5

El humo asfixiante saturaba las calles de la villa de Rocío de Mirto y, al elevarse, tapaba el sol, pese a que el día era claro y despejado. Las pavesas flotaban en el viento, que atizaba las llamas que chisporroteaban por toda la ciudad. El aire apestaba a quemado, cargado con el intenso aroma de la madera, el húmedo olor de la paja y el hedor nauseabundo del pelo y la carne. El fuego había consumido ya la totalidad de la mitad sur de la ciudad y empezaba a extenderse hacia el norte.

Kurthak el Tuerto estaba de pie en medio de la matanza, con los labios fruncidos en una mueca de desagrado. El señor de la guerra de los ogros se rascaba su crespa barba de tonos verdes y negros, y miraba intensamente las llamas, a la par que desplazaba el peso de la enorme maza de pinchos que llevaba al hombro. Sus ojos —del izquierdo sólo quedaba la cuenca vacía— se estrecharon con repugnancia al contemplar los restos del pueblo kender.

—Chapucero —bramó.

Tragor, su segundo, gruñó y escupió sobre el hollín. Levantó la enorme espada de larga empuñadura, y observó cómo caía la sangre por el surco que recorría la mediana de su cuchilla.

—Lo hicimos bastante bien.

—No —espetó Kurthak. Miró fijamente a Tragor e hizo un ademán en la dirección del arma manchada de sangre de su guerrero—. Matamos a demasiados.

—Kenders vivos o kenders muertos —farfulló Tragor—, ¿qué más da?

Kurthak sacudió su gran cabeza greñuda, y el casco con cuernos de buey relució a la luz de las hogueras.

—Ya te lo he explicado, Tragor —rezongó—. Un kender muerto no nos sirve de nada.

—Por lo menos, se callan cuando están muertos.

Salió un resoplido, que podría haber sido una risa, de los labios de Kurthak.

—Aun así, di órdenes concretas de que se los cogiera vivos. Cualquier jefe de clan que no haya acatado mis palabras derramará su sangre esta noche.

El ataque había comenzado al mediodía. Los sorprendidos kenders habían sido incapaces de organizar una defensa eficaz cuando entró en Rocío de Mirto el grupo de guerra de Kurthak —mil guerreros, una mera fracción de la horda completa— procedente de las yermas tierras del este. No hubo manera de evitar que los ogros saquearan la ciudad. Unos pocos kenders lucharon, pero la mayoría procuró escapar; no por miedo, por supuesto, sino porque sabían que no tenían esperanzas de vencer y preferían vivir para luchar otro día.

La huida, sin embargo, no había sido tan fácil. Los ogros habían rodeado la ciudad; la aislaron y asesinaron a aquellos que intentaban huir hacia el oeste, hacia las profundidades del bosque Kender. La lucha despertó la sed de sangre de los guerreros de Kurthak y arrasaron el pueblo, acuchillando y destrozando a todo el que fuera más pequeño que ellos. Cuando concluyó la lucha, casi la mitad de la población de Rocío de Mirto, varios cientos de kenders, estaba muerta. De los supervivientes, los más —niños, viejos y enfermos— eran inútiles para Kurthak, así que los ogros los habían pasado a cuchilla a casi todos.

A los restantes, sin embargo, todavía se los estaba reuniendo en medio del fragor de las llamas. Kurthak contempló cómo un escuadrón de ogros fuertemente armados ponía grilletes a un grupo de treinta kenders y los hacían marchar, a punta de lanza, hasta el linde del pueblo. Los kenders, de espíritu tenaz, arrastraban los pies, y las cadenas que fijaban sus tobillos tintineaban por todo el camino hasta los carromatos de esclavos que esperaban en la parte oriental de la ciudad. Parecían muy desdichados, lo que contribuyó a la satisfacción que sintió Kurthak al verlos pasar.

—¡Mi señor! —gritó el jefe de los guerreros. Se separó de sus hombres y vino con paso vivo hasta Kurthak y Tragor. Estaba cubierto de verrugas, y su aspecto de bruto se incrementaba por la presencia de un enorme raigón que asomaba entre sus labios. Las cicatrices rituales de sus mejillas y la cola de caballo que adornaba su casco lo identificaban como un oficial de bajo rango de la banda de Kurthak.

