El día amaneció despejado. Los pocos jirones de nubes brillaban con tonos dorados cuando el sol se alzó sobre el horizonte. Era el principio del verano, y la fresca brisa matinal traía el sabor salado del mar. Las gaviotas chirriaban antes de sumergirse bajo el agua, y emergían con relucientes peces plateados, que engullían con rapidez. Las olas rompían contra los acantilados de la península de Goodlund en un estallido de espuma carmesí.
En tiempos pasados, antes de que cambiara el mundo, las gentes supersticiosas se habían inventado muchas historias acerca del Mar Sangriento de Istar. Algunos decían que era la sangre de las miles de víctimas del Cataclismo lo que daba a las aguas su tinte sanguíneo. Otros afirmaban que el color escarlata procedía de una puerta del Abismo, donde la ardiente montaña de los dioses había aplastado al Príncipe de los Sacerdotes en su Templo. Sin embargo, aquellos que se ganaban la vida en el Mar Sangriento se burlaban de tales ideas diciendo que eran tonterías de los marineros de agua dulce.
Tuller Quinn se había mofado como los demás, ante jarras de ponche en la Bodega del Malecón, en Flotsam. «¡Qué va a ser sangre! —les había dicho a los de su tripulación—. Es sólo tierra roja de los fértiles campos que quedaron bajo el agua tras el Cataclismo. El movimiento del Remolino la mantiene en suspensión, de modo que no se hunde. No es sangre, diga lo que diga la gente. Es simple arena».
De pie en la proa del Elchenior, su barco, Tuller miraba fijamente hacia las olas. Estaba preocupado, y pensaba cuán idiota había sido cuando dijo esas palabras.
—¿Capitán? —llamó Perth, su primer oficial—. Los muchachos están listos para seguir viaje.
Durante un momento, Tuller prefirió no hacerle caso. Perth carraspeó y levantó un poco la voz.
—¿Capitán?
—Sí, vamos —contestó Tuller por encima del hombro—. A toda vela. Necesitaremos todo el día para regresar a Flotsam si no se levanta el viento.
—¡Levad el ancla! —gritó Perth—. ¡Ya habéis oído al capitán, perros! ¡Dejad de holgazanear e izad las malditas velas! ¡Me espera una muchacha en el puerto, y si tengo que pasar otra noche a bordo de este cascarón os azotaré a todos hasta que estéis morados!
Los marineros se pusieron en marcha entre gritos y blasfemias. Izaron rápidamente las verdes velas del Elchenior. En otro lugar, tres marineros, desnudos de cintura para arriba, se esforzaban en levar el ancla del fondo del mar. El timonel tomó la caña del timón y viró a favor del escaso viento en espera de que Tuller diera la orden de emprender la marcha. En pocos minutos, el barco estuvo listo para navegar.
Tuller seguía apoyado contra la borda con la atención fija en el mar.
—Estamos preparados, capitán —declaró Perth, avanzando a grandes pasos hacia él Los tacones de sus botas marcaban un ritmo irregular sobre la cubierta; Perth llevaba años arrastrando su cojera, desde que un pirata lo había alcanzado en la espinilla con el garfio de un arpón. El pirata había acabado mucho peor que él—. ¿Capitán? —preguntó de nuevo.
Tuller seguía sin contestar. Perth se detuvo tras él y tosió ruidosamente.
—Lo siento, muchacho. —Tuller dejó de mirar las olas y se giró hacia su primer oficial a la par que parpadeaba—. Estaba pensando en otras cosas. Zarpemos.
Perth bramó unas órdenes escuetas a la tripulación. Los hombres corrieron a obedecer y al punto el Elchenior viró, y el botalón trazó un arco cuando el escaso viento hinchó las velas. El barco empezó a avanzar hacia el oeste, paralelo a la costa.
El entrecejo del rostro curtido de Tuller se frunció cuando calculó la velocidad.
—Maldito tiempo —farfulló—. No recuerdo la mar tan en calma desde hace mucho.
—Ni tan cálida —abundó Perth—. No hace un mes que acabó el invierno y ya parece que estemos en pleno verano.
Durante un momento, ambos hombres guardaron silencio, compartiendo la misma imagen triste. La última vez que el clima cambió e hizo un calor tan impropio de la estación, hacía menos de dos años, las legiones de Caos casi habían hecho desaparecer la ciudad de Flotsam de la faz de Krynn, y entonces acaeció el Segundo Cataclismo y los dioses se marcharon de nuevo.
Perth sacudió enfadado la cabeza. No era un hombre al que le gustara rumiar, y mucho menos si los pensamientos eran lúgubres.
