Catt y Giffel estaban a una legua al oeste de la ciudad, caminando por los túneles al final de una hilera de kenders que se extendía hacia adelante durante docenas de kilómetros, cuando resonó débilmente la llamada de los cuernos de los ogros por el pasadizo que habían dejado tras ellos. Al escuchar el sonido, muchos de los kenders se detuvieron y miraron hacia atrás. Catt fue una de ellos.
—Eso es —susurró—. Ha comenzado el ataque.
—No puedes volver —dijo Giffel, apretándole la mano a la par que hacía un ademán con la cabeza en la dirección del túnel repleto de kenders—. Tenemos que sacarlos de aquí.
Catt lo miró con gesto dolido y luego emitió un quedo suspiro de impotencia. Tragándose las lágrimas se volvió hacia los kenders, que habían interrumpido la marcha. Todos los ojos estaban pendientes de ella.
—Está bien —les dijo—. Sigamos avanzando. Nos queda un largo camino.
Renuentes, los kenders comenzaron de nuevo a caminar. Catt los siguió, abrazando a Giffel por la cintura. Durante unos minutos guardó silencio, pero al cabo respiró hondo y empezó a cantar.
La tonada era antigua, más vieja incluso que Kendermore. Era una marcha, una melodía que silbaba la gente para pasar el rato durante sus andaduras. El tema era alegre y vivo, con un ritmo enérgico, muy apropiado para caminar. Todos los kenders la aprendían de niños, y se la sabían de memoria.
El viejo Danilo Twill
cien bolsas de oro tenía
y doce veces más plata
de la que en sus saquillos cabía,
mas a las tabas jugando
lo perdió todo un buen día.
Aun así, ya se sabe,
donde ha habido siempre queda.
No olvidéis que
donde ha habido siempre queda,
de modo que soplad las flautas
y golpead el tambor.
Muchachos, no estéis mohínos
ni tristes sin razón,
pues, ya se sabe,
donde ha habido siempre queda.
Giffel cogió rápidamente la melodía, cantando con ella. Entonces se les unieron los kenders de delante, chasqueando los dedos al ritmo de la segunda estrofa.
Antes de un año,
el viejo Dan volvía a ser rico,
llevando por mar hidromiel,
aguardiente y vino.
Pero ¡ay!, su nave naufragó
con ron en la bodega.
Aun así, ya se sabe,
donde ha habido siempre queda.
El viejo Dan se hizo una mansión
de veintisiete plantas,
sesenta y cuatro ventanas,
y el doble de puertas,
pero tuvo que vivir en una choza
porque se quemó entera.
Aun así, ya se sabe,
donde ha habido siempre queda.
La canción se extendió velozmente hacia adelante por los túneles. Los kenders silbaban y tarareaban, daban palmas y pataleaban. Algunos hicieron zumbar al aire sus jupaks; otros desmontaron las chapaks y las tocaron como flautas. Docenas de melodías se entretejieron en compleja armonía y ocasional discordancia. Todas las voces adornaron la canción de algún modo, inventándose estrofas acerca de Danilo Twill y su resistencia ante la adversidad y la mala fortuna.
Así, rodeados de música, los kenders dejaron atrás sus hogares, de nuevo en marcha por los caminos.
La gente dice que a Danilo
se le ha acabado la suerte,
mas no importa, pues lo que pierde
lo recupera siempre.
Le basta con su jupak,
una alegre canción y una meta,
porque, ya se sabe,
donde ha habido siempre queda.
En la reseca pradera que rodeaba Kendermore, el áspero y fiero toque de cien cuernos de guerra resonó por toda la ciudad. Aullando su sed de sangre, cargaron los ogros, como una ola negra salpicada con espuma de bronce y acero. Los estandartes de guerra ondeaban alto y el estruendo de los tambores de guerra sonaba como el eco del golpeteo de los pies de los ogros contra el suelo.
En medio de todo ello, sin embargo, Tragor hizo una pausa e inclinó levemente la cabeza con aire confuso.
Kurthak el Tuerto miró de soslayo a su adalid, que estaba dubitativo.
—¿Qué pasa? —preguntó a voz en grito para hacerse oír por encima del alboroto del ardor guerrero.
Tragor mantuvo la expresión concentrada durante un momento más y luego sacudió la cabeza.
—Nada.
