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Ninguno de los dos hombres sabía quién había escrito el antiguo poema, las palabras alemanas medievales que no podían ser halladas en su diccionario de Cassell; juntos, los dos, habían imaginado, convocado, encontrado, el significado de las palabras. Estaban seguros de que era correcto y lo entendían. Pero no exactamente. Y Ely resoplaba.

Pero era: veo la zarza ardiente. Verde… y después, no estaban seguros. De alguna manera tenía que ver con verdor. Y todos iremos allí… ¿pronto? En el verano, a… ¿a qué? ¿A alcanzar? ¿A encontrar? O sería… ¿en el verano, a partir?

Lo sentían, él y Tibor; una verdad definitiva, y, sin embargo, era para ellos, por su ignorancia, su falta de puntos de referencia, tanto el hallazgo como la pérdida del verano, de los bosques golpeados por el sol; era la vida y la partida de la vida unidas, porque no lo podían descifrar racionalmente y eso los asustaba y, sin embargo, volvían una y otra vez a ello porque —y quizá exactamente porque no podían entender— era un bálsamo que los socorría.

Ahora, el padre Handy y Tibor necesitaban poder —mekkis— pensó para sus adentros el padre Handy que viniera desde Arriba y les ayudara: en eso, los Siervos de la Ira estaban de acuerdo con los cristianos. El poder benigno estaba Arriba, Ubrem Sternenzelt, como había dicho una vez Schiller; por encima de la franja de las estrellas. Sí; más allá de las estrellas; eso estaba claro; eso era alemán moderno.

Pero era extraño, depender de un poema cuyo significado uno no entendía realmente; se preguntó mientras desdoblaba y buscaba en los mapas viejos y manchados que se regalaban en las gasolineras antes de la guerra, si no era un estigma de degeneración. Un presagio de maldad… no sólo de que los tiempos eran malos, sino de que ellos mismos se habían vuelto malos; la maldad se había alojado en ellos.

Ahora conferenciaba con el Dóminus McComas, su superior en la jerarquía de los Siervos de la Ira; el Dóminus estaba sentado, grande y tibio, con dientes extrañamente crueles, como si desgarrara cosas, no necesariamente vivas, en realidad mucho más duras… como si trabajara con ellos, como si sus dientes fueran su profesión.

—Carl Lufteufel —dijo el Dóminus McComas— era un hijo de perra. —Como hombre. —Añadió eso porque, por supuesto, uno no hablaba de la parte divina del dios-hombre, el Deus Irae, de ese modo.

—Y le apuesto —dijo— diez contra cinco a que hacía los martinis con vermut dulce.

—¿Alguna vez ha bebido vermú dulce solo o con hielo? —preguntó el padre Handy.

—Es pipí dulce —graznó McComas con su horrible voz baja, y, mientras hablaba, hurgó sus encías esponjosas con la punta de un fósforo de madera—. No estoy bromeando; lo que han comprado es pipí de caballo.

—De caballo diabético —puntualizó el padre Handy.

—Sí; que mea azúcar. —McComas gruñó un ja-ja; sus ojos redondos y rojos, rojos como si hubiesen sufrido un cortocircuito y su parte metálica se hubiese calentado de forma peligrosa, chispearon; pero eso era normal, como su bragueta, abrochada a medias.

—¿De modo que su inc —graznó McComas— va a rodar hasta Los Ángeles? ¿Es cuesta abajo? —Y esta vez rió tanto que escupió sobre la mesa. Ely, que estaba sentada en un rincón, tricotando, lo miró con tanto odio que el padre Handy se sintió incómodo y volcó su atención sobre los arrugados mapas de la gasolinera.

—Carleton Lufteufel —dijo el padre Handy— fue el secretario de la Administración de Investigación y Desarrollo de la Energía desde 1982 hasta el comienzo de la guerra. —Hablaba como para sí mismo—. Para controlar el uso de la G-BSO.

La Gran Bomba Sin Objetivo, una bomba que no estallaba en un punto determinado de la superficie de la Tierra, sino que actuaba contaminando una capa de la atmósfera. Por lo tanto (y éstas eran las teorías que habían estado de moda antes de la Tercera Guerra Mundial) no podía ser interceptada como un misil por otro misil o por un bombardero tripulado, por rápido que fuera —y eran muy rápidos en 1982—, o por un biplano, increíblemente. Un biplano lento.

