6

Cuervo Veloz refrenó su tordo y lo dirigió hacia el oeste, en dirección a la tormenta. Sobre el horizonte se apilaban negras nubes en el cielo de tonos verdosos y se elevaban empequeñeciendo la distante línea gris de las montañas Kharolis. Su gente tenía un nombre para tales nubes: hianawek, «los yunques de los dioses». Los guardianes de las tradiciones habían enseñado que el Forjador del Mundo, Reorx, los golpeaba en los últimos días del verano para forjar el futuro invierno. Los truenos eran los golpes de su inmenso martillo, y los rayos, las chispas que saltaban.

Por supuesto que eran disparates, cuentos de niños. El martillo de Reorx se había detenido hacía ya dos veranos, cuando él y los otros dioses abandonaron el mundo, pero las hianawek seguían volviendo, golpeando las llanuras con sus lluvias, granizos y cosas aun peores.

El viento azotaba el rostro de Cuervo Veloz y rizaba la dorada hierba como las olas sobre el mar. Las cigarras, cuyo chirrido monótono era la música de las Llanuras, se habían quedado inquietantemente silenciosas, y los únicos ruidos eran el distante retumbar de los truenos y los resoplidos nerviosos de la montura del joven guerrero. Aumentaba gradualmente el aroma de la lluvia, teñido con el frescor del ozono de los relámpagos.

La yegua cabeceó, luchando contra la fuerza con que asía las riendas el Hombre de las Llanuras. Éste le acarició el cuello, y luego desmontó y le puso las trabillas para estar seguro de que no se desbocaría. Al parecer, la tormenta iba a ser violenta. El animal se encabritó, y puso los ojos en blanco por el miedo.

—Tranquila —la arrulló, chasqueando la lengua para calmarla—. Está bien, aquí estamos a salvo.

Había calina debajo de las nubes, lo que prometía suficiente lluvia como para aplastar la hierba que frotaba sus rodillas desnudas. Chispearon unas gotas, mensajeras del diluvio inminente. Las hianawek relucían cuando los relámpagos saltaban de nube en nube. Al contar los segundos entre uno de esos destellos y el consiguiente trueno, Cuervo Veloz pudo calcular la distancia a la que estaba la tormenta y asintió con la cabeza. Ya faltaba poco. Sentía una intensa emoción, pues ésta era la primera vez que se enfrentaba a las hianawek en solitario. Cuando regresara a la tribu tras la tormenta, ya no habría dudas acerca de su valentía.

Prestaba tanta atención a las inmensas y centelleantes nubes que no reparó en los jinetes hasta que estuvieron casi encima de él.

Eran cinco; tres montaban caballos y los otros dos iban en ponis. Era capaz de distinguir poco más, ya que las llanuras estaban en penumbra por la oscuridad de la tormenta. Ellos no parecían haberlo visto, así que se movió con rapidez. Con una mano soltó la cuerda anudada que impedía que se desbocara su yegua, mientras con la otra sacaba el arco de la silla. Con grácil facilidad, tensó el arma y se subió a la montura. Para cuando se colocó en la silla ya tenía preparada una flecha emplumada en blanco y encajada en la cuerda del arco. Usó las rodillas para girar el caballo, se levantó sobre los estribos y disparó.

El proyectil cayó antes de llegar a los jinetes, que era justo lo que había pretendido hacer. Cuervo Veloz sabía, al igual que cualquier arquero que se preciara, que un buen disparo de aviso podía revelarle mucho acerca de su posible enemigo. Los cobardes lo evitarían o huirían; unos oponentes astutos se ocultarían, y los valientes y los estúpidos cargarían contra él. Mientras apuntaba una segunda flecha, vio que no hacían ninguna de esas tres cosas, sino que refrenaban las monturas y se detenían donde él podría hacer una diana fácil. Eso significaba algo totalmente diferente.

El más alto de los jinetes se echó hacia adelante en su silla para ver en qué lugar había caído la flecha. Cuervo Veloz observó que uno de los que montaba en poni se echaba mano a la espalda, pero el más alto levantó una mano para impedírselo. El joven Hombre de las Llanuras contuvo la respiración, apuntando con la flecha mientras que el viento azotaba su largo pelo castaño tras él.

Entonces, se elevó un sonido por encima del clamor de la tormenta. Un silbido, agudo y penetrante, que subía y bajaba con un ritmo regular. Era un idioma, pero pocos, incluso entre los bárbaros de las Llanuras, sabían comunicarse mediante él. Cuervo Veloz había recibido entrenamiento como explorador y estaba versado en el lenguaje de los silbidos, al igual que otros que necesitaran comunicarse a gran distancia en las praderas, tales como los cazadores y los pastores.