—¿En qué estabas pensando, capitán? —preguntó.
—¡Oh!, en el Mar Sangriento —contestó Tuller—. Sigue siendo rojo, ¿sabes?
—Me había dado cuenta.
El capitán miró por un momento a su primer oficial, y luego se rió.
—Sí, claro. Supongo que es difícil no darse cuenta, ¿eh? Pero ¿alguna vez te has preguntado lo que eso significa?
El entrecejo de Perth se arrugó, y acto seguido sacudió de nuevo la cabeza.
—La verdad es que no he pensado mucho en ello —respondió.
—Muy bien. ¿Por qué no lo intentas? ¿No te contó nunca tu padre, cuando eras joven, la razón del color rojo del Mar Sangriento?
—Sí. Es tierra movida por el Remolino. Todo aquél que haya puesto alguna vez los pies sobre un barco sabe eso.
Tuller asintió de mala gana, y después oteó de nuevo hacia la cubierta.
—¡Largad un poco más la vela mayor! —gritó. Los marineros que estaban en el palo mayor aflojaron las drizas y soltaron al viento un metro más de lona. Tuller se mostró satisfecho y luego se dirigió de nuevo hacia Perth.
—Ahora piensa en esto, muchacho. ¿Qué pasó con el Remolino?
—Se detuvo —dijo Perth—, cuando se fueron las lunas. El viejo Giga Rinfel me dijo que había ido por allí, y que las aguas ahora están tranquilas.
—Correcto —dijo Tuller—. ¿Y cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces? ¿Año y medio?
—Más o menos —dijo Perth, a la par que contaba con los dedos.
—Así pues, si es la tierra lo que vuelve roja el agua… ¿Qué está moviendo el agua desde que desapareció el Remolino?
—¡Ejem! —carraspeó Perth—. Buena pregunta. Ya debería haberse posado.
—Y las aguas tendrían que ser transparentes. —Tuller hizo un gesto hacia las olas de color carmesí—. Obviamente, no lo son.
Perth miró hacia el horizonte con los labios apretados.
—¿No es tierra, después de todo? Entonces, ¿qué es?
—Eso mismo es lo que yo me he estado preguntando —contestó Tuller.
El Elchenior navegaba ahora hacia el oeste, así que los dos hombres miraban a estribor, hacia mar abierto. Tras unos pocos minutos, Perth meneó otra vez la cabeza.
—Bueno —dijo—, no tengo ni idea. Tampoco creo que merezca la pena perder el tiempo con ello. Mi padre me dijo una vez: «Este mundo tiene misterios que el hombre no puede resolver». Supongo que éste es uno de ellos.
»Mientras haya aguas tranquilas, ¿a quién le importa si son azules, rojas, plateadas o doradas? No eres como un mago que haya perdido su magia o… —se detuvo de repente, con los ojos abiertos de par en par.
Tuller advirtió su reacción y entrecerró los suyos en un intento de seguir la mirada de su primer oficial.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Allí —siseó Perth, apuntando con el dedo hacia el norte, sobre el agua.
—No veo absolutamente nada —espetó Tuller—. Sabes que mis ojos ya no son lo que eran. ¿Qué estás…? —Entonces él también lo vio, y se quedó boquiabierto.
Era un Dragón Rojo, que volaba a ras del agua por encima de las olas. Sus escamas, del mismo color que las aguas, lo camuflaban, lo que hacía difícil el cálculo de su verdadero tamaño. Pero estaba claro que era enorme y que venía directamente hacia el Elchenior.
—¡Por las veinte ubres de Zeboim! —blasfemó Tuller.
Sonó un grito generalizado cuando la tripulación divisó también al dragón. Estaba aún a más de ochocientos metros, pero era evidente que se acercaba a gran velocidad. Se encontraría sobre ellos en pocos instantes. Los marineros abandonaron sus puestos y corrieron en todas direcciones.
—¡Volved a los cabos! —ordenó bruscamente Perth, que cruzó enfadado la cubierta—. ¡Ahora, o el dragón va a ser la menor de vuestras preocupaciones! —Aunque su voz sonó contundente, también tenía otro matiz: el miedo.
Tuller se miró las manos y vio que estaban blancas por la fuerza con la que agarraba la batayola. Se obligó a soltarla y corrió hacia la popa. ¡Todo a babor! —ordenó al timonel—. ¡Vira ya!
