23

El tiempo perdió su significado para Riverwind, Kronn y Amanecer Resplandeciente mientras viajaban hacia el Mirador del Mar Sangriento. No había día ni noche en los túneles; sólo un continuo e interminable caminar. De vez en cuando, llegaban a una bifurcación o intersección del pasadizo, y tenían que detenerse mientras Kronn consultaba un viejo mapa amarillento de los túneles para determinar la dirección que debían seguir. En ocasiones, cuando empezaban a apagarse las antorchas, cogían otras de las escuadras de la pared y las encendían con los restos humeantes de sus teas moribundas. Durante la mayor parte del tiempo, no obstante, las catacumbas se extendían ante ellos rectas como flechas, una larga garganta de piedra que llevaba directamente a la barriga del dragón. Los minutos se fundieron en horas, las horas se transformaron en días.

Entonces, tras lo que parecieron años —aunque en realidad sólo fueron varios días muy largos—, el túnel comenzó a cambiar.

Al principio fue apenas perceptible —un leve alabeo de las paredes, un suelo ligeramente ondulado—, así que ninguno habló de ello; asumieron que era una mala pasada que les jugaba la imaginación. Tras varios kilómetros más, sin embargo, la deformidad del pasillo se hizo más pronunciada. La piedra estaba agrietada en algunos sitios, y en otros resbalaba como cera derretida. El olor a metal caliente se mezclaba con el habitual hedor sulfuroso. Leves volutas de humo negro flotaban en el aire, arremolinándose a su paso.

Aumentó el calor, y pronto los tres viajeros estaban relucientes de sudor, jadeando en busca del aire mientras se esforzaban por seguir avanzando.

—Esto es obra de Malystryx —dijo Riverwind, cuya voz sonaba ronca por no haberla usado durante horas.

—¡No me digas! —respondió Kronn—. En realidad, apenas me sorprende. Ya debemos de estar casi bajo las Tierras Vacías. Ha estado usando su magia para moldear la tierra sobre nosotros, así que es normal que los túneles estén también alterados.

—¿Hasta qué punto crees que empeorarán las condiciones?

—Dímelo tú a mí —contestó el kender, encogiéndose de hombros—. Hace años que no vengo por aquí.

De repente, Riverwind empezó a toser, atragantándose y falto de aliento por el aire cargado de humo. Aminoró la marcha y, finalmente, se detuvo; se dobló por la cintura y expectoró violentamente. Amanecer Resplandeciente corrió a su lado y lo agarró por los hombros.

—¿Padre? —preguntó, con voz aguda por la preocupación. El rostro de su padre estaba congestionado y se contraía de dolor con cada ataque de tos—. ¿Qué te pasa? ¿Cómo te puedo ayudar?

Su padre puso una rodilla en el suelo, resollando.

—Agua —consiguió decir con voz tensa. El sudor corría a chorros por su faz.

Con rapidez, Amanecer Resplandeciente soltó el odre del agua del cinturón, le quitó el tapón y lo puso en los labios de su padre. Riverwind tomó un tragó del agua, pero la escupió cuando le atenazó otro espasmo. Pasado el ataque de tos, volvió a intentarlo. Tomó varios tragos y se le pasó el paroxismo. Relajándose al fin, se sentó pesadamente e inhaló varias largas bocanadas del aire viciado.

—Dadme… un momento —resolló—. Estaré bien.

Amanecer Resplandeciente asintió y comenzó a cerrar el odre del agua. Se detuvo, sin embargo, cuando vio que el gollete estaba salpicado de sangre. Miró a Riverwind alarmada. Los labios de su padre estaban teñidos de rojo. El Hombre de las Llanuras, al advertir la intensidad de su mirada, se limpió rápidamente la boca.

—¿Padre? —preguntó quedamente Amanecer Resplandeciente.

—¡He dicho que estoy bien! —espetó el viejo Hombre de las Llanuras. Asestándole una mirada furiosa, se incorporó con dificultad y echó a andar, tambaleante, por el pasadizo—. Vamos —dijo—. No podemos perder más tiempo.

