EPÍLOGO

Soplaba una brisa templada en el valle de Solace, que susurraba entre las ramas de los vallenwoods y movía sus hojas de un verde azulado. El verano llegaba a su fin; quedaban sólo quince días para el Festival de la Llegada de la Cosecha, y el clima empezaba a discurrir lentamente hacia el otoño. La puerta principal de la posada El Último Hogar estaba abierta de par en par, al igual que las ventanas de cristales de colores, lo que permitía que el viento soplara a través de la taberna.

Esa tarde, el local estaba más o menos vacío. Era día de mercado en Solace, y los parroquianos de la posada habían bajado a la plaza del mercado para comprar, intercambiar cotilleos y disfrutar del agradable día. Tika y sus hijas estaban también en el mercado, comprando comida para reponer las alacenas de la posada.

Fue así como —si exceptuamos a Clemen, Borlos y Osler, que estaban sentados donde siempre, jugando a los naipes e insultándose unos a otros— Caramon se encontró solo durante un rato. Aprovechó la oportunidad para arrastrar una silla hasta el lugar en el que la brisa era especialmente agradable, arrellanarse en ella y dar una larga cabezada. No dormía solo, sin embargo; entre sus brazos tenía a Ulin, su nieto.

El hijo de Usha nació en la fecha esperada, hacía algo menos de un año. Nació fuerte y sano, y nadie —ni siquiera Palin, que había sido inmensamente feliz— había estado tan orgulloso como Caramon. Fiel a su condición de abuelo, había pasado el último año haciéndole fiestas a Ulin y malcriándolo, lo que disgustaba constantemente a Palin y Usha.

Tika decía a menudo que Caramon pasaba más tiempo con su nieto que con su propia esposa, pero ella tampoco se quedaba atrás. También consentía a Ulin.

Ese día, como todos los de mercado, Caramon se había ofrecido para cuidar del niño, de manera que sus padres pudieran disfrutar una tarde libre. Al ser un día muy tranquilo, tanto Caramon como Ulin se conformaban con echar una cabezadita mientras escuchaban el susurro de las hojas y el trino de los pájaros en el exterior de la posada. Estaban los dos profundamente dormidos, pues, cuando unas pisadas sonaron en las escaleras exteriores.

Al acercarse los pasos, Clemen, Borlos y Osler soltaron sus cartas y miraron al otro extremo de la taberna.

—¡Eh, grandullón! —gritó Clemen—. ¡Viene gente!

Caramon le respondió con un ronquido cavernoso. En sus brazos, Ulin hizo unos gorgoritos, pero tampoco despertó. Los pasos sonaban ahora muy cerca; habían llegado al balcón que rodeaba la posada.

—¿A quién le toca ahora? —preguntó Osler.

—A Bor —contestó Clemen.

Borlos gruñó, y puso sus cartas boca abajo sobre la mesa. Se incorporó, cruzó la sala hasta Caramon y entonces extendió la mano y tocó suavemente al tabernero en el hombro.

—Despierta, viejo ganso —dijo, no sin amabilidad.

Caramon parpadeó varias veces antes de abrir los ojos. Después asestó una mirada furibunda al pobre Borlos.

—Tienes suerte de que tenga a mi nieto aquí —rezongó, haciendo un ademán hacia el bebé que sostenía entre los brazos—. ¿Qué os tengo dicho respecto a despertarme?

Borlos dio un paso atrás para alejarse de la silla, por si acaso.

—No me importa lo que me puedas hacer —contestó—. Tika dijo que nos haría cosas mucho peores si dejábamos que siguieras dormido cuando llegaran clientes.

—¿Qué os dijo? ¿Os amenazó con quitaros las cartas? —preguntó Caramon, frunciendo el ceño.

—Bueno, eh… —balbució Borlos, ruborizado de la vergüenza—. Ahora que lo dices…

Caramon resopló con aire burlón y sacudió, medio dormido, la cabeza para espabilarse.

—¿Dijiste algo sobre unos clientes?

