21

Había sido un día largo y triste, pero por fin había caído la tarde. Kronn y un agotado Riverwind caminaban juntos por el laberinto de calles de Kendermore, en dirección a la casa del Hombre de las Llanuras.

—Bueno, la respuesta me parece bastante evidente —estaba diciendo Kronn—. Mi padre solía decir que la mejor solución a un problema suele ser la que está delante mismo de tus narices, sólo que esta vez se encuentra un poco más abajo. Está debajo de nuestros pies.

Riverwind inclinó la cabeza y se apretó el puente de la nariz para aliviar la fuerte jaqueca y la sensación de mareo.

—¿Los túneles? —preguntó con tono escéptico.

—¡Por supuesto! —declaró Kronn, enorgullecido. Se detuvo un momento y pateó el adoquinado—. ¡Justo aquí debajo! Disponemos de una perfecta vía de escape, y los túneles llegan incluso hasta Flotsam, si realmente queremos ir tan lejos.

El viejo Hombre de las Llanuras se detuvo, cansino y con el semblante pensativo.

—Tienes razón —murmuró—. Pero hay miles de los tuyos en Kendermore, Kronn. Tardaríamos días, semanas quizá. ¿No crees que se darían cuenta los ogros?

—Entonces, no lo haremos todos a la vez —contestó el kender—. Podemos enviarlos por grupos. Con todas las entradas a los túneles que hay en la ciudad, calculo que podremos sacar a unas doscientas personas por hora, lo cual significa unas cinco mil al día, más o menos.

—Si mantenemos el ritmo día y noche —acotó Riverwind—. Y eso significa abandonar Kendermore.

—Sí —convino Kronn—. Odio tener que hacerlo, tener que entregársela a los ogros. Pero antes tenías razón: no podemos evitar que los ogros tomen la ciudad. Eso no nos deja otra elección que evacuarla. Digamos unas tres mil personas al día. ¿Así te parece mejor?

—Supongo que es posible —respondió Riverwind, encogiéndose de hombros.

—A tres mil al día, considerando que hay alrededor de ochenta mil personas en Kendermore, contando los refugiados de otras ciudades y todo eso, estamos hablando de… —El kender contó con los dedos, farfullando palabras ininteligibles—. Unos veintiséis días. Menos de un mes. Habremos terminado unos pocos días después de Cambio del Año.

—Eso si puedes convencerlos a todos de que sigan adelante con la evacuación —añadió Riverwind—. Y si consigues que las cosas se hagan de forma tan ordenada como dices.

—Te equivocas de planteamiento —argumentó Kronn—. Lo estás enfocando desde un punto de vista humano. Lo único que ves es el problema de organizarlo todo. Míralo desde la perspectiva de un kender: es una gran aventura, Riverwind; probablemente, la más grande de la historia de Kendermore. Y no hay nada que le guste más a mi gente que las aventuras.

—Vale —concedió Riverwind—. Pensaré en ello mañana, pero ahora necesito ir a casa a dormir, Kronn.

—Eso es suficiente para mí —dijo el kender, asintiendo alegremente—. Ahora —añadió, mirando a un lado y otro de la angosta y sinuosa callejuela—, a ver si soy capaz de averiguar en qué dirección está tu casa…

Riverwind emitió un gruñido.

***

Al día siguiente, antes del mediodía, Riverwind se había convencido de que era posible que funcionara el plan de Kronn.

—Sólo tenemos que correr la voz —le dijo a Paxina cuando los Thistleknot y los bárbaros de las Llanuras se reunieron por la tarde en su casa—. Y tenemos que procurar que no intenten salir todos a la vez.

—Bueno, la primera parte es fácil —dijo Paxina—. Las noticias corren como la pólvora por aquí, por si no lo habías notado. Convocaré una reunión urgente del Consejo de Kendermore para mañana por la mañana. Con su ayuda, todos los kenders lo sabrán antes del atardecer. En lo que se refiere a lo segundo, lo echaremos a suertes y haremos listas. Hay que convertirlo en un juego. Puede ser una gran aventura.

