Canción de Luna lanzó un hondo gemido y trastabilló; a punto estuvo de caer al suelo mientras avanzaba velozmente por la callejuela Tornado. Corazón de Ciervo, que corría a su lado, la agarró del brazo. La muchacha se dobló, jadeando como si le fuera imposible llevar aire a los pulmones. Su rostro se tornó mortecino y pálido, y pareció envejecer ante los ojos de Corazón de Ciervo. Los kenders los esquivaron; huían de las derribadas murallas hacia el centro de Kendermore.
Nervioso, Corazón de Ciervo miró hacia atrás. Los gritos sedientos de sangre se intensificaban a su alrededor, a medida que las bestias penetraban en la ciudad. Apretó la mano alrededor de la muñeca de Canción de Luna.
—¿Qué pasa? —preguntó al cabo.
—Amanecer Resplandeciente —sollozó, estremeciéndose. Alzó sus ojos azules, llenos de angustia, hacia el joven guerrero—. Ha muerto, Corazón de Ciervo; mi hermana ha muerto.
El guerrero se tambaleó, con el corazón en un puño, y se forzó a tragar el ácido sabor que tenía en la boca.
—¿Estás segura? —preguntó suavemente.
—¡Lo sé! —gritó enojada—. Se ha ido, Corazón de Ciervo.
Los rugidos de los ogros sonaban ahora muy cerca; la multitud de kenders a la carrera empezaba a aclararse.
—¿Y tu padre? —insistió Corazón de Ciervo con urgencia.
—No lo sé —contestó Canción de Luna, sacudiendo la cabeza—. ¡Oh, diosa! ¿Qué pasará si han fracasado? —Aspiró una bocanada de aire entre los dientes apretados, temblando de forma convulsiva.
Corazón de Ciervo ya podía ver a los ogros al final de la ancha y recta calle. Se movían con rapidez, persiguiendo un tropel de kenders que gritaban. Desenvainó el sable y tiró de ella.
—Vamos —la exhortó—. Tenemos que seguir adelante. Paxina nos aguarda.
La intensidad de la voz del guerrero la sacó del marasmo con una sacudida. Canción de Luna se tragó la congoja y echó a correr.
***
La horda de El Tuerto se dispersó por las calles de Kendermore, persiguiendo a los kenders que se retiraban. Su presa los condujo, primero corriendo rápido para ganar terreno, y luego parando, para que los ogros se acercaran; pero se mantuvieron siempre irritantemente cerca del alcance de las bestias. Cada vez que se detenían, los kenders se daban media vuelta para burlarse de sus enemigos, señalando y riendo, lanzándoles pullas al unísono, a voz en grito.
—¿Se quejan alguna vez las ladillas de lo mal que oléis? —preguntaban alegremente.
—¿Qué mides, dos metros y medio? —preguntaban otros—. ¡No sabía que se pudiera amontonar tan alta la porquería!
—¿Realmente les gustan a las hembras de ogro los machos que tienen dientes que parecen sucias mazorcas de maíz?
—¡Oye, tienes un forúnculo justo en…! ¡Ah, no, pero si eso es tu cara!
—¡Guau! ¡Una verruga andante de doscientos veinte kilos!
—¡Eh, cerebro de serrín! ¡He visto cosas que vivían bajo las piedras que eran más listas que tú!
—¿Cuándo averiguaste que tu hermana y tu abuela eran la misma persona?
—Gran Reorx. ¡Qué feo eres! ¡Lord Soth llamaría a su mamá sólo con verte! ¿Qué eres? ¿Medio troll, o algo así?
—¡Chupamugres!
—¡Lechigada de cerda!
—¡Montones sobrecrecidos y zambos de excremento podrido de goblin!
Ya enrabietados por las muertes de sus camaradas, los ogros se volvieron totalmente locos. Aullando con furia descontrolada, cargaron ciegamente por las calles tras los burlones kenders. Estos siguieron avanzando a gran velocidad, gritando una sarta constante de insultos mientras guiaban a los ogros por el laberinto de las calles de Kendermore.
Gradualmente y a propósito, los kenders dividieron la horda.
Se separaban en cada intersección, llevando a sus perseguidores en todas direcciones. Los ogros cargaron por las enrevesadas avenidas; corrían tan rápido como les permitían sus piernas gruesas como troncos de árboles.
Los kenders sabían dónde estaban los alambres disparadores. Los veían mientras corrían y saltaban ágilmente sobre ellos. Los ogros, sin embargo, veían poco más que un rojo velo de ira. Tropezaron con los alambres, trastabillaron y cayeron de bruces sobre el adoquinado. Por todo Kendermore ocurría lo mismo. Murieron cientos de ogros; sus cuerpos quedaron aplastados por el peso de los que venían tras ellos.
Muchos de los alambres sólo hacían eso; otros, sin embargo, activaban todo tipo de trampas ocultas. En la vía Cera de Sebo, se desplomó una alta casa adosada; aplastó a los enfurecidos ogros y llenó la calle de escombros. Al otro lado de la ciudad, en el sendero Flor de Manzano, cayeron incontables abrojos metálicos de los tejados y los canalones; repiqueteaban sobre la calle como granizos puntiagudos y lisiaban a todo aquél que los pisaba. En la callejuela Tornado, en la estela de Canción de Luna y de Corazón de Ciervo, una serie de alambres hizo vibrar las cuerdas de doscientas ballestas cuidadosamente dispuestas, y cayeron docenas de ogros. Por toda la ciudad, los pozos, las trampas y las avalanchas de rocas masacraron sin piedad a los atacantes de Kendermore.
