2

La puerta de la posada El Último Hogar crujió y luego se abrió de par en par por un golpe de viento. Los clientes de la taberna miraron con intensidad hacia el umbral, pero no dejaron sus bebidas. Sus expresiones se suavizaron, sin embargo, cuando vieron la inmensa figura que cruzó con dificultad por la puerta. Caramon Majere entró con paso pesado, cargado con un montón de leña que hubiera doblado a un hombre con la mitad de sus años. Sudando y jadeando, acercó la madera hasta el hogar y la dejó caer pesada y ruidosamente en la leñera. Moviéndose con rigidez, cogió el atizador y removió el fuego. Por la chimenea subió un remolino de chispas. Satisfecho, se alejó de la chimenea arrastrando los pies y se desplomó pesadamente en un sillón, emitiendo el quejoso gruñido de un viejo.

Caramon tenía todo el derecho a quejarse. Acabando de entrar en el declive de los sesenta años, ya había vivido más que el anterior propietario de la posada, Otik Sandahl, cuando éste se retiró. Enlazó las manos sobre la cintura —había luchado toda su vida contra su expansión, pero finalmente estaba perdiendo la batalla— y se recostó, dejando que se cerraran sus pesados párpados.

Cuando se quiso dar cuenta lo estaba sacudiendo la vieja Rhea, la cocinera de la posada. Resopló, se frotó los ojos y la contempló con la vista aún nublada.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

Rhea, que contaba ya con más de setenta años, era una mujer de gesto adusto, incluso cuando estaba alegre. En ese momento, lo miraba como si acabase de dar un gran mordisco a un limón.

—Bueno —dijo, puntillosa—, para empezar, tus ronquidos eran tan fuertes que creía que se iban a agrietar las ventanas.

Sonaron risitas en la taberna.

—Yo no ronco —rezongó Caramon, mirándola intensamente.

—Claro que no roncas —espetó Rhea con tono sarcástico, y se escucharon más risas—. También te he traído la cena. ¿Crees que podrás mantenerte despierto el tiempo suficiente como para comer?

—Sigue hablando así —avisó Caramon—, y verás lo despierto que estoy.

Rhea rió a modo de burla e hizo una seña a una de las chicas que servían las mesas, quien trajo un plato muy caliente y lo situó en la mesa que había delante de él. Rhea colocó una jarra de té al lado de la comida y luego se alejó.

Poco tiempo antes habría sido raro que Caramon hubiese cenado a una hora civilizada. La posada habría estado demasiado concurrida, con viajeros que iban al sur, hacia Haven y Qualinesti, o hacia el norte, a El Cruce y el Nuevo Mar. «Los guardias negros y los posaderos cenan bajo las lunas», rezaba el dicho.

Sin embargo, entonces las lunas se habían ido, sustituidas por un solo orbe que colgaba, pálido y extraño, en el cielo de la noche. Al parecer, los antiguos proverbios tampoco tenían ya validez. Desde el Verano de Caos, Caramon había conseguido cenar con los clientes de la posada tres noches de cada cuatro. La razón era que había muy pocos clientes con los que cenar.

En esos días Caramon comía poco para un hombre tan grande, y jugueteaba aburrido con lo que hubiera en el plato. Tomó sorbos del té entre bocado y bocado de conejo a la mejorana y patatas con especias, pero casi todo el tiempo miraba fijamente a su alrededor.

Hubo un tiempo —hacía sólo unos pocos años—, en el que la taberna habría estado atestada a esa hora. Las mesas y los reservados habrían estado llenos, la gente hubiera llenado el mostrador hombro con hombro y el ambiente habría estado repleto de charla, risas y gritos pidiendo más cerveza.

Caramon había deseado, en más de una ocasión, que las cosas se tranquilizaran un poco para tener la posibilidad de descansar. Pensaba en aquellos días y se preguntaba si quizá no tendría que haberlo deseado tanto.

Esa noche, se podía contar la gente que había en la taberna con los dedos sin tener que quitarse las botas, como le gustaba decir siempre en tono de burla a Tika. En la parte posterior, había dos elfos encapuchados, probablemente se refugiaban de los disturbios de Qualinesti. Clemen, Osler y Borlos —clientes habituales, que siempre se quedaban hasta el cierre o los sacaban a rastras— estaban bebiendo aguardiente con especias, jugando una partida de cartas y blasfemando y riendo ruidosamente en una mesa situada cerca de la puerta de la cocina. Un calderero con aspecto de cansado, que había tenido menos trabajo del que esperaba en Solace y que seguramente se marcharía pronto, aparecía encorvado sobre una botella de aguardiente enano. Y no había más.