—Argaad —respondió Kurthak el Tuerto—. ¿Qué noticias traes?

—Hemos atrapado a estos desgraciados en la orilla del río —informó Argaad, sacando pecho con orgullo a la par que apuntaba hacia atrás—. Intentaban escapar en una gabarra, pero se lo impedimos.

—Buen trabajo —lo felicitó Kurthak, y le dio una palmada en el hombro—. Tu clan puede estar orgulloso de ti.

—Gracias, señor. —Argaad movía nervioso la cabeza, henchido de orgullo—. Te los entrego como regalo. Es un honor servir a tus órdenes. Si necesitas un guardaespaldas, o alguien para encabezar el siguiente ataque…

Tragor carraspeó.

—Argaad —dijo, con voz queda—. Tu regalo se escapa.

Argaad se giró sobre sus talones. De algún modo, mientras él hablaba, los kenders habían conseguido liberarse de sus cadenas. Había uno de sus hombres tendido en el suelo, sangrando por una herida de cuchillo en la barriga, en tanto que los demás observaban, atónitos, cómo escapaban los prisioneros.

—¡No os quedéis ahí parados, inútiles! —bramó Argaad—. ¡Id tras ellos! —Le dirigió a Kurthak una rápida mirada que era una mezcla de disculpa y de terror a partes iguales, y se giró para seguir a largas zancadas a sus hombres y exhortarlos a capturar a los fugitivos.

Tragor empezó a reír, pero cambió de idea cuando Kurthak lo fulminó con la mirada.

—No tiene ninguna gracia —espetó el señor de la guerra—. Cada uno de esos kenders me es muy valioso. —Hizo un ademán en la dirección por la que se habían ido los prisioneros y los ogros que los perseguían—. Vamos, ayudaremos a Argaad en la captura.

—Bien —declaró Tragor, sopesando su gran espada—. Ya tenía ganas de hacer un poco de ejercicio.

Ambos corrieron en pos de Argaad y sus hombres. Los kenders eran rápidos, pero la larga zancada de los ogros mantenían el ritmo con facilidad. Mientras corrían, los altos y bestiales seres iban preparando grandes redes para atrapar a los fugitivos. Los kenders zigzagueaban alrededor de los edificios, separándose y reagrupándose a la par que avanzaban a gran velocidad por las calles, pero los ogros —con Kurthak y Tragor a la cabeza— seguían aullando y gruñendo casi pisándoles los talones.

Finalmente, alcanzaron el límite del maldito pueblo. Ante ellos se alzaba un gran seto de arbustos enmarañados, que recorría una distancia de unos cuatrocientos cincuenta metros antes de fundirse con el oscuro bosque Kender. Los kenders imprimieron un ritmo más fuerte a su carrera en dirección a los matorrales, pero Kurthak esbozó una mueca burlona, y trazó un arco con el brazo hacia el bosque.

—¡Adelantaos a ellos! —ordenó—. ¡Atrapadlos en esas zarzas!

Obedeciendo, los ogros se abrieron en abanico y rodearon, a toda velocidad, el matorral en dirección al bosque. Kurthak y Tragor seguían casi encima de los kenders. Los primeros desaparecieron entre las ramas con un leve susurro de las hojas, y los otros los siguieron sin dudar; todos salvo la última, una joven de cabellos dorados que miró sobre el hombro directamente hacia el señor de la guerra y su adalid, y les dedicó una sonrisa. Al punto, ella también desapareció.

—¡Cercadlos! —bramó Kurthak, mientras tiraba de los extremos de las zarzas. Apuntó hacia las ramas, que susurraban con el paso de los kenders—. ¡Mirad las matas! ¡Podéis ver por dónde van!

Los ogros hicieron un círculo alrededor de las ruidosas ramas, y empezaron a estrecharlo; clavaban sus lanzas y sus espadas en medio de los espinosos arbustos. El cerco se ciñó como un nudo corredizo alrededor de los kenders.

—Buena idea, mi señor —declaró Argaad—. Los tenemos atrapados, no tienen lugar adonde ir. No escaparán.

—Esperemos que sea verdad. —Kurthak asentía nervioso.