«Suelta el arco —decía el silbador—. ¿Acaso quieres herir a tu Chieftain?».

Atónito, Cuervo Veloz bajó el arco tan rápido que casi se le cayó. Sin pausa, hizo girar la yegua y la espoleó en los flancos. Galopó hacia el este, hacia Que-shu, cabalgando delante de la tormenta para anunciar el regreso de Riverwind y sus hijas.

***

La llovizna se estaba convirtiendo en lluvia cuando Cuervo Veloz llegó a las puertas. Los guardianes, que mantuvieron sus lanzas preparadas hasta que comprobaron quién era el jinete, intercambiaron unas palabras y luego se apartaron para que pasara.

—¿Cómo dijiste que se llama este lugar? —preguntó Kronn, mirando hacia las murallas del pueblo según se acercaban. Estaban blanqueadas y pintadas con motivos abstractos en rojo y azul, pero también eran fuertes y sólidas, y la parte superior había sido recubierta de amenazantes pinchos de hierro.

—Que-shu —dijo Riverwind, mirando por encima del hombro.

—¡Salud! —exclamó Kronn, con una risa tonta.

—¡Kronn! —lo reprendió Catt.

—No te preocupes —dijo el Hombre de las Llanuras, sacudiendo la cabeza—. He oído muchas veces ese chiste. No sois los primeros kenders que vienen a las Llanuras.

Los guardianes de la puerta bajaron sus lanzas y se arrodillaron cuando se acercó el grupo. Al verlos, Riverwind cruzó rápidamente los brazos en señal de saludo.

—Levantaos —dijo amablemente—. Vuestras esposas tienen demasiadas cosas que hacer, estoy seguro, como para tener que ocuparse también de quitaros el barro de los pantalones.

Los centinelas se incorporaron y devolvieron el saludo; luego se separaron para dejarlos pasar. Miraron con cautela a los kenders. Los relámpagos atravesaban el cielo negruzco cuando Riverwind regresó por última vez a su hogar.

La noticia del regreso del Chieftain se había extendido con rapidez tras la llegada de Cuervo Veloz. El tronar de los tambores hizo salir a los vecinos de sus hogares, a pesar de la lluvia, que empeoraba por momentos. Bordeaban el sendero, gritaban y saludaban con la mano al paso de la comitiva de Riverwind ante las tiendas de cuero pintado y las cabañas de adobe, hacia el estadio del centro de la ciudad. Pese a las protestas de Riverwind, los hombres se arrodillaban ante él, y las mujeres tiraban flores otoñales a su paso. Los niños reían y corrían por doquier, saltando sobre los charcos con agudos chillidos de alegría.

—Menuda bienvenida —comentó Catt, impresionada.

—Es mejor cuando hace buen tiempo —dijo Amanecer Resplandeciente—. Hay flautistas y bailarines, y todo el mundo entona el Canto de los Antepasados.

Llegaron hasta el ruedo donde una fila de hombres con gesto serio, resplandecientes en sus chaquetas de cuentas y sus tocados de plumas, les cerraban el camino. Todos a una levantaron las manos y los jinetes refrenaron sus monturas. Riverwind desmontó y entregó las riendas a un muchacho; sus hijas y los kenders hicieron lo propio. Mientras el niño se llevaba los animales, Riverwind saludó con una reverencia a los hombres de la fila y cruzó de nuevo los brazos. Los hombres devolvieron el gesto de forma coordinada.

—¿Quién es esta gente? —preguntó Kronn, que miraba de hito en hito a todos, sin rubor.

—Son los Venerables —contestó Canción de Luna—. Son los Chieftains de las otras tribus y los ancianos de Que-shu.

—¿Ves aquel joven del final de la fila? —preguntó Amanecer Resplandeciente, apuntando hacia un hombre esbelto y moreno de unos treinta veranos, cuyo pecho estaba tatuado con una serpiente enroscada. Riverwind se acercó al hombre y agarró sus brazos en un saludo—. Es Invierno Gris. Acaba de convertirse en jefe de Que-kiri esta última primavera, tras la muerte de su padre.

—Tiene intención de cortejar a Amanecer Resplandeciente —añadió Canción de Luna. Amanecer Resplandeciente le dirigió a su hermana una mirada fulminante.

—Creía que habías dicho que te ibas a casar con Cuervo Veloz —dijo inocentemente Catt.

