Una vez más, Riverwind apenas dispuso de tiempo para descansar. Pasó gran parte de la noche con Kronn, Catt y Paxina. Informó a las hermanas de Kronn acerca de lo que le había contado Baloth, y después expuso su idea para la defensa contra el ataque de los ogros. La conferencia duró casi hasta el amanecer.
Nadie estaba totalmente seguro —los registros de las asambleas, si es que se anotaban, solían ser poco fiables y descuidados respecto a detalles como el número de asistentes o el orden del día—, pero ni siquiera el kender más viejo recordaba haber visto la sala de audiencias de la alcaldía tan atestada de gente como estaba esa mañana. Había en esos momentos ciento tres miembros del Consejo, y cuando llegaron Riverwind, Amanecer Resplandeciente y Canción de Luna, la sala estaba literalmente repleta hasta los topes.
Aunque quedaban aún semanas para el inminente ataque de Malys y los ogros, Amanecer Resplandeciente y Riverwind estaban ambos vestidos para la batalla. Ataviada con armadura de cuero, ella llevaba su maza colgada del cinturón. Su padre llevaba el sable y una aljaba llena de flechas emplumadas en blanco. En lugar de armadura, Canción de Luna vestía una túnica nueva de color azul —un regalo de los kenders—, pero, al igual que su padre, llevaba una espada en la cadera. El arma pertenecía a Corazón de Ciervo, quien seguía demasiado malherido para abandonar su lecho de enfermo.
Amanecer Resplandeciente sonrió al saludar con la cabeza a la sala llena de inquietos y ruidosos kenders.
—Si hace un año alguien me hubiera dicho que estaría aquí hoy, me hubiera reído —dijo.
Riendo entre dientes, los bárbaros de las Llanuras atravesaron el mar de copetes y jupaks. Resultó complicado —fueron empujados y zarandeados por los kenders—, pero finalmente alcanzaron el otro extremo de la sala. Paxina, Kronn y Catt los aguardaban, de pie sobre una tarima de madera bajo un retrato sonriente de su padre. Los Que-shu y los Thistleknot se dieron la mano, intercambiando palabras de saludo. Entonces Riverwind se giró para dirigirse a la multitud. Alzó las manos pidiendo silencio. Los presentes en la sala tardaron en callarse, pero al cabo hubo suficiente quietud para que se pudiera oír a Riverwind.
—Antes de empezar —proclamó con una voz alta y penetrante—, me gustaría que me devolvieran mi cuchillo.
Hubo un momento de confusión mientras los consejeros se miraban unos a otros y registraban sus bolsillos. Finalmente, en la parte de atrás se alzó una mano que sujetaba la daga con mango de hueso de Riverwind. Pasó de la mano de un kender a la de otro, hasta que llegó a la primera fila.
—¡Lo siento! —gritó una voz—. Se te debió caer al entrar.
Con labios curvados en una leve sonrisa —algunas cosas, al parecer, nunca cambiarían—, Riverwind se metió de nuevo el cuchillo en el cinturón.
—Estoy seguro de que todos sabemos por qué estamos aquí —declaró—. Los ogros atacarán dentro de veinte días, y cuando lo hagan no conseguiremos evitar que tomen las murallas. Kendermore caerá.
Un murmullo de consternación recorrió la multitud. Riverwind esperó a que cediera.
—¿Quieres decir que estamos condenados? —preguntó un viejo kender con gafas que se encontraba en primera fila. El temor se hacía evidente por su voz.
—No, Merldon Metwinger —dijo Paxina—. Nosotros no estamos condenados, sólo Kendermore lo está.
—Cuando conocí a Kronn y a Catt en Solace —dijo Riverwind, tras asentir con firmeza—, me pidieron que os ayudara a luchar contra Malystryx y los ogros. Pensé que eso significaba salvar vuestra ciudad, pero ahora sé que tal cosa es imposible.
»Pero —añadió rápidamente, al ver cómo la esperanza se desvanecía del rostro de muchos de los consejeros—, sigue habiendo un modo de salvar a vuestra gente.
—¿Cómo? —preguntaron al unísono varios kenders.
Catt dio un paso al frente. Seguía teniendo el brazo fracturado en un cabestrillo, pero mantuvo la espalda recta y la cabeza bien alta.
—Nos vamos —proclamó—. Tomaremos los túneles que salen del bosque Kender y luego atravesaremos Ansalon hasta Hylo, donde vive el resto de nuestra gente. Ellos nos acogerán.