El adalid elevó la gran espada por encima de la cabeza, lanzó un feroz aullido de guerra y cargó hacia adelante con sus compañeros. No le contó a Kurthak que, por un instante, habría jurado que había oído el débil sonido de una canción kender.
***
Paxina subió corriendo por la escalera que llevaba hasta las almenas de la muralla sur de la ciudad con Canción de Luna y Corazón de Ciervo pisándole los talones. Al llegar arriba se asomó y vio extenderse la mancha oscura que salía del bosque Kender.
Creció el miedo en su interior, una sensación desconocida e incómoda que le atenazó la voz. El sudor que le corría por la faz se tornó frío, y se le secó la boca.
—Tantos —susurró.
Una mano se posó sobre su hombro, un tacto a la vez suave y firme. Paxina miró hacia arriba y vio a Canción de Luna. El rostro de la joven bárbara estaba pálido, pero, no obstante, sonreía. Esa sonrisa fue como un bálsamo, pues mitigó el temor que sentía la kender. La alcaldesa miró de nuevo a campo abierto y rió.
Entonces, se encaramó de forma temeraria sobre las almenas y se giró hacia la ciudad extrañamente silenciosa. Puso las manos en torno a la boca a guisa de bocina y gritó tan alto como pudo. A lo largo de las murallas y por las calles, otras voces repitieron su llamada, difundiéndola por toda la ciudad.
—¡Preparaos! ¡Aquí vienen!
Cuando la kender de cabello plateado se encaramó a las almenas de Kendermore y lanzó el aviso a sus conciudadanos, Kurthak rió de forma sonora. Tragor y él marchaban a la retaguardia de la horda, detrás de miles de ogros enrabietados. Sobre las cabezas del ejército se alzaban martillos de guerra, hachas y lanzas.
—¡Recordad! —bramó, con voz apenas audible entre el tumulto—. ¡Coged tantos prisioneros como podáis! ¡Diez mil monedas de acero para aquél que atrape más esclavos! —Apuntó su maza de pinchos hacia la kender de argénteo cabello—. ¡Y otras mil para el que me traiga esa cabellera!
—Lo recordaré —dijo Tragor, con una mueca lobuna—. Espero que estés listo para pagar tus deudas cuando acabe todo esto, mi señor.
El Tuerto aulló de alegría, y luego alzó su porra por encima de la cabeza.
—¡A la carga! —gritó.
Tragor hizo sonar de nuevo su cuerno, y otros cornetas repitieron la llamada. El ejército dejó de andar y echó a correr, aullando y chillando como si sus voces fueran capaces de derribar las murallas de Kendermore por sí solas. Los ogros se cerraron alrededor de la ciudad como un lazo corredizo. El golpeteo de sus pies aró la reseca tierra y levantó hacia el cielo grandes nubes de polvo.
Desde las almenas, los arqueros y los lanzadores de honda empezaron a disparar. Cómo la primera vez, cuando el batallón de Baloth asaltó la ciudad, cayeron muchos ogros víctimas de los proyectiles, pero muchos, muchísimos más, levantaron sus escudos y siguieron corriendo, esforzándose, ansiosos, por ser los primeros en alcanzar las murallas. Llegaron a la vez por todo el perímetro de la ciudad, aporreando contra los sillares con puños y armas. Las piedras no cedieron. Más y más ogros alcanzaron a sus compañeros, y añadieron su peso al ataque. Desde la parte superior de las murallas, los kenders que estaban allí se enfrentaron al embate con más flechas y guijarros. Al alzar la mirada, Kurthak vio a la kender de cabello plateado que lanzaba cantos con su jupak; a su lado, uno de los Hombres de las Llanuras acribillaba con flechas el campo de batalla.
—¿Dónde están los calderos? —se preguntó con suspicacia Tragor, escudriñando las defensas de la ciudad. Una flecha le rebotó en el casco emplumado, torciéndolo de forma momentánea; lo enderezó con un gruñido de irritación—. Arrojaron marmitas de brea sobre el batallón de Baloth.
Kurthak miró con ojos entrecerrados a las murallas con el ceño fruncido. Luego sacudió la cabeza con testarudez.
—¿Qué importa? —espetó—. ¡Así morirán menos de los nuestros!
Corrían regueros de sangre de ogros heridos y muertos por la tierra reseca, pero los vivos superaban aún en gran número a los muertos. Algunas de sus tropas comenzaron a arrojar jabalinas sobre las almenas; atravesados por esas lanzas, empezaron a caer kenders de las murallas. La horda los aplastó contra el suelo allí donde caían.
