7

El extremo oriental de la península de Goodlund nunca había sido lo que los humanos y las otras razas llamarían acogedor. Sólo los arbustos y árboles más tenaces se agarraban a las áridas estepas arenosas. Un viento seco y polvoriento soplaba a ráfagas por los angostos cañones. El agua era casi inexistente, salvo en el río Sangre de Corazón, e incluso ésa estaba manchada, teñida del color del óxido, como si se tratara de una grotesca imitación del mar situado más al norte.

Para la gente de Kurthak, esa región llevaba mucho tiempo siendo su hogar. Las praderas de hierba del sur eran una fuente continua para el saqueo de ganado y esclavos, al igual que el bosque Kender, al oeste. Las estepas estaban repletas de vetas de cobre, hierro y plata, listas para ser aprovechadas por la minería. A veces, cuando encallaba un barco en los rocosos rompientes de la costa —un trecho traicionero de acantilados a la que los marineros llamaban Fin de Tierra—, los ogros se adentraban en las espumosas olas y vadeaban la distancia que los separaba de la embarcación para matar a la tripulación y saquear la bodega.

Kurthak y Tragor estaban de pie en la orilla del Sangre de Corazón, en un lugar en el que antes fluía rápido, ancho y profundo. En ese momento, sin embargo, no era más que un exiguo hilillo de líquido cenagoso, que casi se perdía en el centro de lo que había sido el lecho. El Tuerto miraba intensamente el débil reguero con el ceño fruncido, como si estuviera intentando conseguir que el flujo recuperara su antigua fuerza. Su adalid se rascaba el mentón, confuso.

—La tierra ha cambiado —dijo Tragor.

Lentamente, como si fuera renuente a admitirlo, El Tuerto asintió con un movimiento de cabeza.

—Creía que era mi imaginación. Hace muchas semanas que lord Ruog nos condujo hacia el oeste, a las tierras de los kenders.

—No estás imaginando nada —declaró Tragor, sacudiendo la cabeza—. He vadeado muchas veces el Sangre de Corazón por aquí. La corriente era casi tan fuerte como para arrastrarme.

Kurthak observó el embarrado riachuelo durante unos instantes más y luego miró a su alrededor.

—El río no es lo único que ha cambiado. Aquí solía crecer la hierba lanza y árboles de eaghon. —Contempló los alrededores en busca de algún resto de las plantas de pinchos que antes se acumulaban sedientas en las orillas del río. Sin embargo, la tierra estaba yerma. Alzó la mirada, oteó el horizonte del norte con ojos entrecerrados, y apuntó con un dedo peludo—. ¿Sabes lo que hay allí delante?

Tragor miró en la dirección señalada, pasando sobre el Corazón de Sangre hacia el distante horizonte cubierto de polvo. A unas cinco leguas de distancia, había una mole de riscos irregulares que se elevaban hacia el cielo. Sobre ellos se suspendía una neblina negra, como si estuviera cubriendo una ciudad en llamas.

—Montañas —dijo Tragor.

—¡Mmm! Pero no es eso lo que debería haber allí. —El único ojo de Kurthak clavó una intensa mirada en el otro ogro—. Piensa, Tragor. ¿Recuerdas cómo llamaban los humanos a las tierras de más allá del Sangre de Corazón?

—No me… —comenzó Tragor; pero entonces sus pobladas cejas se elevaron—. ¡Las Tierras Vacías! —exclamó con los ojos puestos en los elevados picos—. Llamaban a ese lugar las Tierras Vacías.

—Ya no están tan vacías, ¿verdad? —asintió Kurthak con gesto serio.

—¡Tuerto!

Ambos ogros se giraron hacia la voz, que provenía del otro lado del lecho del río. La figura cubierta de negro de Yovanna asomó por una grieta entre unas rocas situadas allí.

Llevaba echada de nuevo la capucha para protegerse el rostro quemado de la intensidad del calor del rojo sol y de los ojos de los ogros.

De forma refleja, Tragor frunció el ceño y se tanteó la cara con sus dedos rechonchos. Se tocó la zona tumefacta, donde la rodilla le había roto la nariz, gruñó, y dejó que la mano bajara al puño de la espada.

Kurthak advirtió su gesto y aferró enérgicamente el brazo de Tragor. Su adalid vaciló, pero acabó cediendo.

Yovanna había seguido a la banda de Kurthak y sus prisioneros kenders en su regreso desde Rocío de Mirto hasta el valle en el que estaba acampada la horda de lord Ruog. Una vez allí, había ido a la tienda de Kurthak a medianoche; las sombras nocturnas formaban una segunda túnica a su alrededor.