—No tengo intención de casarme con nadie —repuso Amanecer Resplandeciente, cuyas mejillas se encendieron de rubor—, no hasta que esté preparada.

Kronn bostezó. Hablar de bodas lo aburría.

—¿Quién es el grandullón que está a su lado?

—Ése es Belladona —respondió Amanecer Resplandeciente, contenta de cambiar de tema. Riverwind hablaba ahora con un guerrero de pelo gris que tenía una cicatriz irregular desde la nariz a la mandíbula—. Es el Chieftain de Que-teh. Cuervo Veloz y Corazón de Ciervo son sus hijos.

—¡Allí está Cuervo Veloz! —dijo Canción de Luna, apuntando.

El joven guerrero no había tenido tiempo de cambiar sus simples prendas de caza antes de ocupar el lugar que le correspondía al lado de su padre. Miraba fijamente los mocasines de cuero, avergonzado aún por haber disparado una flecha —incluso una de aviso— contra su Chieftain. Riverwind se detuvo ante él durante un momento y luego le dio una palmada en el hombro. El joven se relajó, con una sonrisa de oreja a oreja, cuando Riverwind siguió recorriendo la fila.

—¿Dónde está Corazón de Ciervo? —preguntó Catt con el ceño fruncido—. ¿No está aquí?

—No —contestó Canción de Luna, incapaz de disimular en su voz la decepción que sentía—. Debe de estar aún en su Misión de Pretendiente.

—Entonces, ¿no vamos a ver una cabeza de grifo? —preguntó Kronn, apesadumbrado.

—Yo vi una vez una hembra de grifo —dijo Catt, henchida de orgullo—. Por supuesto, vi también la cabeza; pero el elfo a quien pertenecía no me dejó montar en ella, a pesar de que se lo pedí de forma muy educada y todo eso.

—Amanecer Resplandeciente, ¿quién es ése? —inquirió Kronn cuando Riverwind se acercó a un hombre gordo, de rostro amable—. ¿Amanecer Resplandeciente? ¡Eh!, baja de la luna. ¡Deja de mirar a Cuervo Veloz y presta atención!

Amanecer Resplandeciente, que a decir verdad había estado mirando con ojos hambrientos al hijo menor de Belladona, pronunció unas palabras ininteligibles.

—Los siguientes son los ancianos —dijo Canción de Luna, que reía a costa de la vergüenza de su hermana. Hizo un ademán con la cabeza hacia el hombre gordo—. Hartbow fue uno de los pretendientes de nuestra madre. Briar —apuntó hacia un hombre bajito y enjuto, cuyo cabello seguía siendo tan negro como el carbón a pesar de que tenía fácilmente los mismos años que Riverwind— cuidó de nuestra gente cuando se exiliaron a Thorbardin durante la guerra. El de su izquierda, apoyado sobre la muleta, es Paso Rengo. Solía ser uno de los mejores guerreros de los Que-shu, pero perdió el pie luchando contra un draconiano.

Riverwind recorrió rápidamente la fila de ancianos, y entonces se detuvo ante un hombre demacrado y encogido, que sujetaba contra su pecho un pesado libro.

—¡Cielo santo! —exclamó Catt al contemplar la cabeza calva, el rostro marchito y los relucientes ojos negros—. Creo que es el humano más viejo que he visto en toda mi vida.

—Parece una muñeca hecha con manzanas secas —dijo alegremente Kronn, cuyos ojos estaban abiertos de par en par—. Todo marrón y arrugado.

—Ése es Far-Runner —explicó Canción de Luna—. Es viejo, más de cien años, aunque nadie sabe con exactitud cuántos tiene.

Muchos moradores de Que-shu encontraban extraño que su Chieftain y su guardián de las tradiciones fueran amigos, dado lo que ambos habían vivido. Hacía más de cuarenta años, Far-Runner había sido guerrero y miembro del consejo de ancianos del padre de Goldmoon, Arrowthorn.

Estuvo presente cuando Riverwind, un plebeyo hereje, pidió a Arrowthorn la mano de su hija, y consintió la Misión de Pretendiente que Arrowthorn impuso al joven pastor. También vio cómo ese mismo joven pastor regresó de la hazaña imposible portando la Vara de Cristal Azul. Además, se encontraba allí cuando Arrowthorn condenó a muerte por lapidación a Riverwind por blasfemo. Por todo ello, el Chieftain de Que-shu tenía razones para estar resentido con el viejo.