Amanecer Resplandeciente y Kronn intercambiaron una mirada de preocupación, y luego lo siguieron.

El túnel empeoró poco a poco, tornándose más y más deforme. Cada vez había más humo en el ambiente cerrado, y el calor era como el de un horno. Tras varias leguas más, empezaron los temblores.

El primero fue poco más que un retumbar sordo, que hizo que se desprendiera polvo del techo. Miraron consternados a su alrededor, pero las piedras que los rodeaban pronto dejaron de estremecerse, así que siguieron. Sólo unos minutos después, sin embargo, un fuerte estruendo resonó por el túnel. El suelo pareció abrirse a sus pies cuando tembló todo el pasillo, y lucharon por mantener el equilibrio, agarrándose a las paredes cimbreantes. Esquirlas de piedra —algunas de ellas de varios centímetros de grosor— repiquetearon a su alrededor. El terremoto duró casi un minuto antes de apaciguarse, dejándolos tendidos, jadeantes y con los ojos abiertos de par en par, en el suelo.

—Por las botas de Saltatrampas —musitó Kronn, inseguro, aunque de pie—. Eso no me ha gustado nada.

Amanecer Resplandeciente estaba tendida de espaldas, mirando hacia arriba.

—Padre —murmuró—. ¡Fíjate en el techo!

El bárbaro y el kender alzaron la vista. Sobre ellos los maderos que apuntalaban las catacumbas se habían combado y astillado. La madera siguió crujiendo mientras las rocas se hundían poco a poco.

—¡Corred! —gritó Riverwind. Agarró el brazo de su hija y la arrastró tras él, volviéndose por el túnel por el que habían venido. Kronn venía pisándoles los talones, moviendo rápidamente sus cortas piernas.

El techo gimió de forma sonora y entonces resonó un terrible chasquido; los maderos cedieron. Tras ellos, justo donde acababan de estar, se hundió el techo. El túnel se llenó de cantos en medio de un gran estrépito. Una explosión de polvo pasó sobre ellos como una ola, y les cubrió el rostro y las vestimentas. Entonces, con ecos sordos, el estruendo se convirtió en silencio.

Frenaron paulatinamente la carrera hasta detenerse y miraron hacia atrás, jadeando con dificultad. A través del polvo que se depositaba vieron que el túnel había desaparecido, enterrado bajo escombros afilados.

Kronn fue el primero en encontrar la voz.

—Supongo que esto se ha terminado —declaró.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, sin resuello, Amanecer Resplandeciente.

El kender sacó su mapa y lo estudió durante un momento.

—A no ser que me equivoque, hace unos ochocientos metros pasamos ante una vía de acceso al exterior. —Asintiendo firmemente con la cabeza, dobló de nuevo el pergamino, se lo metió en un bolsillo y empezó a caminar—. Vamos —dijo—. Salgamos de aquí antes de que se hunda el resto.

***

Soplo de Vida llamaban los kenders a las colinas situadas al sur del Mirador del Mar Sangriento, y no les faltaba razón. Encajado entre la Costa Sombría, salpicada de arbustos de espinos, y las grises y yermas Tierras Vacías, había sido un lugar verde y lujuriante. El río Sangre de Corazón había borboteado ruidosamente allí, fluyendo entre cargados chopos algodoneros. Tréboles y flores silvestres recubrían las verdes laderas. Las mariposas bailaban en la brisa.

Pero ya no. Los chopos y las mariposas habían desaparecido, el Sangre de Corazón se había secado y olvidado, y las flores silvestres nunca volverían a florecer. Soplo de Vida había dado lugar a La Desolación.

Kronn miró atentamente a su alrededor, con los ojos abiertos de par en par, para examinar el seco y desolado paisaje desértico. La tierra, que antes caía lisa hacia el mar, estaba sembrada de grietas irregulares que emitían ceniza y vapor. Barro y alquitrán burbujeaban en grandes charcos sucios. El viento abrasaba sin piedad. Hacia el norte, los afilados picos de color herrumbre se elevaban al cielo como los colmillos de una serpiente. Y, más allá, en la costa del iracundo océano, se alzaba una alta columna hacia el cielo encapotado por la neblina. La cumbre de esa montaña ardía brillantemente, como una vela en lo alto de un altar profano. Los tres viajeros comprendieron, con las entrañas retorcidas, que estaban contemplando el Mirador del Mar Sangriento.