—Malystryx aguarda —había dicho.

Kurthak no había perdido el tiempo. Reunió su equipo de viaje, convocó a Tragor, y siguieron a Yovanna hasta muy entrada la noche. No había dicho nada a lord Ruog, y sin duda el jefe estaría decidido a destriparlo por haber abandonado su puesto.

Habían caminado durante casi una semana por tierras desérticas. Yovanna desaparecía delante de ellos, moviéndose con agilidad y seguridad entre los riscos y peñascos, para aparecer al poco exhortando a los ogros a seguirla con rapidez. En ese instante, los llamaba para que siguieran adelante, sobre el agonizante río reseco, hacia las elevadas montañas de las Tierras Vacías.

—Rápido —insistió—. El lugar de reunión con mi señora está cerca. ¡Venid!

Kurthak echó un último vistazo suspicaz al río y a los picos del otro lado, luego se giró hacia Tragor e hizo un ademán para reemprender la marcha. Siguieron avanzando con dificultad sobre el moribundo Sangre de Corazón; el barro rojo se pegaba a sus botas mientras marchaban.

***

Caminaron durante horas, sin detenerse siquiera cuando el cielo empezó a oscurecer con el crepúsculo. Yovanna no había hecho una sola pausa antes de conducirlos al interior de los elevados riscos. Ambos ogros, que sabían mucho acerca de las tierras altas, habían notado lo nuevas que parecían esas montañas. No mostraban señal alguna de desgaste o de erosión; en cambio, presentaban agudas aristas y profundas grietas, como si alguien las hubiera arrancado de las entrañas de la tierra.

Estaban rodeados de riscos que se extendían leguas y leguas en todas direcciones. En la distancia, un solitario pico se elevaba sobre el resto. Su cumbre ardía.

—¿Es eso el Mirador del Mar Sangriento? —preguntó Kurthak.

Yovanna no lo miró ni interrumpió el ritmo de sus pasos.

—Lo es —contestó; su voz sonaba tan tranquila y monótona como siempre—, aunque hace años que desparecieron las ruinas que le dieron nombre. Ahora es la guarida de mi señora. Ha elegido conservar el apelativo.

Ascendieron por una afilada cresta; Yovanna saltaba ágilmente de roca en roca. Los ogros escalaban con más cuidado y hacían caer ruidosamente tras ellos rocas del tamaño de sus inmensos puños. Cuando alcanzaron la cumbre, vieron que la cresta era, en realidad, el borde de un gran cráter en forma de cuenco. Los lados del cuenco estaban teñidos de polvo amarillo. Un hedor sulfuroso impregnaba intensamente el aire. La grieta negra que había en el centro del cráter siseó, y un sucio vapor marrón se elevó formando una columna de más de cien metros de altura. La tierra tembló débilmente bajo sus pies.

Arrugando la nariz, Tragor se encogió de hombros y empezó el trabajoso descenso por el interior del cráter. Sin embargo, antes de que hubiera dado dos pasos, la mano enguantada en negro de Yovanna lo sujetó fuertemente por la muñeca. El brazo de la mujer era como un mero junco comparado con sus propios brazos como robles, pero aun así hizo una mueca de dolor ante la fuerza de esa mano. Se detuvo.

—No sigas —dijo Yovanna, soltándolo—. La esperaremos aquí.

—¿Aquí? —repitió sorprendido Kurthak—. Creía que íbamos al Mirador del Mar Sangriento.

—Pues pensaste mal, Tuerto —dijo ella, sacudiendo su cabeza encapuchada—. No os preocupéis. Mi señora no tardará mucho.

Los ogros echaron un vistazo en derredor. Kurthak miró hacia el norte, al pico ardiente, donde se alcanzaba a ver el rojo resplandor de la lava que se deslizaba por sus laderas.

—Impresionante, ¿verdad? —preguntó Yovanna—. Malystryx está orgullosa de su trabajo aquí. Pronto estos picos empequeñecerán a los mismísimos Señores de la Muerte. Después de eso…

Se calló y su cuerpo se puso rígido de repente. Durante un momento estuvo en silencio, luego trazó un arco hacia adelante y arriba con el brazo y su manga ondeó en el cálido aire fétido.

—Ella viene —siseó.

Kurthak no vio al dragón hasta que estuvo casi sobre ellos, a causa de lo oscuro que era el manto de cenizas y humo que pendía sobre las Tierras Vacías. Cuando, finalmente, surgió de la neblina, no pudo hacer más que contener la respiración y mirar de hito en hito mientras el miedo al dragón atenazaba sus entrañas como una mordaza.