En la avenida Rama Verde, los ogros pisotearon a sus camaradas mientras seguían persiguiendo a los kenders. Corrían con toda la velocidad de la que eran capaces, e incluso atraparon a algunas de sus presas; atenazaron a varios desafortunados kenders y los despedazaron salvajemente. Pero los kenders supervivientes siguieron corriendo, y sus burlas se hicieron más mordaces.
Mientras avanzaban por la sinuosa y angosta calle, los kenders se fueron ocultando en callejuelas laterales o en estrechos umbrales de puertas. Su número disminuyó hasta que sólo quedaron ocho, que fueron perseguidos por cien ogros coléricos.
Dos de los kenders se quedaron rezagados, y los ogros los atraparon; les partieron el cuello con las manos desnudas.
Entonces, de repente, rodearon un recodo y entraron en una calle sin salida. Una muralla recién hecha, de siete metros de alto, cortaba de lado a lado la calle, flanqueada por dos edificios de cuatro plantas. Sin embargo, los seis kenders que quedaban no se detuvieron. Ante ellos, a menos de diez metros de la pared, había varias catapultas. Corrieron hasta los artilugios y saltaron sobre sus cucharas. Los ogros ocuparon el último recodo cuando los kenders activaron los gatillos de las catapultas.
Las máquinas funcionaron, y los kenders salieron despedidos por el aire. Abajo, detrás de ellos, los ogros frenaron tan en seco que se deslizaron unos palmos, mirando boquiabiertos cómo sus presas volaban por el aire y sobrepasaban la pared.
Al otro lado del muro, la avenida Rama Verde estaba cubierta de paja mullida. Los kenders aterrizaron sobre ella y rodaron; después se incorporaron y siguieron corriendo, riendo con alegría desbordante. En el callejón sin salida, los ogros miraron de hito en hito las catapultas abandonadas. Habiendo perdido su presa, gruñeron de forma salvaje y enarbolaron violentamente sus armas con furia impotente.
Cuando oyeron por primera vez el tenue murmullo, entrecerraron los ojos y otearon confusos los alrededores. El ruido parecía venir de todo su entorno, un zumbido irritante que aumentó gradualmente hasta convertirse en un sonoro grito agudo: el chillido de docenas de jupaks que giraban al unísono.
La confusión de los ogros dio lugar al pánico cuando empezaron a lloverles los guijarros desde arriba. Aparecieron kenders en los tejados de las casas adosadas y arrojaron piedras sobre la calle. Los ogros cayeron por oleadas y llenaron el aire con gritos de dolor. Los que no murieron en la primera andanada intentaron huir; se alejaron con dificultad de la pared en un intento desesperado de escapar de la emboscada. Más ogros rodearon el recodo en el otro sentido, y atraparon así a sus compañeros, dejándolos expuestos a la tormenta de guijarros. Cuando el último de los supervivientes consiguió salir a la carrera, dejó tras él más de cien cadáveres de sus camaradas lapidados.
Lo mismo ocurrió por toda la ciudad. Los kenders guiaron a los ogros, dividiendo las tropas invasoras, atrapándolas y llevándolas a la muerte en el sinuoso laberinto de las calles de Kendermore. Pero seguían quedando cientos de ogros, y no había forma de pararlos a todos. Cada vez que caía uno, otro lo pisoteaba y ocupaba su lugar. Aunque murió un gran número de ellos, siguieron internándose en la ciudad: por el bulevar de la Fresa; a lo largo de la sinuosa calle Recta; por el callejón de la Liebre Nívea y la avenida de la Cola de Caballo. También perecieron cientos de desafortunados kenders cuando trastabillaron mientras corrían o se rezagaron demasiado para provocar al enemigo.
De forma inexorable, los ogros inundaron Kendermore; de este modo, estrecharon el cerco por los cuatro costados hacia el centro de la ciudad. Al final, apenas quedaban dos mil ogros, pero habían conquistado la capital de los kenders.
Exactamente, lo que los kenders querían.
***
Riverwind y Kronn reanudaron su avance y dejaron atrás el incandescente estanque de magma; siguieron el sinuoso túnel de obsidiana. Caminaron en silencio durante una hora, haciendo sólo una breve pausa para que el kender encendiera otra antorcha cuando la oscuridad se volvió demasiado densa para ver dónde ponían los pies. De vez en cuando, Kronn alzaba la vista para mirar al viejo Hombre de las Llanuras, con una pregunta en los labios, pero cambiaba de parecer y apartaba los ojos al reparar en la intensa furia que se reflejaba en el semblante crispado de Riverwind.
