: chino.
—Soy de la Tierra y no soy superior a los mortales —continuó el pote Oh Ho, en tono de conversación—. Y no tengo inconveniente en identificarme. Desconfía siempre de las apariciones demasiado altivas para identificarse. Tú eres Pete Sands; yo soy Oh Ho. Lo que viste, esa figura con el libro antiguo, era una de esas entidades de la noosfera, de los Mares de la Sabiduría, que llegan hasta aquí desde los tiempos de Sumeria. Como Terapeutas, asistían al médico griego Esculapio; como espíritus o formas plasmáticas de sabiduría, se designaban a sí mismos como «Thoth» ante los egipcios, y cuando construían —son excelentes artífices— eran «Ptath» para los egipcios y «Hefestos» para los griegos. En realidad no tienen nombre, ya que son mentes compuestas. Pero yo tengo nombre, lo mismo que tú. Oh Ho. ¿Podrás recordarlo? Es un nombre sencillo.
—Claro —dijo Pete—. Oh Ho, un nombre chino.
El pote se tambaleó; rielaba y se alejaba.
—Oh Ho —repitió—. Ho. Oh. Oh. Oh. Oh. Ho On. Piensa en Ho On, Pete Sands, algún día, cuando estés hablando con el doctor Abernathy. El pequeño pote de arcilla que salió de la tierra y puede, como tú, romperse en mil pedazos y volver a la tierra, el que vive sólo tanto como los de tu raza.
—Ho On —repitió Pete, dócilmente.
—Lo que es benigno se identifica con un nombre —dijo Ho On, invisible ahora; era sólo una voz, una entidad pensante, mental, que había poseído la mente de Pete—. Lo que no lo es, no. Somos parecidos, tú y yo, iguales de alguna forma real, hechos del mismo material. Pete Sands. Te he dicho quién soy y te conozco de antiguo.
Qué nombre tonto, pensó él: Ho On. Un nombre tonto para un pote transitorio y frágil. Bueno, de todos modos, le gustaba; lo había tratado, como había dicho, de igual a igual. Y de alguna manera eso parecía más importante que cualquier vasta y trascendente significación que pudiesen contener las pesadas palabras extranjeras del enorme libro. No podía desentrañar palabras, de cualquier modo; estaban por encima de él. Él, como el pote de arcilla Ho On, era demasiado limitado. Pero fue a Jesucristo a quien vi, comprendió. Sé que era Él; tenía Su aspecto.
—¿Deseas saber algo más antes de que me marche?
Los pensamientos de Ho On llegaban a él dentro de su cabeza.
Pete Sands dijo:
—Dime la cosa más importante que pudiese ser dicha en cualquier circunstancia. Pero que sea cierta.
Ho On pensó.
—Santa Sofía va a renacer. No era aceptable antes.
Pete parpadeó. ¿Quién era Santa Sofía? Era como decir que San Vito iba a volver a bailar… era una broma. Sintió una aguda desilusión. Simplemente había salido con una tontería, como su nombre. Y ahora lo sintió alejarse… después de haber dado esa nota vacía y sin sentido.
Y entonces las drogas se disiparon. Y él dejó de ver y oír; nuevamente, contempló su salón, el proyector y las microcintas familiares, las cintas bobinadas, el escritorio de plástico lleno de cosas; vio a Lurine fumando su pipa, olió el tabaco holandés…, sentía la cabeza hinchada y se puso de pie, vacilando, sabiendo que sólo había transcurrido un instante en el tiempo real y que para Lurine no había sucedido nada. Nada había cambiado. Y que tenía razón.
Esto no era un acontecimiento; Cristo no Se había manifestado. Lo que había ocurrido era lo que Pete Sands había esperado: un aumento de sus facultades de percepción.
—Jesús —dijo, en voz alta.
—¿Qué pasa? —preguntó Lurine.
—Le vi —informó él—. Existe. Para salvarnos. Está siempre ahí, siempre estará ahí, siempre ha estado ahí.
Fue hacia la cocina y se sirvió una pequeña cantidad, quizá media copa de whisky, de la valiosa botella de antes de la guerra.