Kronn le hizo un guiño a Riverwind.

Amanecer Resplandeciente, que había escuchado escéptica el plan de Kronn, entrecerró los ojos.

—¿Realmente nos queda tiempo suficiente? —preguntó la hija de Riverwind.

—No si nos quedamos aquí sentados —intervino Catt—. Si queréis saber mi opinión, creo que merece la pena intentarlo.

—Bien —dijo Paxina—, porque te voy a poner al mando.

—Estupendo —exclamó Catt—. Estoy preparada para ese reto.

—Todo arreglado —dijo Kronn. Se encaminó hacia la puerta—. Vamos, Riverwind. Veamos si Giffel ha acabado ya con el jefe de los ogros.

***

Uno de los problemas de Kendermore —aunque sus habitantes nunca lo habían considerado como tal— era que no tenía nada que se pareciera en algo a una cárcel. No tenía sentido, según las ideas de los kenders. Después de todo, una ciudad sólo necesita una cárcel si tiene criminales, y el índice de criminalidad en Kendermore resultaba casi inexistente. El asesinato era desconocido. Las peores peleas que había entre los ciudadanos se limitaban a concursos de provocaciones e insultos, que además nunca terminaban de manera violenta; bueno, casi nunca. Y en cuanto al robo… Bien, como todo el mundo sabía, los kenders nunca robaban nada.

La falta de un lugar apropiado para encerrar a los prisioneros hasta entonces no había preocupado a nadie en Kendermore. Sin embargo, cuando llegó el momento de decidir lo que se hacía con Baloth, el oficial ogro capturado por Riverwind durante el ataque a las murallas, el desconcierto se adueñó de los kenders. Necesitaban un lugar en el que meterlo de forma inmediata, y no había nada apropiado para algo tan grande y peligroso como un ogro. Baloth, que era relativamente bajo entre los suyos, le sacaba no obstante dos cabezas a Riverwind. El ogro medía más del doble que el kender más alto de la ciudad.

Fue a Giffel Trino de Pájaro a quien se le ocurrió la solución al problema.

—Si no hay dónde meterlo aquí en la ciudad —les dijo a Riverwind y a Kronn el día después del ataque—, quizá podamos encerrarlo abajo, en los túneles. Fueron construidos por humanos, así que creo que sería posible meterlo, y hay algunas cámaras provistas de cerrojos allí abajo. Podríamos encerrar al Viejo Lampiño en una de ésas.

Así que, con el consentimiento de Riverwind, los kenders habían arrastrado a Baloth por las catacumbas que había debajo de la ciudad. No fue fácil —el ogro apenas cabía por las angostas escaleras, y se había resistido sin parar—, pero finalmente lo metieron a rastras en una gran cámara de techo alto, cerraron la puerta, y usaron sus ganzúas para echar el cerrojo.

—¡Os arrancaré los brazos y las piernas! —sonó amortiguada la voz de Baloth desde el interior de la cárcel improvisada—. ¡Os machacaré los cráneos cómo si fueran nueces!

Giffel se limitó a sonreír de nuevo.

—No os preocupéis. Quizás ahora no le apetezca hablar, pero dejadme un día a solas con él. Lo haré venirse abajo.

—¿Qué? —preguntó horrorizado Riverwind—. No irás a torturarlo, ¿verdad?

—¿Torturarlo? —preguntó Giffel, cuyo rostro se crispó con una mueca ofendida—. ¿Qué clase de horrible bestia crees que soy? No soy un goblin ¿te enteras? Cuando dije que necesitaba un día a solas con él eso era exactamente lo que quería decir.

—Mira, Riverwind —explicó Kronn—. Los enanos tienen un dicho sobre nosotros. Bueno, en realidad, tienen muchos refranes acerca de los kenders y, francamente, algunos los encuentro bastante ofensivos. Pero éste es verdad: «No hay nada peor que un kender aburrido».