En 1978 el biplano había reaparecido: era el D III. Defensor III, un pelícano aleteante, hecho por el hombre, que llevaba una cantidad ilimitada de combustible; podía volar en círculos a poca altura durante meses mientras, adentro, el piloto vivía de su traje, como Nuestros Abuelos habían vivido de la caza y la pesca. El biplano D III tenía un dispositivo trópico que dirigía sus esfuerzos cuando un bombardero tripulado se acercaba, aunque fuese a una altitud fantástica; el D III empezaba a ascender cuando el bombardero estaba aún a mil kilómetros de distancia, soltando sobre sus alas un peso parecido a una plomada de gran densidad, lo que empujaba al avión hasta la altitud deseada. En realidad, el D III y su piloto brincaban hacia arriba, donde no se podía decir que hubiese atmósfera. Y la plomada llevaba al biplano y al hombre que había dentro hacia el bombardero tripulado y ambos objetos chocaban. Y todos morían. Pero «todos» eran sólo tres hombres en total: dos en el bombardero y uno en el D III. Y allá abajo, una ciudad seguía viviendo, alumbrada, funcionando con circunspección.

Mientras, otros D III trazaban círculos y más círculos, un mes tras otro; como algunas aves rapaces, rondaban durante lo que parecía una eternidad.

Sin embargo, no era una verdadera eternidad. Los antimisiles y los D III habían mantenido a distancia a las avispas fatales durante un tiempo finito y, finalmente, el Deus Irae había llegado, para todos, a causa de la G-BSO, el gran dispositivo sin objetivo que Carleton Lufteufel había hecho estallar en un satélite cuyo apogeo era de ocho mil kilómetros. Había imaginado que los Estados Unidos, de alguna manera misteriosa, sobrevivirían y prosperarían, quizá gracias a un gracioso sombrero tipo víspera de año nuevo, un artefacto que había sido distribuido a millones de patrióticos Usuarios. Se conectaba con las venas cefálicas y reconstituía el torrente sanguíneo que estaba perdiendo rápidamente sus glóbulos rojos. Ese tocado, estilo convención de vendedores de aspiradoras de polvo, también había sido finito; había fallado a mucha gente antes de que la Krankheit —la enfermedad— desapareciera. La enorme y grandiosa corporación que había vendido los graciosos sombreros al Pentágono y a la Casa Blanca, también había desaparecido, alcanzada, no por la lluvia radiactiva que destruía la médula ósea, sino por impactos directos de misiles que esquivaban y viraban más velozmente de lo que los antimisiles saltaban y se abalanzaban. No mires atrás, había dicho una vez Satchel Paige; algo puede estar dándote alcance. Los misiles de la China Popular no habían mirado atrás y las cosas que les daban alcance no lo habían hecho a tiempo; China pudo morir feliz, sabiendo que sus miserables fábricas subterráneas «caseras» habían desarrollado un arma que hasta el doctor Porsche —si hubiese vivido— hubiese admirado, meneando admirativamente la cabeza.

Pero, doctor, pensó para sus adentros el padre Handy, mientras mezclaba y desplegaba los antiguos mapas de gasolinera, ¿cuál había sido la auténtica arma sucia de la guerra? La G-BSO del Deus Irae había matado a la mayor parte de la gente…, probablemente alrededor de mil millones de personas. No; la G-BSO de Carleton Lufteufel, ahora adorado como el Dios de la Ira, no había sido la peor, a menos que uno no se fijara más que en las cifras.

No; él tenía su propia favorita, y aunque sólo había matado a relativamente pocos millones de personas, le impresionaba; su crueldad era tan evidente, brillaba y apestaba, como había dicho una vez un diputado estadounidense; como una caballa muerta en la oscuridad de la noche. Y, como la G-BSO, era un arma de los Estados Unidos.

Era un gas nervioso.

Hacía que los órganos del cuerpo se comieran unos a otros.

—Bueno —gruñó el Dóminus McComas, hurgándose los fuertes dientes—, si el inc puede hacerlo, estupendo. Si yo fuese un Antano, me importaría un pepino que se pareciera a Lufteufel o no; me limitaría a poner una buena cara de cerdo, gorda, malvada e hinchada allí arriba, una cara de mierda, ¿sabe?