El trazado del pasadizo inició un pronunciado ángulo ascendente, como una serpiente que se estuviera preparando para atacar. La lustrosa superficie proporcionaba poco agarre a los pies, lo que los frenaba de forma considerable al tener que luchar para no resbalar hacia abajo. Se agarraron a las lisas paredes, apretando las manos contra ellas, para mantenerse erguidos. Sus piernas ardían dolorosamente a cada paso que daban, y la pendiente del túnel se hacía cada vez más vertical. En una ocasión, Kronn resbaló y gruñó de dolor al golpearse una rodilla contra la pared; se deslizó hacia atrás unos metros, a gatas, buscando desesperadamente algo a lo que agarrarse, antes de que la fuerte mano de Riverwind lo asiera por una manga. Con un arduo esfuerzo, el Hombre de las Llanuras tiró de Kronn hasta que el kender consiguió ponerse de pie otra vez.
Al cabo, el trazado del túnel dejó de ser tan empinado y la pendiente se hizo progresivamente suave, hasta que por fin pudieron estar de pie sin tener miedo a caerse. Recostados en la pared, jadeando, se dejaron resbalar hasta quedarse sentados en el suelo. Riverwind gruñó, se llevó una mano al estómago y luego se inclinó hacia un lado; tuvo una arcada que sacudió violentamente su pecho. Cuando pasó el espasmo se incorporó de nuevo, mientras se limpiaba la boca con una débil y temblorosa mano. Se manchó los labios de sangre.
—¿Riverwind? —preguntó Kronn.
La mirada del viejo Hombre de las Llanuras fue lentamente hacia el kender. Pasó un momento antes de que lo reconociera.
—Kronn —dijo al cabo.
—¿Cuánto tiempo hace que sabes que te estás muriendo? —preguntó Kronn.
—Muchos meses. Por eso estaba en Solace cuando llegasteis Catt y tú: para despedirme de mis amigos.
—¿Y aun así viniste con nosotros? —preguntó atónito el kender—. ¿Por qué?
—Porque sabía que nadie más lo haría —musitó Riverwind.
Tras caminar durante diez minutos empezó a brillar ante ellos otra luz. El aire se tornó cálido, y oyeron un sonido: un lento ritmo de ráfagas de aire, como el bombeo de un fuelle gigantesco.
Kronn apagó la antorcha y se arrastraron a hurtadillas hacia adelante, por la penumbra. La luz que había ante ellos se intensificó. El pasadizo hacía un giro cerrado hacia la izquierda y luego iba recto como una flecha durante otros cien metros para, finalmente, desembocar en otra gran cámara.
Recorrieron esos últimos cien metros a rastras, escuchando el ritmo constante de la respiración del dragón. Por fin, llegaron al final del pasadizo.
Se abría a una vasta caverna abovedada, más grande incluso que la cámara de magma. La luz naranja del fuego titilaba en las paredes y creaba sombras móviles que parecían estar vivas. Al mirar hacia arriba vieron el ancho pozo que se abría en el techo del cubil, y las marcas de garras en la piedra de los bordes, lo que indicaba que por allí salía el dragón. Tragando saliva, el kender y el Hombre de las Llanuras bajaron la mirada hacia el suelo de la caverna, que estaba unos treinta metros más abajo. Riverwind inhaló bruscamente.
Malystryx cubría el fondo de la caverna, tenía las alas recogidas contra el cuerpo y la cabeza apoyada en la roca. Sus costados de color escarlata subían y bajaban rítmicamente al respirar. Su cuerpo estaba enroscado, envolviendo algo que había en el centro de la cámara. Aunque no alcanzaban a ver lo que rodeaba, lo adivinaron.
El miedo al dragón que emanaba de su forma casi inmóvil aplastó a Kronn y a Riverwind contra el suelo del pasadizo; quedaron paralizados en el sitio, aunque una voz en su interior los instaba a huir. Estremecidos de pavor, lucharon para conservar la cordura.
—Bendita diosa —siseó Riverwind. Kronn sollozaba, quedo, a su lado.
Estuvieron tendidos en el saliente de la entrada del pasadizo durante lo que parecieron horas, escuchando la respiración de Malys. Esperaban que en cualquier momento alzara bruscamente la cabeza y clavara en ellos sus dorados ojos. El dragón, sin embargo, no advirtió su presencia. Tenía la atención puesta en otro sitio, a muchas leguas de distancia.
***
La presencia de Malystryx era como una brasa al rojo vivo en la mente de Kurthak cuando Tragor y él avanzaron por la vía Codazo hacia el centro de Kendermore. La calle estaba repleta de cadáveres de ambos bandos de la contienda, pero sólo había un kender despedazado por cada tres ogros que yacían ensangrentados sobre el suelo.
La voz del dragón vibraba en la mente de El Tuerto.
Kurthak, susurraba con tono amenazador. ¿Qué ha pasado?
—Mi gente —contesto Kurthak—. Masacrada…
¿Masacrada? —sonó chillona la voz, lo que provocó una punzada de dolor en el ojo del jefe supremo de los ogros—. ¿Por los kenders? ¿Cómo?
—Engaños y astucia —contestó. Escupió con rabia en el suelo.
Entonces, ¿os han derrotado?
—¡No! —espetó. Alzó su maza de pinchos, que estaba teñida con sangre kender—. Ahora los tenemos atrapados. Vamos a destruirlos.
—¡Allí, mi señor! —dijo repentinamente Tragor, apuntando con su espada. Kurthak siguió el gesto del arma ensangrentada y vislumbró lo que había descubierto su adalid. Un grupo de kenders (pudo contar diez) había salido de una callejuela perpendicular a la vía Codazo. Se quedaron paralizados, mirando boquiabiertos al jefe supremo y su adalid.