Cuando volvió al salón, Lurine estaba leyendo una revista mal impresa, una gacetilla hecha en ciclostil que circulaba de ciudad en ciudad, en la zona de los Estados Montañosos.
—¿Te quedas ahí sentada? —dijo él, incrédulo.
—¿Qué tengo que hacer? ¿Aplaudir?
—Es importante.
—Tú lo viste; yo no.
Siguió leyendo la gacetilla; venía de Provo, Utah.
—Pero Él está ahí también para ti —dijo Pete.
—Bueno —asintió con aire ausente.
Él se sentó, sintiéndose débil y con náuseas; eran efectos secundarios de las píldoras. Hubo un silencio y después Lurine habló nuevamente, siempre con aire ausente.
—Los SDI van a enviar al inc, Tibor McMasters, a hacer una Pere. Para que encuentre al Dios de la Ira y capte su esencia para su pingle.
—En nombre de Dios, ¿qué es un pingle?
La jerga de los SDI; no la entendía.
—Pintura de la iglesia —ella le lanzó una mirada—. Suponen que tendrá que viajar unos dos mil kilómetros; va a Los Ángeles, creo.
—¿Crees que eso me interesa? —dijo él, furioso.
—Creo —dijo ella, dejando la gacetilla, entonces, y frunciendo el ceño pensativa— que tendrías que ir en esa Pere, y luego, cuando estuvieran a unos cien kilómetros de aquí, cortar una pata a esa vaca que tira del carrito de Tibor. O desconectar su metabatería.
Sonaba total, serenamente seria.
—¿Por qué?
—Para que no pueda traer la esencia. Para el mural.
—Me importa un rábano que…
Se interrumpió. Porque alguien había llegado hasta la puerta de su humilde vivienda; oyó pasos y luego a su perro Tom Swift Y Su Alfombra Mágica Eléctrica, ladrando. Sonó la campanilla. Se levantó y fue hacia la puerta.
El doctor Abernathy, su superior, el sacerdote de la Iglesia Cristiana Combinada de Charlottesville estaba allí, con su sotana negra.
—¿Es demasiado tarde para visitarte? —preguntó el doctor Abernathy.
Su cara de conejito resultaba graciosa a causa de su formal preocupación por no ser molesto.
—Entre —Pete abrió la puerta de par en par—. Usted conoce a la señorita Rae, doctor.
—Que el Señor sea contigo —dijo el doctor Abernathy, asintiendo.
Inmediata, correctamente, ella respondió:
—Y con su espíritu. —Se levantó—. Buenas tardes, doctor.
—He oído —dijo el doctor Abernathy— que estás considerando afiliarte a nuestra Iglesia, confirmarte y luego tomar los sacramentos mayores.
—Bueno —dijo Lurine—. Me sentía… usted sabe. Insatisfecha. Quiero decir…, ¿quién puede querer adorar al ex secretario de la AIDE?
El doctor Abernathy entró en la pequeña cocina y puso al fuego la caldera del té, para hervir agua para el café.
—Serías bien venida —dijo a Lurine.
—Gracias, doctor —contestó ella.
—Pero para ser confirmada necesitarías medio año de instrucción religiosa intensiva. Sobre muchos temas: los sacramentos, los ritos, los principios básicos de la Iglesia. Lo que creemos, y también por qué. Yo doy clases de instrucción para adultos dos veces a la semana. —Añadió, un poco incomodado—: Actualmente hay un adulto que recibe instrucción. Tú podrías alcanzarlo rápidamente; tienes una mente brillante y fértil. Mientras tanto, puedes acudir a los servicios, pero no podrás acercarte a la barandilla, no podrás recibir la Santa Comunión; te darás cuenta.
—Sí —asintió ella.
—¿Fuiste bautizada?
—Yo… —ella dudó—. Francamente, no lo sé.
—Te bautizaríamos con la ceremonia especial para los que pudieran haber sido bautizados antes. Con agua. Cualquier otra cosa, como pétalos de rosa, como solían hacer antes de la guerra en Los Ángeles… no cuenta. Por cierto… he oído que Tibor está a punto de partir en una Pere. No es un secreto, claro; el hecho de que yo esté al tanto lo confirma. Los Antanos de los Siervos de la Ira, según dicen los rumores, lo han equipado con mapas y fotos y datos, para que pueda hallar a Lufteufel. Lo único que deseo es que su vaca aguante.