—¡Traed las escalas! —gritó Kurthak.
Tragor emitió una nota con su cuerno. Algunos ogros cogieron las escalas de asalto —más de cien en total— y avanzaron hacia la refriega. Algunos no llegaron, derribados por las andanadas de arriba, pero la mayoría persistió, hasta que finalmente las consiguieron colocar. Plantaron las bases de las escalas en la tierra humedecida por la sangre y las levantaron hacia las almenas.
Entonces ocurrió una cosa curiosa. En lo alto de la muralla, la kender de pelo argénteo que había estado de pie sobre las almenas al comienzo de la batalla gritó de nuevo.
—¡Retirada! —bramó.
Al unísono, los kenders desaparecieron de las almenas, aullando y gritando mientras descendían por la parte interior de las murallas. En pocos instantes, no quedaba ninguno. Los ogros gritaron con alegría malévola a la par que golpeaban los escudos con las armas.
—¿Qué está pasando? —se preguntó en voz alta Kurthak.
—¡Se retiran! —gritó Tragor con júbilo, enarbolando sobre la cabeza su inmensa espada con la que trazaba grandes círculos—. ¡Las murallas son nuestras!
Colocaron las escalas en posición vertical. Muchos ogros empezaron a escalar hacia las defensas abandonadas. Se dispersaron por la pasarela y arrojaron abajo los cadáveres de los kenders que habían muerto allí arriba.
El nuevo ruido sonó débilmente al principio, apenas audible entre los aullidos de la horda. Aumentó rápidamente, no obstante, y Kurthak y Tragor se miraron confusos mientras temblaba la tierra bajo sus pies. Entonces, se les abrieron los ojos de par en par cuando reconocieron el ruido. Eran las piedras del muro; se agrietaban, se estaban resquebrajando.
—¡Retiraos! —les gritó Kurthak a sus tropas—. ¡Alejaos de las murallas!
Demasiado tarde. Con un estruendo que sacudió la tierra, las murallas de la ciudad cedieron y se vinieron abajo. Los ogros que estaban sobre las almenas chillaron al tiempo que desaparecía la pasarela de debajo de sus pies, y luego cayeron a plomo para morir en medio del derrumbamiento. Sin embargo, las murallas no sólo se desplomaron; los kenders llevaban semanas preparándolas, golpeando y aflojando las piedras de la base para que hiciera más daño a sus enemigos. Cayeron hacia afuera, sobre los atacantes.
Las enormes piedras se desplomaron encima de los ogros, aplastándolos a decenas. Las escalas de asalto, al ser empujadas hacia atrás por las murallas que se hundían, se estrellaron contra el suelo. En pocos segundos, la mayor parte de la horda de Kurthak desapareció bajo incontables toneladas de roca.
La onda expansiva impulsó hacia el exterior del perímetro de la ciudad una nube de polvo que semejaba una ola gris. Kurthak y Tragor tosieron y resollaron cuando los envolvió; les irritó los ojos y les resecó las gargantas. Cuando la nube de polvo se posó, miraron asombrados las ruinas. El repiqueteo de las piedras se mezclaba con los gritos de los ogros heridos o moribundos. Además de los cientos que había bajo los escombros, cientos más estaban tendidos en el suelo con las piernas aplastadas o se tambaleaban sin rumbo por los bordes del derrumbamiento, agarrándose a brazos rotos y cuerpos ensangrentados. Aquellos que habían escapado estaban en la periferia; contemplaban anonadados los montones de sillares que continuaban desplomándose y dando tumbos.
Pronto, no obstante, se les pasó el estupor. Los ogros habían derribado las murallas. La ciudad yacía indefensa a su alcance; así pues, los invitaba a entrar, desprovista ya de defensas. Lo que es más, había cientos de kenders de pie en los patios situados al otro lado de las almenas desplomadas, apoyados en sus jupaks y haciendo gestos de burla. Aquello era más de lo que podían soportar los ignorantes ogros. Aullando furiosos, pasaron como una marea sobre las murallas derrumbadas; pisotearon a sus camaradas moribundos mientras entraban a la carga en la ciudad.
Se desbordaron por los patios como agua que escapa de un embalse roto, alzando al cielo sus armas. Sin embargo, en plena carrera, el suelo se hundió bajo sus pies. Sus rugidos sedientos de sangre se convirtieron en una algarabía de chillidos y gemidos al desaparecer engullidos por la tierra.