Pero Riverwind había observado con detenimiento al consejo, en aquel entonces, incluso al ser condenado a muerte. No todos los ancianos estuvieron de acuerdo con Arrowthorn, y Far-Runner, tanto antes como después de la Misión de Pretendiente, le pidió al Chieftain que tuviera clemencia con Riverwind. Al final, sin embargo, sus palabras no habían sido suficientes, y no tuvo más remedio que acatar la decisión del consejo. Así y todo, Far-Runner protestó la sentencia: de todos los ancianos de Que-shu, él fue el único que se negó a ir al Muro de los Lamentos para presenciar la ejecución del joven guerrero. Por esa razón, susurraban los bárbaros de las Llanuras, los dioses habían procurado que Far-Runner sobreviviera a la Guerra de la Lanza, mientras que el resto de los ancianos había fallecido, bien en la batalla contra los ejércitos de los Dragones, o bien en las minas de Pax Tharkas. Y por esa razón, Goldmoon y Riverwind lo habían perdonado cuando regresaron tras la guerra a Que-shu, y lo habían nombrado guardián de las tradiciones de la tribu. Él había permanecido a su lado más de treinta años, y aunque estaba encogido y frágil por la edad, muchos pensaban que seguiría con ellos treinta años más.

Riverwind se entretuvo al lado de Far-Runner durante bastante tiempo; posó una mano sobre el brazo del anciano con gesto amistoso mientras hablaban con voz queda. Finalmente, dio unos pasos más, hasta el último hombre de la fila.

Ese hombre podría haber sido el propio Chieftain, unos años antes. Era alto y delgado como Riverwind, y tenía las mismas facciones aguileñas y marcadas. Sin embargo, su pelo era negro, al contrario que el blanco de Riverwind, y sólo empezaban a insinuarse las arrugas que ya surcaban el rostro del Chieftain.

—Dejadme adivinar —dijo Catt—. ¿Vuestro hermano?

—Sí —contestó Amanecer Resplandeciente—. Ése es Wanderer.

—Parece un tipo bastante frío —observó Kronn. Riverwind sonreía mientras hablaba con su hijo, pero la expresión de Wanderer siguió siendo austera.

—No siempre fue así —dijo Canción de Luna, con un suspiro—. Solía sonreír mucho, antes de la Guerra de Caos en cualquier caso.

—¿Qué pasó? —preguntaron al unísono Catt y Kronn.

—Ésa es la peor parte —dijo Amanecer Resplandeciente—. Nadie lo tiene muy claro. —Al ver las miradas de desconcierto en los rostros de los kenders, sacudió la cabeza—. ¿Habéis oído historias acerca de los seres de sombras?, ¿acerca de sus poderes?

—Yo sí. —Kronn asintió con un gesto de cabeza—. Por lo que he oído, los seres de las sombras no sólo te matan, te destruyen. Si les miras a los ojos, no hay nada, pero te pueden atrapar con la mirada y te arrancan el alma trocito a trocito hasta que dejas de existir, hasta que no queda nada. Ni siquiera… —Jadeó de terror y se llevó la mano a la boca.

—Ni siquiera tu recuerdo en la mente de los que te han querido —concluyó Canción de Luna con tristeza.

—Wanderer tiene un hijo —añadió Amanecer Resplandeciente, con voz apesadumbrada—. Se llama Halcón Nublado y tiene tres años. Y nadie, ni siquiera Wanderer, recuerda a su madre.

—¿La mató un ser de sombras? —preguntó Catt, con los ojos abiertos de par en par.

—Como te decía —repitió Amanecer Resplandeciente—, nadie lo sabe.

Wanderer dio un paso al frente y se desabrochó el peto de huesos que llevaba sobre el pecho y se lo entregó a Riverwind.

—Te devuelvo esto, padre —dijo con voz monótona.

Riverwind cogió el peto y lo sujetó entre las manos durante un momento, dándole vueltas, y luego se lo devolvió a su hijo. Un murmullo de asombro recorrió la multitud. Los ojos de Wanderer se abrieron de par en par, pero no dijo nada.

—Sólo me quedaré una noche en Que-shu —anunció Riverwind. Hizo un ademán hacia Kronn y Catt—. He prometido ayudar a nuestros amigos. Partiremos mañana.

Los vecinos del pueblo empezaron a cuchichear; las voces eran de incredulidad. Las miradas curiosas que hasta entonces habían dirigido a los kenders se volvieron más intensas y suspicaces. Los Venerables —incluido el viejo Far-Runner— miraban de hito en hito a Riverwind, mientras la lluvia golpeaba el suelo a su alrededor.

—¿Tienes intención de ayudarlos? —preguntó Invierno Gris; la serpiente de su tatuaje se hinchaba cuando llenaba sus pulmones de aire. El tono de su voz dejaba muy claro su disgusto.