El susurro de la maleza continuó su lento movimiento hacia la línea de árboles. Kurthak, Tragor y Argaad contemplaron impacientes cómo se acercaban los ogros, arrasando las zarzas y cortando las matas en dirección a su presa.

Entonces, de repente, cesó el susurro.

Los ogros se detuvieron también. Sus ceños fruncidos denotaban perplejidad. Argaad inspiró involuntariamente entre sus dientes podridos y salientes. Tragor miró de soslayo a Kurthak con ojos interrogantes, pero el señor de la guerra estaba pensativo; se mesaba la barba en un vano intento de comprender lo que estaba sucediendo.

—Mi señor, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Argaad, cuyo rostro había adquirido un color macilento.

Kurthak el Tuerto sopesó un momento su respuesta, y luego apuntó hacia el lugar en el que se había interrumpido el ruido.

—Seguid avanzando —les ordenó—. Tienen que seguir ahí.

Así lo hicieron los ogros, con las armas y las redes preparadas. Argaad contuvo la respiración cuando el diámetro del círculo se redujo a veinticinco pasos, y luego a doce. Los arbustos seguían inmóviles.

Los ogros pararon cuando estaban tan cerca que las puntas de sus lanzas se tocaban en el centro del anillo. Pincharon los matorrales con sus armas, tanteando el punto en el que había cesado el susurro. No pasó nada.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó ansioso Argaad—. ¡Tendrían que estar ahí mismo!

Los ogros hurgaron los arbustos con las lanzas, cortaron las ramas con hachas y espadas, y golpearon las matas con los garrotes. Pisotearon las zarzas hasta aplastarlas en algunos sitios, y las arrancaron de raíz en otros. Los kenders, sin embargo, no aparecieron.

—¡Aquí ha habido brujería! —farfulló Tragor, desconcertado.

—¡Antorchas! —ordenó Kurthak el Tuerto, cuyo rostro estaba crispado por la ira—. ¡Hacedlos salir con llamas y humo!

Un par de ogros se abrieron paso a empujones entre los matorrales y corrieron hacia las ardientes ruinas de Rocío de Mirto. Las otras bestias abrieron el cerco para rodear de nuevo el seto, pendientes siempre de los kenders desaparecidos. En poco tiempo, volvieron los que habían ido al pueblo; cada uno enarbolaba un par de teas llameantes. Miraron a Kurthak, haciendo caso omiso de Argaad. El cabecilla los exhortó a que fueran hacia los arbustos.

Las hojas y ramas resecas de las matas prendieron fuego con rapidez, y se extendieron las llamas. Los ogros esperaron alrededor de los matorrales, para ver cómo huían de la quema los kenders. En pocos minutos, ardía todo el seto. Los ogros contemplaron la conflagración, boquiabiertos de asombro.

—¡Los has perdido! —espetó Kurthak a Argaad, quien se estremeció ante el azote de las palabras.

—No lo entiendo —protestó el guerrero del raigón—. No es posible que hayan escapado del fuego. ¿Cómo pueden haber entrado en el seto sin salir? ¡Tú mismo los viste entrar ahí, mi señor!

Lentamente, Tragor se situó detrás de Argaad.

Kurthak asintió lentamente con la cabeza, pensativo.

—Sí, es verdad —coincidió.

—Mi señor —comenzó Argaad—, yo no…

Fue tan repentino que incluso Kurthak se sorprendió. Tragor levantó sobre su cabeza la pesada espada, con ambas manos aferrando la empuñadura larga, y luego la descargó sobre la cabeza del tembloroso guerrero desde atrás, con violencia. La cuchilla atravesó el casco de Argaad y partió en dos su cráneo. El guerrero del raigón se mantuvo rígido durante un momento; entonces, Tragor extrajo su espada, y Argaad se desplomó en el suelo, hecho un sanguinolento ovillo.

Kurthak miró un momento el cadáver y, luego, se encogió de hombros.

—Vamos —ordenó, e hizo un ademán para que Tragor lo siguiera—. Aquí no nos queda nada por hacer.

Dejaron que el seto se quemara y que el cuerpo de Argaad atrajera los cuervos.

