3

Caramon no dijo nada. Se quedó quieto, en silencio, mirando fijamente a Riverwind. Dio un paso hacia atrás y se recostó contra el féretro, con calaveras talladas, de Sturm. Lo envolvió la esencia de los lirios, un olor empalagoso que le provocaba náuseas.

—¿Cómo? —preguntó.

—Una buena pregunta. —El Hombre de las Llanuras asintió pensativo. Se agachó para coger el tocado de plumas e hizo un ademán hacia la puerta—. La contestaré, pero aquí no. Ya he roto un tabú de mi gente al hablar de la muerte en un lugar como éste. Adelántate Caramon. Yo acabaré mis oraciones y me reuniré contigo en el exterior.

Ansioso por abandonar la cerrada y oscura cripta, Caramon se dio media vuelta y salió con paso vivo de la Tumba de los Últimos Héroes. Sólo se detuvo cuando estuvo fuera de las puertas de oro y de plata. El aire del exterior era frío, como un aviso del otoño venidero, y lo aspiró profundamente. Su respiración creaba volutas de vaho al exhalar.

Notó un movimiento a su izquierda. Miró rápidamente hacia allí, pero era sólo una pareja de kenders; venían, sin duda, para honrar a Tas. Uno de ellos, el varón, sujetaba algo que parecía un zapato viejo. La otra era una chica, y sus manos estaban vacías. Lo contemplaron con ojos muy abiertos.

Caramon sacudió la cabeza y cruzó con grandes pasos la pradera que había enfrente de la tumba; en ese momento, no quería tener nada que ver con los kenders. Tras unas docenas de pasos se detuvo, y miró a la luna, pálida y única.

Siguió mirándola fijamente, incluso cuando oyó tras él el susurro de botas suaves contra la hierba.

—A mí también me sigue pareciendo extraña —dijo Riverwind al detenerse al lado de Caramon. Miraba arriba, al disco marfileño—. A menudo, sueño con la luna roja, ¿sabes? A veces, cuando conseguíamos escapar sin que nadie se diera cuenta, Goldmoon y yo escalábamos las colinas al este de Que-shu para verla salir. Nos cogíamos de la mano y una cosa llevaba a la otra… —Sonrió con la evocadora expresión de un viejo, pero tras un momento se convirtió en una mueca maliciosa—. Así es como llegaron las niñas, si sabes lo que quiero decir.

—Te aseguro que sí —dijo Caramon, riendo—. A Tika y a mí nos gustaban las puestas de sol.

—¿Os gustaban? —preguntó Riverwind, con ojos relucientes.

—Bueno, verás… —dijo Caramon.

Rieron juntos, y entonces Riverwind se puso serio.

—Debes dar gracias, Caramon. Sigues teniendo el sol. Esta luna pálida nunca sustituirá a la roja en mi corazón.

Las ráfagas de viento eran como garras heladas hincándose en la espalda de Caramon.

—¿Y bien? —preguntó.

—Bueno —murmuró Riverwind—, me preguntaste cómo, hace un momento. Me alegro de que lo hicieras. Te debo una explicación por haber echado una carga así sobre tus hombros. Paseemos.

Empezaron a cruzar la pradera hacia las distantes luces de Solace. Los vallenwoods susurraban al pasar el viento jugueteando entre sus ramas.

—Ésta no es la primera vez que he estado enfermo, amigo mío —dijo Riverwind—. Hace cinco años desperté una mañana con un terrible dolor en mi interior. Parecía como si alguien me hubiera puesto una piedra caliente en las entrañas. Al principio pensé que era sólo una indigestión, porque mi estómago ya no es lo que era, así que hice caso omiso y esperé a que se fuera.

»Sin embargo, empeoró, y empecé a pensar que me habían envenenado. Entonces había algunos que estaban deseosos de hacerlo. Los sigue habiendo. Un hombre se crea enemigos cuando hace lo que he hecho yo. No todo el mundo cree que es mejor que las tribus estén unidas. Esa fue la primera vez que comencé a temer por mi vida, aunque por razones equivocadas.