Riverwind había asentido con un gesto de cabeza al reconocer la frase. Se la había oído a Flint Fireforge, hacía muchos años, en más de una ocasión. Giffel se hinchó de orgullo al oírlo.

—Así que voy a entrar ahí dentro —apuntó con el pulgar hacia la cámara, donde Baloth seguía gritando—, y no voy a llevar nada encima. Ni armas ni saquillos, nada. Calculo que pasarán algunos minutos antes de que me empiece a aburrir. Entonces, para pasar el rato, le hablaré a Baloth. Le haré preguntas, le contaré cuentos, quizás incluso le cante unas canciones. Volved mañana; entonces estará preparado para contaros todo lo que queráis saber.

Kronn y Catt sonrieron, y Riverwind arqueó las cejas.

—Tal vez funcione —dijo el Hombre de las Llanuras.

—Funcionará —contestó Giffel—. En una ocasión el tío Saltatrampas hizo lo mismo con un hobgoblin. Eso fue justo antes de que estuviera a punto de explotar con esa máquina voladora de los gnomos.

Dicho eso, Giffel Trino de Pájaro se despojó de la chapak y la armadura, soltó los saquillos y las bolsas, se vació los bolsillos e incluso se quitó de dos patadas sus zapatos de color azul brillante. Desarmado, con las manos vacías y desprovisto de cualquier objeto interesante, se encaminó hacia la puerta y esperó a que uno de los guardianes abriera la cerradura con una ganzúa. Catt había dado un paso al frente, con ojos relucientes de orgullo por la valentía de Giffel, y lo había besado en la mejilla. Cuando la puerta se abrió de par en par, Giffel se volvió, saludó alegremente con la mano al furioso ogro lampiño y entró en la cámara.

—¡Hola! —comenzó alegremente—. Tú debes de ser Baloth. Encantado de conocerte. Me llamo Giffel Trino de Pájaro. He llevado una vida muy interesante. ¿Quieres que te la cuente?

La puerta se cerró con un golpe sordo, y un guardia kender, armado por si ocurría cualquier imprevisto, había echado de nuevo el candado.

Alrededor de medianoche empezó a sonar un ruido extraño al otro lado de la puerta de la cámara, un gemido quedo y forzado que casi ahogaba el parloteo constante de Giffel. Los guardias del exterior de la celda lo habían escuchado estupefactos. Era la primera vez que oían llorar a un ogro.

Eso fue el día anterior, y cuando Giffel salió de la cámara por la mañana estaba cansado y hambriento, pero no obstante sonreía.

—Lo tenéis a punto de caramelo —les dijo a Kronn y a Riverwind—. Os estaré esperando aquí afuera por si me necesitáis.

Kronn dio una sonora palmada en el hombro de su amigo, y Riverwind y él traspasaron el umbral. El viejo Hombre de las Llanuras se detuvo tras dar unos pasos en la habitación, con los ojos abiertos de par en par mientras se cerraba tras él la puerta.

—Mishakal tenga piedad —susurró—. ¿Qué le ha hecho?

Baloth yacía en un rincón, sujetándose las rodillas contra el pecho, y balanceándose adelante y atrás. Su rostro aparecía húmedo por las lágrimas y las babas, y su mirada estaba desagradablemente perdida. Al oír la voz del Hombre de las Llanuras, alzó bruscamente la cabeza y miró con ojos enloquecidos a su alrededor. Cuando vio a Kronn, se echó hacia atrás lloriqueando débilmente.

—No —gimió—. No más kenders. ¡Por favor! ¡Marchaos!

—Sólo —dijo firmemente Kronn—, después de que nos hayas contestado a unas preguntas. ¿Eso te parece justo?

—¡Sí! —gritó Baloth—. Haré todo lo que queráis, pero no dejéis que vuelva.

—Está bien —dijo alegremente Kronn—. Empecemos. ¿Riverwind?

El bárbaro dio un paso al frente con semblante sombrío.

