Sobre la cubierta parecía que hubiera regresado el mismísimo Caos. La tripulación del Dama del Piélago corría hacia todos lados, a fin de atar con firmeza todo aquello que no estaba seguro. El capitán Ar-Tam y el timonel, un joven muchacho de Solamnia, estaban tirando con todas sus fuerzas del timón; los músculos del cuello se les hinchaban mientras luchaban por hacer que virara la pesada embarcación. El Dama del Piélago se inclinó cada vez más mientras hacía el viraje.
—¡Cuidado con las cabezas! —bramó Kael.
Riverwind se agachó al salir de la escotilla y el bao pasó silbando a un palmo de su cabeza. Las azules velas del barco aletearon durante un momento y luego chasquearon de repente al llenarse de aire. Las maderas, forzadas, crujieron, y el Dama del Piélago empezó a invertir el derrotero. Lentamente, como cansado por el esfuerzo, empezó a enderezarse. En cuanto acabó el viraje, el capitán Ar-Tam soltó el timón y corrió por la cubierta. Echó un vistazo a las velas, blasfemó de forma soez y apuntó hacia Cuervo Veloz que acababa de subir por la escalera con Amanecer Resplandeciente.
—¡Tú, muchacho! ¡Ve a ayudar a mis hombres a largar la mayor! ¡Necesitamos todo el viento que podamos atrapar!
Cuervo Veloz dio un paso hacia los marineros, luego se detuvo y miró a Riverwind, preguntándole con la mirada.
—Ve —ordenó Riverwind, con un gesto de la mano. Mientras Cuervo Veloz corría para ayudar a la tripulación a tirar de las jarcias, Riverwind se volvió hacia Kael.
—¿Qué transportáis que pueda interesar a un barco pirata? —preguntó el Hombre de las Llanuras.
El capitán pasó a su lado con un empujón, pero Riverwind lo siguió hacia la proa del barco. Caía espuma sobre la cubierta mientras el Dama del Piélago saltaba sobre las encrespadas olas.
—¿Cuál es la carga? —repitió Riverwind.
—¿A ti qué te importa eso? —contestó Kael, mirándolo fijamente.
—Si nos persiguen los piratas, quiero saber por qué. —El Hombre de las Llanuras agarró el brazo de Kael cuando el capitán intentó alejarse de él—. Necesitas las espadas de mi gente. Dime lo que vamos a defender.
—¡Grano! —espetó Kael—. No transporto plata ni especias, Hombre de las Llanuras; sólo cajas de cereales y unas cuantas cubas de aguardiente. Es probable que los perros del Parca Roja se lleven el vino, pero, si abren las cajas de la bodega y ven que no hay más que maldita cebada, se van a llevar un disgusto. Querrán algo a cambio de sus esfuerzos y no les importará apresar unos cuantos prisioneros para venderlos en el mercado de esclavos de Sanction. Conseguirán un buen precio por mi tripulación y el muchacho, pero el premio especial será tu hija. —Hizo un ademán con la cabeza hacia Amanecer Resplandeciente, que se había unido a Cuervo Veloz para tirar de los cabos—. Una moza tan linda como ella obtendrá un buen precio en la tarima, siempre y cuando los piratas no la disfruten primero, claro.
Riverwind miró intensamente al capitán, luego dio media vuelta y corrió a popa. El hombre que había bajado a la bodega a buscar las armas se asomó por la escotilla y empezó a repartir cuchillas y porras entre sus compañeros. Muchos de los marineros cogieron también garfios y cabillas de los soportes situados en los mástiles y las batayolas, y se los colocaron en el cinturón mientras proferían palabras malsonantes.