—No, no sólo a nosotros —contestó Catt. Dio un paso al frente e hizo una reverencia ante los ancianos—. Viene a Kendermore para ayudar a la nación kender a luchar contra los ogros y el dragón.

Sonaron risas entre la multitud allí reunida. Los Venerables miraron a Catt con acritud.

—Una locura —dijo Paso Rengo, recostándose contra la muleta—. No puedes hablar en serio acerca de una misión así, mi Chieftain. ¿Ogros y dragones?

—Hemos estado intentando disuadirlo —intervino Canción de Luna.

—He jurado ayudarlos —dijo escuetamente Riverwind—. Parto con ellos mañana.

—Pero mi Chieftain —espetó Cuervo Veloz—: ¿por qué has de ayudarlos? Son sólo unos kenders.

—¡Eh! —dijo Kronn, malhumorado.

—¿Sólo kenders? —masculló Riverwind. Se acercó al joven guerrero, que bajó la mirada, y lo observó fijamente—. Quizá tengas razón, Cuervo Veloz —dijo tras un momento—. No merecen la pena. Dejemos que mueran. Eso es lo que quieres decir, ¿verdad?

—Yo… —farfulló Cuervo Veloz—. No, yo no…

Riverwind se alejó asqueado, y volvió caminando hasta su hijo. De todos los bárbaros de las Llanuras que estaban presentes, sólo Wanderer parecía no estar preocupado ante las palabras de su padre. Su rostro permanecía inalterado.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó Riverwind.

—Te aguarda en la casa del Chieftain —contestó Wanderer, mirando de soslayo hacia una larga construcción de madera situada al otro extremo del estadio.

Riverwind asintió con un gesto de cabeza y respiró hondo para calmar los nervios. Con gesto adusto, se giró hacia la muchedumbre inquieta. Retumbaron los truenos.

—Idos a casa —les dijo—. Todos. Resguardaos de la tormenta.

Pasó ante los aún asombrados Venerables en dirección a la casa del Chieftain. Los habitantes del pueblo se dispersaron, corriendo en busca de refugio, mientras la lluvia de las hianawek caía sobre Que-shu.

***

No había cambiado tanto como su marido, pero el paso de los años también había hecho mella en Goldmoon de Que-shu. Estaba más rellenita de lo que había estado en su juventud, su largo cabello trenzado tenía ahora más plata que oro, había patas de gallo alrededor de sus pálidos ojos azules y arrugas de preocupación en torno a su boca.

—Sigues siendo hermosa —le dijo Riverwind al entrar en la casa del Chieftain.

Goldmoon lo miró sonriente, sin levantarse.

—Y tú sigues halagándome demasiado.

Se levantó de la manta sobre la que estaba sentada, empujando contra el suelo con los brazos hasta ponerse grácilmente de pie, y dio unos pasos hacia él. Se abrazaron, pero cuando los labios de él buscaron los de su esposa, ella se giró y sólo permitió que le besara la mejilla.

—No estuviste en la Ceremonia de Bienvenida —le reprochó suavemente Riverwind.

—Lo siento —dijo Goldmoon—. ¿Me he perdido algo? Pensé que no sería bueno para mi enfermedad salir y mojarme a causa de la lluvia.

—¿Enfermedad? —Riverwind palideció de preocupación.

—No te preocupes —le regañó con suavidad—, no es nada serio: un simple resfriado. Pero no quiero empeorarlo, y tampoco querría contagiártelo.

Él la contempló durante un momento con ojos llenos de dolor. Luego, antes de que ella se pudiera volver, la besó en la boca, fuerte, con intenso apasionamiento. Cuando se separaron, ella lo miró con ojos penetrantes.

—Lo sé por tu cara —dijo—. No te quedas. ¿Por qué?

Su marido sacudió la cabeza antes de contestar.

—Cuando estuve en Solace vinieron a la posada dos kenders. Hay problemas en Kendermore, ogros, y un dragón. Le dije que los ayudaría.

—¿Kenders? —preguntó Goldmoon.

—Dos hijos de Kronin Thistleknot. Ya son mayores, y kenders hasta la médula.

—¿Y has prometido ayudarlos?

Otra mujer quizás hubiera llorado, o le hubiera suplicado que no fuera. Goldmoon sólo estudió su rostro, asintiendo con un movimiento de cabeza. Había pesar en su mirada, pero también había comprensión.

—Si tienes que hacerlo… —murmuró ella—; no será la primera vez que me quede aguardando tu regreso.