Los kenders habían cavado más de mil pozos en los patios. La mayoría se tragó un solo ogro, aunque en algunos acabaron dos o más. Los atacantes de Kendermore murieron a cientos; su inmenso peso rompía el frágil entramado de soga y madera que mantenía en su sitio los adoquines. Cayeron, clavándose violentamente en las afiladas estacas que cubrían el fondo de los pozos. Atravesados, se retorcieron agónicamente hasta morir.
Kurthak hervía de rabia al contemplar lo que estaba pasando. La ira embargó su mente y le nubló la vista con una roja neblina. Los kenders estaban agrupados al otro lado de los pozos, en las sombras de los patios; reían a carcajadas. Se reían de él.
Agotada su paciencia, levantó los inmensos brazos al cielo.
—¡Matadlos! —gritó—. ¡No hagáis prisioneros! ¡Matadlos a todos!
Los ogros supervivientes —no más de cinco mil de un ejército inicial de diez mil— empezaron a abrirse camino entre las trampas. Los kenders prorrumpieron en abucheos y rechiflas antes de dar media vuelta y echar a correr por las calles hacia el corazón de la ciudad. Kurthak, fuera de sí, envió a sus ogros tras ellos.
***
Riverwind y sus compañeros habían caminado durante horas, siguiendo el sinuoso pasadizo que penetraba en las profundidades de la montaña de Malystryx. A medida que avanzaban, el fulgor rojizo que los rodeaba se fue haciendo cada vez más intenso, parpadeando y reluciendo al reflejarse en las paredes de obsidiana. El suelo se estremecía bajo sus pies con frecuencia y los temblores desprendían negras esquirlas pétreas que les llovían desde el techo. Una piedra le golpeó a Riverwind en la frente, y no hubo forma de conseguir que la herida dejase de sangrar. Sin embargo, aparte de eso, su travesía transcurrió sin novedad. En ningún momento repararon en la sombría figura que los seguía en silencio.
—Debería estar haciendo un mapa de todo esto —susurró Kronn. Su voz sonaba alta y extraña.
—La próxima vez —dijo Riverwind, riendo entre dientes.
Al cabo, la luz que tenían ante ellos se hizo tan intensa que pudieron apagar las antorchas. El aire, que ya era sofocante, se tornó bochornoso poco a poco. Los tres viajeros se enjugaron la frente para quitarse el sudor que les producía escozor en los ojos. En la distancia, se oía el crepitar de las llamas, y el humo arremolinado los envolvía. Receloso, Kronn se echó mano a la espalda y tocó su chapak; tras él, Amanecer Resplandeciente y Riverwind posaron las manos sobre sus armas.
Los tres compañeros giraron en un recodo del túnel y se detuvieron bruscamente, estupefactos y con los ojos abiertos de par en par. Amanecer Resplandeciente estaba boquiabierta.
El pasadizo se abría a una gran cámara, una caverna en el corazón de la montaña. La luz era sorprendentemente intensa y el calor el de una forja de enanos. Un estanque incandescente de magma burbujeaba bajo ellos, viciando el aire con humo y cenizas. Las llamas bailaban por la superficie y explotaban en violentas burbujas. Piedras desprendidas por los leves temblores repiqueteaban contra las paredes para desaparecer siseando vapor en medio de la roca fundida.
En el extremo alejado de la caverna, al otro lado del abismo saturado de hollín, se abría otro túnel, simétrico al que los había conducido hasta allí. Tendido sobre la sima, uniendo los pasadizos, había un tosco puente. Estaba construido principalmente con sogas gruesas, que aparecían fuertemente atadas a afloramientos rocosos en ambos extremos. Había una serie de tablones de madera amarrados a las sogas, aunque advirtieron enseguida que el sustento que proporcionaba era, como poco, precario: chamuscados por el intenso calor procedente de abajo, parecían más frágiles que unas cáscaras de huevo, y había varios huecos ominosos allí donde se habían desprendido los maderos para caer en la lava. Mientras Riverwind contemplaba el escenario, una ascua cayó sobre el puente; relució intensamente durante un momento y luego se apagó para dejar un punto negro chamuscado donde había estado.
—¡Guau! —exclamó Kronn, y lo decía en serio.