Desde la popa Riverwind pudo ver que el Parca Roja ya no estaba muy lejos. Era una alta embarcación de guerra, con velas de un profundo color escarlata. Sobre su palo mayor distinguió una bandera negra blasonada con una guadaña blanca. Aunque el Dama del Piélago navegaba velozmente, más rápido a cada segundo, el Parca Roja se acercaba a un ritmo constante, cortando el agua como una flecha. Formas oscuras recorrían sus cubiertas y se agolpaban en las batayolas, enarbolando sus afiladas espadas al aire. Los gritos de guerra de los piratas todavía sonaban amortiguados, pero se hacían más intensos por momentos.
—Nos está alcanzando —informó Amanecer Resplandeciente, uniéndose a su padre en la regala. La joven se frotaba las manos, que estaban rojas por las quemaduras provocadas por la fricción de los cabos—. Dudo que podamos dejarlos atrás.
—Tienes toda la maldita razón —espetó el timonel, mirando nerviosamente de soslayo al Parca Roja—. El Dama del Piélago es muy fuerte, pero no está diseñado para moverse tan deprisa. Se nos echarán encima enseguida. El capitán sólo nos hizo virar para ganar tiempo —escupió enérgicamente sobre la cubierta—. Espero que seas bueno con esa espada, viejo.
Cuando acabó de repartir los alfanjes, el marinero que los había subido de la bodega corrió de nuevo a la escotilla y se deslizó por la escalera, perdiéndose de vista. Menos de un minuto después volvió a aparecer, cargado de ballestas y aljabas llenas de saetas. Entregó las armas a cuatro marineros, que corrieron a popa y empezaron a tensar las pesadas armas. Mientras encajaban las saetas, el capitán Ar-Tam agarró del brazo a Cuervo Veloz y tiró de él hacia popa.
—Prepara tu arco, muchacho —ordenó Kael, colocando al joven guerrero al lado de los ballesteros. Se volvió hacia Riverwind—. Tú también, viejo. Vamos a matar a algunos de esos bastardos antes de que se acerquen demasiado.
Al tiempo que Cuervo Veloz y Riverwind doblaban sus arcos para encordarlos y encajaban flechas sobre las tensas cuerdas, Amanecer Resplandeciente seguía observando a sus perseguidores.
—¿Cuántos son? —preguntó.
—No sé; dos o tres docenas, supongo, —dijo Kael, tras mirar con ojos entrecerrados al Parca.
—¡Tres docenas! —exclamó Cuervo Veloz, atónito.
—¿Contra cuántos? —preguntó Amanecer Resplandeciente.
—La tripulación está compuesta por veinte, incluido yo —contestó el capitán—; más vosotros tres y los dos kenders.
—¡Los kenders! —exclamó Amanecer Resplandeciente. Miró a su alrededor, observando la cubierta del barco en dirección a la saltarina proa—. ¿Adónde han ido Kronn y Catt?
—No los vi subir con nosotros —dijo Cuervo Veloz, sin quitar ojo al impetuoso Parca Roja. Calculó la distancia y el viento, esperando que el barco se pusiera a tiro—. Creo que se han quedado abajo.
—Malditos cobardes, eso es lo que son —espetó Kael.
—Cuidado con lo que dices —avisó Riverwind—. Los kenders pueden ser muchas cosas, pero no cobardes. Desconocen el miedo.
—Bueno, pues si son tan audaces, ¿por qué, en nombre del Abismo, no están aquí arriba echando una mano? —respondió con un bramido el capitán.
Riverwind miró la escotilla con el ceño fruncido, pero no dijo nada.
Justo entonces, uno de los ballesteros, ansioso por cobrarse la primera sangre, alzó su arma y disparó. Su saeta voló alto, reluciendo la punta de acero a la luz del sol, pero cayó en el agua con un chapoteo, a unos noventa metros de la proa del Parca Roja. Resonó una risa burlona procedente del barco pirata.
—¡No dispares, idiota! —rezongó Kael—. ¡Si tiras otra saeta al agua, vas a ir tú detrás! Fíjate en los Hombres de las Llanuras si no eres capaz de calcular cuándo está a tiro el Parca Roja. Ellos saben lo que están haciendo.