—¿Marcharnos? —preguntó Merldon Metwinger—. ¿Todos nosotros? ¡Tardaríamos una eternidad!
—Bueno, no tanto —respondió pacientemente Catt—, pero sí tardaremos bastante tiempo. Vamos a echar a suertes el orden de salida. Ya hemos enviado mensajeros a Solamnia y las otras tierras pidiendo ayuda en nuestro viaje. El resto hemos de empezar a salir mañana, así que hay que hacer correr rápidamente la voz acerca de esto. ¿Sí, Merldon?
El viejo consejero echó atrás la cabeza para mirarla a través de las gafas. Sus ojos entrecerrados parecían enormes a través de las lentes.
—¿Cuánto tiempo se tardará en hacer la evacuación? —preguntó.
Catt carraspeó.
—Lo he estado calculando —contestó la menor de los Thistleknot—. Dejando un margen para los contratiempos, no podremos evacuar a todo el mundo en menos de veintitrés días.
La sala explotó con gritos de ultraje, confusión y alarma.
—¡Veintitrés días! —exclamaron los consejeros. Apuntaron sus dedos hacia Riverwind—. ¡Pero él dijo que sólo nos quedaban veinte!
—¡Silencio! —gritó Paxina, haciendo bocina con las manos alrededor de la boca para ampliar el sonido de su voz—. ¡Callaos todos!
Un silencio tenso y malhumorado se adueñó de la sala de audiencias.
—No quiero parecer maleducado —dijo Merldon Metwinger—, pero ¿de dónde vamos a sacar los otros tres días?
—No vamos a hacerlo —contestó Riverwind—. Seguirá habiendo diez mil personas en Kendermore cuando ataquen los ogros. —Un rugido grave se elevó de nuevo entre los consejeros, pero el Hombre de las Llanuras alzó rápidamente las manos—. Eso no es todo —gritó—. ¡Escuchadme!
Renuentes, los kenders atendieron.
—Tenemos que luchar contra los ogros —continuó Riverwind—. No hay otra elección. Pero mi error, hasta ahora, ha sido asumir que podríamos llevarlo a cabo igual que los humanos y los elfos: defendiendo la muralla de la ciudad, como si Kendermore fuese Kalaman o la Torre del Sumo Sacerdote. Y no es así.
»Si lo hacemos bien, sin embargo, podemos vencer a los ogros. Pero tenéis que luchar como kenders, y no como humanos. No nos podemos permitir el lujo de combatir cuerpo a cuerpo, pero los podemos derrotar de otras formas. Si el Éxodo Kender funciona como hemos planeado, la ciudad estará casi vacía cuando ataquen los ogros. Pero ellos no lo sabrán, y eso podremos utilizarlo a nuestro favor.
Los murmullos que nacieron entre los consejeros eran más esperanzados, pero seguían siendo confusos.
—¿Qué se supone que vamos a hacer? —preguntó Merldon Metwinger.
Kronn se aclaró la garganta con un carraspeo.
—Bueno —dijo—, en realidad, la respuesta fue idea mía, aunque cuando la tuve no caí en ello. Riverwind me lo tuvo que indicar. Piensa en la disposición de Kendermore, Merldon: calles que van dónde quieren, haciendo zig cuando debieran hacer zag, cortándose de repente sin ninguna razón aparente, formando bucles sobre sí mismas. Sinceramente, es un lío. Pero ahí es donde estriba nuestra ventaja. No podemos vencer a los ogros en el cuerpo a cuerpo, como decía Riverwind, pero si conseguimos que se pierdan por las calles y usamos todos los trucos sucios que conocemos, tendremos una posibilidad de vencerlos.
—Lo que debemos hacer es cortar las calles correctas y encauzar a los ogros hacia el centro de la ciudad —dijo Paxina—. Y los tenemos que retener allí el tiempo suficiente como para destruirlos.
—¿Destruirlos? —preguntó una mujer joven en el centro de la multitud—. ¿Cómo?
Riverwind contempló a los consejeros con ojos relucientes por la luz de las lámparas.
—Tendréis que incendiar Kendermore —dijo—. Tendréis que prender fuego a la ciudad y luego huir hacia el bosque.
Durante un segundo, todos los kenders de la sala se quedaron demasiado atónitos para hablar.
—Por el fantasma del gran brincador Saltatrampas —exclamó con voz queda Merldon—. Eso es una locura.
—Exacto —contestó Kronn, sonriente—. Lo cual significa que Kurthak no lo esperará.