»No le dije nada a Goldmoon, como sin duda habrás adivinado —añadió con una sonrisa forzada—. A veces, puedo ser bastante testarudo. Cuando finalmente lo compartí con ella el dolor era tan intenso que me sentía incapaz de comer hasta unas simples gachas de maíz. Cuando le conté a Goldmoon lo enfermo que estaba, ella se enfadó tanto que no me dirigió la palabra en una semana.

»No obstante, me cuidó, y rezó a Mishakal. Algo ponzoñoso había crecido en mi interior, y se había hecho tan grande que podía palparlo cuando me tocaba la tripa. Era duro y doloroso, pero lo peor consistía en saber que no debía estar ahí. Quería cortarme a mí mismo para sacarlo y arrojarlo al fuego. Quizás incluso lo hubiera intentado, en un ataque de fiebre, pero no tenía fuerzas suficientes.

»Estuve casi un mes en cama. Goldmoon actuó como jefe en mi ausencia y procuró mantener separadas las tribus de los Que-shu y los Que-kiri para que no se tiraran los trastos a la cabeza. Mis hijas me daban caldo (lo único que retenía), y Goldmoon me administraba medicinas y entonaba salmodias junto a mi cama. Con el tiempo, la diosa me bendijo. El dolor disminuyó, y la corrupción que había estado creciendo en mi interior desapareció. Nunca he sentido tanto alivio, amigo mío. Mi padre murió de una enfermedad parecida cuando yo no era más que un niño; es una dolencia terminal.

Llegaron al extremo de la pradera, donde acababa la hierba y empezaban los vallenwoods. Riverwind inspiró profundamente y se agachó para coger una hoja marchita del suelo. Le dio vueltas entre los dedos, abstraído.

—Hace un mes, desperté de nuevo con el dolor —dijo quedamente—, con la diferencia de que Mishakal ya no está para oír las plegarias de Goldmoon. La ponzoña crece otra vez en mi interior, y no hay forma de pararla. Dentro de poco, me matará.

Soltó la hoja, y el viento se la llevó revoloteando hacia las sombras. Caramon la vio volar y luego miró a su amigo. Se contemplaron en silencio y entonces Caramon asió firmemente el brazo musculoso de Riverwind con su inmensa mano. El Hombre de las Llanuras lo miró sin decir nada.

—Gracias por venir —dijo Caramon—. Debe de haber sido difícil convencer a Goldmoon de que te dejara viajar.

—Ella no sabe nada. —Riverwind sacudió la cabeza y las plumas del tocado susurraron.

—¿Qué? —Los ojos de Caramon se abrieron de par en par—. ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no le he dicho que estoy otra vez enfermo —contestó Riverwind—. Y no tengo ninguna intención de hacerlo, y tampoco a mis hijas. Se lo he contado a Wanderer, a Tika y ahora a ti, pero nadie más debe saberlo…, sobre todo Goldmoon.

—Pero —farfulló Caramon—, es tu esposa, Riverwind.

El Hombre de las Llanuras asintió en silencio.

—Lo sé, amigo mío, y la quiero más que a nada en el mundo. Deseo ahorrarle este dolor. Tú no viste su cara hace cinco años, cuando descubrió que estaba enfermo. Se… derrumbó. Ya ha pasado antes por esto. Al emprender mi Misión de Pretendiente, Arrowthorn, su padre, cayó enfermo. Cuando salí de Que-shu era un hombre fuerte, un cazador y un guerrero. A mi regreso, estaba consumido y viejo, hablaba atropelladamente y sin coherencia, y babeaba. Goldmoon tenía que darle de comer, lavarlo, y hacer todo por él. Lo vio marchitarse como el trigo tras una helada, sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

—Y no quieres que pase de nuevo por todo eso —dijo Caramon.

—No lo deseo —suspiró Riverwind, cansado—. ¿Cómo iba a decírselo, Caramon? La vez anterior podía, por lo menos, recurrir a su fe. Mishakal le daba fuerzas. Incluso si yo hubiera muerto, ella habría sabido que ése era el deseo de la diosa. ¿De quién es voluntad ahora que los dioses ya no están?