Kurthak les sostuvo intensamente la mirada.
—Espera —ordenó cuando Tragor hizo intención de avanzar hacia ellos—. Podría tratarse de otra trampa.
Su adalid se detuvo obediente, esperando en tensión. El ceño de Kurthak se frunció al contemplar a los kenders. Cuando vio auténtico miedo en sus rostros, sonrió. Esta vez no había truco. Los kenders estaban petrificados por la impresión de ver a los dos ogros. Cargó hacia adelante, enarbolando la maza. Tragor corrió con él.
Los kenders dudaron, demasiado sorprendidos para reaccionar antes de que se les echaran encima los ogros. Kurthak bajó la maza sobre la cabeza de una mujer kender, machacándola en el sitio. Tragor se unió a la refriega un segundo después. Trazó un arco con la espada y cortó en dos a un kender a la altura del estómago; invirtió el golpe e hizo rodar una nueva cabeza por el adoquinado. Kurthak machacó salvajemente a otro, que se desplomó con la columna partida.
Los que quedaban intentaron huir, presos del pánico. Tragor partió a dos de ellos con un golpe de su espada. Kurthak arrojó a otro por el aire de un mazazo. El kender voló al lado opuesto de la vía Codazo con el cuello fláccido y se golpeó contra la fachada de la casa antes de deslizarse hasta el suelo. Los dos ogros se giraron para enfrentarse al resto de sus oponentes. Dos guerreros les plantaron cara; uno estaba armado con una jupak y el otro enarbolaba una battak. Justo detrás de ellos había un viejo kender desarmado; temblaba de miedo mientras contemplaba con ojos entrecerrados a los ogros desde detrás de sus gruesas gafas.
—¡Corre, Arlie! —gritó el Kender de la jupak. Echó un vistazo por encima del hombro al viejo—. Intentaremos distraerlos…
Antes de que pudiera concluir la frase, Tragor atravesó el cuerpo del kender con su espada. El otro guerrero cargó sobre Kurthak, trazando arcos con su battak. El jefe ogro rechazó el desesperado golpe con la maza, y luego contraatacó, machacando el cráneo de su asaltante.
Arlie Dedos largos reculó, aterrado. Kurthak dio unos pasos al frente, gruñendo, y descargó violentamente la maza en el cráneo del viejo herbolario. El Tuerto aporreó el cuerpo de Arlie hasta reducirlo a una pulpa sangrienta.
Basta. La voz de Malys sonaba en su interior. Está muerto. ¿Dónde se encuentran tus tropas, Kurthak?
El jefe ogro resopló con ira, sé dio media vuelta y se alejó del cuerpo machacado de Arlie por la vía Codazo. Tragor lo siguió, mostrando los dientes en una mueca salvaje.
Pronto alcanzaron a un ruinoso grupo de unos cien ogros, la mayoría de ellos heridos. El conjunto, que era lo único que quedaba de un bando de unos trescientos, perseguía a un grupo de kenders burlones.
—¡Eh! —les provocaron los kenders—. ¿Os untáis la mugre a propósito, o es un proceso natural?
Kurthak y Tragor unieron sus voces al coro de rugidos que brotó del bando de ogros. Persiguieron a los kenders curva tras curva de la sinuosa calle; anhelaban una masacre. Entonces, de repente, giraron una esquina y se encontraron en la despejada plaza central de Kendermore.
Rugía la batalla por todo el patio. Mil ogros entraron en el recinto cuadrado, procedentes de todos los rincones de la ciudad; asestaban mazazos y acuchillaban con violencia a un grupo de unos pocos cientos de kenders. Los kenders luchaban de forma desesperada, entre el estrépito y el estruendo de acero contra acero. Muchos de los suyos yacían en medio de charcos de sangre, pero de algún modo los supervivientes resistían y rechazaban al resto de la horda. En el medio había tres figuras que Kurthak reconoció. Dos eran bárbaros de las Llanuras: un hombre y una mujer jóvenes; la tercera era la kender de cabellos plateados que había visto encaramada en las almenas esa misma mañana. Con ellos había varias docenas de arqueros, que estaban apiñados alrededor de relucientes braseros, con flechas encajadas en las cuerdas de sus arcos.
Los kenders luchaban con valentía, pero estaban claramente condenados. Entraron tambaleando a la plaza más y más ogros, sangrientos y magullados por la accidentada persecución que habían llevado a cabo por las calles de Kendermore. Cada vez que caía uno de los guerreros de Kurthak, víctima de las jupaks de los kenders, otro ocupaba su lugar. El frente de batalla empezó a estrecharse, a la par que los ogros comenzaron a cerrar el círculo.
Paxina Thistleknot se giró para enfrentarse a la odiosa e intensa mirada de El Tuerto. Sus labios se apretaron en una cerrada sonrisa lobuna, entonces les dijo algo a los arqueros.