Y su propia cara de mierda brilló y, qué extraño era, pensó el padre Handy, porque McComas tenía el aspecto que uno imaginaba que tenía el Deus Irae… y, sin embargo, la foto en colores mostraba a un hombre de ojos doloridos, un hombre que parecía padecer una enfermedad profunda y horrible, aunque se atragantara de pollo asado, con un lei alrededor del cuello y una chica —no muy bonita— a su derecha… un hombre de cabellos negros brillantes y pesados, echados hacia atrás, y una sombra de barba, aunque sin duda se afeitaba cuidadosamente; estaba debajo de la piel y se transparentaba; no era culpa suya y, sin embargo, era la marca. Pero ¿de qué? La negrura no era el mal; la negrura era lo que Martín Lutero, en su traducción del Génesis, había significado cuando dijo: Und die Erde war ohne Form und leer. Leer, eso era. Eso era la negrura; cuando se pronunciaba sonaba como layer… una película en negativo que, habiendo sido expuesta a la luz, se había vuelto totalmente opaca a causa de una acción química, había adquirido esta cualidad de leer, esa capa de ceguera parecida al glaucoma. Era como Edipo extraviándose; lo que veía, o más bien, lo que no podía ver. Sus ojos no estaban destruidos; en realidad estaban cubiertos: era una membrana. De modo que el padre Handy no odiaba a Carleton Lufteufel, porque los mil millones que habían muerto no lo habían hecho como los que habían sido gaseados por el gas nervioso de los Estados Unidos; su muerte no había sido monstruosa.

Y, sin embargo, eso había terminado con la guerra; cuando la lluvia tóxica acabó, no había suficiente personal para continuar. De mortuis nil nisi bonum, pensó: De los muertos sólo se dicen cosas buenas como… bueno, pensó; quizá esto: Habéis muerto por causa de los idiotas que delegasteis para mandaros y protegeros y cobraros horribles impuestos. Por lo tanto, ¿quién era el cretino definitivo, vosotros o ellos? De todos modos, ambos habían perecido. El Pentágono había desaparecido hacía tiempo y la Casa Blanca y los refugios para Personas Muy Importantes… De mortuis nil nisi malum, pensó, corrigiendo el antiguo dicho para volverlo más sabio: De los muertos sólo se dicen cosas malas. Porque habían sido muy estúpidos; era el cretinismo llevado a la dimensión satánica.

Llevado hasta el punto de leer negligentemente los periódicos y ver la televisión y no hacer nada, cuando Carleton Lufteufel había dicho su discurso en 1983, en Cheyenne, el así llamado Discurso de la Falacia Numérica, en el que había demostrado brillantemente, inspiradamente, provocando muchos gestos de asentimiento, que no era cierto que una nación necesitara un cierto número de sobrevivientes para funcionar: una nación, había explicado Lufteufel, no consiste en su pueblo, nada de eso, sino en su conocimiento técnico. Mientras los depósitos de información estén a salvo, las cápsulas temporales de microbobinas enterradas a muchos kilómetros de profundidad… si se conservaban, entonces (lo había expresado igual, dijeron muchos en Washington, que el discurso «sangre-sudor-lágrimas» de Churchill, muchas décadas antes) «nuestras pautas étnicas patrióticas características sobrevivirán; porque podrán ser aprendidas por cualquier generación de reemplazo».

La generación de reemplazo, con todo, no había tenido con qué excavar los depósitos de información, porque tenía una tarea más importante, una que Laufteufel había pasado por alto: la de producir alimentos para mantenerse viva. Los mismos problemas que habían acuciado a los peregrinos: limpiar la tierra, plantar, proteger las cosechas y el ganado. Cerdos, vacas y ovejas, maíz y trigo, remolacha y zanahorias: ésas se volvieron las preocupaciones vitales étnicas patrióticas y características, no el texto áurico de alguna gran estupidez épica de la poesía americana, como Snowbound de Whittier.

—Yo digo —rugió McComas— que no envíe a su inc; que no haga el mural; consiga un Completo. Rodará en su carrito unos cien kilómetros y luego llegará a algún sitio donde no hay caminos y se caerá en una zanja y sanseacabó. No le hace un favor, Handy. Matará a un pobre desgraciado sin brazos, que sin duda pinta bien…

—Pinta mejor —dijo el padre Handy— que cualquier otro artista que conozcan los Siervos de la Ira.

