26

Malystryx chillaba, furiosa, mientras sobrevolaba la yerma tierra de La Desolación a tal velocidad que el viento rugía en sus oídos. Al frente, en lontananza, se divisaban los esqueletos quebrados de los árboles del bosque Kender, y en su centro se alzaba una negra columna de humo apuntando hacia el despejado cielo azul como un dedo desafiante. La observó con ojos amenazantes, a sabiendas de que estaba contemplando el fracaso de la horda de Kurthak el Tuerto. Sabía, también, que los kenders seguían vivos.

—No durante mucho tiempo, repugnantes sabandijas —se burló—. No habéis conseguido nada. Reduciré a cenizas vuestro hogar.

Siguió planeando, cada vez estaba más cerca del bosque Kender.

***

Ardiéndole los músculos de los brazos por el esfuerzo, Riverwind bajó poco a poco hasta el suelo de la caverna. A dos metros y medio del fondo, perdió sujeción y cayó; se golpeó fuertemente contra el suelo y gruñó de dolor. Estuvo tendido de espaldas durante un momento, jadeando, y luego se obligó a ponerse de pie.

—¿Estás bien? —preguntó Kronn desde arriba; su voz rebotó en las paredes de la caverna, levantando ecos.

—Sí —mintió Riverwind, asintiendo levemente con la cabeza. Su rostro se contrajo por el dolor mientras se sujetaba con fuerza el estómago.

—Vale —declaró el kender—. Cuidado, voy a descender.

Se envolvió con la cuerda, saltó desde la repisa y empezó a bajar. Lo hizo con rapidez, empujando con los pies contra la pared de la caverna, mientras descendía despreocupadamente por el cable. En menos de un minuto, estaba de pie en el suelo junto a Riverwind, resollando y con el rostro congestionado.

—¡Guau! —exclamó, con una sonrisa en los labios—. Había olvidado lo que marea hacer eso. —Se agachó, apoyándose en las rodillas, mientras la cabeza dejaba de darle vueltas. Al cabo de un momento, se puso en cuclillas y cogió una pequeña esquirla coriácea del suelo de la caverna. La sostuvo en alto al incorporarse para mostrársela a Riverwind.

—Cáscara de huevo —dijo, haciendo un ademán en derredor. Los bordes de la caverna estaban repletos de trozos parecidos—. Exactamente cómo tu dijiste: puso una nidada completa, pero luego los destruyó todos excepto uno.

Los ojos de ambos se dirigieron al unísono hacia el centro de la caverna, donde se encontraba el montón de cenizas y la abominación que descansaba entre ellas.

—El más fuerte —dijo Riverwind.

Permanecieron inmóviles un instante y luego intercambiaron una mirada de determinación. Kronn se echó mano al hombro y sacó la chapak, sonriendo con desgana.

—Bueno, acabemos con esto de una vez —declaró.

Riverwind y Kronn avanzaron sigilosamente hacia el centro de la cámara. Mientras caminaba, el viejo Hombre de las Llanuras echó una ojeada al techo. El conducto del volcán seguía vacío. Apretando los dientes, miró el huevo.

Era incluso más repugnante de cerca que visto desde arriba. A medida que se aproximaban repararon en que la cáscara coriácea relucía débilmente y parecía latir. El olor sulfuroso que lo envolvía era casi sofocante; el montón de ceniza rielaba y, a su alrededor, chispeaban destellos de luz que titilaban más y más rápido a cada paso que daban los dos compañeros, saltando como una exhibición de fuego fatuo.

Se detuvieron al llegar al borde del montón de cenizas. Riverwind se llevó la mano al cinturón, cerró los dedos alrededor del mango de la maza de pinchos de Amanecer Resplandeciente y enarboló el arma mientras daba un paso al frente.

En el instante en el que tocó con el pie las cenizas, las titilantes motas de luz dejaron de moverse. Sonó un ruido como una distante ráfaga de viento y empezaron a relucir con mayor intensidad y a unirse. El viejo guerrero contempló horrorizado cómo se fundían, dando lugar a una figura flexible que se retorcía por el suelo.