—Están fuera —gritó Osler desde su mesa—. Los oyes, ¿verdad, grandullón? No te habrás quedado sordo con el paso de los años ¿eh, viejo?

Frunciendo el gesto con acritud, Caramon aguzó el oído. Al escuchar los pasos —ahora sonaban por el balcón—, se puso de pie trabajosamente, sujetando aún a Ulin entre sus brazos. Antes de que hubiera dado un paso, sin embargo, apareció una silueta en el umbral. Caramon dio un paso hacia atrás, intentando enfocar a contraluz del intenso sol que penetraba también por la puerta. El visitante era una mujer joven, ataviada con la ropa de los bárbaros de las Llanuras, que cojeaba al caminar. Evitaba en lo posible apoyar el peso en la pierna derecha, y su rostro…

Caramon contuvo la respiración cuando divisó, finalmente, las facciones de la mujer. Había sido realmente hermosa antes. Su lado derecho lo seguía siendo; su rostro, de facciones fuertes, estaba enmarcado por un cabello largo y dorado, con algunos mechones plateados. El lado izquierdo, sin embargo, era un horror. Una enorme y brillante cicatriz le surcaba la cara desde la frente hasta la barbilla y seguía por el cuello. Tenía la piel roja y arrugada, el ojo izquierdo estaba vacío, con la piel del párpado fruncida y de su oreja izquierda sólo quedaba un retorcido muñón. El pelo dorado se había achicharrado en ese lado, completa y definitivamente, dejando desnudo el cuero cabelludo.

Detrás del posadero, Borlos masculló un juramento entre dientes y volvió rápidamente a su mesa para unirse a los otros jugadores de cartas. Caramon no le prestó atención; estaba tan sorprendido que durante unos instantes sólo fue capaz de mirar boquiabierto a la mujer.

—¿Canción de Luna? —susurró.

—Hola, Caramon. —La comisura derecha de su boca se curvó hacia arriba y formó una sonrisa. Hizo un gesto con la cabeza en dirección al niño—. ¿Tu nieto?

—¿Qué? —preguntó, aturdido—. ¡Oh, sí! —La siguió mirando, sin dar crédito a sus ojos—. Canción de Luna… ¿qué pasó?

—Cada cosa a su tiempo —contestó la Mujer de las Llanuras—. Tenemos mucho que contarte.

—¿Quiénes? —Caramon arqueó las cejas.

Una segunda mujer entró en la posada; se apoyaba en una sencilla vara. Era mayor, pero su rostro aún conservaba una belleza muy semejante a la que tuvo Canción de Luna. Caramon la reconoció de inmediato, y el corazón se le puso en un puño.

—Goldmoon —musitó.

—Amigo mío —saludó la mayor de las dos mujeres, que lo miraba con amabilidad—. Me alegro de verte.

Durante unos segundos a Caramon no se le ocurrió nada que decir.

—¿Por… por qué estáis aquí? —preguntó al cabo, débilmente.

—Somos portadoras de noticias que debes saber —contestó Goldmoon—. Mi marido ha muerto. Amanecer Resplandeciente, Cuervo Veloz y miles de valientes kenders perecieron con él.

***

La gente que fue a la taberna de la posada El Último Hogar esa noche la encontró a oscuras y cerrada con llave. Había unas notas escritas en la puerta delantera y en la parte de abajo del tramo de escaleras que subía en torno al vallenwood.

«Cerramos esta noche en memoria de Riverwind de Que-shu.

Huéspedes, usen por favor la puerta trasera para acceder a las habitaciones.

Volveremos a abrir mañana.

Tika y Caramon Majere».

En el interior, la taberna estaba casi vacía. Clemen, Borlos y Osler se habían ido pronto a casa después del regreso de Tika y sus hijas. El pequeño Ulin se había echado a llorar cuando despertó y vio el rostro desfigurado de Canción de Luna, y Laura y Dezra se habían ofrecido a llevarlo a casa. Las niñas se quedaron en casa de Palin y Usha esa noche; sabían que sus padres querían estar solos.