Volviendo al saloncito, dijo a Pete Sands:
—¿Qué tal una partida de póquer? Tres no es suficiente, pero podemos jugar con monedas de un céntimo auténticas. Y sin cosas raras; simplemente un póquer de siete cartas, clásico.
—De acuerdo —dijo Pete, asintiendo—. Pero podríamos permitir una carta a voluntad, elegida por el que da, ya que sólo somos tres.
—Estupendo —dijo el doctor Abernathy, mientras Pete buscaba las cartas y la caja de fichas. Acercó una cómoda silla a la mesa para Lurine Rae, luego otra para él y, finalmente, una tercera para Pete.
—Y nada de charlar durante la partida —dijo Pete a Lurine.
Estaban dando una mano de cinco cartas, se abría con par de jotas o más, cuando el carrito tirado por la vaca de Tibor McMasters, con una luz de batería balanceándose delante, se detuvo en la puerta e hizo sonar la campanilla.
Estudiando su mano, el doctor Abernathy dijo pensativo, de una forma preocupada y abstracta:
—Um… yo… um… paso. Iré yo…
Se levantó y fue hacia la puerta, respondiendo a la presencia del conocido artista inc de los SDI.
Desde su carrito, Tibor McMasters supervisaba la partida de póquer y la conversación tenía esa calidad igualitaria única: cada uno decía tanto como los demás, aunque cada jugador tenía su forma personal de mascullar; y nada de lo que decían, comprendió Tibor, quería decir nada… era meramente un ruido, un zumbido mientras su atención colectiva se mantenía fija en el juego.
De modo que sólo más tarde, cuando hubo una pausa, pudo hablar con el doctor Abernathy.
—Doctor —su voz sonó chillona en sus oídos.
—¿Sí? —dijo Abernathy, contando sus fichas.
—Habrá oído hablar de la Pere que tengo que hacer.
—Sí.
Tibor dijo, consciente de sus palabras, pensando en ellas, conociendo intensamente su significación:
—Señor, si me convirtiera al cristianismo, no tendría que ir.
Inmediatamente, el doctor Abernathy levantó la vista y, escudriñándolo, dijo:
—¿Realmente tienes tanto miedo?
Los demás, Pete Sands y la chica, Lurine Rae, también miraron a Tibor; sintió sus ojos fijos en él.
—Sí —dijo Tibor.
—Con frecuencia —dijo el doctor Abernathy, tomando un mazo nuevo y barajando vigorosamente las cartas— el miedo y el temor están basados en un sentimiento de culpa que no se sufre directamente.
Tibor no dijo nada. Aguardó, con la intención de aguantar hasta el fin, por desagradable y lento que fuera. Después de todo, los sacerdotes eran generalmente gente rara e intensa, especialmente los cristianos.
—Vosotros —afirmó el doctor Abernathy— en vuestra Iglesia de los Siervos de la Ira no tenéis confesión pública ni privada.
—No, doctor. Pero…
—No voy a tratar de discutir ni de competir —dijo el doctor Abernathy en un tono áspero y totalmente firme—. Eres el empleado del padre Handy y si él quiere enviarte, es asunto suyo.
—Y tuyo —añadió Lurine—, si quieres ir o abandonar. ¿Por qué no abandonas?
—Quedaría —dijo Tibor— en un vacío.
—Siempre —continuó el doctor Abernathy— la Iglesia Cristiana está pronta para aceptar a cualquiera. Sin tomar en cuenta sus condiciones espirituales; no pide nada más que la buena disposición. Pero, sin embargo, sospecho que lo que puedo ofrecerte —hablo como portavoz de Dios, no como hombre— es la oportunidad de que desatiendas tu deber espiritual… o, con más precisión, la oportunidad de reconocer ante ti mismo y de confesarme tu profundo deseo de desatender tus deberes espirituales.
—¿Sus deberes con una Iglesia falsa? —protestó Lurine Rae, con sus cejas rojo oscuro alzadas a causa del asombro. Dijo a Tibor—: Tienen un club; todos son socios. Es lo que se llama «ética profesional».