Caramon bajó la cabeza y pestañeó con rapidez en un intento de evitar que brotaran las lágrimas. Cuando acabó la guerra de Caos, la desaparición de los dioses había sido muy dura para todos, pero nadie había sufrido tanto como aquellos que habían consagrado sus vidas a la fe. Por todo Ansalon los sacerdotes habían sucumbido a la locura o se habían suicidado, presos de la desesperanza. Se decía que, en Tarsis, un monje de Majere había ido un día a la plaza del mercado y había matado a seis personas antes de que los guardias pudieran hacer algo por evitarlo. En Neraka, algunos sacerdotes de Takhisis se habían impregnado con aceite y se habían quemado.

No obstante, Goldmoon siempre había tenido fuerza de voluntad, incluso más de la que era propia de una sacerdotisa. Caramon había sentido alivio al saber que sus fuerzas no le fallarían. Haría falta algo realmente terrible para hundirla, algo como la muerte lenta de su marido a causa de una enfermedad que ella ya no tenía el poder de curar.

—¿No lo averiguará? —preguntó Caramon—. Hace un momento dijiste que la primera enfermedad te confinó en cama, incapaz de comer. ¿Cómo podrás ocultarle eso?

—No puedo —Riverwind miró intensamente a Caramon—. En esta ocasión, no permitiré que las cosas lleguen tan lejos.

Caramon emitió un largo y lento suspiro entre los labios medio cerrados.

—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres? —preguntó.

—Es lo mejor para ambos —dijo Riverwind, que asentía con la cabeza—. Así Goldmoon no tendrá que sufrir al ver cómo me consumo día a día, como hizo con Arrowthorn. Y en lo que a mí se refiere… —Se detuvo y sacudió la cabeza, al tiempo que esbozaba una sonrisa pesarosa—. Sabes que no soy un cobarde, Caramon, pero conozco lo que me espera y me da miedo. Tengo ya sesenta y cinco años. He llevado una vida de la que me siento orgulloso y no quiero que acabe así, con dolor, esperando a que llegue mi hora final.

Se quedaron juntos de pie, en silencio, bajo la pálida luna, escuchando el susurro del viento entre las hojas. Entonces Caramon agarró a su amigo por los brazos y apretó, de manera que el gesto expresaba sentimientos imposibles de decir con palabras.

—Vamos —dijo, dándole al Hombre de las Llanuras una palmada en la espalda—. Te conseguiré unas patatas picantes.

—Estaba esperando que me las ofrecieras —dijo sonriendo Riverwind.

***

La taberna de la posada estaba casi vacía. Se habían marchado los elfos, probablemente arriba, a su habitación. El calderero se mostraba fuera del mundo, con la cabeza apoyada sobre la mesa, al lado de una botella vacía de aguardiente enano, y murmuraba, en sueños de forma incoherente. Caramon sintió lástima y sacudió la cabeza; era buen conocedor de las señales de toda una vida de borracheras.

Por supuesto, Clemen, Borlos y Osler se encontraban donde los había dejado, jugando a las cartas al lado de la cocina. Habían cambiado de juego; se entretenían con el Cazador de Recompensas, y a juzgar por el aspecto de las cosas —un montón de monedas delante de él, y los rostros sombríos de Borlos y Osler— Clemen barría a los otros dos. Estaban terminando una mano cuando Caramon y Riverwind entraron, y Clemen rió al dar la vuelta a su última carta: el Dragón de Olas. Evidentemente pintaban Olas, porque Borlos blasfemó entre dientes cuando Clemen arrampló con la apuesta —que incluía dos anillos de plata y un pequeño ópalo— hacia su lado de la mesa.

—Buenas tardes, grandullón —dijo jovialmente Clemen cuando Caramon cruzó la taberna. Sus ojos se volvieron hacia Riverwind—. Y al más grande también. Os podemos repartir en la siguiente mano si os apetece echar unos naipes.