La serpiente medía quince metros de largo, y sus escamas doradas y rojas relucían brillantes mientras se enroscaba protectoramente alrededor del huevo de Malystryx. Su cabeza encapuchada se alzó por encima de Riverwind y de Kronn; mostraba una boca repleta de dientes afilados como agujas y siseaba como la lava al caer al mar. Dos puntos brillantes de color rojo sangre resplandecían malévolamente en el fondo de las cuencas de los ojos.

—¡Que Branchala me asista! —exclamó Riverwind, estupefacto.

La cabeza de la serpiente descendió, relampagueante, hacia Riverwind, que intentó alejarse de un salto, pero las mandíbulas del reptil se cerraron sobre su tobillo derecho y los colmillos se hundieron en la carne del guerrero. Mareado por el dolor, trazó un arco con la maza de Amanecer Resplandeciente y la descargó con violencia sobre la cabeza de la serpiente. El golpe rebotó de forma inofensiva en el cráneo del monstruo. Entonces el reptil elevó de nuevo la cabeza y levantó a Riverwind por el aire.

El viejo Hombre de las Llanuras se retorció y forcejeó mientras colgaba boca abajo de la boca de la bestia. Bajo él, Kronn alzó su chapak y golpeó con ella el cuerpo de la serpiente con todas sus fuerzas. Las escamas rechazaron el golpe con facilidad. Apretando las mandíbulas sobre la pierna de Riverwind, el ofidio empezó a zarandearlo con violencia; intentaba partirle la columna.

Riverwind luchó ferozmente, golpeando a la serpiente con la maza de su hija. Cada golpe tenía fuerza suficiente como para romper las costillas de un hombre, pero el reptil no parecía notarlos y siguió sacudiéndolo en todas las direcciones. Al cabo, la maza resbaló de la mano de Riverwind y fue a caer en medio del lecho del huevo, lo que levantó una nube de cenizas. El Hombre de las Llanuras no desfalleció y siguió luchando, aporreando la cabeza de la serpiente con las manos desnudas.

Kronn asestaba golpe tras golpe con su chapak; intentaba penetrar las escamas del inmenso ofidio, pero la hoja rebotaba inocua una y otra vez, hasta que, finalmente, un golpe fallido rozó levemente la parte inferior del reptil. Sangre ardiente brotó de la herida.

Kronn echó un vistazo al desgarro y luego alzó la mirada para ver a Riverwind. La serpiente seguía zarandeando al Hombre de las Llanuras, que para entonces había perdido el conocimiento. Furioso, el kender levantó la chapak sobre su cabeza y clavó el acero en la garganta del reptil.

No mató al monstruo con el primer golpe, ni con el segundo ni el tercero. Kronn cortó el cuello de la serpiente una y otra vez, como un leñador que estuviera intentando talar un árbol. La sangre del monstruo le quemaba la piel, pero el kender desdeñó el dolor y siguió propinando hachazos a la bestia.

Kronn golpeó la carne del monstruo doce veces más y dejó al descubierto sus entrañas. Finalmente, la horrenda criatura detuvo el zarandeo de Riverwind, se desplomó y murió.

El viejo Hombre de las Llanuras permaneció inmóvil, con el tobillo atenazado aún por la boca de la serpiente. Entonces, alzó la cabeza y miró a Kronn; su pelo y sus ropas estaban cubiertas de una fina capa de ceniza.

Kronn soltó un suspiro de inmenso alivio.

—¿Estás malherido? —preguntó.

—No lo sé —contestó Riverwind, mirando fijamente su pierna atrapada—. No siento nada de la rodilla para abajo.