—Cuervo Veloz es el mejor arquero de todo Que-teh —declaró orgullosa Amanecer Resplandeciente.
—Calla, Amanecer —murmuró el joven guerrero.
—¿Por qué? —La muchacha se volvió hacia Kael—. Puede darle a un gorrión en vuelo a doscientos pasos.
—Tenemos el viento en contra —respondió Cuervo Veloz—, y los gorriones no disparan saetas. —Hizo un ademán hacia el Parca Roja. Había varios ballesteros apostados a proa.
—Manda aquí atrás a algunos de tus hombres con escudos, capitán —dijo Riverwind—. Necesitaremos protección, y tu timonel también.
Kael dudó, mirando al Parca con expresión preocupada, y luego desanduvo la cubierta con pasos bamboleantes, gritando a la tripulación. Antes de que hubiese transcurrido un minuto, seis marineros que sostenían toscos escudos de madera acudieron a popa.
El Parca Roja siguió acortando distancias.
—Esperad —murmuró Cuervo Veloz, cuya frente estaba arrugada por la concentración—, esperad.
—Vamos —rezongó Kael, pálido al ver lo cerca que estaba el barco pirata.
—¡Quietos! —espetó Riverwind, tensando aún más la cuerda.
—Esperad —repitió Cuervo Veloz—. Esperad… ¡Ahora! —Elevó su arco, tiró de la cuerda hasta la mejilla y soltó la flecha. Riverwind disparó un segundo después.
Las dos flechas fueron a dar justo en medio de los piratas, y un gruñido de dolor cruzó el agua cuando cayó un hombre. La tripulación del Dama del Piélago vitoreó, y Cuervo Veloz sonrió al disparar por segunda vez. Riverwind hizo lo propio; entonces, se les unieron los ballesteros, que descargaron una lluvia de saetas sobre la cubierta del Parca Roja. Cayeron tres piratas más, cuyos cuerpos estaban acribillados por proyectiles.
Ante el ataque, los piratas respondieron con una andanada propia.
—¡Escudos! —gritó Riverwind al oír el chasquido de las cuerdas de las ballestas procedente del Parca Roja. Desde el barco pirata, se elevó un aluvión de saetas, y los marineros alzaron sus escudos para protegerse. Aun así, uno de los ballesteros del Dama del Piélago gritó al ser alcanzado por una saeta que se le clavó en el pecho, debajo de la clavícula. Soltó su arma y cayó de rodillas, mirando con asombro el astil que asomaba, todavía cimbreante, de su cuerpo. Un momento después, cayó de bruces, inmóvil, y se formó a su alrededor un gran charco de sangre.
Una segunda saeta se clavó en la cubierta, al lado de Amanecer Resplandeciente; se hundió más de dos centímetros en los tablones de madera. La joven gritó por el susto, y el siguiente disparo de Riverwind falló el objetivo porque el viejo guerrero se giró para mirar a su hija.
—¡Id a proa! —gritó—. ¡Aquí no hacéis nada salvo atraer sus disparos! ¡Tú también capitán!
—¡Éste es mi barco! —replicó a voz en cuello Kael, furioso—. Yo soy el que da las órdenes aquí.
De pronto, dejó escapar una exclamación al ver sobre él un destello de algo metálico. Saltó a un lado al tiempo que caía una saeta; le rozó el hombro y lo hizo sangrar, y después se clavó en la cubierta, donde un segundo antes estaba de pie.
—¡Replegaos hacia la proa! —ordenó, y luego miró irritado y de soslayo a Amanecer Resplandeciente, que no se había movido de su sitio—. ¡Tú también! —espetó, agarrándola bruscamente del brazo para alejarla de la popa.