—¿Por qué no nos citamos? —preguntó el doctor Abernathy a Tibor—. Puedo aceptar tu confesión aunque no te unas a la Iglesia Cristiana. Sin compromiso de tu parte, como decían los antiguos.
Con suma precaución, su mente trabajando muy, muy velozmente, Tibor respondió:
—No… no se me ocurre nada que confesar.
—Se te ocurrirá —le aseguró Lurine—. Él te ayudará. Más que eso.
Ni el doctor Abernathy ni Pete Sands dijeron nada, y, sin embargo, parecían reconocer, en algún misterioso sentido, quizá por su mera pasividad, que la mujer había dicho la verdad. El padre confesor conocía su oficio; como un buen abogado o un médico, reflexionó Tibor, podía sonsacar a su cliente. Guiarle, informarle. Descubrir lo que había en lo más hondo, oculto… no plantar nada, sino más bien cosechar.
—Déjame pensarlo un poco —dijo Tibor.
Se sentía totalmente vacilante ahora. Sus intenciones, su decisión de hacer esto como una solución a su horror por la Pere, cada vez más próxima, parecían zozobrar en las interpretaciones, con dudas severas y fundamentales. Lo que había parecido una buena idea, había sido devuelta, ante su incredulidad, como inaceptable por el hombre que más se beneficiaría de ella… bueno, el que más se beneficiaría después de Tibor McMasters, que estaba a la cabeza por razones obvias; razones palpables para cualquiera de los que estaban en la habitación.
¿Confesión? No sentía el peso de la culpa, el aguijón de la muerte; se sentía, en cambio, perplejo y atemorizado; eso era todo. Reconocía que temía hasta un nivel morboso y obsesivo la propuesta —en realidad, impuesta— Pere. Pero ¿por qué tenían que hablar de culpa? Las connotaciones góticas de esto, la Antigua Iglesia… Y, sin embargo, tenía que admitir que, de algún modo, parecía apropiada la interpretación del doctor Abernathy. Quizá había sido tan inesperada que lo había abrumado; posiblemente, ésa era la interpretación.
Como no tenía nada que decir, la amiga de Pete Sands habló, naturalmente:
—La confesión —dijo Lurine, en tono meditabundo— es extraña. De ninguna manera te sientes libre en el sentido de que puedes pecar nuevamente, con licencia. En realidad, sientes que… —Hizo un gesto, como si, en realidad, todos la entendieran, cosa que no sucedió a Tibor. Sin embargo, asintió solemnemente, como si hubiese entendido. Y aprovechó la oportunidad (¿acaso no estaban discutiendo temas vertiginosos e interesantes, como el pecado?) para escudriñar por millonésima vez sus amplios y contorneados pechos; Lurine llevaba una camisa de algodón blanco, encogida por muchos lavados, sin sostén, y a la luz matizada del salón sus pezones arrojaban una gran sombra lejana en la lejana pared; cada uno de ellos quedaba ampliado al tamaño de una batería de linterna.
—Sientes —declaró Pete Sands— que tus malos pensamientos y acciones quedan articulados. Toman forma, asumen un aspecto. Y causan menos temor porque se transforman… en palabras, súbitamente. En el logos. Y el logos es bueno —añadió.
Sonrió, entonces, a Tibor, y ahora; de golpe, el poderío, el empuje de las creencias cristianas hizo impacto en la mente de Tibor. En compensación, se sintió consolado; sintió la calidad curativa más bien que filosófica de la Antigua Iglesia; su doctrina no tenía mucho sentido, lo admitía, pero tampoco lo tenían la mayor parte de las cosas del mundo. Especialmente desde la guerra.
Una vez más, las tres personas que estaban alrededor de la mesa, como una trinidad mundana y bisexual, reanudaron su partida. La discusión del tema vital para la que había venido —vital, al menos, para él— había concluido.
Pero entonces, el doctor Abernathy dijo abruptamente:
—Quizá de golpe tenga tres adultos en mi clase de instrucción religiosa. Tú, la señorita Rae y ese tipo un poco raro que ya asiste, a quien todos vosotros habéis visto en alguna oportunidad: Walter Blassingame. Es prácticamente un renacimiento de la fe primordial.