—Esto es lo mismo que está haciendo con el bosque Kender —dijo, aturdido, el kender.

—Kronn —llamó suavemente Riverwind. Estaba ceniciento por el horror de lo que contemplaba, pero luchó por evitar que le temblara la voz—. Tenemos que seguir moviéndonos. Se nos acaba el tiempo.

El kender dudó durante un momento más y se agachó para coger un puñado de tierra seca y arenosa. Lo alzó y dejó que cayera entre sus dedos. Entonces, con una mirada desabrida, se levantó y empezó a caminar hacia el norte, en dirección al humeante volcán. Riverwind y Amanecer Resplandeciente lo siguieron a distancia, para no interrumpir los pensamientos del kender.

***

El viaje por las montañas fue arduo y lento, pero no imposible. Había muchos desfiladeros entre las cumbres y, aunque no tenía mapa por el que guiarse, Kronn se movía con seguridad, manteniendo siempre ante él la amenazadora presencia del Mirador del Mar Sangriento. Riverwind y su hija vigilaban las laderas mientras caminaban, pendientes de derrumbamientos o cosas peores que más valía no nombrar. En una ocasión, tuvieron que usar la chapak de Kronn como rezón para pasar sobre un peñasco del tamaño de una casa, que había en el camino, pero la mayor parte del viaje transcurrió, por suerte, sin incidentes.

Finalmente, dos jornadas después de partir de Soplo de Vida, cuando el día de Marcar Año se transformaba en noche, llegaron hasta la cumbre de una pequeña cresta puntiaguda y se detuvieron.

Estaban en el borde de un ancho valle desolado. Al otro lado, justo enfrente, se alzaba el Mirador del Mar Sangriento. Se levantaba hasta una altura imposible en la costa del rojo mar, empequeñeciendo los picos agrestes que lo rodeaban. En la oscuridad que había caído sobre La Desolación, los fuegos que ardían en la cumbre de la montaña relucían más que la pálida luna llena, que iluminaba con su roja luz toda la tierra de alrededor. La lava incandescente fluía como una serpiente por las laderas de la aguja, y una nube de humo negro se elevaba sobre ella. Caía ceniza del cielo como nieve, y la tierra se cubría con un manto gris. El aire apestaba a azufre y hollín.

—Que Mishakal se apiade de nosotros —susurró Amanecer Resplandeciente, que temblaba ante la presencia del volcán—. ¿Cómo vamos a entrar allí?

Haciendo sombra sobre sus ojos con la mano, Riverwind escudriñó el otro lado del valle. Tras un momento, su mirada se detuvo en algo.

—Allí —dijo, apuntando con un dedo.

Los otros siguieron su gesto y vieron lo que había detectado. La entrada de la caverna estaba situada en la base de la ladera de la montaña. Incluso desde casi una legua de distancia podían ver las voluminosas formas de varios ogros que estaban de pie ante la cueva.

—Hay seis —dijo gravemente Kronn—. Dos para cada uno.

Una lluvia de guijarros se deslizó por la ladera rocosa durante su descenso hasta el valle. Se detuvieron en el fondo, alertas por si los habían oído los ogros, pero las criaturas no se movieron. La sangre resonaba en sus oídos, como el eco de los temblores de la tierra bajo sus pies, mientras estudiaban con cautela la ardiente cumbre de la montaña.

—No me importa confesároslo —dijo con tono desdichado Kronn—. Empiezo a sentir parte de ese miedo del que ha estado hablando todo el mundo.

Los bárbaros de las Llanuras lo examinaron durante un momento. Entonces, Riverwind posó una mano tranquilizadora sobre el brazo del kender.