Presintiendo que algo no iba bien, Kurthak miró salvajemente en derredor. Olisqueó el aire y encogió la nariz. Un fuerte olor envolvía el espacio cuadrado; era lo suficientemente intenso como para hacer llorar el ojo sano del jefe supremo. Escudriñando el entorno, descubrió rápidamente la fuente del olor. Las fachadas de las altas casas y tiendas estaban recubiertas con una sustancia aceitosa negra y espesa.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Tragor miró, encogiendo el ceño, y luego alargó un brazo; tocó la pared más cercana con la punta de los dedos. Se le pringaron de la sustancia. Los frotó entre sí y se los llevó a la nariz. Luego se volvió de nuevo hacia Kurthak.
—Es brea —le contestó.
—¡Listos! —gritó Paxina.
Todos a una, los arqueros tocaron la punta de sus flechas en los humeantes braseros. Las puntas de los astiles, envueltas en trapos aceitosos, prendieron fuego. Los arqueros tensaron las cuerdas de sus armas y apuntaron hacia arriba. Los ojos de Kurthak se abrieron de par en par al comprender lo que estaba pasando.
—¡Disparad! —gritó Paxina.
Sonó una multitud de chasquidos. Las flechas volaron por el aire, trazaron arcos por encima del fragor de la batalla y cayeron hacia las casas que formaban los límites de la plaza cuadrada. Una ardiente saeta pasó zumbando al lado de la cabeza de Tragor y se incrustó en la pared que tenía ante él. La miró boquiabierto, parpadeando por la sorpresa.
El muro estalló envuelto en fuego. Tragor chilló cuando las llamas fulguraron a su alrededor y envolvieron su cuerpo. Kurthak sólo pudo contemplar horrorizado cómo su adalid se convertía en una ardiente antorcha viva. Tragor se alejó tambaleante del edificio y soltó su espada, sacudiendo violentamente las manos contra las llamas que lo envolvían. Aulló de dolor, cayó de rodillas y se desplomó boca abajo en el suelo. Su cuerpo ardiente sufrió una violenta sacudida y luego se quedó inmóvil.
El edificio ante el que habían estado se convirtió rápidamente en un infierno. No fue el único. Las llameantes saetas de los arqueros cayeron sobre docenas de otras casas, que se incendiaron también. Las llamas se extendieron a una velocidad pasmosa, saltando de un edificio empapado en brea a otro. En pocos momentos, el patio cuadrado estaba rodeado por un anillo de fuego.
A través del aire rielante por el calor, Kurthak divisó penachos de humo que se elevaban por todo Kendermore. El chisporroteo de la ardiente madera se tornó ensordecedor y ahogó el clamor de la batalla.
—¿Qué están haciendo? —gritó El Tuerto—. ¡Están quemando su propia ciudad!
Cundió el pánico entre los ogros, que buscaban desesperadamente una vía de escape de la trampa. En ese momento, cambió el curso de la batalla. Los kenders que estaban en el centro de la plaza empezaron a avanzar, asestando cuchilladas y tajos. Murieron muchos ogros; otros echaron a correr, chillando mientras intentaban huir de la deflagración.
Pero los kenders conocían bien su hogar. Sabían las calles que había que cortar, los edificios que había que quemar. La mayoría consiguió escapar, huyendo de la ciudad por delante de las llamas; otros bajaron a la carrera por las entradas de los túneles, dispersándose en todas direcciones por los pasadizos. Para la horda de Kurthak, sin embargo, no hubo escape posible. Cortinas de llamas les cerraban el paso; los edificios ardientes se desplomaron y llenaron las calles de escombros humeantes. Los ogros perecieron a docenas, abrumados por el fuego y el humo asfixiante.
Kurthak estaba de pie en medio de aquella escena, dando golpes a su alrededor con la maza. Divisó un grupo de cuatro kenders provocadores, que acababan de matar a dos ogros e intentaban escapar a través del humo. Al verlo cargar sobre ellos, dieron media vuelta y echaron a correr. Uno de los kenders, un muchacho que vestía unos pantalones de color azul brillante, se rezagó tras sus compañeros: Kurthak lo derribó y luego lo machacó con la cachiporra; la sangre del joven kender quedó esparcida por el adoquinado. Los otros tres miraron horrorizados por encima del hombro, pero no frenaron su carrera; siguieron avanzando con paso vivo, a través de una espesa cortina de humo. Los persiguió, pero cuando atravesó la neblina no se los veía por ninguna parte. Miró en derredor, gruñendo con frustración; sin embargo, los kenders habían desaparecido. Enrabietado, sacudió con la maza el objetivo más cercano: una pila de barriles para el agua, que estaban amontonados contra el ardiente muro de una herrería. Los barriles se hicieron astillas, y la madera voló por doquier. Se giró para alejarse, pero se detuvo, confuso. ¿Dónde estaba el agua?
Al mirar hacia abajo confirmó sus sospechas: los barriles estaban vacíos. Dio una patada a las duelas, empujándolas a un lado, y entonces vio el agujero que había en el suelo.
Estaba oscuro y era pequeño, demasiado estrecho para que él pudiera pasar, pero suficientemente grande como para admitir a un kender… o a tres. Unos escalones de tierra, que conducían al subsuelo, estaban marcados por las huellas recientes de varios pies. Lo miró de hito en hito, anonadado. Entonces, se quedó boquiabierto al comprenderlo todo de repente. En ese momento lo supo: cómo les habían despistado los kenders en Rocío del Mirto; cómo habían huido del inexorable avance de la horda hacia Kendermore, y cómo, incluso ahora, estaban huyendo del infierno en el que habían convertido su propia ciudad. Se tambaleó, y las náuseas le atenazaron el estómago mientras miraba fijamente la entrada del túnel.