—¿Qué rango ocupas en el ejército que está en el exterior de las murallas?

Los ojos de Baloth se iluminaron al reconocer al viejo Hombre de las Llanuras.

—Soy uno de los señores de la guerra de El Tuerto, y su favorito —dijo con orgullo—. Maté a lord Ruog y a cambio él me nombró tercer jefe al mando. Estoy a las órdenes directas de El Tuerto.

—¿El Tuerto? —preguntó Riverwind.

—Kurthak. —El labio del ogro se encogió en una mueca de burla—. El que destruirá esta ciudad y se llevará a los supervivientes de vuelta a nuestro hogar como esclavos.

—¿Esclavos? —preguntó Riverwind echándose hacia adelante—. ¿Por qué necesitáis, de repente, tantos esclavos? ¿Y por qué tienen que ser kenders?

—Los metemos en las minas —contestó Baloth con tono despectivo—. Los ogros son demasiado grandes. Además, es un trabajo duro, poco apropiado para un guerrero.

Kronn lo dejó pasar.

—¿Cuál es el plan del tal Tuerto? —prosiguió Riverwind.

—Derribar vuestras murallas, quemar vuestros hogares y llevarnos a rastras a los kenders encadenados. Y, en cuanto a ti, Héroe de la Lanza… Sí, sabe que estás aquí. Se llevará tu cabeza y la de los otros humanos que has traído contigo.

El Hombre de las Llanuras empalideció y notó que el vello de la nuca se le erizaba. La imagen de los ogros llevándose de vuelta a su hogar las cabezas de sus hijas como trofeo lo enfureció y lo preocupó.

—¿Y cuándo se supone que va a ocurrir todo esto? —preguntó Kronn, mirando de soslayo a Riverwind.

—Pronto —contestó con un gruñido Baloth—. El día después del Cambio de Año.

Kronn reculó un paso, boquiabierto. Alzó la vista hacia Riverwind, cuyo semblante grave indicaba que compartían el mismo pensamiento. Quedaban tres semanas para el Cambio de Año. Eso les daba un respiro, aunque no tendrían tiempo de evacuar completamente Kendermore.

—Pero nos tenéis atrapados —razonó Riverwind—. Un líder inteligente esperaría a que muriéramos de hambre. ¿Qué necesidad hay de atacar?

—Porque Malystryx así lo desea.

—¿Tu líder obedece al dragón? —preguntó Riverwind, a la par que tragaba saliva.

—Nos ha entregado Kendermore —dijo Baloth, asintiendo con la cabeza— como regalo. Cuando hayamos destruido la ciudad, volará al bosque Kender y lo reducirá a cenizas. Entonces, estas tierras le pertenecerán. Alzará aquí una nueva guarida, y La Desolación seguirá extendiéndose hacia al oeste, hacia las tierras de los humanos.

—Según parece, sabes mucho acerca de ella —comentó Kronn.

—La he visto —declaró orgulloso Baloth—. Estuve allí cuando le contó a El Tuerto cómo y cuándo debía atacar.

—Atacasteis hoy —dijo Riverwind, dando un paso al frente—. Me di cuenta de que nos estabais tanteando. ¿Por qué esperar tanto antes del siguiente ataque?

El ogro lampiño abrió la boca para contestar, pero se detuvo y la cerró de nuevo. Sus ojos, que habían estado apagados y nublados hasta entonces, se iluminaron como antorchas de odio.

—No —dijo—. No os lo diré.

Kronn dudó y luego miró de soslayo a Riverwind. El viejo Hombre de las Llanuras asintió con la cabeza.

—Ve a buscar a Giffel —dijo.

—¡No! —aulló Baloth, rebajándose a suplicar, y el odio de sus ojos dio paso al temor—. ¡Él no!

—Cuéntanos entonces por qué retrasa Malys el ataque final —insistió Kronn—. Si no lo haces… bueno, estoy seguro de que Giffel sabe muchas historias que aún no te ha contado, suficientes para durar al menos toda una semana.