—Podría funcionar —dijo un consejero bajito y calvo.
—Tiene que funcionar —corrigió enfáticamente Paxina—. Mientras la gente va saliendo por los túneles, todos los demás tienen que colaborar, preparando la trampa. No nos podemos permitir la menor vacilación.
Gritos de apoyo y de aprobación resonaron por la sala de audiencias. Se alzaron puños y jupaks al aire.
En la primera fila, Merldon Metwinger apretó los labios un momento, y después levantó la voz para hacerse oír sobre el alboroto.
—¿Qué pasa con Malys? —preguntó.
El silencio cayó sobre la sala como un alud. El renacer del desaliento apagó bruscamente la creciente alegría que había empezado a traslucir en los rostros de los consejeros. Los kenders se miraron unos a otros, dándose cuenta de que se habían olvidado completamente del dragón.
—Podemos intentar la huida a través del bosque Kender —prosiguió Merldon—, pero, si nos ve Malys, estaremos tan muertos como si nos hubiéramos quedado. El bosque ahí afuera está tan seco como los huesos de Balif. Lo único que tendría que hacer sería carraspear, y todo ardería como la yesca. Cuando quemó Vera del Bosque, las paredes del túnel bajo el pueblo se derritieron, y dudo mucho que estuviera usando la potencia abrasadora de su aliento al completo. Si decide quemar todo el bosque Kender, los túneles se convertirán en el horno más grande del mundo. Los nuestros morirán a millares.
—También he pensado en eso —acotó Riverwind—. Yo me ocuparé del dragón.
Esta vez, los consejeros no fueron los únicos en reaccionar. A espaldas de Riverwind, sus hijas se quedaron boquiabiertas de asombro.
—¿Qué? —exclamó Canción de Luna.
—Padre —comenzó Amanecer Resplandeciente.
El guerrero miró hacia atrás.
—Después —siseó.
Obedientes, las gemelas guardaron silencio. Sus rostros, sin embargo, revelaban una gran preocupación cuando su padre giró la cabeza para mirar de nuevo a los ruidosos consejeros.
—No puedes estar hablando en serio —dijo Merldon Metwinger—. ¡Ni siquiera has visto a Malystryx! ¡Es inmensa! ¡No creo que pudieras matarla ni con la mismísima lanza de Huma!
—No tengo intención de matarla —respondió Riverwind—. Sé que no puedo. Pero tengo una idea acerca de cómo puedo hacerle daño, tanto que ya no le interesará saber si escapáis o no. Es posible que así os pueda dar un poco más de tiempo para huir.
Antes de que nadie —ni Merldon ni los otros consejeros ni sus hijas— tuviera ocasión de hacer objeciones, el Hombre de las Llanuras continuó con su exposición.
—Ayer —dijo—, Kronn y yo interrogamos a Baloth, el ogro que capturamos durante el asalto de la muralla oriental. Le preguntamos sobre Malystryx, y nos dijo la razón de que vaya a esperar tanto tiempo para lanzar el ataque. Justo antes de que los ogros inicien la carga, pondrá un huevo.
»En consecuencia —concluyó el Hombre de las Llanuras—, una semana antes del Cambio de Año, bajaré a los túneles. Viajaré hacia el este, al Mirador del Mar Sangriento, y esperaré a que Malystryx deje su guarida el día del ataque. Entonces, entraré en el nido y destruiré el huevo.
Riverwind había esperado un gran alboroto, pero en vez de eso los kenders estaban apabullados, atónitos y enmudecidos por su plan.
—No lo entiendo —dijo al cabo Merldon Metwinger—. ¿Cómo va a salvarnos eso? Si abandona su guarida, será ya demasiado tarde; estará de camino al bosque Kender. Cuando quiera volver y descubrir lo del huevo, nosotros ya estaremos asados.
—Eso sería verdad en el caso de la mayoría de los dragones —contestó Kronn—, pero Malys no es como los demás reptiles, y éste no es un huevo normal.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Merldon.
—Por lo que sé sobre ellos —contestó pacientemente Riverwind—, los dragones ponen sus huevos en nidadas, nunca solos. Pero Baloth insistió: Malys sólo tendrá uno. Eso puede significar que, o bien ha encontrado la manera, de algún modo, de no poner más, o que va a poner una nidada completa y que ha decidido quedarse sólo con el más fuerte y destruir el resto.