De pronto, Amanecer Resplandeciente dio un respingo y contuvo la respiración. Riverwind la miró con expresión interrogante, pero su hija no dijo palabra y se limitó a apuntar hacia la pared más alejada de la caverna con un dedo tembloroso. Los otros siguieron su gesto con la mirada, entrecerrando los ojos para protegerlos del irritante humo. Cuando vislumbraron lo que había causado el sobresalto de la joven, contuvieron la respiración y empalidecieron de horror.
—¡Dulce Mishakal! —exclamó Riverwind.
En un saliente ancho, más arriba del puente, se amontonaban pelados cráneos de dragones. Los había a docenas, y los blanquecinos huesos y los dientes relucían anaranjados con la luz del fuego. Habían sido ordenados con esmero, uno sobre otro, para formar una pirámide de casi veinte metros de altura. Al examinarlos detenidamente, distinguieron los distintos tipos: las largas fauces de un Dragón Negro; los cuernos de carnero de uno de Cobre; Blancos y Verdes; Azules y de Bronce; Plateados y Dorados; incluso una solitaria calavera de un Dragón del Mar. En el espantoso santuario estaban representadas todas las razas de los colosales reptiles. En la cumbre de la pirámide, mirándolos fijamente con las vacías cuencas desprovistas de vida, estaba el inmenso cráneo de un Dragón Rojo.
—Ese debe de ser de su compañero —susurró Kronn— ¿verdad?
Riverwind había llegado a la misma conclusión. Asintió con un gesto de cabeza.
—¿Lo sentís? —preguntó con voz queda Amanecer Resplandeciente—. El poder…
Los otros cerraron los ojos y crisparon los rostros. Riverwind se desplomó contra la pared de la caverna; el sudor le corría a chorros por la cara.
—Magia —dijo el Hombre de las Llanuras—. Viene de ese tótem. Debe de ser eso lo que usa para alimentar sus conjuros, para moldear la tierra.
—¿Eso mató el bosque Kender? —preguntó Kronn, cuyos ojos relucían de ira. Escudriñó la pared—. Quizá pueda escalar hasta allí para tirar abajo las calaveras…
—No, Kronn —dijo Riverwind, sacudiendo la cabeza.
—¡Cómo! —En la exclamación del kender había tanta incredulidad como en la mirada que dirigió al Hombre de las Llanuras—. Devastó mi hogar con eso, Riverwind. ¡Hay que destruirlo!
—He dicho que no —reiteró con firmeza el viejo guerrero—. No podemos perder tiempo aquí. Tenemos que llegar al nido de Malystryx.
Kronn sacudió obstinadamente la cabeza, moviendo con ello las trenzas que le enmarcaban el rostro. Amanecer Resplandeciente posó una mano sobre el hombro del disgustado kender.
—Padre tiene razón, Kronn —dijo—. Destruir ese tótem no te devolverá el bosque Kender ni hará que olvides tu temor. Tu gente cuenta con que destruiremos el huevo.
En las sombras que había tras ellos, la figura envuelta en negro se puso tensa al oír esas palabras; luego se relajó lentamente y empezó a deslizarse con sigilo hacia adelante. El débil roce de las botas contra el suelo de obsidiana, el susurro de su túnica oscura y el leve siseo de su respiración se perdieron en el estruendo de la lava y el chisporroteo de las llamas que llenaban la caverna. Si alguno de ellos se hubiera girado quizás habría atisbado un movimiento, pero todos tenían la mirada fija en el tótem de calaveras y por ello no advirtieron la aproximación de Yovanna.
—Yo cruzaré primero —dijo Kronn, obligándose a mirar de nuevo el puente humeante—. No vengáis justo detrás.
Tragando saliva, dejó el saliente y pisó la primera tabla ennegrecida. Se agarró a las sogas laterales con ambas manos antes de apoyar, poco a poco, su peso sobre el madero. A su espalda, Amanecer Resplandeciente y Riverwind contuvieron la respiración. La tabla crujió y chirrió, pero aguantó. Kronn plantó sobre el puente el otro pie y, a continuación, empezó a avanzar pisando con cuidado, nunca demasiado fuerte. Cuando había recorrido siete metros —menos de un cuarto de la longitud de la pasarela— miró hacia atrás, a los bárbaros de las Llanuras; esbozó una sonrisa tensa por tener los dientes apretados.
—No está tan mal —mintió—. Lo único es que no hay que mirar abajo.