Malystryx la Roja era más grande que todos los dragones que habían visto los ogros. Tenía más de cuarenta metros de largo, y la mitad correspondía a su sinuosa y serpenteante cola. La envergadura de sus alas era igual de enorme, de modo que tapó gran parte del cielo cuando descendió a través de la niebla hacia el cráter. El aire aullaba con la velocidad de su vuelo. Trazó un viraje cerrado cuando pasó sobre sus cabezas y empezó a describir círculos sobre la caldera, escudriñando el suelo con unos ojos tan ardientes que parecían acero al rojo vivo. Si vio las tres diminutas figuras encaramadas a la cresta no dio señales de ello.

Al lado de Kurthak, Tragor gimió y empezó a temblar. Kurthak lo miró intensamente de soslayo, pero no dijo nada por temor a que quedara de manifiesto su propio terror.

En ese momento, el dragón echó atrás la cabeza y rugió. Los ogros se llevaron las manos a las orejas e hicieron una mueca por la intensidad del sonido. La roca bajo sus pies se estremeció. El rugido continuó durante casi un minuto, y, cuando concluyó, Kurthak se limpió las lágrimas de los ojos, mientras se preguntaba si el sonido que retumbaba en el interior de su cabeza desaparecería algún día.

—¡Señora! —gritó Yovanna, exultante.

La gran cabeza escamosa giró, y Malystryx los miró de arriba abajo; en los ojos parecía arder un abrasador fuego sin llamas. Salían volutas de humo por su nariz y sus labios estaban apretados en una mueca maliciosa. Trazó otro círculo y tomó tierra en el suelo de la caldera. El batir de sus alas al aterrizar lanzó esquirlas pétreas contra los rostros de los ogros; cuando pudieron ver de nuevo, el dragón se había enroscado alrededor de la grieta emisora de vapores de azufre del centro del cráter. Los estudió detenidamente, inclinando la cabeza de un lado a otro.

—Bien —siseó el dragón—. Muy bien, Yovanna. Ahora nos puedes dejar. Ve al Mirador del Mar Sangriento y espérame allí.

—Sí, señora —dijo la negra figura encapuchada, haciendo una reverencia. Sin siquiera mirar de soslayo a los ogros dio media vuelta y se alejó; desapareció por el borde del cráter. Kurthak y Tragor observaron su marcha hasta que se perdió de vista.

Malys se desperezó, aburrida, retorciéndose alrededor de la chimenea de vapor, y flexionó las garras de manera que agrietó unas piedras. Un suspiro de satisfacción escapó de entre sus labios, acompañado de una bocanada de llamas que podría haber reducido a cenizas a los dos ogros: Cuando concluyó, miró a Kurthak. Éste la contemplaba con los ojos abiertos de par en par.

—Tuerto —ronroneó—. Yovanna lleva un tiempo observándote. Me ha contado grandes cosas sobre ti.

Kurthak la miró con ojos desorbitados durante un momento; luego hizo una brusca reverencia.

—Yo he oído cosas mucho más grandes acerca de ti —respondió Kurthak. A pesar de sus esfuerzos, le temblaba la voz al hablar.

—En efecto —dijo el dragón, riendo entre dientes. Su mirada se posó sobre Tragor, y sus cejas escamosas se fruncieron—. A éste no lo conozco.

Tragor tragó saliva y se estremeció.

—Es Tragor —informó Kurthak—. Mi adalid.

—¿Un guerrero? —preguntó Malys, en tono de burla. Su gran lengua bífida salía una y otra vez de la boca—. No usarás tu poderosa espada contra mí, ¿verdad, Tragor?

El adalid cayó de rodillas, sollozando.

—No —gimió—. Por favor…

Malys se volvió de nuevo hacia Kurthak tras emitir un resoplido entre divertido y asqueado.

—Espero que el modo de proceder y la apariencia de Yovanna no os haya… inquietado demasiado —dijo el dragón.

Kurthak el Tuerto sacudió la cabeza. Sin embargo, a decir verdad había visto el desfigurado rostro de la mujer en sus pesadillas.

—Queréis saber quién y qué es —declaró Malystryx—. ¿Verdad?

Kurthak asintió con un movimiento de cabeza sin articular palabra.

El dragón sonrió abiertamente, y las llamas chisporrotearon entre sus colmillos, gruesos como árboles.