El ogro calvo se derrumbó y empezó a sollozar. Sacudió testarudo la cabeza.

—No.

—¡Cuéntanoslo! —espetó Riverwind.

Baloth se encogió, derrotado.

—Kurthak le preguntó la razón —farfulló, al cabo, el ogro—. ¿Por qué debíamos esperar a destruiros? Dijo que no podía abandonar su guarida, aún no.

—¿Por qué? —insistió Riverwind, poniéndose tenso.

—Porque —gimió Baloth— necesita conservar las fuerzas… hasta que ponga su huevo.

***

Riverwind subió las escaleras para salir de los túneles; su rostro estaba ceniciento. En cuanto salió a las calles de Kendermore, se dobló, con las manos en las rodillas, y jadeó en busca de aire.

Al cabo de un rato se le acercó Kronn por detrás.

—Riverwind —susurró el kender—. ¿Estás bien?

El viejo Hombre de las Llanuras inspiró hondo, se pasó el dorso de la mano por la boca y se obligó a incorporarse. Se tambaleó levemente al girarse hacia Kronn.

—Me estoy haciendo viejo —susurró—. Eso… y el huevo.

—Sí —convino Kronn—. Pero no es eso lo que más me preocupa. Ya oíste lo que dijo Baloth acerca del ataque, cuándo va a ocurrir. Sólo nos quedan tres semanas.

—Lo sé —dijo Riverwind—. No conseguiremos sacar a todo el mundo de Kendermore en ese plazo.

—Quizá logremos evacuar a tres cuartas partes de la población —dijo Kronn—. Posiblemente más, si Catt acelera las cosas. Hablaré con ella sobre eso. Pero seguirán quedando aquí unos diez o quince mil kenders cuando se produzca el ataque de los ogros.

Durante un instante Riverwind se encorvó de hombros al pensar en la derrota, pero luego se recuperó, obligándose a adoptar de nuevo su gesto estoico.

—¿Sabes dónde vive Malystryx?

—Sí —dijo Kronn, frunciendo el ceño—. Padre me dijo que su guarida estaba en el Mirador del Mar Sangriento. ¿Por qué lo preguntas?

Riverwind no respondió; apretó los labios y se acarició la barbilla, concentrado. Había oído hablar del Mirador del Mar Sangriento: Elistan le había contado la historia, hace muchos años. El viejo clérigo, que había sido un líder de la orden de los Buscadores antes de que Goldmoon lo reconvirtiera a la fe en los dioses verdaderos, conocía muchas historias parecidas por sus estudios, y se las había narrado a Riverwind y a sus compañeros. En ese momento, Riverwind se esforzaba en recordar sus palabras.

***

—El Mirador del Mar Sangriento —había dicho Elistan— fue antaño un monasterio dedicado a un antiguo dios del pensamiento, Majere, conforme a los Discos de Mishakal. Por supuesto, entonces no lo llamaban Mirador del Mar Sangriento. Eso vendría después.

—¿Después de qué? —había preguntado Tasslehoff. Era raro que Elistan pudiera contar una historia completa sin que el kender lo interrumpiera por lo menos una vez.

—Calla, Tas —había dicho Tanis.

Elistan, sin embargo, sonreía pacientemente.

—Te lo contaré —dijo el viejo clérigo—. Cuando el Príncipe de los Sacerdotes se volvió corrupto en su bondad y empeoraron las persecuciones por todo Istar (inquisiciones, hogueras, lapidaciones), las personas acosadas acudieron al monasterio e imploraron la ayuda de los monjes; pero éstos las rechazaron. «El deber hacia nuestro dios, argumentaron, es observar cómo se desenvuelve el mundo y meditar sobre ello. No nos corresponde a nosotros actuar».

»En verdad, sin embargo, los monjes podían, y deberían, haber actuado —había dicho el viejo clérigo—. ¿Quién sabe lo que habría cambiado si lo hubieran hecho?