Los piratas se dispersaron por la cubierta del Parca Roja, gritando palabras malsonantes, mientras Riverwind, Cuervo Veloz y los otros ballesteros seguían acribillándolos con saetas; pero el barco no cambió de rumbo. Siguió cortando las olas como un cuchillo y se encontraba ya a sólo noventa metros de la popa del Dama del Piélago, después, se colocó a setenta y, un poco más tarde, a cuarenta. Cuervo Veloz y Riverwind disparaban una y otra vez, sin embargo los piratas también tenían escuderos. Con todo, cuando los bárbaros ya estaban usando sus últimas flechas, —y el Parca Roja estaba sólo a quince metros de distancia— eran nueve los piratas que yacían muertos, y había igual número de heridos. Riverwind disparó su última flecha, pero falló el blanco y el proyectil fue a incrustarse en la batayola del Parca. En cambio, la última flecha de Cuervo Veloz salió bien dirigida y acertó a dar a uno de los piratas en un ojo. El hombre se tambaleó como un borracho durante un momento, luego cayó por la borda y desapareció en el encrespado mar.
Cayó otro de los ballesteros del Dama del Piélago, con una saeta hincada en el cuello. En otros rincones del barco, yacían muertos dos de los escuderos y otros tres marineros. Un nuevo proyectil hizo blanco en un hombre encaramado a la jarcia; se precipitó al agua y desapareció.
El Parca Roja estaba a sólo nueve metros. Los marineros y los piratas intercambiaron sendas andanadas —hubo una baja en cada bando— y, acto seguido, soltaron las ballestas.
—Buen disparo —le dijo Riverwind a Cuervo Veloz.
—No lo suficiente —masculló, disgustado, el joven bárbaro, al tiempo que tiraba el arco a un lado y desenvainaba el sable.
Riverwind sacó a su vez el arma mientras veía cómo la distancia entre los barcos se hacía inexistente. El Parca Roja llegó a un palmo del Dama del Piélago, a punto de embestirlo, y se deslizó a su lado.
—¡Todos a estribor! —gritó el capitán Ar-Tam, corriendo hacia la regala—. ¡Preparaos para el abordaje! ¡Bajaos del aparejo, idiotas, y coged un arma!
Con el rostro pálido, Amanecer Resplandeciente observó cómo los marineros obedecían la orden de Kael. Se llevó la mano a la maza, pero Riverwind le agarró el brazo.
—Quiero que vayas abajo —dijo el Hombre de las Llanuras.
—No, me quedo aquí arriba —objetó, testaruda, sacudiendo la cabeza.
Riverwind la miró con ojos implorantes, pero ella rehusó obedecer.
—Deja que luche —gruñó Kael—. Necesitamos todos los brazos que tenemos.
Riverwind no tuvo más remedio que darse por vencido. Asestó una mirada intensa y amarga al capitán; luego agarró a Cuervo Veloz y lo empujó hacia Amanecer Resplandeciente.
—¡Vigílala! —dijo Riverwind—. Recuerda tu Misión de Pretendiente.
El capitán Ar-Tam hizo un gesto en dirección al timonel, que seguía de pie junto al timón, agarrándolo fuertemente con la mano derecha. El brazo izquierdo del hombre pendía fláccido como consecuencia de una saeta que se le había clavado en el hombro.
—¡Aléjate de ahí, imbécil! —gritó Kael—. ¡Fija el maldito timón y ven aquí!
El piloto obedeció; pasó una larga correa de cuero alrededor de uno de los mangos de la rueda y la fijó. Acto seguido, sacó de su cinturón una cabilla con su mano ilesa y corrió a unirse al grupo de marineros que estaban preparados, mirando fijamente a los piratas situados a menos de cinco metros de distancia.
—Demasiado lejos para saltar —comentó Cuervo Veloz—. ¿Cómo piensan cruzar?
—Planchas de abordaje —contestó Riverwind, señalando con la punta de su sable. Había varios piratas apoyados contra la batayola del Parca Roja, sujetando entre las manos unos anchos tablones de madera con pinchos de hierro clavados en cada extremo.