—Digamos que es un experimento —dijo—. Cuando llegué por primera vez a estas tierras arrasé un pueblo. Rankhal, creo recordar que se llamaba. Muchos de los bárbaros que vivían allí murieron, pero cuando cesaron las llamas encontré aún viva a Yovanna, aunque estaba malherida… Estoy segura de que os lo habrá mostrado. La llevé de vuelta al Mirador del Mar Sangriento e hice de ella mi sierva. Los hechizos que usé con ella destruyeron a la niña campesina que una vez fue. Ahora es fuerte y astuta, y saltaría desde lo alto de una de estas cumbres si yo se lo pidiera.

—¿Hechizos? —preguntó Kurthak—. ¡Pero si la magia ha desaparecido! Las lunas…

Malystryx rió. Su aliento olía como el metal fundido, lo que producía escozor en la nariz de los ogros.

—Quizá para vosotros los mortales no quede magia —dijo—. Los dragones no necesitamos a las lunas para ejercer nuestro poder. —Elevó una gran zarpa con grandes garras y la apuntó hacia Tragor; después pronunció varias palabras guturales. Tragor estaba boquiabierto de terror, y Kurthak dio un paso para alejarse de su compañero, convencido de que iba a explotar o a pudrirse ante sus ojos. En vez de eso, sin embargo, Tragor se elevó sobre el suelo y flotó por el aire hacia el dragón. Sus gritos de terror se interrumpieron bruscamente cuando se desmayó y perdió el conocimiento.

Riendo con desprecio, Malys bajó la garra y se volvió de nuevo hacia Kurthak. Tragor seguía suspendido en el aire y sus pies colgaban a más de treinta metros del pétreo suelo.

—Bueno —dijo Malystryx—. Basta ya de charla inútil. Te he elegido por una razón, Tuerto.

Haciendo un esfuerzo, Kurthak apartó la mirada de la suspendida y fláccida forma de su adalid, y la enfocó de nuevo sobre Malys.

—Muy bien —dijo el ogro, intentando actuar como si estuviera a la misma altura que el gigantesco wyrm—. Tu sierva fue a buscarme. Dijo que tenías que ofrecernos un trato: la lealtad de mi gente a cambio de Kendermore.

—Eso es, en efecto, lo que tengo intención de ofrecerte —dijo Malystryx, asintiendo a la vez con la cabeza—. Llevo un tiempo observando a tu gente, Tuerto, y veo en ti una gran promesa, una esperanza que no hallé en los débiles humanos que habitaban esta región.

A Kurthak no le pasó inadvertida la elección del tiempo verbal: habitaban. Antes había miles de humanos que poblaban las llanuras Dairly al sur de las tierras de los ogros.

—La mayoría ha desaparecido —siseó Malys, adivinando sus pensamientos—. Muchos están muertos, aunque algunos de ellos huyeron. Podría haber destruido a tu gente con un esfuerzo poco mayor que el que usé para aplastar a los humanos, pero he preferido no hacerlo. ¿Sabes por qué, Tuerto?

—¿Porque tienes intención de aliarte con nosotros?

—Exacto. Tengo en mente dedicar mi atención a los kenders ahora.

—¿Para destruirlos? —carraspeó Kurthak.

—Si no tengo más remedio —dijo el reptil—. Pero los kenders no alimentan mucho y me aburren las simples matanzas. Necesito… jugar y saborear mi comida. Ahí es donde necesito vuestra ayuda.

—No te entiendo.

—Vosotros habéis estado atacando a los kenders —explico Malys; su tono era el que usaría un profesor para explicar algo a un alumno poco aventajado—. Vuestro jefe, Ruog, os ha enviado a otros y a ti a destruir pueblos en la zona sur. Pero tampoco os conformáis con la matanza, ¿verdad? No, en vez de eso hacéis prisioneros. ¿Por qué?

—Los queremos como esclavos —respondió Kurthak.

—¡Esclavos! —rió Malystryx—. Claro, pero ¿quién querría comprar uno? Llevo relativamente poco tiempo en estas tierras, pero he descubierto lo suficiente acerca de los kenders para saber que no son de fiar. Tengo entendido que la mayoría de las otras razas los considera más bien molestos.

—No tenemos intención de venderlos —dijo Kurthak—. Queremos quedárnoslos.

—¿Con qué fin?

El ogro apretó los labios; dudaba si contestar.

—¡Eh!, vamos, Tuerto —ronroneó Malys—, no seas tan renuente. Siempre puedo usar mi magia para arrancar la respuesta de tu mente, algo que hallarías bastante incómodo.

Movió levemente otra garra y, de inmediato, una horrenda agonía inundó la mente de Kurthak. El ogro se tambaleó, ahogándose, pero el dolor menguó tan rápido como había crecido. Permaneció quieto un momento, procurando con denuedo cerrar las tragaderas para no vomitar. Después se limpió la frente perlada de sudor frío.