—Nada —había siseado Raistlin—, nada habría sido distinto. Se han arrojado rocas más grandes al río del tiempo y no han alterado su curso. Un simple grupo de monjes no habría podido hacer que cambiara de idea el Príncipe de los Sacerdotes. El Cataclismo habría ocurrido de todos modos, hicieran lo que hicieran.

Riverwind había mirado fijamente al cínico mago, pero Raistlin se había limitado a poner una mueca burlona, y sus perturbadores ojos en forma de relojes de arena habían relucido mientras sus labios se curvaron en un gesto de mofa.

—Los monjes pensaron más o menos lo mismo que tú, Raistlin Majere —había continuado Elistan, cuya sonora voz rompió el tenso silencio. No había señal alguna de reproche en su amable faz—. Creyeron que era mejor contemplar la vida que vivirla, así que hicieron caso omiso de las súplicas de la gente, por muy intensas que éstas fueran. En vez de responder, se quedaron en sus claustros, meditando. No puedo asegurar que vieran lo que se nos venía encima, pero si lo hicieron, no movieron un dedo para evitarlo, incluso cuando los dioses enviaron sus Trece Advertencias para frustrar los planes del Príncipe de los Sacerdotes. Quizá pensaron qué estaban siendo humildes, pero demasiada humildad puede ser tan mala como un orgullo excesivo, como descubrieron un día, poco después de Yule, cuando del cielo empezó a llover fuego.

»Los monjes se reunieron en el patio de su abadía y contemplaron cómo la destrucción se abatía sobre la tierra. Incluso entonces, cuando el final era inminente, hicieron caso omiso de los gritos de la gente que aporreaba las puertas del monasterio, implorando su ayuda. Y sobrevino el Cataclismo. La montaña ardiente cayó del cielo, hacia el norte, y el suelo estalló. La tierra se hundió y el mar la inundó; bajo sus aguas quedó sumergido el imperio de Istar, aunque no en su totalidad. La destrucción se detuvo en los límites del monasterio, lo que dividió en dos la colina sobre la que se alzaba. La ladera norte se desplomó en el recién creado Mar Sangriento, pero el resto permaneció; la abadía quedó encaramada sobre un acantilado contra el que rompe el mar, en la costa norte de lo que es ahora la península de Goodlund.

»Cómo murieron los monjes es algo incierto —había concluido Elistan—. Según algunas versiones de esta historia, murieron asfixiados por el humo y la ceniza de la destrucción de Istar. Según otras, los campesinos desesperados consiguieron finalmente entrar, asesinaron a los monjes y saquearon el monasterio. Aún hay otras que aseguran que se suicidaron cuando vieron la desesperación causada por su inhibición en los acontecimientos. En cualquier caso, murieron poco después del Cataclismo, y las ruinas de la abadía se conocen desde entonces como el Mirador del Mar Sangriento, tanto por la vista que hay desde allí de las rojas aguas como por la creencia de los monjes de que era mejor contemplar el sufrimiento de la gente que hacer algo sobre ello. Algunas leyendas dicen incluso que los espíritus de los monjes siguen habitando el Mirador del Mar Sangriento, condenados para toda la eternidad a mirar las aguas rojas de abajo sin saber jamás si podrían haber hecho algo para frenar la devastación del mundo.

***

Riverwind se dio cuenta de que había alguien tirándole de la manga. Se inclinó hacia abajo, y con una mirada aún algo abstraída, vio a Kronn que le sujetaba la muñeca y le contemplaba con semblante preocupado.

—¿Riverwind? —preguntó el kender—. ¿Te encuentras bien?

El Hombre de las Llanuras parpadeó, atrapado durante un momento entre la realidad y sus recuerdos, y luego asintió con la cabeza.

—Lo siento —dijo al cabo—: Estaba pensando.

—Me lo había imaginado —dijo Kronn—. O era eso o te estaba dando algún tipo de ataque. ¿Cuál es el problema?