Sonó un trueno, y una luz brillante relució en el exterior de las ventanas de la casa. El destello atrajo la atención de Goldmoon, y no pudo ver la mueca de dolor que crispó el rostro de su marido. Cuando se volvió de nuevo hacia él, ya había recuperado su habitual gesto estoico.

—¿Cuándo partís? —le preguntó.

—Mañana —contestó—. Por la mañana.

Ella asintió y luego extendió un brazo y le cogió la mano. Su apretón era fuerte, seguro. Le respiración de Riverwind se aceleró cuando Goldmoon se llevó los dedos de él a sus labios.

—Qué tontos seríamos, entonces —murmuró ella—, si desperdiciáramos esta noche.

Fueron al dormitorio entonces, marido y mujer. La tormenta bramaba en el exterior, pero ellos no hicieron ni caso.

***

Las gentes de Que-shu se levantaron pronto al día siguiente. Era una mañana despejada, aunque el aire tenía un frescor que auguraba el final del verano. Los habitantes del pueblo empezaron a arreglar aquello que la tormenta había roto. El viento había arrancado tiendas de sus amarraduras, y restos variopintos se veían desperdigados por las calles. Al elevarse el sol sobre las montañas de la Muralla del Este, sin embargo, la gente dejó su trabajo y se reunió en las puertas del poblado para despedir al Chieftain en el inicio de su viaje.

Kronn y Catt fueron los primeros en llegar. Los bárbaros de las Llanuras mascullaron palabras malsonantes cuando se acercaron, haciendo gestos despectivos y mirándolos con reproche. Varios de los hombres más jóvenes escupieron en el barro cuando los kenders pasaron ante ellos.

—No parecen muy agradables esta mañana —comentó Kronn, que contemplaba asombrado a los habitantes del pueblo—. Debe de ser por algo que han comido, aunque creo que la cena fue excelente. El desayuno también. Y ya tengo ganas de almorzar.

—Es porque somos kenders, mentecato —dijo Catt, forzando una sonrisa para los bárbaros de las Llanuras. Los comentarios estaban subiendo de tono—. No todos son tan agradables como Riverwind.

—Espero que esto no tenga nada que ver con el malentendido de anoche —dijo Kronn, pensativo, con el ceño fruncido—. Creí que había explicado que no fue culpa mía que esos talismanes sagrados acabaran dentro de mi saquillo. Si los hubieran guardado cuando comenzó la tormenta no habrían volado por todas partes, y yo no habría tenido que cuidar de ellos. Probablemente, me deberían dar las gracias, a decir verdad.

—No —respondió Catt—. Creo que ya se han tranquilizado acerca de ese tema, aunque estoy un poco ofendida por el hecho de que decidieran apostar unos guardias en el exterior de nuestra choza. Habría querido explorar un poco más.

—Yo también —coincidió Kronn con un suspiro de decepción. Miró de soslayo hacia el estadio—. ¡Eh!, alguien viene.

Los Venerables avanzaban con decisión por la calle, hacia las puertas. Wanderer iba en cabeza; su rostro parecía estar tallado en piedra. Los ancianos lo seguían, y tras ellos Invierno Gris de Que-kiri y Belladona de Que-teh. Cerrando el grupo iban Canción de Luna, Amanecer Resplandeciente y Cuervo Veloz.

—No está Riverwind —notó Catt, con voz queda—. ¿Crees que habrá cambiado de idea? No parece que la gente de aquí tenga muchas ganas de que se vaya. Quizá le hayan convencido de que se quede.

Los Venerables se detuvieron al llegar frente la multitud, que guardó silencio ante su presencia. Los bárbaros de las Llanuras siguieron mirando intensamente a los kenders, e Invierno Gris y varios de los ancianos hicieron lo mismo.

Kronn los saludó respetuosamente con la cabeza.

—Vaya —dijo—, ¿qué pasa con Amanecer Resplandeciente?

Catt miró a la joven Mujer de las Llanuras y frunció el ceño. Mientras que Canción de Luna estaba ataviada con un vestido blanco bordado y unas zapatillas de ante, Amanecer Resplandeciente llevaba aún sus ropas de viaje: una túnica marrón y polainas, con botas altas y una sencilla capa de piel. Su maza seguía colgada del cinturón. Cuervo Veloz estaba vestido de forma similar, con una aljaba a la espalda llena de flechas blancas y un fino sable en la cintura.

Catt abrió la boca para contestar, pero en ese momento la multitud se volvió de nuevo, apuntando. Al mirar, los kenders vieron a Riverwind y a Goldmoon que venían hacia ellos desde el centro del pueblo. Al unísono, todos los habitantes se arrodillaron ante su Chieftain y su sacerdotisa.