A su izquierda se hundió una casa en llamas, cubriendo el suelo de piedras y maderos llameantes. El estruendo ensordecedor lo sobresaltó, sacándolo de su estupefacción. Echó un vistazo a la plaza cuadrada a través del humo ondulante. Los kenders que quedaban estaban acabando fácilmente con sus tropas, y luego se desvanecían en las sombras, huyendo, adivinó, hacia la seguridad de sus pasadizos subterráneos. En ese momento, Kurthak el Tuerto supo que su horda estaba totalmente vencida y él mismo no tardaría en morir con su gente si no conseguía rápidamente ayuda.
Indagó en el único lugar que le quedaba: su mente. Concentrándose, enfocó la presencia que ardía a fuego lento en su interior, buscando a la otra que moraba en sus pensamientos.
—¡Malystryx! —suplicó, diciendo las palabras en alto a la par que las pensaba—. Señora, óyeme.
Aquí estoy, Kurthak, gruñó la voz de Malys en su interior. ¿Qué ocurre?
—¡Nos han traicionado! —gritó—. ¡Los kenders nos han engañado! ¡Destruyen su propia ciudad y huyen por los túneles, bajo tierra! ¡Estamos condenados!
Durante unos segundos, Malys no respondió. De repente, un abrasador destello pareció estallar en la cabeza de Kurthak al penetrar el dragón en su mente; se adueñó de sus recuerdos para ver lo que había pasado, cómo habían sido engañados los ogros. Su disgusto inundó la mente de Kurthak, y éste se dobló, sacudido por arcadas.
Imbécil, espetó la voz del reptil en su interior. Os tendieron una trampa y caísteis todos en ella. Había puesto tantas esperanzas en ti.
—Ayúdame señora —suplicó El Tuerto, cuya garganta estaba tan constreñida que pronunció esas palabras a duras penas—. Por favor.
La Roja rió, un sonido cruel y siseante, que transformó en hielo el corazón de Kurthak.
¿Ayudarte?, repitió ella con tono de burla. ¿Para qué? Te has ganado a pulso tu destino, necio.
—Te he servido —sollozó Kurthak—. He hecho lo que me pediste. Me debes…
El dolor en su mente se hizo más intenso que antes; lo cegó y le hizo caer de rodillas. Apretó fuertemente los párpados y su voz dio lugar a un grito silencioso de agonía. Malys le desgarró la mente.
—¿Deberte? —chilló el ogro, pero era la voz de Malystryx la que salía de su boca—. ¡No te debo nada! Has fracasado, y pagarás por ello. ¡Me ocuparé personalmente! Lo quemaré todo: el bosque, a los kenders en sus túneles y, sí, Kurthak, a ti y a tu patética horda. ¡Os quemaré a todos hasta que no quede nada!
Desapareció repentinamente de su mente desgarrada, y Kurthak se quedó arrodillado sobre los adoquines, sacudido por los vómitos. El humo y los chillidos lo rodeaban. Entonces, rugiendo con rabia desmedida, el ogro se incorporó con dificultad y cargó de vuelta hacia la refriega; arremetió salvajemente con la maza a diestro y siniestro. Cayeron kenders y ogros por igual, y dejó a su paso una ringlera sangrienta por el patio. No buscaba escapar ni vengarse; tales cosas ya estaban fuera de su control. Abandonado por su señora, incapaz de evitar que su horda fuera destrozada a su alrededor, Kurthak el Tuerto enloqueció.
Una bocanada de aire arrastró el denso humo hacia su cara; le picaban los ojos, pero siguió avanzando, dando rienda suelta a su furia desmedida. Aullando de impotencia, empezó a volverse para retornar a la batalla.
No vio a Paxina. La alcaldesa corrió hacia él por su izquierda, su lado ciego. Sólo se enteró de su presencia cuando el extremo puntiagudo de la jupak se le clavó en el costado. Valiéndose de su propio impulso, la kender clavó más de un metro de madera de jabí en las entrañas del ogro.
El Tuerto giró sobre sus talones, extendiendo el brazo izquierdo. El dorso de la mano golpeó a Paxina en el pecho, la levantó del suelo y la arrojó lejos. La kender recibió un violento golpe al caer al suelo y se quedó inmóvil, hecha un ovillo, al pie de un edificio en llamas. Kurthak dio un paso hacia ella, pero trastabilló. La cabeza le daba vueltas, de la herida del costado manaba sangre caliente y la oscuridad pareció cernirse sobre él.
—Malys —resolló. Dio dos pasos inseguros y después cayó de rodillas—. Ayúdame.
Corazón de Ciervo salió de entre el humo con su brillante sable en la mano. Kurthak intentó parar el violento golpe, pero ni siquiera le quedaban fuerzas para levantar la maza. La espada del Hombre de las Llanuras le abrió la garganta. Ahogándose en su propia sangre, Kurthak el Tuerto murió.
***
Los ojos de Malystryx se abrieron de par en par; ardían de furia. Sobre ella, Riverwind y Kronn se alejaron del borde del saliente, temblando de miedo. No los vio; la ira la consumía.