***

Argaad no fue el único guerrero que perdió de forma inexplicable a sus prisioneros. Cuando los ogros se reagruparon en el exterior de las humeantes ruinas de Rocío de Mirto, hasta seis oficiales vinieron a Kurthak e informaron, con voz temblorosa, que sus cautivos se habían escapado; habían abierto los grilletes con ganzúas que tenían escondidas y habían escapado. Algunos habían conseguido llegar hasta la maleza o el bosque; otros se habían ocultado en los edificios más grandes del pueblo. En todos los casos, justo cuando los ogros creían tenerlos atrapados, los kenders se habían desvanecido de forma misteriosa. Los contritos oficiales aseguraban que las desapariciones eran el resultado de alguna extraña magia. Kurthak, que nunca había oído hablar de un hechicero kender, se mofaba de semejante explicación.

—Imbéciles —le dijo a Tragor cuando dejaban Rocío de Mirto y emprendían camino hacia el este y su hogar rocoso y yermo—. Los muy idiotas los han dejado escapar.

Tragor gruñó sin comprometerse. Su espada envainada colgaba a su espalda mientras avanzaba por la fronda a grandes pasos al lado de Kurthak.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

Kurthak sopesó su respuesta mientras miraba por encima del hombro hacia las columnas de ogros que los seguían. De los mil guerreros que llevaba consigo en esa incursión, había perdido quizás unos cien, con otros tantos heridos. Aparte de Argaad, todos los oficiales que le habían fallado marchaban entre los supervivientes, y ponían especial empeño en esquivar su mirada, negra como el carbón, cuando la clavaba con fijeza en ellos.

—Aún no estoy seguro —dijo. El ceño le sobresalía de forma amenazadora.

—Deberían morir —declaró escuetamente Tragor. Golpeó la palma de la mano con el puño—. Lord Ruog te miraría con malos ojos si los dejaras vivir.

Kurthak se encogió de hombros en un gesto de aparente indiferencia. Ruog, el jefe de la mayor horda de ogros que hubiera salido jamás de los páramos de la península de Goodlund, era un amo que valoraba una pronta acción por parte de sus seguidores. Kurthak le tendría que informar de manera inmediata, y a Ruog no le gustaría nada que la banda de guerreros de Kurthak el Tuerto sólo hubiera capturado menos de cien esclavos. Exigiría que se pagara con sangre la pérdida de los kenders.

No obstante, Kurthak dudaba al considerar sus posibilidades.

—Tus palabras son juiciosas, Tragor —comentó, con los labios apretados por la concentración—. Creo, sin embargo, que tengo una idea mejor.

***

El fiero rostro de Kurthak el Tuerto relucía con tonos anaranjados a la luz del fuego; tenía el ceño fruncido. Estaba encaramado en un alto risco irregular y contemplaba desde allí a los seis oficiales que habían dejado escapar a sus prisioneros. A su alrededor, los ogros de su partida de guerra se movían nerviosos y murmuraban entre sí. Las llamas de las grandes hogueras ascendían verticales, como si estuvieran intentando encender el cielo.

Aunque estaban a menos de tres leguas del bosque kender, el paisaje era completamente diferente. El terreno, pedregoso y reseco, resultaba inadecuado para el cultivo —o la ganadería—, y en las laderas asomaban grandes salientes rocosos. No se veía un solo árbol aunque había matorrales espinosos agarrados tenazmente a la arenosa tierra. En torno a ellos, se escabullían y deslizaban escorpiones y serpientes.

Los oficiales que estaban arrodillados a los pies de Kurthak tenían atados firmemente brazos y piernas con fuertes correas de cuero. Desprovistos de armadura, de yelmo y de escudo, mantenían fija la mirada en el suelo ante ellos. Ninguno afrontaba la intensa mirada del señor de la guerra, aunque a veces se giraban y estiraban el cuello para mirar por encima del hombro. Tragor paseaba detrás de ellos, recorriendo la fila de un extremo al otro. Sus manos se movían inquietas alrededor del mango de la espada.

—Me habéis fallado —proclamó Kurthak—. Y no soporto el fracaso.

—Pero… —protestó uno de los oficiales, un grueso ogro llamado Prakun—, mi señor…

—¡Silencio! —bramó Kurthak—. ¡No hay excusa que valga!