»Fuere cual fuese el caso, el hecho es que sólo habrá un huevo… y será muy importante para ella. Pondrá mucho más cuidado del qué hubiera tenido si fuera una nidada completa —añadió el viejo Hombre de las Llanuras—. Ya sabemos que Malys usa la magia y es muy poderosa; sólo hay que ver lo que le ha hecho al bosque Kender para convencerse de ello. No abandonará el nido sin formar algún tipo de vínculo entre el huevo y ella para tener la seguridad de que está a salvo, y un conjuro así resulta sencillo comparado con la magia que debe ser necesaria para acabar con un bosque completo. En el momento en que el huevo corra algún peligro, ella lo sabrá y regresará de inmediato al nido para protegerlo. Con esa distracción, os daré tiempo para que escapéis.
De nuevo, los kenders se quedaron en silencio, mirándolo boquiabiertos por el asombro.
—¿Harías eso por nosotros? —preguntó con voz queda Merldon Metwinger.
—Sí —contestó Riverwind. Sonrió al ver la admiración que asomaba a los ojos de los kenders—. Lo intentaré.
***
La reunión concluyó poco después, y los consejeros desfilaron por la puerta charlando entre sí de forma excitada. Varios de ellos, incluido Merldon Metwinger, se subieron a la tarima y dieron solemnemente la mano a Riverwind. El Hombre de las Llanuras los vio marchar y sonrió satisfecho.
—¡Padre! —llamaron al unísono dos voces detrás de él.
Riverwind cerró los ojos, inspiró hondo para sosegarse, y se giró hacia sus hijas. Canción de Luna y Amanecer Resplandeciente estaban la una junto a la otra, y en sus semblantes sombríos se advertía una expresión acusadora por sentirse engañadas.
—¿Nos disculpáis un momento, Paxina? —pidió el bárbaro.
La mirada de la alcaldesa fue del viejo Hombre de las Llanuras a las dos gemelas, y luego asintió, comprendiendo.
—Kronn, Catt, vamos —dijo. Recogiendo los vuelos de las vestiduras de mando de color morado, abandonó la habitación. Sus hermanos la siguieron.
Canción de Luna y Amanecer Resplandeciente miraron de hito en hito a su padre, sin articular palabra. Riverwind apartó la vista, incapaz de mirar a los ojos de sus hijas.
—Cuando nos explicaste esta mañana el plan, no dijiste nada acerca de ir al Mirador del Mar Sangriento —dijo Canción de Luna.
—Lo sé —admitió Riverwind tras suspirar—. No obstante, anoche lo discutí con Paxina y los otros. Kronn está de acuerdo en venir conmigo, para guiarme por los túneles.
A pesar de su denodado esfuerzo por mantener la calma, Amanecer Resplandeciente temblaba visiblemente.
—¿Por qué no nos lo dijiste? —preguntó.
—Porque sabía que intentaríais convencerme de que no fuera —contestó Riverwind—. Y además, quizá lo habríais conseguido. No podía permitirme correr ese riesgo.
—¿No podías permitirte que intentáramos hacer que recuperaras la cordura? —demandó furiosa Canción de Luna.
—Hija, esto es algo que he de hacer —arguyó Riverwind—. Ese viejo consejero tiene razón; si nadie hace nada respecto a Malys, dará igual si vencemos o no a los ogros. Los kenders morirán. No puedo pedirle a nadie que vaya al Mirador del Mar Sangriento. Es demasiado peligroso, así que iré yo mismo.
Las gemelas lo miraron en silencio; entonces Canción de Luna giró sobre sus talones y abandonó la sala de audiencias. Sin embargo, Amanecer Resplandeciente se rezagó. El dolor que traslucían sus ojos era casi más de lo que Riverwind podía soportar.
—Tendrías que habérmelo contado, padre —musitó. Durante un momento pareció que iba a decir algo más, pero en vez de eso se volvió y salió con paso vivo por la puerta.
Riverwind quiso seguirla, pero un espasmo de dolor se reflejó en su cara, y el bárbaro se detuvo. Gruñendo, se tambaleó hasta una silla y se desplomó en ella.
—Lo siento —susurró, enterró el rostro en las manos y lloró.
***
Los últimos días de Kendermore pasaron demasiado deprisa.