—Ni se os ocurra —musitó pesaroso Osler—. Esta noche os iría mejor en un torneo de cabezazos contra un minotauro. Juro que este tipo ha hechizado las cartas.

Caramon rió entre dientes y miró a Riverwind, pero el Hombre de las Llanuras sacudió la cabeza.

—Los únicos juegos que conozco son la lucha libre y los combates de varas —dijo Riverwind.

—Combates de varas, ¿eh? —La voz de Borlos sonó lenta y cansina—. Bueno, quizá se pueda arreglar algo. Caramon, tráele a Clem una escoba.

—Está bien —dijo Caramon, y se dirigió hacia un armario cercano.

La faz de Clemen se tornó tan blanca como la túnica de un clérigo. Los otros dos mantuvieron el gesto serio durante un momento, pero era una batalla perdida, y pronto Osler y Borlos reían a carcajadas mientras golpeaban la mesa con el puño. Caramon rió con ellos, e incluso Riverwind esbozó una sonrisa.

—Te la hemos jugado bien, ¿verdad? —rugió Borlos, que golpeaba a Clemen en el hombro—. Ya creías que un auténtico Héroe de la Lanza te iba a romper la crisma.

—¿Saben quién soy? —dijo Riverwind, que miró con cara de sorpresa a Caramon.

—Sí, por los grandes dioses —dijo Osler.

—No les creas, Riverwind —intervino Tika. Salía de la cocina, seguida por el aroma de las especias—. Me oyeron decirle a Caramon que estabas en la ciudad.

—Sí, es verdad. —El rostro de Osler enrojeció de vergüenza—. Pero creo que te habría reconocido al instante, Hombre de las Llanuras. No hay muchos de tu raza que sean más altos que Caramon, aquí presente. Nos ha contado todo lo que hay que saber acerca de vosotros.

—Sí, una vez y otra y otra… —ronroneó Clemen. De repente, todos, incluida Tika, rieron de nuevo; en esa ocasión, a costa de Caramon.

—Arrima una silla —ofreció Osler, haciendo un ademán hacia un asiento vacío—. Nos puedes contar la verdad acerca de la Guerra de la Lanza. Será agradable oír por una vez una versión que no sea la de Caramon.

Riverwind miraba a Caramon, que hizo un gesto con la mano.

—Adelante. La noche es propicia para contar batallitas. Los chicos tienen razón: lo han oído todo más de cien veces. Pero no dejes que eso te frene. Se les entretiene con facilidad. —Hizo caso omiso de los bufidos y las miradas que le dirigieron los tres jugadores de naipes—. Volveré enseguida.

Dejó a los otros y fue a un almacén situado en la parte de atrás de la posada. Allí se agachó para abrir una trampilla que estaba en el suelo, en el centro del recinto. Cogió una linterna de una estantería cercana y atravesó la compuerta para bajar por una empinada escala. El interior olía a savia, pues llevaba a la parte interna del inmenso árbol vallenwood que acunaba entre sus ramas la posada. Caramon había construido la escala cuando los Caballeros de Takhisis tomaron el control de Solace. Labrada en la madera viva, con su entrada oculta bajo un tonel que incluso a él le resultaba difícil levantar, llevaba a una habitación que había sido un escondite para aquellos refugiados que necesitaban ocultarse de los caballeros negros. Entonces, un par de años después del final de la guerra de Caos, servía como bodega para sus mejores caldos.

Llegó al final de la escala e iluminó la pequeña habitación en la que se encontraba con la linterna. Hizo caso omiso de las botellas de aguardiente elfo y de coñac solámnico que relucían con la tenue luz. En vez de eso, se acercó a un desgastado barril de roble. El tonel, cuidadosamente sellado, contenía lo que quedaba de la última cerveza que había destilado antes del Segundo Cataclismo, Llevaba casi dos años esperando el momento adecuado para abrirlo.

—Bien —dijo, envolviendo el barril con su inmenso brazo—, ésta parece una buena ocasión.