Tragor se movió con rapidez. Su espadón de mango largo relució a la luz del fuego y atravesó carne y hueso. El ogro situado a la derecha de Prakun cayó pesadamente contra el grueso oficial; la sangre oscura manó a borbotones por el muñón de su cuello, en tanto que la cabeza rodaba por el suelo, con los ojos dirigidos hacia la pálida luna.

Prakun gritó de terror y empujó el cadáver para alejarlo de él. Un intenso olor impregnó el aire y la tierra que había bajo sus rodillas se humedeció y oscureció.

—Lord Ruog exigirá vuestras cabezas —continuó Kurthak, apuntando hacia el despojo que estaba ante él con los ojos abiertos de par en par—. Le daré lo que me pide.

La espada de Tragor silbó de nuevo al atravesar el aire. El ogro situado a la izquierda de Prakun inspiró bruscamente, pero antes de que pudiera chillar se desprendió su cabeza y salió despedida hacia adelante, donde chocó contra el risco en el que Kurthak estaba encaramado y rodó por el suelo. El nuevo cadáver se mantuvo erguido durante unos segundos, luego se tambaleó como si estuviera borracho y finalmente se desplomó. El rostro de Prakun estaba lívido de terror, tan blanco que relucía a la luz del fuego. Los otros oficiales estaban encogidos y acobardados, mientras Tragor seguía paseando detrás de ellos. De la espada del adalid goteaba sangre que dejaba manchas oscuras en el pétreo suelo.

—Pero —concluyó Kurthak— no soy despiadado.

De nuevo brilló la espada. Al presentir lo que estaba a punto de ocurrir, Prakun se tiró hacia adelante y cayó boca abajo en la tierra. El arma de Tragor falló su objetivo, y al adalid le costó evitar que la inercia del golpe lo derribara. Prakun rodó hacia un lado y otro, babeando penosamente, pero era el único movimiento que podía hacer. Gruñendo, Tragor adelantó un paso y descargó violentamente el talón sobre la zona lumbar del ogro que gimoteaba. Prakun chilló cuando se le partió la columna, pero sus gritos no duraron mucho. Tragor arremetió hacia abajo con su espada. Necesitó asestar dos golpes poderosos para cercenar el grueso cuello de Prakun.

Kurthak miró intensamente a los tres oficiales restantes, que temblaban en tanto miraban el cuerpo inmóvil de Prakun. Sonrió, y sus dientes amarillentos relucieron amenazadoramente en las sombras.

—Los demás os podéis ir —dijo.

Hubo un momento de intenso silencio, y los ogros allí reunidos se miraron unos a otros con gesto incrédulo. Sin embargo, cuando Tragor dio un paso al frente y cortó las ataduras del resto de los oficiales, la incredulidad de los espectadores dio paso a la ira. Alzaron los puños al aire y pronunciaron palabras malsonantes, que retumbaron en la noche. Muchos de los ogros habían venido para presenciar la sentencia de su señor de la guerra, simplemente por la oportunidad que se presentaba de presenciar un derramamiento de sangre; al verse privados de las ejecuciones que esperaban, se enfurecieron rápidamente.

—¡Silencio! —bramó Tragor, blandiendo su espada al cielo—. Estaos quietos, o probaréis aquello que tanto ansiáis.

La muchedumbre se tranquilizó muy a su pesar. Las miradas enojadas se volvieron hacia el risco sobre el que estaba encaramado El Tuerto.

Kurthak sonrió, con los ojos centelleantes, e hizo un ademán hacia los asombrados oficiales que estaban arrodillados ante él y que se miraban unos a otros con incredulidad y miedo, incapaces de comprender lo que estaba pasando.

—Vosotros tres —declaró Kurthak— no recibiréis castigo alguno por vuestro fracaso. Me seguiréis sirviendo igual que hacíais antes, y no permitiré que ninguno de los aquí presentes os haga daño. Pero si me volvéis a fallar me aseguraré de que lamentéis no haber muerto esta noche.

—Sí, mi señor —farfulló con voz queda uno de los oficiales. Los otros dos miraban boquiabiertos y con los ojos abiertos de par en par.

—Id, pues. —Kurthak cruzó los brazos sobre su ancho pecho—. Regresad de inmediato con vuestros guerreros.