Su expresión y su tono no daban ninguna pista acerca de sus sentimientos… quizá como resultado directo de las cartas que había sobre la mesa.
En voz alta, Tibor dijo:
—Erbarme mich, mein Gott.
Al hablar en alemán hablaba consigo mismo, hasta donde sabía hacerlo, de todos modos. Pero, ante su asombro, el doctor Abernathy asintió, entendiendo, obviamente.
—El lenguaje —dijo ácidamente Lurine Rae— de Krupp und Sohnen. De I. G. Farben y A. G. Chemie. De la familia Lufteufel, remontándose hasta Adán Lufteufel o, más exactamente, Caín Lufteufel.
El doctor Abernathy dijo a Lurine:
—Erbarme mich, mein Gott no es el lenguaje del establishment militar alemán, ni el de los consorcios industriales. Es el Klagengeschrei del ser humano, el grito humano pidiendo ayuda. —Explicó a Lurine y a Pete Sands—: Significa, «Sálvame, Dios mío».
—O «Ten piedad de mí, Dios» —añadió Tibor.
—Erbarme —dijo el doctor Abernathy— significa «tener piedad» excepto en esa frase; es un modismo. El sufrimiento no viene de Dios; por tanto, a Dios no se le pide que sea misericordioso; se le pide que te rescate.
Súbitamente, tiró sus cartas.
—Mañana por la mañana, a las diez, en mi despacho, Tibor. Te veré en privado, te explicaré un poco el acto de la confesión y luego iremos a la capilla donde está el Sacramento; por supuesto, tú no podrás arrodillarte, pero Él no te culpará. Un hombre sin piernas no puede arrodillarse.
—Muy bien, doctor —asintió Tibor.
Y se sintió mejor, extrañamente, aun en este punto. Como si algo hubiese sido quitado del puño combado de sus extensores manuales combinados, un peso que sobrecargaba la metabatería y hacía surgir un humo ominoso del transformador, la caja de velocidades y el banco de solenoides de su carrito.
Y hasta ahora ni siquiera había sabido de su existencia.
—Mis tres reinas —informó el doctor Abernathy a Pete Sands— ganan a tus dobles parejas. Lo siento.
Recogió el magro pote; Tibor vio que el montoncito de fichas del ministro estaba creciendo; ganaba continuamente.
—¿Puedo jugar? —inquirió Tibor.
Los jugadores se miraron levemente, como si apenas fueran conscientes de su presencia, por no hablar de su petición.
—Hace falta un dólar, en monedas de plata, para comprar la entrada —dijo Pete. Arrojó una ficha a un lugar vacío de la mesa—. Eso representa el dólar que debes a la banca. ¿Tienes un dólar? Y no quiero decir un billete.
El sacerdote dijo con suavidad:
—Muestra a Tibor cómo respaldas tus palabras, Pete. Muéstrale tu arsenal.
—Gracias a esto, la gente sabe que no estoy fanfarroneando —dijo Pete.
Escarbó en lo más profundo de su bolsillo y sacó un paquete de monedas de diez centavos, rotulado.
—¡Vaya! —exclamó Tibor.
—Nunca he perdido a las veintiuna —dijo Pete—. Siempre doblo las apuestas.
Rompió uno de los extremos del paquete de monedas para mostrar a Tibor que dentro del papel marrón había verdaderas monedas de plata; dinero genuino, de los viejos, viejos tiempos.
—¿Estás seguro de que quieres jugar? —preguntó Lurine Rae, levantando una ceja y mirando a Tibor—. ¿Sabiendo eso?
Tenía, en el bolsillo, el adelanto de un tercio que le habían dado los SDI por el pingle. No había gastado nada, por temor de que, en alguna siniestra hora futura de ajuste de cuentas, tuviera que devolverlo. Pero ahora, sin embargo, sacó seis monedas de plata de veinticinco centavos, las exhibió, cogidas por la garra de su extensor manual derecho. Y así, mientras movía su carrito más cerca de la mesa, Pete Sands contó las fichas rojas y azules que su dólar y medio había comprado. Ahora era una partida de cuatro y, por tanto, una partida mejor.