***

La cerveza era excelente, una de las mejores que había elaborado. Por supuesto, Caramon no bebió —llevaba más de treinta años sin probar un trago, y nunca volvería a hacerlo—, pero Tika, los jugadores de naipes y Riverwind elogiaron su rico sabor a nueces.

También lo hicieron las hijas de Riverwind. Habían entrado mientras Caramon estuvo en la bodega, y habían acercado sus sillas a la de su padre. Canción de Luna y Amanecer Resplandeciente eran gemelas; contaban veinticuatro años y resultaban tan bellas que Tika tuvo que dar sendas collejas a Clemen y a Osler por mirarlas fijamente. En muchos aspectos, se parecían a su madre, pues compartían el cabello dorado y plateado, y el azul cielo de sus ojos. Ambas, sin embargo, tenían también algo de su padre; en Canción de Luna era el gesto solemne del semblante, y en Amanecer Resplandeciente, la línea firme de la mandíbula.

Canción de Luna, que precedió a su hermana en varios minutos, era la más grácil de las dos. Estaba destinada, por la costumbre de los Que-shus, a suceder a su madre como suma sacerdotisa de las Llanuras y había aprendido a sanar bajo la tutela de Goldmoon. Sus manos eran suaves, su piel inmaculada y llevaba el pelo suelto, sujeto con una diadema de plata embellecida con plumas. Estaba ataviada con un vestido azul pálido, que mostraba dibujos abstractos bordados con hilos rojos y dorados. Relucía el oro en sus orejas, muñecas y dedos.

Mientras Canción de Luna había llevado una vida ordenada, impuesta por sus deberes como hija del Chieftain, la infancia de Amanecer Resplandeciente había sido bastante más alborotada y despreocupada. Se había comportado de una manera masculina desde una edad muy temprana; aprendió a luchar y a tirar con arco, y había acompañado a su padre a cazar a las praderas. Tenía callos en las manos, una pequeña cicatriz blanca en la barbilla y llevaba el pelo más corto que el de su hermana, recogido en una solitaria trenza que colgaba por su espalda. En vez de una diadema, le ceñía la frente una cinta roja que la identificaba como guerrera, al igual que la maza que colgaba de su cinturón. Vestía sencillas prendas de piel de gamo —calzas marrones y una camisa de color marrón claro—, y sus brazos desnudos estaban bronceados por el sol. No lucía una sola joya en su cuerpo.

Sin embargo, a pesar de la belleza de las gemelas, era Riverwind quien acaparaba la atención de todos. El Hombre de las Llanuras estaba sentado en una banqueta alta, situada cerca del fuego; tenía la espalda erguida, y sus ojos relucían bajo el ceño fruncido. Con la mano izquierda, asía la jarra de cerveza, y la derecha iba de un lado a otro como la lanzadera de un tejedor mientras narraba de nuevo su primer encuentro con Caramon y el resto de compañeros.

—No esperábamos más que una comida y una cama donde Goldmoon y yo pudiéramos pasar la noche —dijo—. Nos trajo aquí un hombre que lucía la armadura de los Caballeros de Solamnia: Sturm Brightblade. Era educado, pero… —rebuscó la palabra correcta— tímido. Cuando decidió que estábamos a salvo, se marchó para reunirse con sus compañeros, a quienes, según nos dijo, no había visto en mucho tiempo. Nos sentamos cerca del fuego, tal y como estamos ahora, aunque la posada se encontraba atestada aquella noche. Había allí un viejo que contaba historias antiguas a un chiquillo. Fue él quien lo comenzó todo.

La historia continuó. Riverwind habló acerca de la canción que habían tocado Goldmoon y él, y de cómo el Buscador Hederick había caído en el fuego mientras intentaba arrestarlos por herejes; también explicó que la Vara del Cristal Azul había brillado cuando Tasslehoff la usó para sanar las quemaduras del Buscador. Recordó su sorpresa cuando el viejo —mucho más tarde descubrió que era el propio Paladine disfrazado— llamó a los guardias, lo que obligó a los dos bárbaros a escapar por la cocina de la posada. Uniéndose a Tanis y a Sturm, a Caramon y a Raistlin, a Flint y a Tasslehoff, habían huido a casa de Tika mientras los buscaban los goblins.