Los Hombres de las Llanuras observaron cómo los piratas alzaban los maderos por el aire y luego los soltaban ruidosamente, clavándolos contra la borda del Dama del Piélago. Los pinchos se hincaron profundamente en el casco del barco, y se formó un puente entre ambas embarcaciones. Varios marineros golpearon los tablones con sus alfanjes, pero era madera dura, y sólo les dio tiempo de hacer saltar unas pocas astillas antes de que los piratas empezaran a cruzar a la carga.
El primer oficial enano fue el primero en morir, con el cráneo machacado por la porra de uno de los abordadores. Al caer, atravesó con su espada el muslo de su asaltante. El pirata trastabilló sin gritar, y otro marinero le cortó el cuello. Cayeron dos hombres más por cada bando a consecuencia del avance de los piratas, cuyas armas relucían a la luz del sol. El capitán Ar-Tam abrió de un tajo el vientre de un pirata, y saltó para esquivarlo cuando el moribundo hizo un último esfuerzo por arrollarlo.
Riverwind se unió a la refriega enarbolando su espada e intercambió golpes con un pirata armado con un alfanje. Amanecer Resplandeciente lo siguió, pero Cuervo Veloz saltó delante de ella en un intento de alejarla del peligro. Los movimientos fulgurantes de su sable mantuvieron a raya a los piratas.
Durante un minuto o más, pareció como si los marineros pudieran rechazar a los piratas. Riverwind atravesó el corazón de uno de los asaltantes con la punta de su arma. Cuervo Veloz hundió su cuchilla en el vientre de un segundo. Kael cortó la mano armada de otro pirata, y luego lo golpeó en la cara con la guarnición en forma de cesta de su alfanje. Por cada pirata que caía, sin embargo, otro daba unos pasos al frente y ocupaba su lugar, y la tripulación del Dama del Piélago empezó a debilitarse. El timonel herido murió de un sangriento tajo en el pecho. Otro marinero recibió un golpe en la sien con una cabilla y se desplomó inconsciente sobre la cubierta. Un tercero cayó hacia atrás, llevándose las manos a una profunda herida abierta en la nuca.
El capitán Ar-Tam y Riverwind continuaron luchando mientras los hombres seguían cayendo a su alrededor. Una y otra vez, Amanecer Resplandeciente enarbolaba su maza, intentando unirse a la contienda; pero en todas las ocasiones se interpuso Cuervo Veloz, que empujaba a un lado al pirata al que ella fuera a atacar.
—¡Déjame luchar! —barbotó la mujer.
Cuervo Veloz sacudió la cabeza con testarudez. El sudor caía a chorros por su rostro, mezclado con la sangre que manaba de una herida que la espada de un pirata le había infligido en la mejilla. Luchó como un poseso; se enfrentó a dos o más piratas cada vez y se mantuvo siempre entre su amada y aquellos que querían hacerle daño.
Entonces, finalmente, cedió el flanco de los marineros, y los piratas invadieron la cubierta del barco. En pocos instantes, los bárbaros de las Llanuras y los marineros supervivientes se vieron rodeados por sus atacantes, atrapados en un cerco de acero.
—En nombre del Abismo, ¿dónde se han metido Kronn y Catt? —farfulló Cuervo Veloz, rechazando con su sable la espada de un pirata.
—Bastardos —insultó el capitán Ar-Tam a los piratas. Había perdido su alfanje, pero tenía una daga en cada mano, listo para continuar—. Os juro que prefiero morir a…
—Eso queda a tu elección.
La voz, grave y áspera, pertenecía a un hombre que sólo podía ser el jefe de los piratas. Era enorme, más alto incluso que Riverwind y con un pecho más ancho que dos hombres juntos. Su piel tenía un tono amarillento, y las toscas y feas facciones de su rostro hacían entrever sangre de ogros en sus antepasados. Iba vestido con armadura de cuero y de su cadera pendía un pesado mazo de guerra. Estaba de pie entre los dos barcos, encaramado en las planchas de abordaje, con los pies bien separados y los musculosos brazos cruzados sobre el pecho. Lo flanqueaban dos piratas armados con sendas ballestas.