Las cosas no habían vuelto a ser como antes desde ese terrible verano. Era verdad que los Caballeros de Takhisis ya no gobernaban esta parte de Ansalon, pero su ausencia resultaba un arma de doble filo. Habían sido señores muy duros, y Caramon había odiado cada momento que había vivido bajo su dominio, pero por lo menos habían evitado que camparan por sus fueros los bandidos y los goblins. Ahora los caminos eran mucho más peligrosos de lo que habían sido en muchos años, y nadie quería ya viajar. Además de eso, parecía que el mundo se hubiera frenado después del Segundo Cataclismo. Al principio, la gente estaba ocupada reconstruyendo los estragos causados por los caballeros negros y los ejércitos de Caos. Ahora, sin embargo, cuando finalmente habían empezado a sanar las cicatrices dejadas por aquel verano, en apariencia lo único que le interesaba a la gente era quedarse en casa. Nadie parecía tener ya sed de aventuras, pues en los últimos tiempos había habido tantas emociones como para que les duraran más de cien generaciones. Cuando Caramon acabó su té y se cansó de empujar la comida fría de un lado a otro del plato, decidió que se podía permitir echar otra cabezadita. Si alguien intentaba causar problemas, Clemen, Osler y Borlos le atizarían un golpe en la cabeza por interrumpir su partida de cartas.

—Sí —murmuró Caramon, entrelazando los dedos en la nuca y recostándose hacia atrás—, otro sueñecito parece una buena idea.

Estaba a punto de sumirse en el sopor cuando la puerta se abrió y se cerró de nuevo. Se interrumpió la charla de la partida de cartas.

—Espabila grandullón —gritó Osler—. Están a punto de darte un puñetazo.

Caramon abrió los ojos a tiempo de ver a Tika, que cruzaba rápidamente la taberna hacia él. Sus ojos resplandecían y la mirada de su rostro podría haber helado el lago Crystalmir, aunque quedaba sólo una semana para el comienzo del verano. Caramon se incorporó con rapidez, estuvo a punto de tirar la silla y se situó entre su amante esposa y la bandeja de hierro que había sobre la mesa. A juzgar por el aspecto de Tika, lo más aconsejable era no dejar que su mujer tuviera a mano ningún objeto que pareciera apropiado para golpear cabezas.

—Has llegado pronto —dijo él, intentando que sonara como si el mundo fuera todo sol y rosas en flor—. ¿Qué tal está Usha?

Embarazada era como estaba Usha, claro. Tika llevaba varios meses yendo a la casa de Palin y de Usha, e incesantemente se deshacía en atenciones a su nuera. Palin, que había heredado algo del sentido común de su padre, tenía claro que era mejor dejar que su madre se saliera con la suya y desaparecer de la escena durante ese tiempo. Para entonces se encontraba en Wayreth, rebuscando en vano en la biblioteca en pos de alguna idea que lo ayudara a hacer que renaciera la magia. Sin embargo, pronto volvería a casa. Su mujer casi había salido de cuentas. Usha estaba tan enorme y redonda como una ogro bien alimentada, y Tika se mostraba nerviosa ante la inminente llegada de su primer nieto. Caramon también esperaba ansioso el nacimiento, por supuesto. La vida era solitaria, incluso pese a que sus hijas lo ayudaban en la posada.

—Usha está bien —espetó Tika, acercándose tanto que Caramon tuvo que recular un paso—. Dejé a Laura y a Dezra en su casa. La criatura nacerá antes de que se llene la luna.

—Eso está bien —dijo Caramon con una sonrisa.

Tika no dijo nada. Lo miró intensamente; su pelo rojo con hebras grises relucía por el efecto de la luz de la chimenea. Llevaba más de cincuenta años perfeccionando esa mirada acusadora.

—Rhea tiene lista la cena —ofreció Caramon—. Iré a buscarte algo y un vaso de ese aguardiente de Ergoth que tanto te gusta…

—No tienes ni idea de lo que me preocupa, ¿verdad?

Caramon sostuvo por un momento la ardiente mirada de su mujer, y luego miró hacia otro lado.

—No —dijo con timidez.

Clemen, Borlos y Osler continuaban su partida de cartas en silencio; procuraban no atraer sobre ellos la atención de nadie.

Tika respiró a fondo, lentamente.

—En el camino de vuelta hacia aquí me detuve ante las tumbas de Tanin y de Sturm.