—Yo también —dijo el viejo guerrero.

Furtivamente, cruzaron a hurtadillas el suelo del valle, moviéndose entre las sombras que propiciaba el creciente crepúsculo. Mientras avanzaban consiguieron ver mejor a los ogros. Dos de ellos estaban agachados en cuclillas, aparentemente dormidos, y los otros miraban abstraídos al espacio abierto, o pateaban inconscientemente la tierra con la puntera de la bota. Al pensar que no había nada que vigilar, distaban mucho de estar alerta. Riverwind y Kronn intercambiaron una mirada de satisfacción mientras se acercaban a rastras.

A unos cien pasos de la entrada de la caverna se detuvieron, escondidos tras un afilado afloramiento rocoso. Riverwind encordó su arco en silencio y encajó una flecha en la tensa cuerda; Kronn cogió una piedra del suelo y la colocó en la pieza de cuero de su chapak. Amanecer Resplandeciente, agazapada, aferró su maza.

Una señal silenciosa pasó entre Kronn y Riverwind. A una, se levantaron; el Hombre de las Llanuras tensó el arco y el kender hizo girar su chapak. La flecha y la piedra surcaron el aire y salvaron la distancia que había hasta la entrada de la cueva. Cayeron dos ogros, atravesado uno y golpeado otro.

Sus gritos de muerte despertaron a los dos ogros dormidos y pusieron en alerta a los otros. Los cuatro avistaron a Kronn y Riverwind, y cargaron.

Riverwind atravesó el pecho de uno con una flecha, y el ogro se desplomó de bruces en el suelo; rodó hasta quedarse parado en un revoltijo de brazos y piernas. El segundo lanzamiento de Kronn golpeó a otro en una rodilla; lo frenó, pero no llegó a caer. El kender blasfemó y cambió de postura su chapak, preparado para usarla como hacha. Riverwind soltó su arco y desenvainó el sable. Un instante después los ogros estaban sobre ellos.

El viejo Hombre de las Llanuras intercambió mandobles con un bruto cubierto de verrugas que enarbolaba una gran maza con la cabeza de hierro; Kronn se enfrentaba a otra bestia algo más pequeña que manejaba una lanza. El ogro herido seguía avanzando, arrastrando tras de sí la pierna lesionada.

Chocaron los aceros, pero el kender y el Hombre de las Llanuras hicieron recular a sus contrincantes, fintando y parando golpes, y luego asestando cuchilladas y haciendo brotar sangre: un tajo en el hombro de un ogro, un corte en el muslo del otro. No obstante, los ogros eran fuertes. Habían sido escogidos personalmente por Kurthak el Tuerto para vigilar la guarida de Malystryx, y no cayeron fácilmente.

Amanecer Resplandeciente no se sumó inmediatamente a la refriega. Siguió agachada y oculta, vigilando la lenta llegada del tercer ogro. Este ni siquiera la vio venir. Cuando rodeó el afloramiento rocoso saltó ante él, enarbolando su maza con ambas manos. El arma golpeó a la bestia de lleno en la cara, de la que manó sangre abundante cuando la forma sin vida dé la criatura se desplomó sobre ella.

La joven bárbara salió de debajo del cadáver con cierta dificultad, justo a tiempo de ver a su padre ensartar con el sable el pecho de su oponente y atravesarlo de parte a parte. Antes de que ese ogro cayera al suelo, Kronn enterró la chapak en el abdomen de su enemigo. Éste se dobló cuando el kender sacó el hacha de un tirón, y Kronn le golpeó en la nuca con el arma.

Jadeando, los tres compañeros se recostaron contra el risco para recobrar fuerzas. Miraron en derredor, casi esperando ver aparecer la forma gigantesca del dragón contemplándolos desde arriba, pero no ocurrió nada. Al parecer, estaban solos en el valle.

—Ha sido bastante fácil —alardeó Kronn, que limpió su hacha ensangrentada en la manga de uno de los ogros muertos. Después, los tres atravesaron la corta distancia que los separaba de la entrada de la caverna.

