—Mi Chieftain —dijo con los dientes apretados por el dolor Corazón de Ciervo de Que-teh. Extendió una mano fuerte y empapada de sudor hacia el Hombre de las Llanuras. Riverwind la agarró con fuerza; las lágrimas corrían por sus mejillas—. ¡Oh, mi Chieftain!
—Calma, Corazón de Ciervo —dijo Riverwind, obligándose a usar un tono sosegado—. Tranquilízate antes de hablar.
Corazón de Ciervo se relajó, recostándose en la cama y respirando profundamente. Pasó un largo rato antes de que encontrara fuerzas y ánimo suficientes para hablar de nuevo. Cuando lo hizo, sus entrecortadas palabras estremecieron al viejo Hombre de las Llanuras.
—Se la llevaron —dijo al cabo Corazón de Ciervo—. Intenté impedírselo, pero… —Se puso rígido, con una mueca de dolor cuando sintió otra lacerante punzada en la herida del estómago—. Se la llevaron… Canción de Luna…
Riverwind soltó la mano de Corazón de Ciervo como si le hubiese picado una serpiente. Tembloroso, se puso de pie y se alejó de la cama, reculando hasta chocar contra la pared. Su rostro estaba pálido como un cadáver, y sus ojos, abiertos de par en par por el horror.
El viejo Hombre de las Llanuras no dijo nada. Se limitó a mirar fijamente a Corazón de Ciervo, casi sin respirar; sus labios se movían sin articular sonido alguno.
Paxina hizo un gesto hacia Catt, que salió de la habitación. La alcaldesa la siguió, mirando con ojos preocupados a Riverwind antes de traspasar el umbral.
Riverwind llevó una mano temblorosa a su cabeza.
—¿Qué pasó? —preguntó—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Yo estaba al mando de una patrulla de reconocimiento más allá del campamento de los ogros —contestó Giffel—, cerca del arroyo de Chesli. Lo encontramos inconsciente y bañado en sangre. Le vendamos la herida lo mejor que pudimos y lo trajimos a Kendermore por los túneles. Tuvimos que acarrearlo entre ocho de nosotros.
—Se la llevaron —gimió Corazón de Ciervo mientras Cuervo Veloz le acariciaba el húmedo pelo castaño.
Inhalando de forma lenta y profunda para serenarse, Riverwind se arrodilló junto a la cama.
—Corazón de Ciervo —dijo con tono suave e insistente por igual—. ¿Qué pasó?
Corazón de Ciervo puso los ojos en blanco y luego detuvo la mirada sobre Riverwind.
—Mi Chieftain —respiró—. Te he fallado.
—Cuéntamelo —insistió Riverwind.
Los dos hombres se miraron fijamente durante un doloroso momento, y luego Corazón de Ciervo se tranquilizó. Haciendo acopio de su fuerza interior comenzó a hablar.
—Salimos de Que-shu hace un mes —contó—. Canción de Luna tuvo… una pesadilla. Soñó que Amanecer Resplandeciente corría peligro, que la necesitaba, así que suplicó a Goldmoon que nos dejara ir tras vosotros. Cabalgamos al sur hacia Nuevo Puerto y allí encontramos un barco que nos llevó al otro lado del Nuevo Mar.
—Entonces cruzasteis el desierto en Khur, la bahía de Balifor y proseguisteis tierra adentro, hacia el bosque Kender —concluyó orgulloso Kronn—. La misma ruta que hicimos nosotros.
—Kronn —espetó Riverwind.
—No, tiene razón —dijo Corazón de Ciervo. Una sonrisa asomó a su rostro y luego se desvaneció—. Sin embargo, cuando llegamos al bosque Kender, estaba quemado. Ciudades enteras habían sido arrasadas.
—Debisteis haber dado media vuelta —dijo Riverwind.
—Eso mismo le dije a Canción de Luna —convino Corazón de Ciervo—, pero ella no quiso atender a razones. Se negaba a abandonar.
Se le quebró la voz y cerró fuertemente los ojos. Riverwind puso una mano sobre su brazo y, tras un rato, Corazón de Ciervo se tranquilizó de nuevo, y prosiguió su relato.
—Habíamos comprado un mapa en Port Balifor. Mostraba el camino hasta Kendermore. Seguimos un sendero, y cuando nos acercábamos a Kendermore nos topamos con un cortafuegos. Más allá, el bosque no había sido tocado por el incendio, pero estaba enfermo, marrón y maloliente. Aun así seguimos adelante. Estábamos tan cerca… que ni siquiera yo pensé en dar la vuelta.