—No, mis queridos kenders —siseó con una voz tan profunda y oscura como un abismo tenebroso—. Quizá creáis que el juego ha acabado, pero no es verdad. No escaparéis. No os salvarán vuestros túneles. Mis llamas os encontrarán, aunque estéis a muchos metros bajo tierra.
Se desenroscó con una velocidad asombrosa, se alzó sobre las patas traseras y saltó hacia arriba. Su inmensa silueta pasó a toda velocidad ante Kronn y Riverwind, en dirección hacia el pozo que había en el techo. Sus escamas rascaron contra la piedra cuando se arrastró por el agujero, y su cola sinuosa restalló con rabia. Después se perdió de vista al salir de la guarida.
Riverwind y Kronn alzaron la vista al techo; por el agujero rodaban fragmentos rocosos en medio de un fuerte repiqueteo y llegaban los ecos, cada vez más lejanos, del paso del dragón por la chimenea del volcán. Aun después de que el silencio reinara de nuevo en la caverna, siguieron mirando hacia arriba, como si esperaran que volviera a asomar por el agujero la inmensa cabeza de color carmesí. Al cabo, sin embargo, exhalaron tras largo rato de contener la respiración y miraron hacia el suelo del nido.
El huevo era repugnante: una coriácea abominación de unos dos metros de largo y casi uno de alto. Estaba acomodado en el centro del suelo, medio enterrado en una cálida cama de ceniza blanca. Una luz naranja parpadeaba por la superficie de color rojo herrumbroso, aunque no se veía ninguna llama. Riverwind y Kronn lo contemplaron con una creciente sensación de asco.
Sin intercambiar palabra, el kender desenroscó la tapa de la culata del astil de su chapak. Desenrolló la larga cuerda de seda del arma, se volvió a poner el hacha en la espalda, y ató fuertemente un extremo del hilo a un afloramiento rocoso que había cerca del borde del saliente. Tiró con fuerza para comprobar que resistía y luego comprobó de nuevo el nudo antes de asentir satisfecho.
—Aguantará —declaró, agarrando la cuerda con ambas manos y sacando una pierna de la repisa.
—No —dijo Riverwind, agarrándole del brazo antes de que pudiera seguir—. Yo iré primero.
Kronn sostuvo la mirada inquebrantable del Hombre de las Llanuras. Vio la decisión que había en ella y se aupó de nuevo al saliente para entregarle la cuerda a Riverwind.
—Cuidado dónde pisas —le dijo.
Agarrando la cuerda con sus fuertes manos, Riverwind se deslizó por ella poco a poco hasta el alejado suelo de la caverna.
***
Canción de Luna se abrió paso entre el humo y los montones de cadáveres. Los ogros no le prestaron atención, más preocupados por huir o defenderse del ataque de los kenders. Vio a Corazón de Ciervo, de pie sobre el cuerpo del jefe supremo de los ogros y reparó en la jupak de Paxina, clavada en el vientre de Kurthak. Buscó en derredor y localizó a la alcaldesa tendida de bruces en el suelo como una muñeca vieja. La casa bajo la que estaba Paxina crujió de forma sonora, y sus paredes destruidas por las llamas empezaron a ceder. Brasas ardientes comenzaron a llover sobre el cuerpo de la kender.
Canción de Luna corrió y se arrodilló junto a la forma inmóvil de Paxina. Con todo cuidado, puso boca arriba a la alcaldesa, cuyo rostro estaba pálido bajo la pintura de guerra y el hollín. Tras una rápida comprobación, Canción de Luna halló el pulso en el cuello de la kender. La joven bárbara susurró una plegaria de agradecimiento, sin importarle que Mishakal no estuviera para oírla.
—¿Paxina? —preguntó con tono de urgencia—. ¿Me puedes oír?
La alcaldesa gruñó, y sus ojos parpadearon varias veces antes de abrirse. Miró hacia arriba, a Canción de Luna, y consiguió esbozar una sonrisa.
—¡Guau! —dijo—. Vaya guantazos que reparten los ogros cuando quieren.
Sonó sobre ellas un tremendo crujido. Canción de Luna miró de soslayo hacia arriba y vio que la casa se movía levemente, a punto de caer como el martillo de un herrero sobre el yunque. Se desprendieron de las paredes trozos de escayola impregnados de brea, y se rompieron contra el adoquinado a su alrededor. Atenazada por el miedo, Canción de Luna agarró las manos de Paxina y la puso de pie. La alcaldesa estaba aún aturdida por el golpe de Kurthak, y sus rodillas flaquearon bajo su peso. La casa seguía hundiéndose; las vigas y los maderos protestaban de forma sonora al romperse.
Había lágrimas en los ojos de Canción de Luna cuando intentó levantar de nuevo a Paxina.
—Vamos —suplicó—, has de ayudarme. Yo sola no puedo contigo, tienes que andar.
—Imposible —contestó Paxina—. No siento las piernas, Canción de Luna. —Echó otro vistazo al debilitado edificio. Las tejas se deslizaban por el borde del tejado y se hacían añicos al estrellarse contra el suelo. La kender endureció el gesto—. Tendrás que dejarme aquí.
—¿Qué? —exclamó Canción de Luna, poniéndose lívida y abriendo los ojos de par en par.