Estaba oscuro en la cueva, así que Kronn sacó una antorcha de su hato, golpeó el hacha contra las rocosas entrañas del volcán para encenderla con las chispas que saltaron, e iluminó el interior con la tea. La caverna era ancha y profunda, y se estrechaba en él fondo para formar un túnel que conducía al corazón del volcán. Las paredes del pasadizo eran redondeadas y brillantes, por lo que reflejaban el brillo de la antorcha. En la distancia, había una leve palidez rojiza, que procedía de algún lugar en las profundidades de la montaña. Los tres compañeros se miraron resueltos; entonces entraron en la caverna y comenzaron el descenso por el largo y sinuoso túnel.

No vieron la ágil figura ataviada de negro que salió de las sombras y los siguió a hurtadillas.

***

Los últimos del Éxodo Kender tenían que estar fuera de la ciudad antes del amanecer de ese día. Las calles se quedaron vacías, esperando, cuando los últimos kenders que habían salido en el sorteo se despidieron de aquellos que se quedaban en la ciudad, y empezaron el descenso por las escaleras hacia las oscuras y antiguas catacumbas. Cuando se hubieron marchado, Catt Thistleknot y Giffel Trino de Pájaro se pararon ante la entrada por la que habían partido Riverwind y sus compañeros una semana antes, y contemplaron Kendermore.

—Es extraño —comentó Catt—. Ya no siento que sea mi hogar.

Paxina estaba ante ellos, preparada para la guerra. Se había despojado de sus moradas togas de alcaldesa, dejándolas en la sala de audiencias de la alcaldía. En su lugar, llevaba un peto de armadura y unas grebas de cuero hervido. Sus brazos estaban desnudos, a excepción de un par de muñequeras metálicas. Se había pintado el rostro de rojo, un toque exótico que había adquirido de los kalanestis de Ergoth durante su juventud. En la mano llevaba la jupak y en la cadera una bolsa llena de guijarros. No acarreaba más saquillos.

Con ella estaban Canción de Luna y Corazón de Ciervo, igualmente ataviados para la batalla. La joven bárbara sostenía una vara entre las manos, mientras que su compañero llevaba su arco y su espada. También estaba Arlie Dedos largos, que no tenía armadura ni armas a pesar de la insistencia de sus amigos.

—Ya puedes cuidarte ese brazo —previno el viejo herbolario a Catt, contemplándola con los ojos entrecerrados a través de sus gruesas gafas. Le habían quitado el cabestrillo hacía pocos días, y todavía manejaba el brazo con mucho cuidado.

Paxina escudriñó el horizonte oriental que se aclaraba al pasar del negro al azul oscuro.

—Debéis partir —les aconsejó—. Ya no queda mucho tiempo.

Catt se adelantó un paso y besó a su hermana en la mejilla.

—Te veré dentro de unos días —dijo.

—Seguro —dijo sonriente Paxina. Sacó una daga de su cinturón y se cortó las trenzas que le enmarcaban el rostro. Sujetó durante un momento las coletas y luego se las entregó a su hermana.

Catt asintió con la cabeza al comprender el gesto; se metió las trenzas en un pequeño saquillo de ante. Devolvió la sonrisa a Paxina, se giró y caminó hasta la escalera descendente. Giffel la cogió de la mano, y juntos bajaron a los túneles.

Paxina escuchó su marcha hasta que dejó de oír el sonido de las pisadas. Entonces se volvió hacia los otros; su rostro, pintado para la guerra, se mostraba endurecido por un gesto de determinación.

—Preparémonos —dijo, asintiendo con la cabeza.

***

En el segundo día del año nuevo, y el último de Kendermore, Kurthak estaba oculto en el linde del bosque, contemplando la salida del sol. Desvió la mirada hacia la ciudad, situada en medio del claro. Aparte de los pocos centinelas apostados sobre las murallas, la ciudad dormitaba plácidamente. La boca de El Tuerto se curvó en una mueca maliciosa.

—Envía a los mensajeros —dijo al cabo—. Despierta a la horda.