—Las… Las minas —farfulló—. Nuestra gente ha encontrado nuevos filones de mineral. Pero representan un trabajo incómodo en lugares estrechos. Lord Ruog quiere usar a los pequeños kenders para excavar esas vetas.

—¡Ah! —declaró el dragón, sonriente—. Ya entiendo. Y cuando se acabe el mineral… ¿los vais a matar?

—Sí.

—Muy inteligente. Usarlos antes de que mueran. Pero estáis teniendo problemas, ¿no es así?

—Son más astutos de lo que lord Ruog pensaba —admitió el ogro—. Nos eluden constantemente. Hemos capturado a más de mil, pero…

—Pero queréis más —interrumpió Malys. Su sonrisa se ensanchó—. Creo que puedo ayudarte con eso, Tuerto.

—¿A cambio de la lealtad de mi gente? —preguntó Kurthak. La cabeza del dragón subió y bajó, sin perder la sonrisa—. ¿Qué podríamos hacer nosotros por ti que tú no puedas hacer sola?

—Buena pregunta —siseó Malys—. Para ser un ogro, eres tremendamente despierto, Tuerto. Eso me gusta. Es verdad, soy muy poderosa; pero soy un solo ser. Convertir este territorio en La Desolación requiere gran concentración y mucho tiempo. Necesito a los tuyos para que patrullen y controlen las tierras que conquiste. A cambio, les daré muchos esclavos.

—Y yo ¿qué? —preguntó Kurthak—. Hemos hablado de lo que tú quieres y de lo que puede ganar mi gente. Tienes que tener algo que ofrecerme a mí en concreto, o hubieras negociado directamente con lord Ruog.

—Muy osado también —dijo el dragón, emitiendo una áspera carcajada—. Por supuesto que tienes razón, Tuerto. No me dirigí a lord Ruog porque es un idiota. Podría conquistar fácilmente la tierra de los kenders, pero en vez de eso se limita a mordisquear las fronteras. Tú, sin embargo, eres todo lo que esperaba que fueses.

Malys hizo un rápido gesto, y Tragor descendió flotando al lado de Kurthak. Los pies del adalid tocaron la piedra de la cresta, y acto seguido el ogro se desplomó.

—Entonces, mi nuevo amigo —ronroneó Malystryx—, hablemos de lo que tú puedes ganar.

***

La mancha negra de la horda de ogros se tornó aún más oscura cuando anocheció sobre la península de Goodlund. En una serie de valles yermos y poco profundos, situados al este de las tierras de los kenders, se reunían miles de ogros alrededor de las parpadeantes hogueras. Un humo gris y grasiento ascendía hacia el cielo despejado, donde menguaba la pálida luna y empezaban a brillar las primeras estrellas sobre un fondo violáceo. Del campamento también se elevaban sonidos: un espantoso jaleo de rugidos, gritos y carcajadas guturales, mezclado con el retumbar constante de los tambores y el intenso estruendo de los cuernos. Los ogros asaban carne fresca sobre las lumbres —venado, jabalí y otras cosas que mejor no mencionar— y la devoraban cuando aún estaba cruda. Acompañaban la comida con copiosas cantidades de cerveza, tanto de su propia cosecha amarga como de barriles del dorado líquido de los kenders, procedentes del saqueo de Rocío del Mirto y de otras ciudades. Pronto siguieron las reyertas de borrachos, en las que bandas rivales se atacaban con puños y cuchillos. Hubo derramamiento de sangre, se machacaron cráneos y murieron varias de las brutales criaturas antes de que los jefes de los clanes pusieran fin a las refriegas. Cuando acabaron las peleas, los ogros centraron su atención en otro deporte. Sacaron de las jaulas unos pocos cautivos kenders, considerados demasiado débiles o enfermos como para ser usados como esclavos, y los condujeron a un lugar en el que aguardaban unos ogros borrachos con hachas, cuchillos y varas de hierro, que calentaban al fuego hasta que lucían un color rojo dorado. Pronto los chillidos de los kenders se unieron en un coro de desesperación a los aullidos salvajes de los ogros.

Era una noche como cualquier otra en el campamento de lord Ruog, jefe supremo de los ogros de Goodlund.

En un angosto valle, cerca del centro del campamento, estaban reunidos, alrededor de una inmensa hoguera, el jefe supremo y sus señores de la guerra para disfrutar de su propio deporte. Rugían con aprobación al oír cómo se fracturaban huesos, y Ruog se echó hacia adelante en su improvisado trono de piedra, golpeándose una rodilla con la inmensa palma de la mano.