Como predijo Paxina, toda la ciudad conocía el plan pocas horas después de que fuera contado al Consejo de Kendermore. Al día siguiente de la reunión en la alcaldía, con las primeras luces, miles de kenders salieron a la calle y se dirigieron a las entradas de los túneles que perforaban por doquier el subsuelo de la ciudad. Giffel y los otros guardianes mantuvieron al gentío bajo control mientras Catt supervisaba el sorteo. Aunque hubo algunas discusiones y malos sentimientos acerca de los resultados, la mayoría de los kenders aceptaron lo dispuesto por el azar de buen grado. Y así, cuando el sol ardiente llegó al cénit en el cielo de finales de otoño, comenzó el Éxodo Kender, siguiendo puntualmente el horario previsto.
Varios consejeros clave, incluido Merldon Metwinger, iban al frente del Éxodo para guiar a aquellos que los seguían al punto de encuentro acordado: un valle poco profundo situado en las llanuras de Balifor, a pocas leguas al oeste de la linde del bosque Kender. Allí, durante las siguientes tres semanas, los kenders levantarían una improvisada ciudad de tiendas de campaña mientras esperaban a que llegaran los demás.
Para los kenders, lo más duro no era abandonar sus hogares, ya que incluso los más viejos del lugar sentían a veces el ansia viajera, y el inminente ataque de Malys y los ogros hacía que ese anhelo se hiciera más intenso. Y aunque vertieron muchas lágrimas cuando se dieron cuenta de que debían dejar atrás muchas de las cosas más interesantes que poseían, también eran prácticos al respecto. «¡Dónde ha habido siempre queda!» era un proverbio kender, aunque, obviamente, cada kender que emprendió el viaje por los túneles llevaba saquillos y bolsas llenos a reventar.
La parte más dura fue, sin duda, tener que decir adiós a los amigos. El método que habían usado Paxina y Catt para el sorteo de las plazas en el Éxodo era imparcial, pero de algún modo también resultaba cruel. Kenders que se habían conocido durante décadas tuvieron que despedirse, y mientras Catt hacía esfuerzos por sacar juntas a las familias, inevitablemente hubo maridos y esposas, hermanos y hermanas, padres e hijos que fueron separados. Alrededor de las entradas de los túneles, el ambiente estaba repleto de sollozos y promesas como «te veré pronto».
Mientras se efectuaba el Éxodo, el resto de la ciudad distaba mucho de estar en calma. Los kenders llenaron las calles, no con su habitual bullicio sino con una singular determinación: preparar la trampa que atraparía y mataría a El Tuerto y su horda. Se levantaron muros, se cavaron hoyos y acarrearon madera y piedra de acá para allá. En los límites de la ciudad, equipos de kenders armados con escoplos y piquetas golpearon las murallas de la propia ciudad para debilitar los muros de piedra. Podría haber sido un trabajo triste preparar la ciudad para su destrucción, pero los kenders se divirtieron, cantando y tarareando mientras trozo a trozo creaban algo útil a partir de la enrevesada maraña de las calles de Kendermore.
El día después de Yule —una fiesta que los kenders olvidaron por completo mientras se esforzaban en preparar la defensa y huir de la ciudad—, Riverwind y Paxina recorrieron Kendermore para inspeccionar el trabajo llevado a cabo por los kenders. Mientras caminaban por los patios situados en el interior de las murallas de la ciudad, tuvieron que colarse entre los muchos lugares en los que los kenders habían levantado el adoquinado y estaban excavando. El alboroto de las palas resonaba a su alrededor, y un flujo constante de carretillas acarreaba la tierra al centro de la ciudad.
—¿Adónde se llevan toda la tierra? —preguntó Riverwind, que se había detenido en el centro del patio en un intento de asimilarlo todo. Había cientos de agujeros, en todas direcciones. Parecía como si una colonia de topos gigantes hubiera horadado la ciudad.
—A todas partes —contestó Paxina—. Los albañiles y canteros necesitan argamasa, y resulta que lo que ha hecho Malys con la tierra la ha convertido en un material perfecto para sus propósitos.
Siguieron atravesando con cuidado el patio repleto de agujeros hasta que llegaron a un lugar en el que habían acabado los cavadores. Ahí y allá había kenders sentados alrededor de braseros humeantes, tallando estacas de madera para convertirlas en lanzas que luego endurecían al fuego. Otros kenders corrían de hoguera en hoguera, acarreando brazadas de estacas acabadas y bajándolas por escaleras a los muchos agujeros que había bajo el adoquinado. Riverwind echó un vistazo a uno de esos pozos y vio que el fondo de tierra, a unos cinco metros de profundidad, estaba cubierto con docenas de estacas. Tales trampas eran un viejo truco que usaban los cazadores de todo Krynn. Muchos años atrás, el propio Riverwind las había cavado para proteger a su rebaño cuando el hambre hizo bajar a lobos y otros depredadores de las colinas situadas al este de Que-shu.