Parpadeaban unas pocas velas solitarias en la posada, haciendo bailar sombras en las paredes. Caramon y Tika estaban sentados a una mesa ante el hogar ennegrecido, enfrente de Goldmoon y Canción de Luna. La mujer mayor estuvo sentada sin hablar, con los ojos reluciendo en la titilante luz, mientras su hija narraba la última misión de Riverwind y la caída de Kendermore. Mientras hablaba, Caramon inclinó pesaroso la cabeza, en tanto que las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Tika.

—Cuando se me desplomó la casa encima, Corazón de Ciervo me sacó de debajo de los escombros. Escapamos por los túneles —explicó Canción de Luna. Hizo una pausa, y bebió un sorbo del vaso de vino que le había preparado Caramon—. El fuego me dejó como me veis ahora. Estuve a punto de morir, pero los kenders cuidaron mis heridas y me llevaron con ellos a través del bosque. No recuerdo nada de ese viaje, salvo los gritos de los kenders cuando vieron volar hacia ellos a Malystryx. Estaban aterrados. Pero se dio la vuelta cuando estaba ya casi sobre nosotros y supe que padre había tenido éxito.

»Lo siguiente que recuerdo es que me desperté en Balifor, en el campamento kender. Habíamos conseguido cruzar a salvo el bosque Kender. Corazón de Ciervo estaba conmigo; no se había movido de mi lado durante días, esperando a que despertara. Más tarde, vino a verme Catt. Yo no entendía la compasión que veía en su rostro cuando me miraba… hasta que le pedí que me trajera un espejo y vi lo que me había pasado.

Se quebró la voz de Canción de Luna, y el lado derecho de su faz se arrugó en un gesto de amargura. Miró al techo, parpadeando con rapidez. Goldmoon posó una mano amable sobre su brazo. El silencio se adueñó de la posada unos instantes; después, Canción de Luna sacudió la cabeza, enfadada consigo misma, y volvió a mirar con semblante angustiado a Caramon y a Tika.

—Corazón de Ciervo no me veía así, sin embargo —dijo con voz queda—. Al mirarle a los ojos, casi podía creer que volvía a estar entera, por lo menos en cuerpo. Nada me hará olvidar el vacío que ha dejado Amanecer Resplandeciente en lo más hondo de mi ser.

»Nos quedamos en el campamento durante dos semanas. Debieron de verme una docena de sanadores distintos. Me trataron con cataplasmas y ungüentos, con infusiones de hierbas y vapores. Lentamente, me recuperé, pero sabía que pasaría bastante tiempo antes de que estuviera en condiciones de volver a caminar.

»Entonces un día oí gritos en el exterior de mi tienda. Al principio pensé que había regresado el dragón. No estábamos lejos del bosque Kender y temía que antes o después caería sobre nosotros y nos quemaría para vengarse. Pero pronto comprendí que los kenders no emitían gritos de alarma o de pánico, sino de alegría. Pedí a Corazón de Ciervo que saliera para averiguar lo que estaba pasando. Pensé que, quizá, padre había sobrevivido, y finalmente nos había alcanzado.

»No era padre, sin embargo, sino Kronn. Y llegaba solo. Vino a visitarme a la tienda y me contó lo que había pasado en el Mirador del Mar Sangriento. Habíamos vencido, y padre y Amanecer Resplandeciente habían pagado la victoria con sus vidas.

»Esa noche los kenders hicieron una fiesta, y bailaron y cantaron hasta el amanecer. A mí no me apetecía celebrar nada, sin embargo. A la mañana siguiente tuve visita: Kronn, Catt y Giffel. Nos dieron las gracias por lo que habíamos hecho, no sólo Corazón de Ciervo y yo, sino Amanecer Resplandeciente y Cuervo Veloz. Después me entregaron esto.

Canción de Luna rebuscó en su hato, que estaba sobre la mesa. Tras un momento sacó un objeto blanco y liso, y lo depositó sobre la mesa. Era un pequeño busto, tallado con las facciones de Riverwind en madera blanqueada. Reflejaba el gesto adusto y los amables ojos de Riverwind a la perfección. Caramon, embargado por la emoción al contemplar la talla, no pudo reprimir las lágrimas.