—Allí estábamos todos —rememoró el Hombre de las Llanuras, con mirada distante—, escondidos como bandidos en la oscuridad. Yo no conocía aún a ninguno de los otros, y a decir verdad desconfiaba de ellos.

—Este hombre sabe juzgar a la gente —dijo Borlos, con voz cansina, y tomó un largo trago de su jarra.

—¡Eh!, cállate ya —ordenó Caramon con el ceño fruncido. Todos rieron.

—Deja que el hombre acabe su historia —dijo Osler, golpeando a Borlos en el brazo.

Riverwind bebió de su jarra y sonrió cuando la sabrosa cerveza humedeció su garganta reseca.

—Los goblins hicieron una concienzuda búsqueda puerta por puerta —continuó, depositando la jarra en la mesa.

»Nuestro plan era simular que no había nadie en casa, pero, por un casual, nadie se acordó de cerrar la puerta. Cuando finalmente Tanis se dio cuenta, era demasiado tarde, y los goblins estaban casi encima de nosotros.

»Caramon se acercó a la puerta y esperó. Cuando entraron los agarró por detrás y —dio una sonora palmada, un ruido seco que hizo dar un respingo a los jugadores de cartas— golpeó una cabeza contra otra. Murieron antes de darse cuenta de lo que les había pasado.

Los otros rieron al oír esto, pero Riverwind levantó una mano para silenciarlos.

—Ésa no es la mejor parte —apuntó, sonriente—. Cuando Tanis preguntó qué había pasado, Caramon suspiró y dijo: «Creo que les di demasiado fuerte».

Los jugadores de cartas rieron a carcajadas. Las hijas de Riverwind participaron también e, incluso Tika, que había oído la historia más veces que ninguno de ellos, rió entre dientes a costa de su marido. Caramon se levantó y suspiró de forma sonora.

—¿Quién quiere otra?

Todos, incluso Riverwind, levantaron sus jarras en alto.

Caramon fue al barril mientras escuchaba que Riverwind describía cómo habían destrozado de forma deliberada la casa de Tika después de haber matado a los goblins, y el comentario de su esposa, medio en broma, de que podían haber sido algo menos concienzudos al hacerlo. En tanto servía otra ronda de bebidas a sus amigos, se abrió de par en par la puerta. Levantó la mirada y arqueó las cejas al ver con sorpresa quiénes entraban por ella.

Era la pareja de kenders que había visto cerca de la Tumba de los Últimos Héroes. Ella parecía la mayor de los dos, pues tenía más arrugas en el rostro, que por otra parte mostraba rasgos juveniles, pero fue el varón quien entró primero en la taberna. Ambos llevaban atuendos llamativos; ella, una blusa roja y unos pantalones blancos, y él, ropa verde de caza, con un fajín amarillo chillón. La mujer portaba una jupak en las manos y el hombre cargaba a la espalda algo que parecía una extraña mezcla entre un hacha y una honda. Ambos llevaban el cabello —el de ella negro azabache, el de él castaño oscuro— peinado del mismo modo: largas coletas colgaban por la espalda y trenzas apretadas les enmarcaban el rostro. Caramon creía recordar vagamente que Tasslehoff había dicho una vez que ese extraño peinado era una señal de nobleza entre los kenders. Flint había hecho alguno que otro comentario acerca de usar una frase que contenía a la vez las palabras noble y kenders.

Cerca del fuego las risas cesaron cuando Riverwind y su público observaron quienes entraban y que se dirigían directamente hacia el mostrador.

—¿Caramon Majere? —preguntó el recién llegado.

—¿Eh?… Sí —respondió el posadero, parpadeando con asombro.

—Soy Kronn-alin Thistleknot, hijo de Kronin Thistleknot —anunció el kender. Hizo un ademán con la cabeza hacia su compañera—. Ella es mi hermana Catt. Necesitamos que vengas con nosotros a Kendermore.