—Ya me has oído —respondió firmemente Paxina—. Busca a Corazón de Ciervo y salid de Kendermore por los túneles. Mi presencia sólo os retrasaría. Diles a Catt y a Kronn que lo siento…
Canción de Luna no le hizo caso. Agarró a Paxina e intentó alejarla a rastras de la casa en llamas. Sin embargo, el peso de la kender era demasiado para ella. Sólo habían avanzado tres metros cuando un gran estrépito hendió el aire. Al alzar la mirada, Canción de Luna vio que la ardiente fachada de la casa empezaba a desplomarse.
—¡Vete! —gritó Paxina. De algún modo consiguió liberarse de los brazos de Canción de Luna, y antes de que la joven pudiera hacer algo por evitarlo, la kender la empujó con todas sus fuerzas y la lanzó, dando trompicones, lejos del edificio que se desplomaba.
Mientras trastabillaba, Canción de Luna vio que Corazón de Ciervo corría desde el cuerpo de Kurthak hacia ella. Entonces tropezó y cayó de bruces al suelo. Rodó sobre sí misma y cuando se paró alcanzó a ver a Paxina tendida de espaldas, con una sonrisa en los labios.
—¡Oh, bueno! —dijo la alcaldesa sin temor—. Fue divertido mientras duró.
Entonces la casa se desplomó sobre ambas y el mundo se sumió en el fuego y la oscuridad. Canción de Luna olió pelo y carne chamuscada. Y luego nada.
***
Corazón de Ciervo lanzó un grito angustiado e intentó llegar hasta Canción de Luna cuando la joven trastabilló y cayó al suelo. De repente, con un rugido estrepitoso, cayó sobre ella una avalancha de escayola y humeantes vigas de madera, y desapareció.
—¡No! —bramó.
Se lanzó temerariamente sobre los ardientes escombros y empezó a levantar con todas sus fuerzas trozos de madera quemada y a arrojarlos a un lado. Se quemó ambas manos al escarbar, pero no le importó. Las lágrimas le lavaron la sangre de Kurthak que embadurnaba su rostro. Gritó el nombre de Canción de Luna una y otra vez.
Cuando levantó un tablón chamuscado y vio una mano, emitió un grito desgarrado, mezcla de alivio y temor. Trabajó rápidamente, levantando escombros y empujándolos a un lado. Tropezó con vigas que en otras circunstancias no habría podido levantar, pero la desesperación le prestó fuerzas para arrojarlas lejos cómo si fueran ramitas. Al cabo, destapó el cuerpo de Canción de Luna.
La brea ardiente le cubría la mitad del rostro y le chamuscaba la carne. Sollozando, Corazón de Ciervo la rascó, haciendo caso omiso de las ampollas que le levantaba en los dedos. Bajo el alquitrán, la piel de Canción de Luna estaba de color rojo brillante. El joven guerrero no hizo caso de lo que vio ni del olor a carne chamuscada cuando la alzó en sus brazos y se la llevó lejos de los escombros.
No volvió por Paxina; no había nada que pudiera hacer por ella. Los pisos superiores de la casa, que habían caído sobre Canción de Luna, estaban construidos con madera y escayola, pero el inferior, el que había aplastado a la alcaldesa, era un muro de sillería. Donde había estado Paxina unos momentos antes sólo quedaba un gran montón de piedras y escombros.
Corazón de Ciervo echó un vistazo a su alrededor. El patio se encontraba casi vacío: los ogros estaban todos muertos y la mayoría de los kenders se había marchado. Por doquier se desplomaban los edificios, lanzando al aire torbellinos de brasas que subían hacia el cielo oscurecido por el humo. El calor de la ciudad en llamas dificultaba la respiración.
Sujetando contra sí el desmadejado cuerpo de Canción de Luna, procurando no zarandearlo, empezó a correr. Avanzó con paso vivo sobre charcos de sangre, sorteando cuerpos inmensos y pequeños, y se detuvo ante una oscura entrada que penetraba bajo tierra. Un montón de cadáveres marcaba el sitio donde los kenders habían resistido para distraer a los ogros mientras huían sus compañeros. Corazón de Ciervo los miró un momento con ojos rojos e hinchados, luego bajó corriendo las escaleras para alejarse de las ruinas de Kendermore.
***
De los diez mil kenders que se quedaron para defender la ciudad, casi la mitad pereció durante la contienda. Aquellos que huyeron por los túneles salieron a varias leguas de distancia hacia el oeste, y alcanzaron rápidamente al número mucho mayor que había escapado a través de las desplomadas murallas de Kendermore. Agotados, se abrieron camino por el bosque muerto, esforzándose por llegar hasta las distantes praderas de Balifor. La noticia de la muerte de Paxina Thistleknot corrió rápidamente entre las filas, y los kenders lloraron por ella, pero no frenaron su paso. Seguían teniendo mucho camino que recorrer.
Menos de una hora después de que escaparan de Kendermore los últimos supervivientes, un joven kender miró por encima del hombro el penacho de humo que se elevaba sobre las ruinas de la ciudad, y lanzó un grito de terror. Los kenders que huían se detuvieron, se dieron la vuelta y se sumaron a la exclamación del primero con sus propios sollozos y chillidos.
En la distancia, demasiado pequeña aún para verla con claridad, pero aumentando constantemente, una forma alada y roja surcaba el cielo.