Juntos hicieron palanca para abrir las mandíbulas, que estaban cerradas como una mordaza. Cuando consiguieron, por fin, sacar los colmillos hincados en la carne, manó la sangre de la pierna del viejo Hombre de las Llanuras, pero éste no hizo gestos de dolor ni gimió. En cuanto estuvo libre, el reluciente cuerpo de la serpiente se tornó de color negro mate y, acto seguido, se deshizo en un informe montón de hollín.

—Debí imaginar que Malys pondría un vigilante para que custodiara este lugar —musitó Kronn, enfadado consigo mismo—. Lo lógico es que quisiera proteger su huevo.

Los dientes de la serpiente habían hecho trizas el cuero de la bota de Riverwind, al igual que su piel. La hemorragia, abundante al principio, se cortó rápidamente al inflamarse la herida. Trabajando con celeridad, Riverwind sacó la daga y cortó la pernera del pantalón a la altura de la rodilla. La herida oscureció y la carne que la rodeaba se hinchó hasta el tamaño de un melón kurpa. Finalmente, sin embargo, dejó de inflamarse, aunque seguía palpitando de forma violenta, y exudando hilillos de sangre. Kronn miraba de hito en hito la pierna, mareado, cuando el viejo Hombre de las Llanuras le extendió una mano.

—Kronn —pidió Riverwind con tono lastimero—. Ayúdame a ponerme de pie.

Fue difícil —Riverwind apenas podía doblar la rodilla, y su pie entumecido tenía dificultades para aguantar el peso—, pero Kronn tomó la mano del Hombre de las Llanuras y lo levantó para que se pusiera de pie. Arando un surco en el montón de cenizas al arrastrar tras él su pierna herida, Riverwind cojeó hasta donde había caído la maza de Amanecer Resplandeciente y la volvió a coger. La cabeza del arma relucía levemente cuando el viejo guerrero se dio la vuelta para mirar el huevo.

—Pensé que, cuándo llegara este momento, discutiríamos acerca de quién debía hacer esto —dijo solemnemente al kender. Miró de soslayo su pierna destrozada—. Ahora, sin embargo, no parece que sea necesario planteárnoslo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Kronn.

—Kronn, tienes que marcharte. —El semblante amable de Riverwind se tornó adusto.

—¿Qué? —El kender estaba boquiabierto.

—Quiero que te vayas de aquí —manifestó el Hombre de las Llanuras—. No puedo trepar teniendo la pierna así, de modo que seré yo quien se encargue de destruir el huevo. No hay necesidad de que te quedes tú también. Vete, Kronn. Cuando Malys me encuentre, creerá que estoy solo y no te buscará.

—No puedo dejarte aquí, sin más. —En los ojos del Kender había una expresión de súplica.

—Y yo no podría perdonarme si permitiera que te quedaras —dijo Riverwind, con gesto triste—. Kronn, ve a Balifor y encuentra a tu gente. Tus hermanas te están esperando. Los kenders necesitan tu ayuda.

—Pero… —comenzó el kender; entonces se le rompió la voz y hurtó la mirada, luchando por reprimir las lágrimas.

Riverwind se quedó pensativo un momento y luego abrió su hato y rebuscó en el interior. Kronn lo observó con curiosidad, estirando el cuello, y contuvo la respiración cuando el Hombre de las Llanuras sacó su desgastada flauta de madera labrada.

—Quiero que te quedes con esto —dijo Riverwind.

—No puedo aceptarlo —rehusó Kronn cuando salió de su asombro.

El viejo Hombre de las Llanuras rió de repente y se le iluminaron los ojos.

—Nunca creí que oiría decir esas palabras a un kender —comentó sonriendo—. Por favor, Kronn: quiero que la tenga alguien que sepa tocarla.

Alargando la mano, Kronn tomó la flauta de Riverwind. La sujetó durante un momento y luego la metió con cuidado en uno de los saquillos.

—Gracias —dijo con voz queda.

Riverwind extendió la mano, y Kronn se la estrechó firmemente. Con el semblante tranquilo y pensativo, el kender se dio media vuelta y cruzó el suelo de la caverna. Se detuvo al llegar a la cuerda y allí se volvió. El Hombre de las Llanuras lo miraba, sonriente.