»Cuando avistamos a los ogros era demasiado tarde para correr. Salieron del bosque por los cuatro costados. Intenté protegerla, mi Chieftain. Lo juro. Debo de haber matado a media docena de las bestias. Hice todo lo que pude por alejarlos de ella, pero no fue suficiente. Entonces uno de ellos me apuñaló. —Hizo un leve ademán hacia las vendas ensangrentadas que le rodeaban la cintura—. Es difícil recordar lo que pasó después de eso. Caí, y me dieron por muerto. Entonces, se la llevaron. Ella intentó huir, pero estaba rodeada. Me esforcé en levantarme, pero mi herida… Ya no me quedaban fuerzas. Permanecí tendido en el suelo, llamándola. No sé cuánto tiempo transcurrió. Luego me rendí a la desesperación y me desmayé. —Hizo una pausa, e inhaló profundamente de forma entrecortada.
»Cuando desperté de nuevo, me encontraba aquí, en esta habitación, y Cuervo Veloz estaba a mi lado. Pregunté por ti para contarte mi fracaso antes de morir.
—No vas a morir —dijo firmemente Cuervo Veloz. Miró a Arlie, implorándole con la mirada.
—En realidad, tiene razón —convino el viejo herbolario—. He examinado la herida. Es dolorosa, pero no mortal. Debes descansar y recuperarte, pero vivirás, Hombre de las Llanuras.
—¡No! —gritó Corazón de Ciervo. Su cuerpo se estremecía por la intensidad de la rabia. Cuando se tranquilizó miró directamente a Riverwind—. He fracasado, mi Chieftain. Tu hija está perdida, y yo soy el culpable. Tráeme una daga y deja que acabe con mi vergüenza.
Riverwind, sin embargo, estaba pensativo, con la mirada perdida. Asió con más fuerza el brazo de Corazón de Ciervo, hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Miró a Arlie Dedos largos.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que lo hirieron? —preguntó el viejo guerrero.
—Sólo unas pocas horas.
Un fuego renació en la mirada de Riverwind, que se incorporó y se dirigió hacia la puerta.
—Sigue habiendo una pequeña posibilidad —dijo—. Giffel, ¿dónde dijiste que encontraste a Corazón de Ciervo?
—En el arroyo de Chesli —contestó el kender alto—. ¿Por qué?
—¡No estarás pensando en ir a buscarla! —exclamó repentinamente Kronn, con los ojos abiertos de par en par.
—¡Te aseguro que sí! —espetó Riverwind—. Es posible que siga viva. Giffel, necesito que me lleves al arroyo de Chesli. Si puedo encontrar la pista de los ogros…
—Vale, entonces yo voy también —declaró Kronn. Se puso de pie.
—Muy bien —convino Riverwind—. Vamos, no hay tiempo que perder.
Kronn, Giffel y Riverwind se dirigieron hacia la puerta. Antes de que pudieran abandonar la habitación, sin embargo, Cuervo Veloz se levantó de donde estaba en cuclillas junto a su hermano.
—¡No, mi Chieftain! —gritó.
El viejo Hombre de las Llanuras se detuvo, con la mano en el pestillo de la puerta. Se giró para fulminar a Cuervo Veloz con la mirada, pero el joven guerrero no se amilanó. Se mantuvo firme, con la cabeza bien alta.
—No vayas —dijo—. Los kenders te necesitan aquí para que les ayudes a prepararse para el asedio. No puedes arriesgar la vida de ese modo.
—Muchacho, eres demasiado presuntuoso —rezongó Riverwind. Sus ojos ardían—. Canción de Luna es mi hija. ¿Quieres que no haga nada a sabiendas de que está en manos de esos brutos de ahí afuera?
—No, mi Chieftain —respondió gravemente Cuervo Veloz—. Pero no tienes que ser tú el que vaya. Puedo seguir la pista de los ogros tan bien como tú. Mejor, quizá. Déjame ir en tu lugar.
Riverwind y Cuervo Veloz se contemplaron durante un largo instante. Muy a su pesar, el viejo Hombre de las Llanuras asintió con un gesto de cabeza.
—Muy bien, Cuervo Veloz. Ve. Encuentra a mi hija.
—Amanecer Resplandeciente debería saber esto —dijo Kronn cuando Cuervo Veloz se encaminó hacia la puerta—. Está en tu casa, Riverwind. Pax y Catt pueden ir a buscarla y traerla aquí antes de que os vayáis.
Cuervo Veloz, sin embargo, sacudió la cabeza.
—No, Kronn. Ya hemos perdido mucho tiempo. No nos podemos permitir ni un minuto más. —Se detuvo, empero, para coger una flecha de la aljaba que le colgaba del hombro y se la tendió a Riverwind—. Es costumbre de los Que-teh dejar una prenda para nuestra amada cuando nos vamos a la guerra —dijo—. Mi Chieftain, ¿querrás entregársela a Amanecer Resplandeciente cuando me haya ido?
—Lo haré —dijo Riverwind, asintiendo al coger la flecha.
Henchido de orgullo, Cuervo Veloz se giró hacia la cama del enfermo.
—Adiós, hermano —dijo—. Te traeré de vuelta a Canción de Luna.
Abandonó la habitación con paso decidido, seguido de cerca por Kronn y Giffel.