Los rostros de los oficiales tenían un color mortecino cuando se pusieron dificultosamente de pie y se alejaron corriendo. Los ogros que los contemplaban se quedaron parados durante un momento y luego empezaron a dispersarse, arrastrando los pies hacia las penumbras. Murmuraban entre sí según se alejaban, sopesando la decisión de su señor.

Tragor se quedó y limpió la sangre reseca del filo de su espada con un trapo andrajoso. No miró a Kurthak cuando el señor de la guerra descendió del risco.

—Aún no me has preguntado —dijo Kurthak— por qué he tomado esta decisión.

Durante unos largos instantes, Tragor siguió limpiando la sangre de su arma. Luego asintió con la cabeza y miró a Kurthak con los ojos entrecerrados.

—Te conozco, mi señor —dijo—. Si quisieras que lo supiera me lo habrías contado. —Volvió a frotar el acero.

—Me explicaré —dijo Kurthak, que se recostó contra la superficie rocosa; sus ojos relucían con los reflejos de la luz de las estrellas—. ¿Qué crees que estarán pensando esos tres la próxima vez que ataquemos a los kenders? He matado a sus camaradas ante sus propios ojos, y los he amenazado con hacerles lo mismo si no me complacen. Lucharán mucho mejor ahora que han sentido de cerca mi ira.

—¿Qué pasará si no es así? —preguntó Tragor tras pensar un momento—. ¿Qué pasará si esta muestra de compasión los ablanda?

—No lo hará —afirmó Kurthak. Alzó la barbilla en un gesto de confianza en sí mismo.

—Quizá no —dudó Tragor, sin estar convencido—. Pero ¿y si…?

De repente, dejó de hablar y olisqueó el aire. Había aparecido un nuevo olor entre los múltiples hedores que flotaban a su alrededor; tenía una extraña dulzura que lo diferenciaba con facilidad de la peste acre del sudor de los ogros.

—¿Kender? —preguntó Kurthak, que también lo había olido.

Tragor olisqueó de nuevo y sacudió la cabeza.

—Humano.

—¡Humano! —exclamó Kurthak. Escudriñó las sombras, incluso más alerta que antes—. ¿Está cerca?

—Lo suficiente —dijo una voz.

Tragor giró sobre sus talones, y levantó de forma refleja la espada. Kurthak llevó la mano a la maza de pinchos. Los dos miraban los límites de la luz de la hoguera, con las aletas de la nariz bien dilatadas en un intento de localizar a quien había hablado.

—No necesitaréis vuestras armas —continuó la voz. Era suave y sibilante, grave pero no demasiado profunda. Una voz de mujer—. No he venido a haceros ningún daño.

—Entonces, muéstrate —demandó Tragor, sin bajar la espada.

Sonó una suave risa burlona que puso la piel de gallina a los ogros.

—Muy bien —dijo la voz.

Estaba más cerca de lo que esperaban Kurthak y Tragor, ya que salió de la penumbra a menos de veinte pasos de distancia. Llevaba una túnica negra muy oscura, y la capucha, echada, le tapaba la cara. Dio unos pasos hacia ellos, mostrando las palmas enguantadas para que vieran que estaba desarmada.

—Detente —dijo Tragor, enarbolando la espada e interponiéndose en el camino de la mujer.

Ella hizo caso omiso del adalid y siguió caminando hacia ellos.

—¡He dicho que te pares! —repitió Tragor, cuya voz había alcanzado un tono de furia. La ancha y reluciente cuchilla se movía indecisa entre sus manos—. No te acerques más o te…

—Controla a tu perro guardián, Tuerto —lo interrumpió la mujer—. Quiero hablar contigo, y me acercaré tanto como me plazca para hacerlo.

—Insolente desgraciada —bramó Tragor. Saltó hacia adelante y trazó un arco con la espada en un golpe que tenía la intención de partir en dos a la mujer a la altura de los hombros.

Ella se movió con una velocidad asombrosa; se tiró al suelo y rodó bajo el reluciente filo de Tragor. Antes de que el adalid pudiera frenar el golpe, la mujer saltó sobre él y arremetió con los puños.