—Allí han acabado de cubrirlos —informó Paxina, apuntando hacia adelante. En el otro extremo del patio no había señal alguna de que el suelo estuviera socavado por pozos. A Riverwind le pareció una plaza adoquinada normal.
—¿Cómo habéis conseguido que los adoquines se sostengan? —preguntó el guerrero.
—Buena pregunta —dijo sonriente Paxina—. Ven por aquí. —Avanzó con rapidez, dirigiéndose a una parte engañosamente normal del patio. Cuando llegó hasta allí golpeó de manera suave el suelo con su jupak en varios sitios, hasta que uno de los adoquines sonó a hueco. Se agachó y lo levantó; apareció una trama de madera y sogas, que estaba suspendida sobre un profundo pozo con estacas.
»Suficientemente fuerte como para aguantar las piedras —declaró la alcaldesa—. Y aguantará el peso de un kender también, quizás incluso el de un ogro o dos. Pero intenta pasar un grupo a la carga… —Se encogió de hombros, con una sonrisa picarona mientras volvía a colocar la piedra cuidadosamente en su sitio.
Siguieron su camino, haciendo una breve pausa en un lugar en el que los kenders estaban labrando trabajosamente un tramo de muralla. Riverwind se maravilló ante la precisión de los trabajadores. Habían recortado tanta piedra que parecía que la muralla caería sobre todos ellos si alguno estornudaba. A pesar de su aparente fragilidad, sin embargo, los centinelas y arqueros seguían recorriendo con paso firme las almenas, vigilando el bosque, ojo avizor.
Mientras contemplaba la muralla, Riverwind comenzó a reír entre dientes. Paxina lo miró interrogante.
—¿Qué te resulta tan divertido? —preguntó la alcaldesa.
El viejo Hombre de las Llanuras hizo un ademán hacia la muralla.
—Acabo de tener una visión de lo sorprendidos que estarán cuando se les caiga esto encima —dijo—. En la mayoría de los asedios los grupos de zapadores intentan debilitar las murallas desde el exterior.
—Cierto —dijo sonriente Paxina—. Vamos, adentrémonos en la ciudad. Hay unas cuantas cosas más que quiero enseñarte.
Caminaron por una avenida angosta y sinuosa, y se pararon de vez en cuando para rodear los lugares en los que los kenders estaban excavando más pozos en medio de la calle. Los albañiles trabajaban rápidamente en determinadas intersecciones, levantando muros para impedir el paso a las calles laterales.
—Todo lleva al centro de la ciudad, exactamente cómo habíamos planeado —explicó Paxina.
—Como una tela de araña —comentó Riverwind, asintiendo con la cabeza para mostrar su aprobación—. Una vez que entren…
—Les va a costar una auténtica barbaridad conseguir salir de nuevo —concluyó la alcaldesa. De repente, agarró el brazo del guerrero—. ¡Cuidado!
Riverwind se detuvo y miró hacia abajo. Extendido a sus pies, justo delante de él había un fuerte hilo fino.
—Es un disparador —explicó Paxina—. Por aquí tienes que tener mucho cuidado con dónde pones los pies.
El Hombre de las Llanuras miró de hito en hito al alambre casi invisible. Era imposible que lo vieran los ogros cuando entraran a la carga por allí.
—¿A qué está conectado? —dijo al cabo.
—¿Éste? A nada —contestó Paxina—. No lo necesita. Verás, la primera oleada de ogros entrará a la carga por aquí y se tropezará con esto. ¡Pumba!, caen como bolos.
—Y los que vienen detrás los pisotean —dijo Riverwind, asintiendo.
—Lo has entendido. Por supuesto que en las otras calles hay disparadores que sí están conectados a artefactos. Créeme cuando te digo que no querrías tropezar con ésos. Aquí te habrías caído, poca cosa. Toca uno de los otros, y… Bueno, sería muy desagradable. Vamos —dijo, haciéndole un ademán para seguir adelante.
Con cuidado, Riverwind pasó sobre el alambre disparador. Caminando más lento, sin apartar la mirada del suelo que tenía ante sus pies, siguió a la alcaldesa por la avenida Rama Verde. Finalmente, llegaron a un callejón sin salida. Un muro de unos siete metros de alto se alzaba ante ellos cortando la calle, entre dos casas adosadas de cuatro pisos de altura. Riverwind miró fijamente los vacíos edificios que lo rodeaban, y luego hacia atrás, hacia la calle por la que habían llegado.