Caramon asintió con un gesto de cabeza. Aunque su mujer estaba emocionada ante la llegada del nuevo bebé, ningún nieto podría ocupar el vacío que habían dejado sus dos hijos fallecidos. Tika pasaba mucho tiempo ante sus tumbas, y llevaba a menudo flores silvestres o los juguetes con los que habían jugado cuando eran niños. Siempre regresaba de allí con semblante triste, pero ese día se mostraba diferente. La congoja por sus hijos no era lo único que la preocupaba.

—¿Qué te ocurre, Tika? —preguntó Caramon.

—¿De veras que no lo sabes?

—No, no lo sé. —La preocupación estaba agotando su paciencia—. Por última vez, Tika, ¿qué pasa?

Ella se relajó levemente, y la ira de sus ojos dejó paso a la tristeza.

—Riverwind ha venido a Solace.

***

Caramon bajó corriendo por las escaleras que conectaban la taberna con el suelo. Estaba confuso, y Tika no lo había ayudado nada. La llegada de Riverwind a Solace debería haber sido motivo de celebración —era un amigo, después de todo, y llevaban años sin verlo—, pero Tika había estado a punto de llorar cuando dijo su nombre.

Lo primero que pensó fue que había sucedido algo horrible en las Llanuras.

—¿Le ha pasado algo a Goldmoon? —demandó—. ¿A Wanderer? ¿A las chicas?

—No —había contestado Tika—. Riverwind dijo que Goldmoon y Wanderer estaban bien, y las muchachas han venido con él. Querían… Querían ver las tumbas.

Canción de Luna y Amanecer Resplandeciente, las hijas gemelas de Riverwind, habían sentido afecto por Tanin y Sturm. Habían jugado juntos en la infancia, y tanto Caramon como Riverwind habían contemplado divertidos la atracción adolescente que empezó a nacer entre las parejas. Claro que esa atracción no había llegado a nada: las gemelas se comprometieron con Hombres de las Llanuras cuando llegó el momento, y los chicos Majere se enamoraron, o algo parecido, de otras mujeres. No obstante, habían seguido siendo amigos hasta el día en que murieron Tanin y Sturm. Las gemelas no habían vuelto a Solace desde entonces, pero Caramon sabía que algún día tendrían que hacerlo. Evidentemente, su padre había venido con ellas.

—¿Por qué ha venido Riverwind? —preguntó Caramon a su esposa.

—Ya sabes dónde encontrarlo —fue cuanto tuvo a bien contestarle.

La Tumba de los Últimos Héroes fue el lugar al que se dirigió rápidamente Caramon. Estaba en el exterior de la ciudad propiamente dicha, en el bucólico paraje en el que Paladine, bajo el disfraz de Fizban —y Raistlin con él— habían dicho adiós al mundo. Bajo y cuadrado, un viajero despistado podría haberlo confundido con un túmulo cualquiera en un mundo en el que las tumbas se habían hecho demasiado frecuentes. Sin embargo, había pocos viajeros en Ansalon que fueran tan ignorantes. La tumba era un lugar sagrado, contemplado con veneración y reverencia por todos: humanos, elfos, enanos y kenders. Ni siquiera los goblins osaban alterar su paz.

Se estaba poniendo el sol y la pálida luna ascendía llena por el este cuando Caramon llegó. Pasó con rapidez entre el anillo de árboles protectores plantados por los elfos dos años antes —habían crecido deprisa, extendiendo sus finas ramas hacia el cielo de color plomizo— y se acercó con paso vivo hasta la tumba. Estaba tallada en mármol y obsidiana; los enanos habían realizado el monumento con piedra blanca y negra, en recuerdo de la alianza entre el Bien y el Mal que había conseguido derrocar a Caos. Sus puertas de plata y oro, la una marcada con el símbolo solámnico de la rosa y la otra con el lirio que llevaban los Caballeros de Takhisis, estaban abiertas. Brillaba la luz de una antorcha en el interior, y Caramon oyó una queda voz entonando una salmodia en una lengua que no entendía, pero que había oído antes. Era el idioma de los Hombres de las Llanuras.

Caramon se detuvo al llegar a las puertas y miró de soslayo el nombre que estaba tallado en el dintel. Nadie podía demostrar que Tasslehoff Burrfoot estuviera muerto, ya que no había cadáver que encontrar, pero tanto Palin como Usha habían jurado que lo habían visto aplastado bajo el talón de Caos. Eso era suficiente para Caramon, cuyo corazón se partía cada vez que veía el nombre del kender y la jupak que habían grabado debajo.