Entre el jefe supremo y el ardiente fuego luchaban dos de los mejores guerreros de la horda. No era una lucha libre como la que conocían los humanos, ya que no había ninguna regla escrita: resultaban frecuentes los mordiscos atroces y tampoco era raro que se sacara algún ojo; además, la lucha no se interrumpía cuando había algún lesionado. Tal era entonces el caso, ya que uno de los luchadores, una bestia peluda llamada Grul, acababa de machacar la muñeca de su rival. El ogro herido, Baloth, una criatura enjuta y desprovista de pelo, aullaba de dolor e intentaba sin éxito quitarse del brazo la mano de su oponente; pero Grul se limitó a esbozar una mueca de satisfacción y apretó aún más. Sonaron chasquidos y crujidos, y los gritos de Baloth se intensificaron.

—¡Más! —bramó Ruog—. ¡Acaba con él! —A ambos lados, los señores de la guerra hacían eco de sus palabras. Los ojos aparecían febriles a la luz de la hoguera.

De repente, cambió el tono de los gritos de Baloth; pasó del dolor a la furia en menos de un segundo. Dio una patada hacia la rodilla de Grul. El golpe podría haber lisiado al greñudo ogro, pero éste lo vio venir y saltó hacia un lado; rodó en el polvo antes de ponerse de nuevo de pie. Liberado por fin de la presa de Grul, Baloth se sujetó la muñeca lesionada y se tambaleó hacia atrás. Los luchadores, magullados y ensangrentados, se miraron intensamente. Sus cuerpos, empapados de sudor, relucían a la luz de la hoguera, mientras hacían círculos uno alrededor del otro, buscando una oportunidad.

—¡Vamos, cobardes! —gritó uno de los señores de la guerra—. ¡Esto no es un baile!

Grul gruñó y se echó hacia adelante, intentando agarrar a su adversario por alguna parte. Consiguió atrapar la pierna de Baloth, y el ogro calvo luchó por mantenerse de pie mientras el bruto greñudo lo empujaba hacia las llamas. Baloth, a su vez, tiraba de la larga barba de Grul con su mano ilesa, arrancando mechones de pelo negro encrespado. Grul escupía y blasfemaba, y lo soltó cuando un violento tirón de su erizado bigote estuvo a punto de arrancarle el labio superior. Baloth no perdió la oportunidad que se le brindaba y su coriáceo puño golpeó con fuerza la mandíbula de Grul. Éste se tambaleó, tropezó con una roca puntiaguda y cayó hacia atrás, muy cerca del fuego. Los guerreros reunidos clamaron con aprobación; sin embargo, el semblante alegre de lord Ruog se transformó cuando Baloth dio unos pasos hacia adelante para erguirse sobre su enemigo, tendido de espaldas. Ruog había apostado veinte esclavos kenders a que Grul ganaría la pelea.

Baloth estaba de pie sobre Grul, con una mueca maliciosa. Grul lo miraba fijamente, con ojos fríos como el hielo, y entonces puso un brazo sobre las llamas. La peste de la carne chamuscada inundó rápidamente el ambiente, y el rostro del ogro peludo se contrajo de dolor, pero cuando sacó el brazo quemado del fuego sujetaba un largo tronco llameante. Baloth sólo tuvo tiempo de parpadear con sorpresa antes de que la rama ardiente trazara un arco y lo golpeara en la ingle. Se dobló con un gruñido, y Grul elevó bruscamente su arma e impactó contra la parte inferior de la barbilla de Baloth.

Ruog saltó de su trono, chillando exultante. Grul, cuyo brazo estaba rojo y con ampollas desde la punta de los dedos hasta el codo, se incorporó de un brinco, aullando con el furor de la batalla, y golpeó a Baloth en la calva cabeza. Baloth se derrumbó, gimiendo. Le salían hilillos de sangre por la boca y la nariz. Triunfante, Grul levantó la tea y se dispuso a acabar con su rival.

Los espectadores, una mitad regocijada y la otra furiosa, observaban a lord Ruog. El corpulento jefe supremo miraba hacia abajo, encaramado en el montículo de tierra que le servía como pedestal. Según la tradición, era decisión suya que Grul perdonara la vida a Baloth o se la arrancara a golpes.

El jefe supremo hizo una pausa —no para meditar la decisión, sino para dar relevancia a aquel momento, para recordar a todos y cada uno de los presentes su poder dentro de la horda—. Sacudió los hombros para quitarse la capa de piel de oso y la echó a un lado; luego cruzó sus enormes brazos musculosos sobre el pecho. Quedaron a la vista los dientes marrones y podridos cuando una maliciosa sonrisa asomó a su rostro.