Los ojos rojos y cruzados de McComas lo enfocaron con malignidad, mientras buscaba una observación oral cortante, hiriente; mientras lo hacía, Ely dijo súbitamente:

—Aquí viene la señorita Rae.

—Oh —dijo el padre Handy parpadeando. Porque era Lurine Rae la que transformaba en hechos los puntos y comas del dogma de los Siervos de la Ira, por lo menos en lo que a él concernía.

Aquí venía ahora, pelirroja y con unos huesos tan pequeños que siempre imaginaba que podría volar… la idea de las brujas entró en su mente cuando vio inesperadamente a Lurine Rae, a causa de esa ligereza. Montaba a caballo constantemente y ésa era la verdadera razón de su agilidad… pero no eran solamente los movimientos flexibles de una mujer atlética; tampoco era etérea. Huesos huecos, concluyó, como un pájaro. Y eso conectó, una vez más, en su mente, a las mujeres y los pájaros; por tanto, nuevamente, la canción de Papageno, el cazador de pájaros: haría una red para atrapar pájaros y luego haría, algún día, una red para atrapar a una pequeña esposa o una damita que dormiría a su lado, y el padre Handy, viendo a Lurine, sintió que el malvado animal con astas que había en su interior despertaba; la maldad misma de la sustancialidad manifestaba su insidioso ser en el corazón de su naturaleza.

Descorazonador. Pero estaba habituado; en realidad, lo disfrutaba… la disfrutaba, realmente, a ella.

—Buenos días —le saludó Lurine, y luego vio a McComas, que no le gustaba; arrugó la nariz y sus pecas se retorcieron: todo el rojo pálido, su cabello, su piel, sus labios, todo se retorció a causa de la aversión y ella también le enseñó los dientes. Pero sus dientes eran pequeños y regulares y no estaban hechos para moler (las semillas crudas prehistóricas, por ejemplo), sino para cortar limpiamente.

Laurine tenía dientes cortantes. No esos macizos dientes de masticar.

Ella —él lo sabía— mordisqueaba. ¿Lo sabía? Más bien lo suponía. Porque, en realidad nunca había estado cerca de él, mantenía las distancias entre los dos.

La ideología de los Siervos de la Ira tenía que ver con el punto de vista de San Agustín sobre las mujeres; había miedo en ella y luego, por supuesto, el dogma se enredaba con el antiguo culto de Mani, la herejía albigense de la Provenza francesa, los cátaros. Para ellos, la carne y el mundo eran malos; se habían abstenido. Pero sus poetas y sus caballeros habían adorado a las mujeres, las habían endiosado; la domina, tan atractiva, tan vital… hasta las dominae de Carcassonne, que habían llevado los corazones de sus amantes muertos en pequeños estuches enjoyados. Y ellos, ¿eran solamente locos o más bien muy perversos? Caballeros cátaros que llevaban las heces de sus amantes en cofres esmaltados… el culto había sido segado sin piedad por Inocencio III, y quizá con razón. Pero…

A pesar de todos sus excesos, los caballeros-poetas albigenses habían apreciado el valor de las mujeres; no eran las sirvientas de los hombres y ni siquiera su «costilla débil», la parte del hombre que había sucumbido a la tentación. Eran… bueno, un interrogante; mientras acercaba una silla para Lurine y le servía café, pensó: Algún valor supremo reside en esta ligera, pecosa, pelirroja amazona de veinte años. Supremo como el mekkis del mismo Dios de la Ira. Pero no un mekkis, no un Macht, no poder o energía. Es más bien un… misterio. Por tanto, tiene que ver con la sabiduría gnóstica, un conocimiento oculto tras un muro tan frágil, tan atractivo… pero, indudablemente, un conocimiento fatal. Qué interesante; la verdad puede ser una posesión terminal. La mujer conocía la verdad, vivía con ella, pero la verdad no la mataba. Pero la revelaba… pensó en Casandra y en los oráculos femeninos de Delfos. Y sintió miedo.

Una vez había dicho a Lurine, por la noche, después de beber unas copas:

—Llevas lo que San Pablo llamaba el aguijón.

—El aguijón de la muerte —recordó rápidamente Lurine— es el pecado.

—Sí. —Había asentido. Ella lo llevaba y no la mataba más de lo que su veneno mata la serpiente… o los misiles con cabeza de hidrógeno se amenazaban a sí mismos. Un cuchillo, una espada, tenían dos extremos; de un lado la empuñadura, del otro el filo. El conocimiento de esta mujer estaba, para ella, aferrado por el extremo seguro, por la empuñadura; pero, cuando lo ofrecía, el veía, resplandeciente, el brillo del filo.