—Gracias —dijo secamente Amanecer Resplandeciente, al empezar a cruzar tras él—. Intentaré recordarlo.
Riverwind observó, con un nudo en la boca del estómago, el comienzo de la travesía de su hija. Habría querido ir justo detrás de ella, pero sabía que con ello sólo conseguiría acrecentar el peligro. Sería temerario cargar el puente con demasiado peso en un solo sitio. Varios metros más abajo explotó una burbuja de magma, que escupió llamas y ascuas hacia arriba y salpicó las paredes de la caverna con glóbulos de roca derretida, que pasaron rápidamente del color amarillo dorado al rojo con costras negras.
Tragando saliva varias veces en un inútil esfuerzo de humedecerse la garganta reseca, el viejo Hombre de las Llanuras pisó finalmente el puente. Era, con diferencia, el más pesado de los tres, y puso mala cara cuando oyó débiles chasquidos bajo su pie. De algún modo, no obstante, el tablón no se rompió. Asiendo las sogas con dedos sudorosos avanzó centímetro a centímetro tras Kronn y Amanecer Resplandeciente, hacia el increíblemente distante túnel del otro lado de la pasarela. Desde abajo subían oleadas de intenso calor.
Cuando llegaron a la mitad, el puente comenzó a temblar. No lo notaron al principio porque el movimiento era muy leve, pero con cada segundo que pasaba las sogas se balancearon de forma cada vez más violenta, hasta que finalmente la pasarela entera osciló. Amanecer Resplandeciente gritó alarmada, y todos se detuvieron, atenazando fuertemente las sogas a la par que el intenso temblor sacudía toda la caverna. Cayeron más tableros del puente, desprendidos por el terremoto, y estallaron en llamas antes de desaparecer en el hirviente y agitado lago de magma.
El temblor duró poco menos de un minuto, pero pareció una eternidad. Al cabo, sin embargo, el vaivén se tornó menos violento y los crujidos de los tablones se suavizaron. Los compañeros se relajaron, inhalando grandes bocanadas de ardiente aire humeante y recostándose contra las sogas que sujetaban la pasarela.
De repente, con un gran chasquido, la soga principal de la derecha se rompió.
A saber cómo, ninguno de los tres cayó. Kronn trastabilló, y Riverwind hincó las rodillas; uno de los tablones que tenía debajo se partió por la mitad, y su pierna izquierda se metió por el agujero.
Amanecer Resplandeciente, por suerte, recordó la lección que le había impartido Catt a bordo del Dama del Piélago. Recobró inmediatamente el equilibrio y se dio la vuelta.
—¡Padre! —gritó al ver cómo luchaba Riverwind por auparse de nuevo al puente. Empezó a caminar hacia él, agarrándose con ambas manos a la soga que quedaba—. Ya voy —dijo—. Agárrate bien.
Entonces divisó algo que había tras él, y chilló. Kronn alzó la mirada y Riverwind estiró el cuello, intentando ver lo que había descubierto su hija.
De pie, sobre el saliente del que habían partido, había una figura envuelta en ropajes negros; su enguantada mano derecha empuñaba un cuchillo con la hoja desnuda. Estaba de pie al lado de los restos deshilachados de la soga rota, aunque de inmediato se encaminó hacia el otro lado. Mientras la observaban, Yovanna acercó el filo de su daga a una de las sogas que quedaban y empezó a serrarla adelante y atrás.
Actuando por instinto, Amanecer Resplandeciente cruzó corriendo el puente, haciendo caso omiso de las crujientes protestas de los tablones. Riverwind miró boquiabierto y con los ojos de par en par cómo cargaba hacia él; pasó a su lado antes de que él tuviera tiempo de comprender lo que estaba haciendo.
—¡Amanecer! —gritó el Hombre de las Llanuras cuando su hija se alejó corriendo.
Yovanna siguió cortando la soga durante un momento, luego miró de soslayo a la joven bárbara que se le echaba encima; dio un paso hacia atrás y enarboló su daga. Amanecer Resplandeciente no se frenó, no obstante; saltó hacia la pétrea repisa sobre la figura envuelta en negro. Gruñó de dolor cuando se le hundió el cuchillo en el costado, pero su impulso empujó a Yovanna hacia la pared; el violento encontronazo dejó sin resuello a ambas mujeres.