—Los dos habéis luchado bien —dijo—, pero sólo puede haber un vencedor, y por ello digo…

—Me parece un terrible desperdicio —dijo una voz burlona, procedente del otro lado de la hoguera— matar a uno de nuestros mejores hombres sólo por deporte, cuando podría estar luchando contra los kenders.

Al punto, la atención de la multitud pasó de lord Ruog hacia el que acababa de hablar. El cabecilla asestó una mirada furiosa cuando un ogro, tocado con un casco con dos cuernos, dio unos pasos alrededor del fuego y se puso al lado de Grul.

—Kurthak —espetó Ruog—, así que has vuelto con nosotros, cobarde.

El círculo de señores de la guerra se estrechó en torno al fuego; murmuraban, manifestando malas intenciones.

—No soy ningún cobarde, mi señor —dijo Kurthak con firmeza—, pero tú eres un idiota redomado.

La cara llena de cicatrices del jefe supremo se tornó muy sombría. Su mano fue hacia el mango de la gran hacha que pendía de su cinturón, pero aún no la enarboló. Los señores de la guerra estaban expectantes, observando atónitos el nuevo enfrentamiento con la misma atención que habían puesto en los luchadores.

—Creo que no te he oído bien —bramó Ruog—. Me pareció escuchar que me insultabas, incluso sin tener a tu lado al perro faldero que es tu adalid.

—Tragor —llamó Kurthak, con una sonrisa.

Con su espada lista, Tragor salió de la penumbra. Al ver el brillo cruel de sus ojos, los señores de la guerra se apartaron para dejarlo pasar. El adalid de Kurthak avanzó a largos pasos y se situó al lado de su amo. El filo de la espada adquirió un tono rojo a la luz del fuego.

—Buen muchacho —dijo Kurthak. Tragor sonrió entre dientes.

—Debería mataros y descuartizaros a ambos —bramó Ruog, aún más furioso que antes—. Primero mostráis compasión por vuestros oficiales, y luego abandonáis vuestra partida de guerra y huís de vuelta a nuestro hogar.

—No hemos huido —gruñó Tragor. La espada temblaba entre sus manos, pero Kurthak, que no empuñaba su arma, le aferró un brazo con firmeza.

—Mi adalid dice la verdad —dijo Kurthak, mirando fijamente al jefe supremo con su único ojo—. Sí, fuimos al este, pero a petición de alguien que quiere ser nuestra aliada. He hecho un pacto con Malystryx la Roja.

Todos los señores de la guerra empezaron a gritar a la vez; algunos con furia, y otros con entusiasmo.

—¡Silencio! —bramó Ruog, emitiendo salivazos por la boca. Renuentes, los señores de la guerra se callaron—. ¡Tú no puedes hacer pactos en nombre de la horda, Tuerto! ¡Sólo el jefe supremo puede hacerlo! —Se golpeó el pecho enérgicamente.

—Sí —coincidió Kurthak—. Así es. Y por ello tengo intención de sustituirte como jefe supremo.

El silencio que se adueñó de la multitud fue casi espeluznante, roto sólo por el chisporroteo del fuego. Kurthak contemplaba con impresionante tranquilidad el rostro de Ruog. Los señores de la guerra se miraron unos a otros, sin saber qué hacer.

Ruog bufaba de rabia cuando se volvió hacia Grul y asintió levemente con la cabeza. Con un aullido, el luchador se volvió y trazó un arco con la tea en la dirección de la cabeza de Kurthak.

Kurthak se movió tan rápido que muchos de los presentes creyeron que la maza de pinchos apareció en su mano por arte de magia. Elevó el arma para frenar el ataque de Grul.

Las maderas crujieron al chocar una contra la otra, y la tea se rompió formando una lluvia de astillas ardientes.

Baloth se incorporó mientras Grul miraba con ojos incrédulos el pedazo de madera chamuscada que tenía en su mano herida. Aturdido aún por los golpes recibidos, acechó y golpeó a Grul por detrás. Antes de que Grul supiera lo que estaba pasando, Baloth cogió su peluda cabeza, la giró bruscamente y le partió el cuello.

La mayoría de los guerreros se echó hacia atrás, sin querer unirse a la refriega. Aun así, media docena de los más fieles seguidores de Ruog se lanzaron a la lucha que tenía lugar cerca del fuego, clamando contra la traición. Tragor cayó sobre ellos, blandiendo su espada. La sangre empapó el suelo polvoriento cuando mató a los dos primeros con un solo golpe; acto seguido, el adalid cargó contra los otros con furia desbocada.