—Creí que dijiste que todas las calles conducían al centro de la ciudad —dijo el viejo guerrero.
—Bueno, fue una pequeña exageración —contestó Paxina—. En realidad, algunas acaban como ésta. Mira hacia arriba.
Riverwind siguió el dedo extendido de la alcaldesa y contempló con curiosidad los tejados de los edificios. Guardó silencio durante un momento, y luego, extrañado, bajó la mirada hacia Paxina.
—No hay nada allí arriba —dijo al cabo.
—Ahora no, no lo hay —contestó la alcaldesa—. No tiene sentido hasta que empiece el ataque. Pero cuando vengan los ogros por esta calle, los tejados estarán atestados de kenders.
—¿Una emboscada?
—Sí. Las hemos dispuesto por toda la ciudad.
Riverwind observó pensativo los tejados, y una sonrisa se extendió por su rostro. Entonces, Paxina lo guió de nuevo por Rama Verde, torcieron en una esquina y recorrieron otra calle, cuyo extraño nombre era Nariz Peluda. Por ambos lados de la calle, los kenders estaban ocupados desmontando las casas. Echaban ladrillos y tablones sobre carretas, que se llevaban otros kenders. La mayoría de los edificios habían sido reducidos a simples esqueletos; otros no tenían siquiera eso, y no quedaba más que los cimientos y las fachadas.
—¡Hay calles como ésta por toda la ciudad, también! —gritó Paxina, para que se la oyera con el alboroto—. Nos llevamos los materiales para usarlos en otros sitios.
Siguieron adelante, girando desde Nariz Peluda a la vía Codazo, donde se detuvo de nuevo Riverwind. Ante él había docenas de pequeñas catapultas, los mismos artilugios que usaban los kenders para practicar con sus jupaks, alineadas a ambos lados de la calle. En vez de discos de barro, sin embargo, las catapultas estaban cargadas con pequeños muñecos de paja. Mientras miraba Riverwind, los brazos de varias de las catapultas se dispararon, arrojando sus cargas al aire. Los muñecos volaron sorprendentemente lejos, elevándose sobre muros y aterrizando sobre los tejados.
—Uno de los consejeros, Pudgel Plumón de Ganso, pensó en esto —dijo Paxina—. Dice que le dieron la idea los gnomos; al parecer las catapultas están muy de moda en el Monte Noimporta. —Mientras hablaba, una de las catapultas se disparó en falso, arrojando el muñeco contra una pared—. Aún estamos intentando corregir los fallos —añadió.
Con una mueca de dolor, Riverwind la siguió entre las catapultas para continuar por la calle.
Siguieron el sinuoso trazado de la vía Codazo por la ciudad; pasaron ante muchas trampas y disparadores, hasta que finalmente alcanzaron el centro de Kendermore. Ahí los kenders habían estado muy atareados; habían arrasado docenas de casas para crear un gran cuadrado vacío.
—Y esto —comentó la alcaldesa— es donde todo acaba. —Hizo un barrido grandilocuente con el brazo, indicando las casas que cerraban la plaza—. El día antes del ataque, vamos a empapar todas esas casas con aceite y brea. Cuando llegue hasta aquí la horda, tendremos una gran hoguera tradicional. Adiós ogros.
Riverwind asintió solemnemente, luchando por asimilarlo todo. No parecía haber ninguna parte de Kendermore que no hubiera sido transformada mediante algún tipo de trampa mortal.
—Espero que funcione —dijo al cabo.
—¡Si es así —respondió alegremente Paxina—, muchacho, vamos a tener una estupenda historia que contar!
Sonriendo, el Hombre de las Llanuras echó un vistazo por el patio. En el otro extremo, un grupo de kenders se agolpaba alrededor de una de las entradas de los túneles; se despedían unos de otros mientras esperaban su turno para abandonar la ciudad.
—¿Y el Éxodo? —preguntó—. Hace varios días que no veo a Catt. ¿Van las cosas tan bien como esperábamos?
—Mejor, en realidad —contestó Paxina—. Al atardecer del día siguiente a Marcar Año nos quedarán menos de diez mil kenders dentro de la ciudad. ¿No está mal, eh? Los que queden detrás se unirán a la diversión. Cuando pedimos voluntarios respondieron más de los que necesitábamos. Muchos de los nuestros realmente quieren quedarse para ver el final de Kendermore.