Riverwind observó horrorizado cómo luchaban en el saliente su hija y la esclava de Malys. Con todas sus fuerzas, alzó la pierna por el agujero del puente y, acto seguido, empezó a caminar de vuelta, hacia Amanecer Resplandeciente.
Entonces retumbó otro temblor que estuvo a punto de arrojarlo al abrasador abismo. La caverna se estremeció de forma violenta, y una lluvia de esquirlas cayó sobre el estanque de roca derretida. Amanecer Resplandeciente y Yovanna se tambalearon hacia un lado, hacia el borde de la repisa. Se balancearon un instante y luego perdieron el equilibrio y cayeron al abismo.
—¡No! —bramó Riverwind.
Amanecer Resplandeciente se precipitó hacia la hambrienta y ansiosa magma, pero un momento después se agarró al borde del saliente y se sujetó como si sus dedos fueran un rezón. Yovanna se aferró a las rodillas de la bárbara, frenando así su propia caída. Amanecer Resplandeciente gruñó cuando la suma de sus pesos empezó a hacer que perdiera el agarre en la piedra. Los músculos de sus brazos se tensaron, y apretó los dientes por el esfuerzo y el dolor.
Cuando cesó el temblor Riverwind recobró el equilibrio y se arrojó sobre el saliente para intentar alcanzarlas.
—Hija —jadeó impotente—. Ya voy…
Amanecer Resplandeciente pataleaba con violencia, en un intento de deshacerse de Yovanna, pero la figura de la negra túnica se agarraba con tesón. La capucha de Yovanna cayó hacia atrás y reveló los torturados despojos de su rostro. Su boca sin labios se retorció para emitir un gruñido y agarró la espalda de la túnica de Amanecer Resplandeciente para empezar a escalar.
—Por favor —sollozó Amanecer Resplandeciente. La afilada obsidiana se le clavaba en los dedos haciéndolos sangrar—. Padre…
Riverwind se movía tan rápido como le era posible, pero podía ver que las manos de su hija estaban resbalando y que no llegaría a tiempo. Otro tablón cedió bajo sus pies y estuvo a punto de caer, aunque en el último momento se agarró a la debilitada soga de la pasarela. Lágrimas de frustración corrían por su rostro.
Yovanna siguió aupándose sobre el cuerpo de Amanecer Resplandeciente; rugía como un animal. Alzó una mano e intentó agarrar el cuello de la túnica de la joven bárbara.
Entonces, un pequeño dardo surcó el aire y se le hincó en la nuca. Yovanna se dio una palmada en acto reflejo, como si de la picadura de un mosquito se tratara.
Y soltó a Amanecer Resplandeciente.
Mientras caía, el brillo de crueldad desapareció de los ojos de Yovanna, y una expresión de alivio ocupó su lugar. Entonces, el calor del magma incendió sus ropas y se hundió; ardió como una antorcha en la roca derretida.
Amanecer Resplandeciente gemía, a la vez que iba perdiendo sujeción con los dedos. Riverwind corrió de forma temeraria la última docena de pasos por el puente, se arrojó boca abajo sobre el saliente y extendió los brazos para agarrar las muñecas de su hija. Gruñendo por el esfuerzo, la alzó, sacándola del abismo. Estuvieron tendidos durante un momento sobre la piedra, temblorosos; después Riverwind se puso débilmente de rodillas. Su rostro se tornó ceniciento al examinar a su hija; la daga de Yovanna seguía clavada hasta la cruz en su costado.
El Hombre de las Llanuras echó un vistazo rápido al puente, buscando a Kronn. El kender estaba inmóvil, sosteniendo el astil de la chapak entre las manos. Diversas piezas del arma asomaban por sus saquillos y bolsillos. Mientras Riverwind se esforzaba por llegar hasta su hija, Kronn la había desmontado para transformarlo en cerbatana y disparar el dardo que había matado a Yovanna. Deslizó el astil dentro de su cinturón y corrió por el puente para ayudar a Riverwind y a Amanecer Resplandeciente.
La bárbara rodó hacia un lado, de modo que el mango de la daga apuntara hacia el techo de la caverna, y los contempló a ambos con ojos nublados. Su túnica estaba oscurecida por la sangre.
—No creo que lo pueda conseguir… yo sola —susurró.
La mandíbula de Riverwind se tensó; su semblante parecía tallado en granito.
—Tranquila —dijo—. Estoy aquí, hija. Yo te ayudaré.