Riverwind caminó hasta llegar junto a Amanecer Resplandeciente, con el ceño fruncido.

—¿Adónde crees que vas? —preguntó.

—Cabalgaré contigo —respondió, y alzó la barbilla en un gesto desafiante.

—De eso nada. —El tono de Riverwind era desabrido—. Sólo yo me comprometí a emprender este viaje.

—En realidad —les interrumpió Kronn—, Paxina dijo que sería estupendo si conseguíamos regresar con más de una persona…

Riverwind hizo caso omiso del kender y se volvió hacia Cuervo Veloz.

—Y tú —bramó el Chieftain. El joven guerrero palideció y dio un paso hacia atrás—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Déjalo en paz, padre —dijo Amanecer Resplandeciente—. Sólo quiere venir conmigo para protegerme.

—Nadie va a venir con nadie —dijo Riverwind—. Esto no es un paseo en trineo hasta Solace, Amanecer Resplandeciente. Es un asunto peligroso.

—No eras mucho mayor que yo cuando partiste hacia tu Misión de Pretendiente —lo retó Amanecer Resplandeciente—. Siempre nos estás contando lo peligroso que fue aquello.

—Esto es distinto. Yo era un joven pastor; no tuve elección en ese asunto. Pero tú eres…

—¿Soy qué? —dijo Amanecer Resplandeciente con ojos brillantes—. ¿Una chica?

—Mi hija.

Esas palabras, y el modo quejumbroso en que las dijo su padre, hicieron que Amanecer Resplandeciente dudara, pero sólo un momento.

—No soy una desvalida, padre —dijo, alzando la maza—. Sé cómo usar esto. Luché contra los cafres cuando atacaron Que-shu.

—Eso fue distinto —razonó Riverwind—. No tuvimos más remedio que luchar. Deberías saber que tu puesto está aquí, con tu madre.

—Mi puesto —repitió Amanecer Resplandeciente—. ¿Y cuál es, padre? Wanderer tiene el suyo; viste la pechera del adalid, pues es el hijo del Chieftain. Canción de Luna es la hija del Chieftain y se convertirá en la suma sacerdotisa cuando madre ya no esté. Algún día Corazón de Ciervo y ella gobernarán las tribus. Pero ¿quién soy yo, padre? Tercera hija del Chieftain, la hija que sobra. Yo no tengo puesto.

Riverwind sacudió testarudo la cabeza, y luego miró de soslayo a los Venerables. Ellos le sostuvieron la mirada, sin decir palabra. Entonces, Riverwind se volvió hacia su mujer.

—La decisión es tuya —dijo Goldmoon con sencillez. Riverwind arqueó las cejas ante esas palabras, pero no dijo nada.

—Déjala ir, padre —dijo Canción de Luna, dando un paso al frente.

Riverwind la miró y frunció el ceño; luego se volvió hacia su hijo. Wanderer asintió una vez en silencio. Finalmente, el Chieftain suspiró.

—Muy bien, Amanecer Resplandeciente —dijo—. Puedes venir a Kendermore. —Se volvió hacia Cuervo Veloz—. Y tú también, hijo de Belladona. Si deseas casarte con mi hija, que sea ésta tu Misión de Pretendiente. Si ella sufre algún daño, maldito seas.

Los vecinos murmuraron al oír esto. Cuervo Veloz sonreía y rebosaba orgullo, y se volvió hacia su padre.

—Ve —dijo simplemente Belladona.

Su sonrisa se hizo aún más ancha cuando el joven guerrero cayó de rodillas ante Riverwind. Las flechas golpetearon contra la aljaba.

—Acepto, mi señor.

Riverwind asintió. Su semblante traslucía preocupación cuando se encaminó hacia los Venerables. Recorrió la fila, agarrándose los brazos con cada uno de los hombres. Había dudas y consternación en los ojos de los ancianos, pero ninguno de ellos alzó la voz en contra de él. Por muy intensas que fueran las dudas, se trataba de su Chieftain, y su palabra era ley. Cuando Riverwind llegó hasta Far-Runner, sin embargo, el anciano bajó la cabeza y comenzó a sollozar.

—¿Qué es esto, guardián de las tradiciones? —preguntó suavemente Riverwind—. ¿Por qué lloras?