La orden de maniobra era una ridiculez. Casi no había viento, y el dragón podría haber adelantado a una tempestad. Aun así, el piloto apoyó todo su peso sobre el timón, y el botalón viró de forma salvaje. Alguien chilló al caer de la jarcia y levantó un salpicón al chocar violentamente contra el agua. No había tiempo para retroceder y recogerlo, ni siquiera para pensar quién había caído por la borda. La nave enfiló directamente hacia la línea costera, perseguida por el dragón. El wyrm les iba ganando terreno de forma constante.
—¡Vamos a morir! —gritó un marinero.
El dragón estaba a quinientos metros. Tuller podía ver que sus ojos dorados brillaban de forma cruel en la luz de la mañana. Las enormes alas batían con fuerza y tocaban la superficie del agua con cada aleteo. Sacudía la cola como un látigo.
Doscientos metros. Sus fauces cavernosas, repletas de dientes como estalactitas, estaban abiertas de par en par.
Cien metros. Salieron volutas de humo por su garganta.
—¡Agarraos a algo! —gritó Perth.
Cincuenta metros, veinte, diez. Tuller cerró los ojos y se agarró a la batayola.
El impacto no fue ni la mitad de lo que esperaba. En vez de reducir el barco a astillas, sólo hizo que girara fuera de control; escoró peligrosamente hacia estribor. Una gran ráfaga de viento zarandeó al capitán y estuvo a punto de hacer que cayera al mar.
Al abrir los ojos, observó que había desaparecido el palo mayor.
La cubierta estaba astillada y desgarrada en la zona donde el dragón había arrancado el mástil. Varios marineros estaban muertos o moribundos, tendidos sobre el piso de madera. El dragón apareció de nuevo; tenía el palo mayor sujeto entre las fauces como un perro puede sujetar una rama. La andrajosa vela verde gualdrapeaba al viento, y varios cabos ondeaban detrás del wyrm. Alguien colgaba de uno de ellos y blasfemaba a voz en grito.
—Perth —musitó tristemente Tuller.
El Elchenior se enderezó con lentitud. Los hombres saltaban por la borda a la espuma de las olas, chillando aterrados. El piloto soltó el timón inutilizado, y desenvainó su alfanje.
—¡Está dando la vuelta! —gritó.
El dragón viró con rapidez con el mástil aún sujeto entre las mandíbulas y sobrevoló de nuevo las olas. Perth seguía blasfemando, agarrado de los cabos que colgaban del reptil. Entonces, el gran wyrm sacudió la cabeza y arrojó el palo a gran distancia. Tuller siguió su trayectoria hasta que cayó a plomo en el mar. Antes de que la madera golpeara el agua, el dragón se volvió otra vez hacia el barco, recogió las alas y se lanzó en picado.
El timonel chilló, soltó el machete y saltó por la borda. Tuller estaba paralizado, con la mirada fija en el dragón que caía hacia él como un cometa. Llevaba las zarpas por delante, y las garras tenían el tamaño dé troncos de árboles. Esa vez Tuller no cerró los ojos.
El impacto del dragón hizo que el hombre cayera de rodillas. Las garras se cerraron sobre la cubierta y alrededor del casco. Cerca de donde estaba Tuller, una enorme garra penetró quince centímetros de madera como una lanza atraviesa la nieve. Los pocos hombres que no habían abandonado el barco se agarraron a la embarcación, presos del terror.
Entonces, el Elchenior se elevó por los aires.
—¡Que Habbakuk se apiade de nosotros! —imploró Tuller. Empujó contra el suelo para incorporarse y se asomó por la borda para ver cómo el Mar Sangriento se alejaba. La barriga del dragón se arqueó sobre ellos formando un techo escamoso. Sus alas chirriaron mientras se elevaba y giraba hacia el interior de la península. Sobrevolaron y dejaron atrás el acantilado de la rocosa costa, y después pasaron sobre un tupido bosque verde; entonces, iniciaron una ascensión casi en vertical, acompañados por el penetrante silbido del viento. Tuller Quinn, que llevaba toda su vida navegando por los mares, cayó de rodillas y vomitó.
Finalmente, el dragón se niveló. Había nubes a su alrededor y el aire era frío. Tuller estaba tendido de espaldas y jadeaba, mientras contemplaba sobre él los músculos que ondulaban bajo el vasto cuero escamoso del wyrm. El reptil rió —un sonido espantoso y agudo— y soltó el barco.
Tuller chilló preso de un terror ciego cuando la nave cayó a plomo hacia los bosques que había debajo. Fue, sin embargo, una larga caída; había perdido la voz cuando el Elchenior atravesó las copas de los árboles y se estrelló contra el suelo.