No había, gracias a los dioses, ningún kender ahí esa noche. Últimamente habían venido en número cada vez mayor; hacían peregrinaciones a la tumba desde todos los confines de Ansalon. Los kenders eran las únicas gentes dispuestas a viajar en los azarosos tiempos que corrían; desgraciadamente, también seguían siendo kenders, por mucho que les pesara a los habitantes de Solace. La posada El Ultimo Hogar había perdido varias docenas de jarras, la mitad de la cubertería de plata y —Caramon era incapaz de comprenderlo— un diván. Se había informado de pérdidas similares por todo Solace, y todos los dedos apuntaban hacia los kenders. El capitán de la guardia de la ciudad sufría esos días de tics faciales incontrolables.

Caramon entró en la tumba y durante un momento lo cegó la oscuridad. Cuando se acostumbraron sus ojos, descendió las escaleras que llevaban a la cripta, siguiendo la luz cada vez más brillante y la suave voz familiar. Recorrió un largo pasillo y pasó ante los panteones, donde descansaban los cuerpos de los caballeros que habían muerto durante la batalla con Caos, hasta que finalmente llegó ante el sepulcro situado al fondo. Tragó saliva, se agachó para pasar por la puerta y llegó hasta los féretros.

A su izquierda había una repisa de mármol negro, grabada con calaveras, espinas y otras cosas espantosas. A pesar de los relieves horribles, se percibía sin embargo un aura de paz alrededor del ataúd. Eran símbolos de los Caballeros de Takhisis, pero tenían una cierta belleza, igual que el lirio que veneraban, que emitía un dulce aroma cuando florecía.

Sobre la repisa, inalterado por el paso del tiempo, estaba tendido el cuerpo de Steel Brightblade. Llevaba su armadura negra, y en las manos sujetaba una espada antigua. El arma pertenecía a la familia Brightblade desde tiempo inmemorial y había pasado de generación en generación. Cuando el padre de Steel, Sturm, murió, fue enterrada junto a él en la Torre del Sumo Sacerdote. Caramon se encontraba en la tumba de Sturm cuando el fantasma del caballero muerto se alzó y le entregó la espada al hijo. Steel había luchado con ese mismo acero durante la batalla en la que murió.

Alrededor del cuerpo de Steel, el féretro estaba repleto de lirios negros. Caramon arqueó las cejas al verlo. Sólo los caballeros negros dejarían una ofrenda así a su héroe muerto, pero llevaba meses sin ver a ningún miembro de la hermandad en Solace. Y, sin embargo, eran flores frescas, como si se hubieran abierto esa misma mañana.

Caramon sintió un escalofrío y dejó que su mirada vagara por la sala, del féretro negro al blanco, situado en el otro extremo de la habitación. El segundo ataúd no estaba tallado. Era un simple bloque de mármol blanco, con algunas vetas azules. Estaba cubierto con rosas blancas, al igual que el de Steel estaba repleto de lirios. En medio de las rosas, yacía el cuerpo de Tanis el Semielfo.

Caramon contempló el rostro de su amigo, la extraña sonrisa que torcía su barba gris. Tras un momento agachó la cabeza con una mueca de tristeza. El dolor de ver a Tanis, quieto y silencioso sobre la lápida, no había menguado con el paso de los años. Seguía haciendo que se sintiera terriblemente solo.

Sin embargo, en esa ocasión no lo estaba. Al pie del féretro, había un hombre alto, arrodillado y vestido con ropas de gamuza y pieles. Un tocado de múltiples plumas, que se había quitado de la cabeza por respeto a los muertos, descansaba a su lado, en el suelo. El cabello largo, antaño negro pero entonces casi todo blanco, caía suelto sobre los hombros. La luz del fuego procedía de una antorcha que llevaba en la mano izquierda. Entonaba una salmodia con voz queda; de repente, calló y levantó la cabeza.

—Amigo mío —dijo el hombre—. Me alegro de que hayas venido.

—¿Riverwind? —preguntó Caramon.

El hombre asintió con un gesto de cabeza, pero no se giró. Alzó un brazo musculoso y muy moreno por los años pasados al aire libre en territorio agreste.

—Por favor, Caramon —lo llamó—. Ven a ver lo que hemos traído mis hijas y yo.

Caramon dio un paso al frente. Al hacerlo vislumbró algo en el féretro, al lado del cuerpo de Tanis. Era un largo y fino bastón, con un astil sencillo y un cabezal tallado con esmero. La luz de la antorcha brilló sobre él y relució con un intenso tono azul.

Riverwind se incorporó lentamente y con rigidez. Se giró para mirar a Caramon. Su rostro seguía siendo el de siempre, más curtido y arrugado quizá, y la fuerza y la amabilidad continuaban presentes en él. Sus ojos oscuros brillaban.

—Goldmoon pensó que sería apropiado —dijo.