Pero ¿en qué consistía, para los Siervos de la Ira, el pecado? Las armas de la guerra; naturalmente uno pensaba en los psicóticos cretinos, en altos cargos de corporaciones muertas y agencias gubernamentales, ahora muertos, individualmente; los hombres de los tableros de dibujo, los hombres de las ideas, los planificadores, los chicos de la política y los niños de las relaciones públicas… su carne, como hierba. Ciertamente había sido pecado lo que habían hecho, pero había sido sin conocimiento. Cristo, el Dios de la Vieja Secta, había dicho eso de Sus asesinos: no saben lo que hacen. No la sabiduría sino la falta de sabiduría los había convertido en lo que habían sido, congelados en la historia mientras echaban a suertes Sus vestiduras o atravesaban Su costado con una lanza. Había sabiduría en la Biblia cristiana, en tres lugares que él conocía… a pesar de la regla de la jerarquía de los Siervos de la Ira, que desaconsejaba leer los textos sagrados cristianos. Una parte estaba en el Libro de Job. Una en el Eclesiastés. La última, la nota final, eran las cartas de San Pablo a los corintios, y allí terminaba; Tertuliano y Orígenes y San Agustín y Santo Tomás de Aquino… y hasta el divino Abelardo… ninguno había añadido ni una coma, en dos mil años.

Y ahora, pensó, sabemos. Los cátaros se habían acercado mucho, habían adivinado una parte: que el mundo yacía bajo el control de un Adversario malvado y no de un dios bondadoso. Lo que no habían adivinado estaba en Job: el «dios bondadoso» era un dios iracundo… era, en realidad, cruel.

—Como Shakespeare hace que Hamlet diga a Ofelia —gruñó McComas a Lurine—: vete a un convento.

Lurine, bebiendo café, replicó con gracia:

—Tu padre.

—¿Ves? —dijo el Dóminus McComas al padre Handy.

—Veo —dijo cuidadosamente— que no puede ordenar a la gente que sea esto o aquello; la gente tiene lo que se solía llamar una naturaleza ontológica.

Frunciendo el ceño, McComas dijo:

—¿El qué?

—Su naturaleza intrínseca —dijo dulcemente Lurine—. Lo que son, maníaco religioso ignorante y rústico.

Dirigiéndose al padre Handy dijo:

—Finalmente me he decidido. Me uniré a la Iglesia Cristiana.

Soltando una ronca risotada, McComas sacudió la tripa, no la tripa de Papá Noel, sino la tripa de un animal duro y aplastante.

—La Iglesia Cristiana, ¿existe aún? ¿En esta zona?

Lurine dijo:

—Son muy buenos y cariñosos.

—Tienen que serlo —dijo McComas—. Tienen que rogar a la gente para que se acerque a ellos. Nosotros no tenemos que rogar, vienen a nosotros pidiendo protección. De Él.

Señaló con el pulgar hacia arriba. Al Dios de la Ira, no en su forma humana, no como había aparecido en la Tierra en forma de Carleton Lufteufel, sino como el espíritu mekkis que estaba en todas partes. Arriba, aquí y, por último, abajo; en la tumba, a la que todos eran arrastrados finalmente.

El enemigo final que San Pablo había reconocido —la muerte— había obtenido la victoria, después de todo: San Pablo había muerto inútilmente.

Y, sin embargo, aquí estaba Lurine Rae, bebiendo café, anunciando con calma que se proponía entrar en una secta desacreditada, antigua, deslucida. La cáscara del mundo anterior que había mostrado su concha quitinosa, su maldad, porque habían sido cristianos quienes habían diseñado las ar-ter, las armas terroríficas.

Los descendientes de quienes habían cantado los píos y torpemente forjados himnos luteranos, habían diseñado, en grandes empresas alemanas, los malignos instrumentos que habían mostrado al «Dios» de la Iglesia Cristiana tal cual era.

La muerte no era un antagonista, el último enemigo, como había pensado San Pablo; la muerte era la liberación de la servidumbre ante el Dios de la Vida, el Deus Irae. Con la muerte uno se liberaba de Él; sólo con la muerte.