Riverwind se llevó una mano a la frente, sintiéndose muy cansado.

—Kronn, ¿conoces el camino al Mirador del Mar Sangriento? —preguntó.

El kender asintió con la cabeza, comprendiendo al fin.

—Tenía la corazonada de que me harías esa pregunta —dijo, dando unas palmadas en el saquillo de los mapas—. Los túneles van hacia allí. Estuve en ese lugar una vez, hace algún tiempo, para buscar los fantasmas de los monjes. No encontré ninguno, lo que es una pena, y, según Paxina, las ruinas ya no están, gracias a Malys. Ha cambiado la tierra allí, algo parecido a lo que está haciendo en el bosque Kender. Se ha construido un volcán como guarida, por lo que he oído… ¡Eh! ¿Adónde vas?

Mientras Kronn exponía su historia, Riverwind había empezado a caminar calle adelante con aire decidido. El kender tuvo que correr para alcanzarlo.

—Vamos —dijo Riverwind—. Tenemos que hablar con Paxina.

Riverwind y Kronn avanzaron con paso vivo por la avenida Mata de Leche, una irregular calle con árboles, que de vez en cuando se volvía tan angosta que el Hombre de las Llanuras tenía que ponerse de lado para no quedarse atascado entre los edificios de ambos lados. De repente, trazó un ángulo cerrado hacia la derecha, y Kronn y Riverwind se detuvieron bruscamente. Ante ellos, exactamente en medio de la calle, se alzaba una casa. Ni siquiera había espacio para que pudiera pasar Kronn entre la vivienda y los edificios adyacentes. El kender y el Hombre de las Llanuras la contemplaron boquiabiertos.

—Guau —comentó Kronn—. Eso no estaba la última vez que pasé por aquí…

—Kronn —rezongó Riverwind, cuya voz estaba tensa por la frustración.

—¡Ésta era una ruta perfectamente válida hasta que a alguien se le ocurrió levantar eso aquí! —exclamó Kronn, haciendo un ademán hacia la casa.

—¡Maldita sea! —barbotó irritado el Hombre de las Llanuras—. ¡Kronn, esto es importante! ¡No podemos perder tiempo con idioteces!

—¡Lo sé! —espetó, enfadado, Kronn—, pero no es culpa mía. Justo cuando empiezo a orientarme por la ciudad, alguien mueve una fuente o levanta una valla o construye una condenada casa. No me sorprendería nada si un día me perdiera tanto que no consiguiera encontrar la salida nunca más. —Se llevó una mano a la cabeza—. Bueno, veamos. Hay sólo unas seis manzanas para volver a la calle Matorrales. Podemos seguirla hasta la calle Recta, y ésa nos llevará a la alcaldía. ¿Vale? —Se dio media vuelta y empezó a desandar el camino recorrido.

—Espera —dijo Riverwind.

Kronn se detuvo y miró hacia atrás. El ceño del Hombre de las Llanuras se había fruncido en su esfuerzo por concretar una idea que amenazaba con esfumarse.

—¡Chist! —siseó Riverwind—. Repite eso.

—Sólo hay unas seis manzanas para volver a la calle Matorrales —repitió el kender—. Podemos seguirla…

—Eso no —interrumpió Riverwind—. Antes.

Kronn frunció también el ceño antes de hablar.

—Sólo decía que no me sorprendería nada si algún día me perdiera tanto que no consiguiera encontrar la salida nunca más.

El viejo Hombre de las Llanuras asintió, sumido en profundas reflexiones. Entonces, de repente, se echó a reír.

—¡Eh! —Kronn lo miró nervioso—. ¿Te encuentras bien, Riverwind?

—¡Por los dioses! ¡Eso es! —chilló alegremente Riverwind—. ¡Kronn! Sé cómo vencer a los ogros.

***

No mucho tiempo después de que se hubieran marchado Riverwind y Kronn se abrió de nuevo la puerta de la celda de Baloth y entró Giffel Trino de Pájaro. Al verlo, el ogro lampiño se puso a chillar.