Caramon contempló fijamente la vara tendida al lado del cuerpo de su amigo y le faltaron las palabras. Habían pasado más de treinta años desde la última vez que la había visto, pero era igual que la recordaba: estaba labrada en cristal azul; se trataba de un solo zafiro tallado con un arte más allá del conocimiento de los hombres. Cuántas cosas habían comenzado con esa vara.

—¿Es la auténtica? —preguntó con voz queda, teñida de asombro.

Riverwind asintió con un gesto.

—Cuando acabó la guerra de Caos, Goldmoon y yo volvimos de nuevo al este en peregrinación a Xak Tsaroth. Puesto que en el pasado yo había encontrado allí pruebas de los antiguos dioses, esperábamos volver a hallarla. —Estuvo un momento en silencio y luego carraspeó con empacho—. No lo hicimos. Cuando llegamos al templo, la estatua de Mishakal se había caído y estaba hecha añicos en el suelo. Encontramos la vara entre los escombros, y nos la llevamos con nosotros. Ya no es una reliquia sagrada, Caramon; no tiene magia. Pero cuando nos enteramos que se había erigido esta tumba, supimos que debía estar aquí. Tanis lo entendería.

Caramon parpadeó para contener las lágrimas.

—Estoy seguro de que sí.

Ninguno de los hombres dijo nada durante un largo rato. La antorcha chisporroteaba y humeaba.

—¿Dónde están las chicas? —preguntó Caramon.

—Les pedí que me dejaran aquí solo —contestó Riverwind—. Fueron, creo, a visitar a Usha.

—Tika me dijo que han ido a ver las tumbas.

El Hombre de las Llanuras asintió con solemnidad.

—Tenían muchas ganas de venir a verlas y me suplicaron que les dejara acompañarme. Siento no haber venido antes a visitaros, amigo mío. Estos dos últimos años las cosas han sido difíciles para nuestra gente.

—Eso he oído —dijo Caramon—. ¿Seguís teniendo problemas para mantener la alianza entre las tribus?

—De vez en cuando —contestó Riverwind—. Pero no nos preocupa demasiado. Cuando los caballeros negros abandonaron estas tierras dejaron atrás a sus cafres. Se han asentado varios clanes en las montañas de la Muralla del Este. Últimamente, hay tantos combates que mi hijo viene poco por casa.

—Pero Wanderer está bien, ¿verdad? —se interesó Caramon.

—Tan bien como sería de esperar —dijo Riverwind con seriedad.

—¿Y Goldmoon? —preguntó Caramon tras un momento de vacilación.

—Se encuentra bien —le aseguró Riverwind—. La pérdida de la diosa fue un duro golpe para ella, claro; sin embargo, siempre ha sido fuerte. Quería venir, pero al no estar Wanderer no se podía permitir salir de Que-shu.

—Es una pena —dijo con sinceridad Caramon—. Estoy seguro de que le hubiera gustado ver… —Se detuvo de repente e hizo un leve ademán con la mano hacia la figura con capa verde que estaba tendida sobre la lápida. Los dos hombres miraron los restos de Tanis.

—¿Sabes? —dijo con tristeza Riverwind—. La última vez que lo vi fue hace diez años. Laurana y él vinieron a vernos a las Llanuras. Yo quería devolverle la visita, ir a Solanthus, pero… —Puso las palmas de las manos hacia arriba—. Siempre creí que habría tiempo después para esas cosas. Estaba seguro de que nos sobreviviría a todos.

—Bueno —dijo Caramon—, era medio elfo.

—No me refería a eso. —Riverwind juntó las manos y se las llevó a los labios—. Tanis siempre sabía lo que había que hacer, incluso cuando nosotros pensábamos que no, aun cuando él creía que no, en el fondo de su corazón lo sabía.

—Lo sé —contestó Caramon—. Y eso es lo que lo mató. Igual que a Sturm. Sabían lo que había que hacer, y lo hicieron, sin importarles el precio que hubiera que pagar. —Agachó la cabeza—. A veces desearía que no lo hubiera hecho. Ya sé que soy egoísta, pero es así. De cuando en cuando me pregunto si alguno de nosotros morirá en la cama, rodeado de la gente que nos quiere.

Riverwind hizo una mueca de desagrado ante tal posibilidad y desvió la mirada. El Hombre de las Llanuras guardó silencio durante un rato. Cuando habló de nuevo, su voz sonó tensa y forzada:

—Ten cuidado con lo que pides, Caramon.

Caramon lo miró fijamente, con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir?

El Hombre de las Llanuras se volvió hacia él; sus ojos relucían a la luz de la antorcha.

—Amigo mío —dijo—, me estoy muriendo.