—Habéis combatido bien —dijo—, pero la hora de luchar ha concluido. Preferiría no tener que mataros a todos aquí y ahora. Rendíos.
—¿Para qué? —lo increpó Kael—. ¿Para que nos subas a la tarima en Sanction?
—Qué compasivo —espetó Cuervo Veloz.
El semiogro clavó en el joven guerrero una fría mirada.
—Ése —señaló el capitán de los piratas—. Ese joven bárbaro. ¡Disparadlo!
Antes de que nadie tuviera ocasión de reaccionar, uno de los ballesteros que estaban al lado del semiogro alzó su arma y disparó. La saeta se incrustó en el hombro de Cuervo Veloz, haciendo que girara y se desplomara sobre la cubierta del barco.
—¡No! —gritó Amanecer Resplandeciente, que dejó caer su maza y se tiró sobre Cuervo Veloz. Éste gemía de dolor y se retorcía sobre la cubierta agarrando el astil que estaba incrustado en su brazo. Actuando con rapidez, arrancó un jirón de tela de la túnica de su amado y lo apretó contra la sangrienta herida. Riverwind la contemplaba, impotente.
—¿Ves? Soy compasivo —comentó el semiogro—. Ahora, si tengo que ordenar a mis hombres que disparen contra alguien —hizo un ademán hacia el segundo ballestero, que seguía con su arma preparada—, tirarán a matar. Después mis hombres ejecutarán al resto. Salvo la mujer, claro está. La mantendremos con vida… por lo menos durante un rato. Lo diré por última vez. —La voz del semiogro sonaba terriblemente amenazadora—. Tirad vuestras armas y rendíos.
Afligido, Riverwind miró a su hija y a Cuervo Veloz, y luego a los piratas que los rodeaban. Dejó caer su espada que sonó con estrépito contra la cubierta del barco.
Uno por uno, los marineros supervivientes —sólo quedaban seis de ellos en pie, aunque varios de los caídos estaban inconscientes y no muertos— depusieron las armas. El último fue Kael Ar-Tam, que arrojó a un lado la pareja de dagas.
—Bien —siseó el semiogro, sonriendo complacido.
Al punto, los piratas avanzaron, agarrando a los marineros y maniatándolos. Mientras le echaban los brazos a la espalda sin contemplaciones y le ceñían las muñecas con una fuerte cuerda de yute, Riverwind miró de soslayo a su hija. Seguía arrodillada sobre Cuervo Veloz y le devolvió la mirada con ojos llenos de terror.
Desesperado, el veterano Hombre de las Llanuras recorrió la cubierta con la mirada. ¿Dónde se habían metido los kenders en los que él había depositado su confianza?
***
—Parece que ya ha parado la lucha allí arriba —dijo Kronn. Manoseaba la cuchilla del hacha de su chapak, con los ojos muy fijos en la escalera que llevaba a la cubierta superior.
—No supondrás que todo ha acabado bien, ¿verdad? —preguntó Catt, que estaba agachada a su lado, en la sombra arrojada por una gran pila de cajas—. Que han matado a los piratas y que después de todo no necesitan nuestra ayuda, ¿eh? Eso sería una decepción.
—Hay demasiado silencio allí arriba —dijo Kronn, aguzando el oído.
—Entonces, ¿cuál es nuestro plan? —preguntó Catt, asintiendo con la cabeza.
—¿Plan? —dijo Kronn—. El plan consiste en rescatarlos.
—¿Y cómo crees que lo vamos a conseguir? —preguntó la kender con un gesto de sorpresa.
—Estoy pensando en esa parte.