Permanecieron juntos, sin decir palabra, admirando el trabajo de los kenders, durante varios minutos. Entonces, Paxina carraspeó para romper el embarazoso silencio.
—Bueno —dijo la alcaldesa—. ¿Qué vais a hacer Kronn y tú?
—Partimos mañana hacia el Mirador del Mar Sangriento —repuso Riverwind.
—Te perderías en los túneles sin Kronn —dijo Paxina—. Me alegro de que te lo lleves contigo. Yo iría también si no tuviera mi propio trabajo que hacer.
Riverwind asintió. Paxina había tomado el mando de la defensa tras la muerte de Brimble Pluma Roja. Se quedaría y lucharía. Se quedaría y moriría si era menester.
—¿Estás segura de que quieres quedarte?
—Sí —respondió con sinceridad—. Kendermore es mi hogar. Además —añadió con una sonrisa—, no tengo miedo.
***
Cuando Riverwind regresó esa noche a su casa encontró a Canción de Luna y a Amanecer Resplandeciente esperándolo. Estaban de pie en la sala de entrada, una al lado de la otra, con los brazos cruzados sobre el pecho. Corazón de Ciervo se encontraba tras ellas, aún ojeroso y débil por las heridas.
El viejo Hombre de las Llanuras miró a sus hijas y entendió inmediatamente lo que expresaban sus semblantes.
—No —manifestó antes de que pudieran abrir la boca para hablar—. Os vais con el Éxodo Kender.
—Padre —dijo Canción de Luna muy suavemente—, todos los sanadores de Kendermore se quedan. Me lo contó Arlie. La gente que se ha ido no nos necesita, pero los que se quedan aquí tal vez sí. Mi puesto está con ellos. No puedo marcharme.
—No tendrías que haber venido cuando lo hiciste —dijo, cansino, Riverwind—. Deberías haberte quedado en Que-shu.
—Sea lo que fuere —declaró Canción de Luna—, aquí estoy.
—Yo me quedaré con ella —acotó Corazón de Ciervo, cuyo semblante era una máscara de orgullo y arrepentimiento—. Fracasé antes al protegerla; no volveré a cometer ese error.
—Muy bien —dijo Riverwind, suspirando—. Tu madre habría hecho lo mismo, Canción de Luna, de estar en tu lugar. —Se giró hacia Amanecer Resplandeciente—. ¿Y tú? No eres sanadora.
Su hija menor lo miró de hito en hito, con los ojos fieros y limpios.
—Iré contigo al Mirador del Mar Sangriento.
El viejo Hombre de las Llanuras encorvó los hombros e inclinó la cabeza. Las lágrimas le quemaban la vista.
—Hija —susurró—, por favor…
—Escúchame —lo interrumpió ferozmente Amanecer Resplandeciente—. ¿Recuerdas cuando salimos de Que-shu? Te dije que no sabía cuál era mi lugar en el mundo. Ahora lo sé… Está contigo, padre.
Riverwind permaneció en silencio durante un momento, tembloroso. Amanecer Resplandeciente avanzó y posó una mano en su hombro, con cariño. Tras unos segundos, el bárbaro la miró y sonrió.
—Goldmoon y yo os educamos para que hicierais lo que vuestros corazones os dictaran que estaba bien —susurró—. No os voy a decir lo contrario ahora.
No intercambiaron más palabras. Abrazó fuertemente a sus hijas, incapaz de reprimir las lágrimas.
***
El cálido viento agitaba el tocado emplumado de Riverwind cuando se detuvo, junto con Kronn y Amanecer Resplandeciente, en el centro de la ciudad, frente a la entrada de los túneles. Ante ellos había una multitud de kenders que había parado un momento su trabajo para despedirlos. Paxina, Catt y Giffel estaban al frente, con Canción de Luna y Corazón de Ciervo a su lado. Canción de Luna sujetaba a Billee Junípero en sus brazos.
Ya se habían despedido: Amanecer Resplandeciente había estrechado en un abrazo a Billee Junípero y a Canción de Luna; Kronn había cogido las manos de sus hermanas para prometerles que volvería; Riverwind había dado un beso de despedida a Canción de Luna, Catt y Paxina. Ahora la alcaldesa se inclinó, sonriéndoles.
—Kendermore os da las gracias —dijo con suavidad Paxina.
Gravemente, Riverwind le hizo una reverencia, se giró y bajó las escaleras hacia los túneles. Amanecer Resplandeciente y Kronn lo siguieron. No miraron atrás.