Era el Dios de la Vida el dios malo. Y, en los hechos, el único Dios. Y la Tierra, este mundo, era el único reino. Y ellos, todos ellos, eran sus servidores, en tanto y en cuanto llevaban a cabo, siempre lo habían hecho, durante miles de años, sus mandamientos. Y su recompensa había estado de acuerdo tanto con su naturaleza como con sus mandamientos: había sido la Ira. La Cólera.

Y, sin embargo, aquí estaba Lurine. No tenía sentido.

Más tarde, cuando el Dóminus McComas se marchó andando trabajosamente, para ocuparse de sus asuntos, el padre Handy se sentó junto a Lurine.

—¿Por qué? —preguntó.

Encogiéndose de hombros, Lurine contestó:

—Me gusta la gente bondadosa. Me gusta el doctor Abernathy.

Él la miró con fijeza. Jim Abernathy, el sacerdote cristiano local de Charlottesville; detestaba a ese hombre… si Abernathy era realmente un hombre; parecía más bien un castrado, adecuado, como decían en Tom Jones, para correr en una carrera de caballos capados.

—¿Qué es exactamente lo que te aporta? —interrogó—. «Ayúdate a ti misma.» Eso de «piensa cosas agradables y todo irá…»

—No —le cortó Lurine.

Ely dijo secamente:

—Lurine se acuesta con ese acólito, ese Pete Sands. Ya sabes; el muchacho calvo que tiene acné.

—Tiña —corrigió Lurine.

—Por lo menos —dijo Ely, consíguele un ungüento fungicida para que se masajee la cabeza. Para que no te contagie.

—Mercurio —sugirió el padre Handy—. De un buhonero ambulante; puedes comprarlo por unos cinco medios dólares de plata americanos…

—¡De acuerdo! —dijo Lurine, enfadada.

—¿Ves? —dijo Ely a su marido.

Veía. Era cierto y lo sabía.

—No; no es un gesunt —dijo Lurine.

Gesunt, una persona sana, que no había enfermado ni había quedado maltrecha a causa de la guerra, como los incompletos. Pete Sands era un kranker, y estaba enfermo; se veía en su cabeza dañada, sin cabellos, en su cara llena de marcas. Hemos vuelto al campesino anglosajón, con sus viruelas, pensó, con sorprendente veneno. Se asombraba a sí mismo. ¿Serían celos?

Señalando con la cabeza al padre Handy, Ely dijo a Lurine:

—¿Por qué no te acuestas con él? Es un gesunt.

—Oh, vamos —dijo Lurine con su voz fina y tranquila, pero que hervía de furia mortífera; cuando estaba realmente muy furiosa, toda su cara se sonrojaba y se sentaba con tanta rigidez que parecía calcificada.

—Lo digo de veras —insistió Ely con una especie de chillido alto y agudo.

—Por favor —dijo el padre Handy, tratando de calmar a su mujer.

—¿Por qué vienes aquí? —preguntó Ely a Lurine—. Para anunciar que vas a renegar, ¿verdad? ¿A quién le importa? Reniega. Mejor: acuéstate con Abernathy; que te aproveche.

Sus palabras estaban llenas de significación; subrayaba el sentido de sus palabras con la violencia de su tono. Las mujeres eran muy hábiles en eso; poseían una gama mucho más amplia. Los hombres, por el contrario, gruñían, como McComas; recurrían, como en su caso, a un desagradable cloqueo. Era bastante poco.

Tratando de parecer sensato, el padre Handy dijo a Lurine:

—¿Lo has pensado con cuidado? Eso conlleva un estigma; después de todo tú vives cosiendo, tejiendo e hilando… dependes de la buena voluntad de la comunidad, y si te unes a la Iglesia de Abernathy…

—Libertad de conciencia —dijo Lurine.

—Por Dios —gimió Ely.

—Oye —dijo el padre Handy. Extendiendo el brazo, asió las dos manos de Lurine y las mantuvo dentro de las suyas. Luego explicó, pacientemente—. El hecho de que te acuestes con Sands no te obliga a aceptar las enseñanzas de su religión. «Libertad de conciencia» significa también la libertad de no aceptar un dogma. ¿Lo ves? Ahora escúchame, querida.

Ella tenía veinte años, él cuarenta y dos y se sentía de sesenta; se sentía, asiendo sus manos como un viejo carnero vacilante, una criatura sin colmillos que tartamudeaba y babeaba y retrocedía ante su propia imagen. Pero, de alguna manera, continuó.