—Kronn talló esto de uno de los árboles muertos del bosque Kender —declaró Canción de Luna, cuya voz estaba anegada en llanto—. Madre y yo queríamos llevarlo a la Tumba de los Últimos Héroes.

—Por supuesto —dijo Caramon—. Lo haremos esta noche, cuando acabemos de hablar. Os llevaré hasta allí.

Canción de Luna intentó sonreír y luego quedó en silencio, mirando fijamente el busto de madera que parecía sostenerle la mirada, orgulloso y serio.

—¿Qué ocurrió después? —preguntó Tika, tras carraspear—. ¿Qué les pasó a los kenders?

La joven bárbara, que se había quedado absorta en sus recuerdos, parpadeó sobresaltada, pero enseguida asintió para continuar.

—Hicieron lo que suelen hacer los kenders —contestó—. Tras el regreso de Kronn no se quedaron allí mucho tiempo. Antes de que hubiera pasado una semana, la mayoría habían empaquetado sus cosas y se había echado a la carretera. La mayoría, pero no todos; Kronn se quedó atrás, con mil de los kenders que habían luchado en Kendermore. Catt le suplicó que se fuera con ella, pero su hermano se negó: «Los ogros se han llevado a muchos de los nuestros como esclavos —dijo—. Vamos a liberarlos. Y no hay que olvidar a Malys. Está derrotada por ahora, pero no ha muerto. Alguien tiene que vigilarla, para asegurarse de que no se mete en demasiados líos. Y quizás, algún día, alguien la venza del todo. Cuando eso ocurra, quiero estar aquí».

»Así que lo dejamos allí y emprendimos camino. La mañana que partimos se casaron Catt y Giffel. Condujeron hacia el norte el Éxodo Kender, y Corazón de Ciervo y yo fuimos con ellos. Yo no estaba aún en condiciones de andar, así que me llevaron junto con los heridos. —Canción de Luna hizo una pausa y suspiró.

»No fue un viaje fácil. Ya os podéis imaginar las reacciones de la gente cuando veían que miles de kenders se dirigían hacia sus pueblos. Nos echaban de todos lados, incluso nos atacaban. Continuamos la marcha por la costa, pero era igual en todos los sitios. Por el camino, nuestro número disminuyó.

»Entonces, cuando estábamos atravesando un paso montañoso situado justo al otro lado de las Grandes Marismas, oímos lo que parecía el ruido de un ejército que venía en la otra dirección. Los kenders estaban asustados; pensaban que alguien había enviado soldados para frenar nuestra marcha. Giffel se adelantó para explorar y dar la voz de alarma si había complicaciones.

»No eran problemas, sin embargo; de hecho, era todo lo contrario. Uno de los mensajeros que había enviado padre antes de que comenzara el Éxodo, una joven kender llamada Ampolla Dedos ligeros, había llegado hasta los Caballeros de Solamnia. Los Caballeros habían enviado a una brigada para escoltar la Huida hasta Coastlund, donde había barcos que esperaban para transportarlos al otro lado de los estrechos, hasta Hylo, el hogar de los kenders situado en Ergoth del Norte.

»Corazón de Ciervo y yo nos quedamos con el Éxodo hasta llegar a Estwilde —concluyó Canción de Luna—. Para entonces, mis heridas habían sanado lo suficiente como para poder caminar, así que nos despedimos de los kenders y nos dirigimos al sur por las colinas, y luego cruzamos el Nuevo Mar. Regresamos a Que-shu en la primavera, portando noticias de lo que había ocurrido.

—Pero yo ya lo sabía —musitó Goldmoon.

—¿Cómo? —preguntó Tika. Ella y Caramon la miraron asombrados.

La bárbara de más edad metió la mano por el cuello de su túnica de color azul pálido y sacó un pequeño medallón de acero que tenía forma de dos lágrimas, cuyas puntas se tocaban.