Tragor alzó la vista. Estaba sentado en un tocón detrás de Kurthak, pasando una piedra de afilar por la cuchilla de su inmensa espada. Soltó, inmediatamente, la piedra y se levantó de su asiento.

—¿Ha llegado la hora?

—Aún no —contestó El Tuerto—. Pero quiero que todo el mundo esté preparado cuando Malys dé la orden. Muévete.

Rezongando, Tragor penetró en el bosque. Pocos minutos después estaba de vuelta al lado de Kurthak, y una docena de ogros corría por los bordes de la pradera para extender la voz de prepararse para el ataque. Kurthak observó satisfecho cómo su ejército cobraba vida.

Se reunieron en el borde del yermo y reseco desierto que antaño había sido la pradera que rodeaba Kendermore; se abrocharon las armaduras de cuero y bronce, y se calaron violentamente los cascos en las cabezas. Sus inmensos puños asían los astiles de hachas y mazas, lanzas y empuñaduras de espadas. Otros recogían brazadas de jabalinas y se las entregaban a sus compañeros. Mordisqueaban carne y ternillas de los huesos de la cena de la noche anterior y tomaban largos tragos de los pellejos de cerveza apestosa. Aquí y allá alzaban la voz en sus monótonos cánticos de guerra, acompañados por el retumbar de los inmensos tambores. Aparecieron abanderados en la línea de los árboles, elevando los estandartes de sus batallones: bastas banderas de cuero, varas de las que pendían huesos y calaveras de animales, y estacas adornadas con las amputadas y descompuestas cabezas de kenders, alrededor de las cuales zumbaban nubes de moscas y mosquitos. Resonó un salvaje clamor cuando aparecieron estos espantosos trofeos, y los abanderados los agitaron de forma violenta, con lo que las macilentas y apestosas cabezas de kenders golpearon unas contra otras al estar colgadas de los copetes.

Cuando apareció el sol por el horizonte oriental, empezó a sonar un leve bramido entre los ogros, que fue creciendo rápidamente hasta convertirse en un coro de rugidos furiosos y gruñidos feroces. Alzaron al aire un bosque de armas y puños coriáceos, moviéndolos de arriba abajo al ritmo del clamor. Los de los batallones más salvajes cortaron su carne con cuchillos de piedra, untándose el cuerpo con la sangre mientras aumentaba progresivamente su sed de batalla. En muchos sitios, los oficiales de Kurthak tuvieron que contener físicamente a los aulladores y babosos ogros para impedir que salieran a la carga por el terreno yermo que los separaba de Kendermore. Los ogros de tribus rivales gruñían y se escupían. La horda —compuesta por casi diez mil ogros en total, que rodeaban completamente el claro y la ciudad que albergaba— se fue tornando cada vez más rabiosa mientras la observaba Kurthak. Sabía que, si no llegaba pronto la señal, los enloquecidos brutos se volverían salvajemente unos contra otros para desahogar su ira. A pesar de ello, no obstante, El Tuerto no hizo nada; se limitó a contemplar cómo el excitado ejército bullía a su alrededor. La expectación se palpaba en el aire.

Transcurrió el tiempo. Las sombras de la ciudad se fueron acortando poco a poco. Entonces, una hora después del amanecer, Kurthak sintió una oscura agitación en el interior de su mente. Al reconocer la sensación, frenó su instinto inicial de resistirse a la intromisión. Su mirada se desenfocó cuando la agitación se convirtió en una presencia, y esa presencia en una voz.

Kurthak, llamó.

—Malystryx —susurró el ogro. Tragor se giró bruscamente para observarlo—. ¿Y el huevo?

A salvo. ¿Está preparada tu gente?

—Sí.

Bien. Es la hora.

La voz se desvaneció, pero la presencia siguió allí. Kurthak miró a Tragor y asintió con la cabeza.

—Da la señal —le ordenó.

Con una mueca sanguinaria, el adalid de El Tuerto sacó un largo y curvo cuerno de su cinturón. Lo alzó hasta los labios y emitió una única nota estruendosa.