De algún modo, usando las sogas restantes para guiarse, Kronn y él la llevaron al otro lado del puente. Cuando, finalmente, llegaron allí, el kender y el Hombre de las Llanuras se desplomaron sobre la piedra, agotados. Durante largo rato, todo cuanto pudieron hacer fue recuperar el aliento. Amanecer Resplandeciente rebulló.
—¿Padre? —preguntó con voz queda—. ¿Por qué hace tanto frío?
El miedo se clavó en las entrañas de Riverwind como un puñal, paralizándolo. Agotado, Kronn se arrastró hasta Amanecer Resplandeciente e inspeccionó la daga que tenía clavada en el costado. Tocó la herida y sus dedos se mancharon de sangre, y algo más. Una sustancia negra y aceitosa.
Miró a Riverwind y sacudió la cabeza.
La angustia se adueñó de las facciones del Hombre de las Llanuras; levantó a su hija y le dio la vuelta para recostarle la cabeza en su regazo. La muchacha estaba temblando y tenía azules los labios. Sus ojos relucían febriles a la luz del fuego.
—¡Oh, mi niña! —musitó Riverwind—. Mi alborada.
—Nos habría matado a todos, padre —susurró Amanecer Resplandeciente—. Hubiera cortado la soga y los tres habríamos caído. Tenía que detenerla. Tenía que… salvarte.
—¡Oh, dioses! —La voz del viejo guerrero estaba quebrada por el llanto—. Hija, no puedes salvarme, no puedes. —Dudó, haciendo acopio de su fuerza interior—. Amanecer, me estoy muriendo.
Kronn se atragantó de repente y hurtó la mirada.
Amanecer Resplandeciente sonrió, sin embargo.
—Entonces —dijo jadeando—, pronto nos veremos de nuevo.
Impotente, Riverwind inclinó la cabeza.
—¿Padre?
—Dime, hija.
—¿Recuerdas que cuando Canción de Luna y yo éramos pequeñas llorábamos a veces hasta que venías a darnos un beso de buenas noches?
—Lo recuerdo —contestó, asintiendo con un movimiento de cabeza.
—Solías cantarnos… —Un escalofrío sacudió su cuerpo, y gimió.
—¿Quieres que te la cante de nuevo, niña?
Su hija asintió, sonriendo débilmente. Los ojos le parpadearon antes de cerrarse.
Riverwind respiró hondo varias veces para calmarse. Entonces, haciendo un denodado esfuerzo para domeñar la aflicción, elevó su voz de barítono para cantar una nana de los Hombres de las Llanuras.
Calla, niña, duerme niña, la noche ha llegado
y las lunas trazan círculos arriba en el cielo.
La noche es tranquila y la manta suave,
hora de reposar, tiempo de dormir, cierra los ojos.
Calla niña, duerme niña, no te quedes despierta,
que tus sueños te lleven a un lugar lejano.
Un mundo de paz, un mundo de amor,
donde todos los niños ríen y juegan.
Duerme hasta que la oscuridad se disuelva.
En algún momento, mientras él cantaba, murió la hija de Riverwind.
El viejo guerrero estrechó contra sí a Amanecer Resplandeciente y le acarició el dorado cabello. Kronn anduvo unos pasos por el oscuro túnel; en parte, para dejar en paz al Hombre de las Llanuras y, en parte, para llorar a solas. Cuando regresó, Riverwind seguía acunando a su hija. El guerrero parecía muy viejo y débil.
—Riverwind —dijo Kronn.
—Tendría que haber sido yo —susurró Riverwind—. Primero Cuervo Veloz y ahora… —Inclinó la cabeza, estremeciéndose.
El Hombre de las Llanuras quitó la maza del cinturón de Amanecer Resplandeciente y la ató en el suyo. Luego rebuscó en su hato y sacó una manta de lana. Con manos temblorosas envolvió en ella el cuerpo inmóvil de su hija; luego se levantó con la joven en los brazos, se encaminó hasta el borde de la repisa y se detuvo.
—Cuando vuelvas con tu gente, Kronn —dijo—, cuéntales cómo murió. Díselo a Canción de Luna.
—Así lo haré —dijo el kender, que asentía con tristeza.
Riverwind besó la frente de Amanecer Resplandeciente, y luego la soltó. Su cuerpo giró con lentitud por el aire y, finalmente, desapareció en el magma.
Se dieron la vuelta y se alejaron de allí, hacia las profundidades de la montaña.