—Adiós Riverwind —dijo Kronn, con voz temblorosa.

—Adiós, Kronn-alin. Has sido un buen amigo.

Tragando saliva con esfuerzo, el kender se volvió hacia la pared de la caverna. Se colgó al hombro la chapak, aferró la soga con ambas manos y empezó a trepar.

Riverwind observó su ascenso con rostro grave. El kender tardó varios minutos en llegar hasta el saliente. Por último, Kronn se arrastró con agilidad sobre la cornisa, miró hacia abajo, al suelo de la caverna y saludó con la mano. Riverwind respondió con otro gesto igual. Entonces Kronn se marchó, retrocediendo rápidamente por el camino de vuelta por el túnel de obsidiana.

Suspirando, el viejo Hombre de las Llanuras se volvió de nuevo hacia el huevo. Lo miró en silencio durante casi un minuto; luego atravesó el cálido montón de cenizas hasta llegar ante el repugnante objeto.

—Diosa, dame fuerzas —susurró—. Guía mi mano.

Lentamente, de forma deliberada, alzó la maza de Amanecer Resplandeciente por encima de su cabeza. La mantuvo allí durante un momento; después trazó un arco hacia abajo y golpeó la rojiza cáscara del huevo.

***

El bosque Kender estaba muy cerca, a sólo unos pocos kilómetros de distancia. Malystryx lo miró intensamente; el odio le encendía la sangre. Para entonces divisaba Kendermore con más claridad; todavía ardía como un faro en medio de la ancha pradera desprovista de vida. Más allá, muy lejos todavía, su vista aguda divisó a los kenders que huían. Eran como sombras que avanzaban hacia el oeste, atravesando los restos chamuscados del bosque.

—No escaparéis —siseó—. Convertiré este bosque en un infierno. Moriréis gritando mi nombre.

Batiendo con potencia las alas, empezó a elevarse. Ganaba altura para caer en picado sobre el bosque Kender y abrasarlo con su aliento. El suelo desapareció bajo ella.

Entonces, de repente, sintió una violenta sacudida que estuvo a punto de hacerla caer a plomo.

Se precipitó en el vacío más de trescientos metros antes de que pudiera moverse y, a continuación, luchó por mantenerse en el aire. Sus alas se tensaron, con las membranas tiesas como un arco, mientras la desolada tierra parecía salir a su encuentro a una velocidad vertiginosa. Finalmente, frenó la caída, batiendo las alas para poner distancia entre ella y el suelo. La sangre le latía en los oídos y chilló con angustia; volvió la sinuosa cabeza para contemplar la montaña ardiente, situada a muchas leguas de distancia.

Con gran esfuerzo consiguió enfocar su mente, abriéndola hacia el Mirador del Mar Sangriento.

Yovanna, pensó. Hay alguien con el huevo. Protégelo.

Pero le fue imposible alcanzar la mente de la sierva. Lo intentó de nuevo, anhelante, pero se dio cuenta enseguida de que la mujer estaba muerta, y de inmediato supo que la serpiente de fuego que había apostado en el nido para custodiarlo también había perecido. El huevo se encontraba desguarnecido.

Otro golpe la sacudió y se precipitó de nuevo hacia la tierra. Esta vez, sin embargo, se recuperó más aprisa y, después, se elevó más alto. En su interior ardía una abrasadora rabia cuando volvió por donde había venido, sobrevolando a toda velocidad el bosque reseco como la yesca. Los kenders huían tras ella, olvidados.

***

El huevo no se rompía. Riverwind lo golpeó una y otra vez, subiendo y bajando la maza de Amanecer Resplandeciente. Sentía una creciente frustración con cada golpe descargado sobre la cáscara. Aunque el aspecto y el tacto de la superficie semejaba cuero, era dura como el hierro; se resistía a rajarse aun cuando asestaba los mazazos a dos manos. Los brazos le dolían por el esfuerzo, y luchaba valientemente por mantenerse de pie a pesar de la pierna entumecida, que cedía bajo su peso. Se doblaron los rebordes de la maza, y empezó a soltarse la cabeza de tanto aporrear. Sonaba un estruendo ensordecedor cada vez que asestaba un golpe.