—Durante dos mil años, creyeron en un dios bondadoso. Y ahora sabemos que no es cierto. Existe un dios, pero es… lo sabes tan bien como yo; eras una niña durante la guerra, pero recuerdas y puedes ver; has visto los kilómetros de polvo que una vez fueron cuerpos… No comprendo cómo puedes aceptar con honestidad, moral o intelectualmente, una ideología que enseña que el bien tuvo un papel decisivo en lo que sucedió, ¿comprendes?

Ella no retiró las manos. Pero estaba inerte, tan pasiva que él sintió que estaba sosteniendo dos organismos difuntos; la sensación física le repugnó y la soltó voluntariamente. Ella, entonces, levantó nuevamente su taza de café, tranquilamente. Y dijo:

—Muy bien. Sabemos que un tal Carleton Lufteufel, secretario de la AIDE del gobierno de Estados Unidos, existió. Pero era un hombre. No un dios.

—Tenía la forma de un hombre —dijo el padre Handy— hecho por Dios. A su imagen y semejanza, según tus propias sagradas escrituras.

Ella guardó silencio; no podía responder a eso.

—Querida mía —continuó el padre Handy—, creer en la Antigua Iglesia es huir. Tratar de escapar del presente. Nosotros, nuestra Iglesia, tratamos de vivir en este mundo y enfrentarnos con lo que está sucediendo y con nuestra situación. Somos honestos. Nosotros, en cuanto criaturas vivientes, estamos en las manos de una deidad colérica y despiadada, y así estaremos hasta que la muerte nos borre de sus registros. Quizá si uno pudiese creer en un dios de la muerte… pero, desafortunadamente…

—Quizá exista uno —dijo abruptamente Lurine.

—¿Plutón?

Él rió.

—Quizá Dios nos libere de nuestros tormentos —respondió ella con firmeza—. Y yo puedo hallarlo en la Iglesia de Abernathy. De todas maneras… —levantó la mirada, sonrojada y menuda y decidida y encantadora— no adoraré a un ex empleado psicótico de la AIDE de Estados Unidos como si fuera un dios; eso no es ser realista, eso es… eso está mal —dijo, como si se hablara a sí misma, tratando de convencerse.

—Pero —dijo el padre Handy— está vivo.

Ella lo miró fijamente, triste y muy inquieta.

—Como tú sabes —continuó él—, nosotros lo estamos pintando. Y vamos a enviar a nuestro inc, nuestro artista, a buscarlo; tenemos mapas de la Estación de Richfield y de AAA… llámalo pragmatismo, si quieres; Abernathy me dijo eso una vez. ¿Pero qué adora él? Nada. Muéstramelo. Muéstramelo.

Y golpeó su mano plana sobre la mesa, violentamente.

—Bueno —dijo Lurine—. Quizá esto es…

—¿El preludio? ¿A la verdadera vida que vendrá después? ¿En serio crees eso? Oye, querida mía: San Pablo creía que Cristo volvería a la Tierra en el curso de su vida. Que el «Nuevo Reino» empezaría en el primer siglo D. C. ¿Fue así?

—No —dijo ella.

—Y todo lo que Pablo escribió o pensó está basado en esa falacia. Pero nosotros no apoyamos nuestras creencias en ninguna falacia; sabemos que Carleton Lufteufel sirvió para que la Divinidad se manifestara en la Tierra y que mostró su verdadera naturaleza y que era iracunda. Puedes ver eso en cada puñado de suciedad y escombros. Lo has visto durante dieciséis años. Si quedaran psiquiatras vivos te dirían la verdad, lo que estás tratando de hacer. Se llama… una fuga. —Y quedó en silencio.

Ely añadió:

—Y por eso se acuesta con Sands.

Nadie respondió a esto; también era un hecho. Y un hecho era una cosa y las palabras no podían contestar a una cosa: se requería otra cosa, más grande. Y Lurine Rae y la Antigua Iglesia no tenían eso; sólo tenían palabras bonitas como «ágape» y «cáritas», y «piedad» y «salvación».

—Cuando has vivido con las ar-ter —dijo el padre Handy a Lurine— y la G-BSO, ya no puedes vivir sólo con palabras, ¿entiendes?

Lurine asintió, inquieta y confundida y desgraciada.