Ruog llamó a gritos a su guardia, pero nadie acudió a la llamada.

—Maldito idiota —se burló Kurthak, encaminándose con grandes zancadas en dirección al pedestal—. ¿Crees que te retaría sin ocuparme primero de tu guardia personal? La mayoría fueron fáciles de sobornar. Tragor se ocupó del resto.

Se agotó, por fin, la paciencia de Ruog, y arrancó el hacha de guerra de su cinturón. Saltó del pedestal y descargó un violento golpe a dos manos. Kurthak lo interceptó, y el filo del hacha hizo una muesca en la dura madera de su maza. Empujó hacia atrás a Ruog e intentó propinarle un mazazo. Ruog paró el ataque con su propia arma.

A su espalda, Tragor derribó a un tercer señor de la guerra, y luego clavó su espada en el vientre de un cuarto. Esquivó una lanza, extrajo de un tirón la espada y estuvo listo para enfrentarse a sus dos últimos adversarios.

—¡Te arrancaré el corazón! —bramó Ruog a Kurthak mientras el hacha y la maza chocaban otra vez—. ¡Te lo arrebataré del pecho y me lo comeré antes de que deje de latir!

Uno de los rivales de Tragor trazó un arco con una espada en forma de hoz y abrió un surco en el pecho del adalid. Un chorro de sangre oscura manó de la cabeza de su adversario cuando Tragor le devolvió el golpe y le rebanó la parte superior del cráneo. El señor de la guerra siguió testarudamente de pie durante unos instantes, en tanto parpadeaba de manera tonta antes de desplomarse de lado sobre la hoguera. Un fulgor de chispas salió despedido del fuego.

Junto al pedestal, Kurthak se agachó para evitar un torpe golpe y luego atizó un mazazo contra las piernas de Ruog. Sin embargo, las grebas de hierro del jefe supremo rechazaron el golpe, y el siguiente ataque de Ruog abrió una herida en el hombro de Kurthak.

El último oponente de Tragor blandía con ambas manos una maza con protuberancias. Herido, Tragor reculaba ante el arma silbante; paraba sólo aquellos golpes que era incapaz de esquivar. Riendo, el señor de la guerra lo alejó de Kurthak y Ruog, así que cuando finalmente Kurthak se tambaleó con el impacto del hacha del jefe supremo, Tragor estaba demasiado lejos para ayudarlo.

En ese momento, Kurthak hizo algo muy extraño. Llevándose una mano al cinturón, desenvainó una daga tan larga como su brazo y la tiró tras él. Cayó al lado del cuerpo fláccido de Grul.

Cuando Kurthak arrojó el cuchillo, Ruog le dio una fuerte patada en la boca del estómago. Una gran bocanada de aire escapó de los pulmones de El Tuerto, que soltó su maza al caer. Rugiendo con una risa triunfal, Ruog se plantó junto a su derrotado rival, que se retorcía en el suelo, y levantó el hacha.

Un chillido hendió el aire de la noche. Baloth, que había estado contemplando la lucha al lado del cadáver de Grul, cogió la daga que había tirado Kurthak y se abalanzó sobre Ruog, que prácticamente había ordenado su muerte sólo unos minutos atrás.

Ruog sólo pudo mirar con ojos desorbitados cómo el ogro lampiño saltaba sobre él y le clavaba el cuchillo en la garganta. Cayeron hechos un revoltijo, olvidada el hacha, y Baloth apuñaló una y otra vez a Ruog, hasta que sus brazos estuvieron cubiertos de sangre negra.

Los señores de la guerra los miraban atónitos y en silencio. Al otro lado del fuego, el rival de Tragor echó una ojeada de soslayo hacia el pedestal, con asombro. Tragor le atravesó el pecho con metro y medio de acero. Para cuando Kurthak y Tragor consiguieron quitarle a Baloth de encima, lord Ruog estaba irreconocible. Baloth miró de hito en hito a Kurthak durante un momento, con ojos enloquecidos; luego recuperó la cordura y puso una rodilla en tierra. Tendió, por la empuñadura, la daga impregnada de sangre coagulada a El Tuerto.

—Mi señor —dijo.

Kurthak tomó el cuchillo, miró sonriente a Tragor y luego se encaminó hacia el pedestal y se sentó en el improvisado trono que, hasta entonces, había pertenecido a lord Ruog.

—¡Viva el nuevo jefe supremo! —chilló Tragor, arrodillándose al lado de Baloth.

Uno por uno, los señores de la guerra reunidos siguieron su ejemplo, hasta que todos los ogros que rodeaban la gran hoguera estuvieron de rodillas ante lord Kurthak el Tuerto.