—Rómpete, maldito seas —barbotó entre los dientes apretados. Percibía cada vez más cerca la ira de Malystryx, y crecía con cada martillazo que asestaba. Pronto estaría ahí, aparecería por la grieta, sedienta de su sangre. Si antes de eso no había roto el huevo, habría fracasado.

No podía, no iba a permitir que eso ocurriera.

Gritando de forma incoherente, alzó la maza con ambas manos, y la bajó con todas sus fuerzas. La intensidad del golpe le hizo desplomarse y caer de espaldas. La maza voló de su mano, con el mango astillado. Se retorció en el suelo, luchando por recobrar el aliento; se mantuvo así durante un largo rato antes de encontrar fuerza suficiente para volver la mirada hacia el huevo.

Una larga fisura recorría la cáscara, y el líquido seroso y verdusco rezumaba de su interior, oscureciendo la ceniza sobre la que goteaba.

Riverwind miró de hito en hito la grieta durante un momento; luego se incorporó con dificultad y se acercó tambaleante al huevo. La hoja de acero siseó cuando desenvainó el sable. Con sumo cuidado, hizo palanca con la punta en la fisura y apoyó su peso sobre ella. La membrana interior de la cáscara resistió durante un momento y luego cedió. Su sable se deslizó dentro del huevo.

Una albúmina verde y pegajosa manó por el agujero, y le empapó los brazos. Apestaba a azufre y a putrefacción, pero resistió la náusea y mantuvo bien agarrada la empuñadura de la espada. Con gran determinación, serró con la cuchilla hacia adelante y atrás, partiendo toda la cáscara del huevo en dos. Entonces, debilitado por los esfuerzos del Hombre de las Llanuras, el huevo reventó y se abrió; el pecho del bárbaro quedó salpicado con una sustancia pegajosa. El líquido seroso chorreó sobre las cenizas, empapándolas. Colgaban hilos de albúmina del sable cuando Riverwind lo sacó del huevo.

Entonces, saliendo del huevo destruido como supura la pus de una herida infectada, el embrión se deslizó hasta el suelo. Cayó con un chasquido húmedo, a los pies del Hombre de las Llanuras.

Éste lo contempló fijamente, asqueado hasta lo indecible. El embrión de dragón medía más de un metro desde el hocico a la punta de la cola, pero se encontraba totalmente indefenso; no estaba formado aún. Su cuerpo aparecía arrugado y oscuro, con la forma de un renacuajo que hubiera empezado a transformarse en rana. Sus patas y alas eran inútiles muñones; sus ojos, grandes y oscuros, estaban cubiertos por unas finas membranas rojizas; abría mucho la boca, y mostraba un único y afilado diente que usaría para salir del huevo. El pequeño reptil se retorcía incesantemente; luchaba por aferrarse a la vida. Riverwind cayó de rodillas a su lado; tenía las entrañas atenazadas por la náusea.

En ese momento, resonó un chillido ensordecedor que procedía de más allá del techo de la caverna.

Una rabia desbocada cegaba la mente de Malys cuando se zambulló en picado sobre el Mirador del Mar Sangriento. La última conmoción le había sacudido el cuerpo, llenándole la mente de dolor. Sabía que el huevo había sido destruido. Su criatura se estaba muriendo, impotente, y no podría salvarla.

Pero sí podía vengarse.