—¡No! ¡Juro que he dicho todo lo que sé! ¡Basta, por favor!

Giffel miró al ogro de arriba abajo y luego hizo un gesto con la cabeza a alguien que estaba en el exterior de la puerta.

—Venga, saquémoslo de aquí y llevémoslo fuera.

—¿Fuera? —preguntó Baloth—. ¿Me vais a soltar?

—Ordenes de Kronn —contestó Giffel, asintiendo con la cabeza—. No vamos a alimentarte y a cuidarte, y mi gente no ejecuta a sus prisioneros. Nos has contado lo que necesitábamos saber, así que vamos a liberarte.

Baloth se quedó como un pasmarote cuando entraron los guardianes. Había más de una docena de ellos, armados con sus polpaks, unas largas varas con hojas aserradas, que apoyaron contra el cuello del ogro, mientras otros dos kenders desataban las fuertes sogas que le amarraban los tobillos. Entonces usaron las armas para empujarlo y sacarlo de la celda como quien conduce un hato de ovejas. Con Giffel a la cabeza, se encaminaron túnel adelante, alejándose de la improvisada celda. Baloth avanzaba a trompicones, como moviéndose en sueños, demasiado cansado y desconcertado para resistirse.

Siguieron el pasillo durante lo que parecieron kilómetros y más kilómetros, y se detuvieron finalmente ante una escalinata. Giffel corrió hasta arriba y abrió la puerta secreta que estaba sobre él. Un pequeño montículo recubierto de hierba se desplazó hacia un lado y dejó entrar un rayo de la rojiza luz del atardecer.

—Subidlo —gritó.

Les costó mucho trabajo, pero los kenders consiguieron empujar el inmenso ogro hacia arriba por la angosta escalera. Las paredes de tierra se estremecieron y desmoronaron en parte a medida que ascendía por el hueco, retorciéndose como una lombriz. Por fin, se encontró fuera y miró boquiabierto a su alrededor. Estaba lejos de Kendermore, en medio de los árboles muertos del bosque Kender.

Los guardias lo rodearon, con sus polpaks preparados, cuando Giffel sacó del cinturón un cuchillo y se lo acercó. El kender alto se puso detrás de Baloth y comenzó a cortar las cuerdas que ataban las muñecas del ogro.

—Sólo para que lo sepas —dijo—, tu ejército está al norte de aquí, a una legua más o menos. Puedes regresar con ellos si quieres… aunque no te lo recomiendo.

Las cuerdas cayeron, y Baloth gruñó cuando la sangre volvió a circular por sus manos entumecidas.

—¿Por qué no? —preguntó el ogro.

—Porque —contestó Giffel— nos contaste cuándo planeáis atacar, además de esa parte concerniente a Malys. Por supuesto que no soy ningún experto sobre ogros, pero, por lo que he oído, si Kurthak averigua que te hemos soltado, también pensará que lo has traicionado. Así que te matará, y de forma lenta y dolorosa, además. Y no quiero imaginar lo que pasará si se entera Malys.

»En cualquier caso, la decisión es tuya. Puedes ir al norte con la esperanza de que no te maten, o puedes ir al sur para intentar la huida. —El kender alto envainó la daga y dio unos pasos hacia la escalera oculta. Los guardianes retrocedieron con él, con los polpaks apuntando aún hacia el ogro.

—Adiós, Baloth —dijo Giffel al empezar su descenso por las escaleras. Sonrió—. Me encantó charlar contigo.

Bajó las escaleras, seguido por los guardias. Baloth contempló, embobado, cómo volvía el montecillo verde a su sitio, ocultando la entrada a los túneles. El ogro echó una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que estaba solo. Se acercó al pequeño montículo e intentó encontrar el botón o la palanca que hacía funcionar la puerta. Al cabo de un rato, desistió en su empeño.

Entonces, dio media vuelta y empezó a correr con largas zancadas por el bosque, hacia el sur.