Los golpes —primero de izquierda, después de derecha— atizaron a Tragor en pleno estómago, debajo del borde del peto. El ogro se dobló y resolló, a la par que emitía un sonido estridente. La bota negra de la mujer subió de repente y le alcanzó de lleno en la cara. Sonó un húmedo crujido cuando la patada le rompió la nariz, y entonces el adalid cayó hacia atrás mientras la sangre brotaba a borbotones. Tragor se tambaleó, mientras intentaba mantenerse en pie, pero la mujer se giró y le asestó otro punterazo que llegó con violencia a la entrepierna del ogro. Éste cayó de rodillas, sollozando, y ella agarró el casco por el penacho y se lo arrancó de la cabeza. Tragor intentó levantar su espada por última vez, pero el pulpejo de la mano de la mujer se estrelló contra su sien, y el ogro se desplomó, inconsciente.

La pelea había durado menos de medio minuto, desde el primer golpe al último. La mujer contempló durante un momento a Tragor para asegurarse de que no se movía, y entonces se volvió y caminó hacia Kurthak. Cuando habló, su voz sonó suave y tranquila, sin mostrar señal alguna del reciente esfuerzo.

—Tengo una propuesta para ti, Tuerto —dijo la mujer.

La mano de Kurthak se cerró de forma refleja sobre el mango de su maza, pero luego miró de soslayo la figura inconsciente de Tragor y se obligó a aflojar los dedos. Había pocos guerreros de entre las hordas de lord Ruog que fueran capaces de competir con Tragor en fuerza física. Y, no obstante, esa extraña mujer encapuchada lo había superado sin apenas esfuerzo.

—¿Quién eres? —demandó él, bajando la maza, pero sin quitarle ojo.

—Mi nombre no importa.

Kurthak sacudió su desgreñada cabeza.

—Debo, por lo menos, conocer tu rostro.

La mujer lo consideró y luego se encogió de hombros.

—Muy bien —dijo, con ligereza—. Si es tan importante para ti… —Se llevó las manos a la capucha y la bajó.

Kurthak se quedó sin respiración por el horror.

Quizás hubiera sido bella alguna vez, o tal vez sencilla. En ese momento, era imposible saberlo, pues la mujer no tenía nada que se pareciera en algo a un rostro. Su piel era una masa arrugada por cicatrices de quemaduras. Su cabello, chamuscado por completo, transparentaba un cuero cabelludo ennegrecido. Sus orejas, ojos y labios habían desaparecido, mientras que las otras facciones eran poco más que un bulto indefinido. Sólo quedaban sus ojos, azules y relucientes, bajo los párpados hinchados por las ampollas. Brillaron con cruel sorna cuando vio el asco reflejado en el rostro de Kurthak.

—Me llamo Yovanna —le dijo. La voz no había sido dañada por lo que quiera que hubiese destruido su rostro; el contraste hacía que su faz fuera aún más desagradable—. Te traigo un mensaje. Mi señora quiere hablar contigo.

—¿Y quién es esa señora? —preguntó Kurthak.

—Su nombre es Malystryx.

El Tuerto se puso rígido sólo con oír ese nombre. Conocía historias acerca del gran Dragón Rojo. Se decía que habitaba al norte de las llanuras Dairly, pero nunca lo había visto.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó.

—No te quiere a ti —respondió Yovanna—. Quiere a tu gente, Tuerto, así que me envió para convocarte.

—¿Y por qué habría de ir contigo? —insistió Kurthak, enfureciéndose.

Yovanna lo contempló detenidamente, de la cabeza a los pies.

—Malystryx lleva bastante tiempo observando a tu gente —dijo—. Hace varios meses que atacáis pequeños pueblos de kenders.

A Kurthak le pareció detectar un tono de burla en su voz, pero no estaba seguro; no había forma de saberlo por la expresión de su cara. Resopló.

—Lo hacemos por deporte —dijo—, y para conseguir esclavos.

La cara de Yovanna se encogió y por la manera como se arrugó podía tratarse de una sonrisa, pero más bien resultó una mueca de pesadilla.

—Mi señora quiere unir fuerzas contigo —siseó.

—Si tan poderosa es, ¿por qué necesita nuestra ayuda?

—Necesita aliados según se incrementa su poder.

—¿Qué me dará a cambio?

—Te entregará Kendermore.