Se le echaba encima el volcán, increíblemente cerca. Abrió completamente las alas, frenando levemente su descenso. Entonces, la piedra tembló cuando se posó cerca de la entrada de su cubil. Moviéndose con determinación enloquecida, entró en el pozo y empezó a arrastrarse por la grieta hacia su guarida. Se le desprendieron escamas del cuerpo al deslizarse, arrancadas por rocas puntiagudas, pero no hizo caso, tirando de las garras que rasgaban la roca como si fuera tierra suelta. Siguió impulsándose hacia adelante, hasta que por fin vio el resplandor anaranjado de la luz del fuego que había bajo ella. Gruñendo, recorrió los últimos cuarenta metros hasta el final del pozo de un solo impulso.

Se enganchó a los bordes del pozo con las garras clavadas en la piedra. Serpenteó la cabeza hacia abajo, con ojos ardientes por la furia al mirar hacia el suelo del nido situado muy abajo. Vio el montón de cenizas, teñido de verde por los jugos del huevo; vio el huevo, casi partido por la mitad y goteando la sustancia verdosa; vio el embrión, temblando lastimosamente sobre el suelo. Entonces, vio al viejo Hombre de las Llanuras, arrodillado al lado del feto de dragón con la espada en la mano. El guerrero alzó la mirada para contemplarla, y sus labios se curvaron en una sonrisa victoriosa.

Malystryx chilló, sacudiendo las entrañas del Mirador del Mar Sangriento.

***

Riverwind sólo oyó los primeros segundos del chillido del dragón y después el ruido le reventó los tímpanos y lo dejó sordo. El dolor rugía en el interior de su cabeza, pero mantuvo la mirada fija en Malystryx. La Roja se agarraba a las rocas de arriba, con las cavernosas fauces muy abiertas. Cayó sobre ella una avalancha de esquirlas rocosas procedentes de la grieta que se hundía como resultado de la fuerza de su ira.

«Estaba equivocado hace muchos años —pensó Riverwind mientras la contemplaba—. La muerte no tiene negras las alas. Son tan rojas como la luna que se ha ido».

De repente, la boca del dragón se cerró con un chasquido. La montaña siguió temblando bajo Riverwind durante largo tiempo. Malys lo miraba fijamente, con un odio indescriptible en los ojos. El miedo al dragón era horrorosamente intenso y amenazaba con aniquilar su cordura. Se tambaleó cuando el terror se descargó sobre él, pero lo resistió con valentía. Mirando fijamente al enorme reptil, dio la vuelta a la empuñadura de su sable para aferrarlo, de manera que el filo de la hoja estuviera hacia abajo, y levantó el arma con ambas manos. La mantuvo enarbolada un instante antes de descargar un violento tajo descendente que atravesó el pecho del embrión indefenso. Con un último temblor, el feto de dragón murió. Riverwind soltó el sable, dejándolo clavado en el corazón inmóvil del embrión.

Con ojos que relucían de forma feroz, Malystryx echó atrás la cabeza e inhaló una larga bocanada de aire. Sin quitarle ojo de encima, Riverwind se metió la mano bajo el jubón de piel y cerró los dedos sobre el amuleto del Rastro Infinito. Tiró con fuerza, y la cadena del medallón se partió al quitárselo del cuello. Apretó los dos círculos entrelazados, sintiendo como sus bordes de acero le cortaban la carne. Con los dedos empapados de sangre, alzó el puño por encima de su cabeza.

—Goldmoon —susurró cuándo surgieron las llamas de la garganta del dragón.

***

Kronn-alin Thistleknot esperó durante horas, agachado contra el suelo en la cresta que estaba enfrente del Mirador del Mar Sangriento. La montaña tembló una y otra vez cuando Malystryx tronó su ira en las profundidades del pico. Un penacho de humo salió de la caldera del volcán, y corrieron ríos de lava por los valles que había en sus faldas. De las laderas se desgajaron enormes peñascos, que se hicieron mil pedazos al golpear contra el suelo. Finalmente, próximo ya el crepúsculo, cesaron los ruidos y los temblores. El Mirador del Mar Sangriento quedó en silencio. El dragón no salió.

Kronn se quedó allí un rato más. Después se incorporó y se alejó caminando hacía la puesta del sol.