—Le entregué esto a Riverwind el día que abandonó nuestro poblado en dirección a Kendermore —explicó—. El día después de Marcar Año, el día en que murió, un repentino impulso me llevó al Templo de Mishakal. Entré y encontré esto sobre el altar.

Caramon y Tika miraron intensamente el Amuleto del Rastro Infinito, asombrados y mudos. Un reverente silencio se adueñó de la taberna. Al cabo de un rato, Goldmoon metió de nuevo el medallón dentro de la túnica.

—Habríamos venido antes a Solace —dijo a modo de disculpa, después—, pero había demasiadas cosas que hacer. Entre mi gente, el luto por la muerte de un Chieftain dura un mes. Hubo que organizar festines, cacerías rituales, juegos de funeral. Y también estaba la boda de mi hija con Corazón de Ciervo de Que-teh.

—¿Boda? —barbotó atónito Caramon.

—Nos casamos el primer día de verano —contestó Canción de Luna, asintiendo con un gesto de cabeza.

—Entonces, ¿dónde está tu marido? —preguntó Tika.

—Se ha quedado en Que-shu, gobernando las tribus mientras madre está ausente —contestó Canción de Luna—. También es el líder guerrero ahora. Wanderer se ha ido de Que-shu. Cuando descubrió que habían muerto padre y Amanecer Resplandeciente, cogió a Halcón Nublado, su hijo, y salió del pueblo a caballo. No creo que regresen pronto.

—Así que he perdido a dos hijos, y también a mi marido —dijo sosegadamente Goldmoon. Por primera vez desde que había entrado en la posada, un destello de tristeza alteraba la serenidad de sus ojos—. Pero lo más raro es que no es ésa la carga más pesada. Lo que más congoja me causa es el hecho de que Riverwind no le dijera a nadie que estaba muriendo hasta que se acercó el final.

Algo pareció romperse dentro de Caramon. El hombretón se derrumbó, sollozando amargamente y cubriéndose el rostro con manos temblorosas.

—¡Oh, dioses! —farfulló, con la voz quebrada por el dolor. Lloró en silencio unos minutos y después miró a su vieja amiga con los ojos húmedos y enrojecidos—. Goldmoon —murmuró—. Nos lo contó justo antes de partir.

Ella se giró, muy pálida, para mirarlo fijamente. Incapaz de devolverle la mirada, Caramon se levantó de repente y abandonó la sala, hacia las dependencias traseras de la posada.

El semblante de Tika estaba húmedo por las lágrimas. Extendió una mano y cogió la de Goldmoon.

—Lo siento —dijo.

—No lo hagas —contestó Goldmoon—. Si tuviera que culpar a alguien sería a Riverwind, no a ti; pero tampoco lo puedo hacer. En mi corazón sé por qué no me lo contó. Me estaba protegiendo, como intentó hacer durante toda su vida.

Poco después regresó Caramon. Se movía despacio, cansino, mientras atravesaba la sala hasta la mesa a la que seguían sentadas Tika y las bárbaras de las Llanuras. No se sentó; se limitó a entregarle algo a Goldmoon. Era un pequeño tubo de plata para guardar pergaminos.

—Riverwind me entregó esto antes de dejar Solace —explicó en voz queda—. Quería que te lo entregara después de…, después de que se hubiera ido.

Goldmoon miró al argénteo tubo y lo cogió.

—Gracias, amigo mío —dijo.

Con una mueca de dolor, Caramon se dio media vuelta y rozó el hombro de Tika al pasar junto a ella. Su esposa apretó el brazo de Goldmoon, se incorporó y acompañó a su marido fuera de la sala. Un momento después Canción de Luna se levantó también y los siguió para dejar a solas a su madre en la taberna.

Goldmoon sujetó el tubo en silencio, contemplando el brillante parpadeo de la luz de las velas en la superficie. Entonces, respirando hondo, lo abrió y sacó el pergamino que contenía. Desenrolló con cuidado el manuscrito, con manos temblorosas. Las palabras eran escasas pero precisas:

«Kan-tokah. Perdóname. Te esperaré».

Goldmoon se quedó mirando fijamente esas palabras hasta bien entrada la noche.