—Mi Chieftain —murmuró Far-Runner—, lloro porque tengo una pesada carga en mi corazón. Te he hecho mal en el pasado, cuando permití que el Chieftain Arrowthorn usara la Misión de Pretendiente para alejarte de su hija. Te estaría haciendo mal de nuevo si no te pidiera que reconsideraras tu decisión, y que te quedaras con nosotros en las Llanuras.

—Me has sido fiel durante muchos años, Far-Runner —dijo Riverwind, sonriente—. Si yo no hubiera emprendido la imposible misión impuesta por Arrowthorn, tal vez los dioses habrían seguido perdidos. Los ejércitos de los Dragones podrían haber ganado la guerra, y es posible que Caos hubiera ganado la siguiente. Si no me hubieras hecho mal, hace todos esos años, tal vez no estaríamos hoy aquí. Te perdono, pero no puedo quedarme. He dado mi palabra, y no pienso faltar a ella.

Far-Runner asintió lentamente, y alzó la cabeza para mirar a Riverwind.

—Adiós, mi Chieftain —murmuró.

—Adiós, guardián de las tradiciones —dijo Riverwind, posando una mano reconfortante en el hombro del viejo.

Siguió andando, hasta Wanderer, y padre e hijo se abrazaron en silencio. Sus ojos se encontraron.

—Hablaré de ti a mi hijo —murmuró Wanderer, cuyo rostro estaba sombrío.

Canción de Luna, que se había mantenido estoica hasta ese momento, se derrumbó por completo; gimió al rodear con los brazos a su padre. Lo sujetó con fuerza, negándose a soltarlo, y al cabo Cuervo Veloz y Hartbow tuvieron que unir fuerzas para separarla. En cuanto soltó a Riverwind, se echó en brazos de su hermana. Los rostros de las dos gemelas estaban surcados por lágrimas cuando finalmente se separaron.

El chico de los establos pasó por las puertas guiando tres caballos y dos ponis. Kronn y Catt subieron a sus monturas y después Amanecer Resplandeciente y Cuervo Veloz hicieron otro tanto, pero Riverwind no se movió hacia su semental bayo, un regalo del jefe Invierno Gris después de que los Que-kiri se unieron a la alianza de tribus. En vez de eso, se volvió hacia Goldmoon, con el corazón en los ojos. Puso una rodilla en tierra ante ella. El barro empapó la pernera de su pantalón, pero no hizo caso.

—Kan-tokah —dijo, embargado por la emoción—. Mi amor.

Sonriendo serenamente, ella se agachó y lo besó en la frente. Puso la mano bajo la barbilla de su marido y le alzó la cabeza para que mirara en sus brillantes ojos azules.

—¿Por qué tan solemne, héroe mío? —preguntó—. Nos hemos separado antes.

Él asintió, incapaz de articular palabra.

—Siempre has seguido tu corazón —continuó Goldmoon, sonriente—. Es una flecha que vuela recta y segura. Esperaré ansiosa tu regreso. —Tomando su mano, le puso algo en la palma, luego besó sus dedos, giró sobre los talones y se alejó.

La vio alejarse, y la siguió con la mirada hasta la casa del Chieftain. Podía sentir sobre él los ojos de todos —los vecinos, los Venerables, sus hijos—, pero no se levantó. En vez de eso, abrió la mano, y su faz se iluminó de asombro cuando vio lo que le había entregado su mujer.

Era una cadena sencilla, hecha de bronce corriente. El amuleto que colgaba de ella estaba tallado en reluciente acero de color azul plateado. Tenía la forma de dos lágrimas, que se tocaban por las puntas: el símbolo de Mishakal.

Él le había entregado el medallón hacía muchos años, tantos que parecía la vida de otro hombre. Era el Amuleto del Rastro Infinito, y suponía tanto un símbolo de la diosa como una señal de su amor eterno. Ella nunca se lo había entregado antes. Alzó los ojos húmedos para preguntarle «por qué», pero Goldmoon ya había entrado en la casa del Chieftain.

***

Mientras el resto de los habitantes del pueblo veía salir cabalgando por las puertas a su Chieftain, Goldmoon se quedó sentada en la casa, sola. No lloró, sino que cogió un viejo laúd desgastado, lo acunó suavemente entre sus brazos y llevó los dedos a las cuerdas.

Tocó una antigua melodía, cargada de recuerdos. La había cantado por primera vez hacía muchos años, en la posada El Ultimo Hogar. La cantó nuevamente, y tenía la esperanza de que no fuera la última vez.

¡Oh!, Riverwind, ¿adónde has ido?

¡Oh!, Riverwind, el otoño se acerca.

Me siento junto al río

y contemplo el amanecer,

pero el sol asciende solitario sobre las montañas.