***
El arroyo de Chesli había sido un riachuelo de aguas limpias y claras, situado a ocho kilómetros al oeste de Kendermore. Era un lugar donde merendaban frecuentemente los kenders, y su lecho había estado cubierto por guijarros lisos y redondeados, unos cantos rodados perfectos para arrojar con las jupaks.
La sequía con la que Malystryx estaba castigando la tierra había cambiado las aguas hasta convertirlas en un chorrillo marrón que corría de un charco de agua estancada a otro. Los arbustos de bayas verdes que antaño crecían en la orilla eran esqueletos deshojados que repiqueteaban, agitados por el cálido viento. Un cervatillo, delgado y enfermo, agachó la cabeza para beber en las fétidas aguas. Consumido por la maldición del dragón sobre el bosque Kender, estaba ciego de un ojo y apenas tenía fuerza para mantenerse de pie.
Sobre una pequeña loma que había sido una isleta en medio de la corriente, un gran peñasco recubierto de líquenes se partió por la mitad. Con un suave chasquido se abrió de par en par; un pozo y una escalera de barro que penetraban en la tierra quedaron al descubierto.
Cuervo Veloz emergió en silencio de la roca, con una flecha cargada en su arco, y echó un rápido vistazo en derredor. Cuando Kronn y Giffel salieron del pozo tras él, los ojos del joven guerrero se detuvieron en el cervatillo. Éste lo miró, temblando, pero no huyó. En vez de eso, mantuvo baja la cabeza, balando con tono quedo.
Sin dudar un segundo el joven guerrero tensó la cuerda del arco y atravesó el corazón del animal, que, con un gemido agradecido por el fin de su dolor, se desplomó sobre el suelo y murió.
Kronn miró a Cuervo Veloz y asintió en silencio. Detrás de ellos, Giffel se agachó al lado de la roca falsa y la empujó. La entrada secreta se cerró con un chasquido, y volvió a ser otro peñasco más en el paisaje cada vez más yermo y repleto de rocas. Corrió para unirse a los otros, sacando su battak —una maza de pinchos con una cuchilla en la punta— del cinturón.
—Muy bien —susurró Giffel—. Si las cosas… En fin, por si acaso, hay una piedra pequeña al lado de ese peñasco. Al girarla, se abre el pozo.
Cuervo Veloz tenía otra flecha preparada. Sus ojos iban de árbol en árbol, pendientes de cualquier movimiento.
—¿Dónde encontraste a mi hermano?
—Por aquí —contestó Giffel—. No está lejos. —Cruzó los restos del arroyo, y los otros lo siguieron, tensos y en estado de alerta. Se movían como fantasmas por el bosque muerto. Giffel se deslizó entre la maleza agostada durante unos quinientos pasos; luego se detuvo y apuntó.
Había un pequeño claro ante ellos, con una roca en el centro, erosionada al estar expuesta a los elementos. Al lado del peñasco se veía aún en el suelo la mancha oscura de la sangre de Corazón de Ciervo.
Cuervo Veloz se deslizó lenta, sigilosamente hasta la mancha. Se agachó al llegar a ella, examinándola, luego miró hacia los dos kenders y movió bruscamente la cabeza para que se unieran a él.
Los secuestradores de Canción de Luna eran ogros, y no habían intentado ocultar su rastro, o sea, que sólo tardó un minuto en encontrar las huellas. Había ramas partidas en los árboles y habían arrancado arbustos. También había sangre. Por lo menos uno de ellos estaba herido, casi seguro que por Corazón de Ciervo antes de que el joven guerrero cayera.
El rastro se dirigía hacia Kendermore, a los campamentos de la horda de ogros.
Cuervo Veloz miró a Giffel y a Kronn; ambos asintieron en silencio. El joven guerrero apuntó hacia adelante con su flecha preparada; entonces el trío empezó a avanzar. Se mantuvieron apartados del rastro, una docena de pasos a la derecha. Caminaron una legua, sin detenerse ni hablar. De repente, Cuervo Veloz se detuvo y se agachó. Tras él, también se pararon los dos kenders.
—¿Qué? —siseó Giffel.
—Ogros —respondió Cuervo Veloz, apuntando.
Los dos kenders miraron al frente y vieron unas formas oscuras entre los árboles, a poco más de cuarenta metros de distancia.
—Centinelas —dijo Kronn—. Son dos, debemos de estar cerca. —Moviéndose con rapidez empezó a desmontar su chapak.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió el Hombre de las Llanuras.
Kronn no contestó. Desenroscó el cabezal del arma, sacó la tapa de la culata y puso a un lado la cuerda enroscada que había dentro. Entonces giró el astil, y una chapa metálica que había en su interior tapó herméticamente por dentro los agujeros que servían para utilizarla como flauta.
—Dejad que me encargue de ellos —dijo al cabo, y soltó el arma para rebuscar en uno de sus múltiples saquillos—. Puedo hacerlo de forma discreta y eficaz.
Tras hurgar durante un momento, sacó una larga y estrecha caja de madera y levantó la tapa con bisagras. Dentro había una docena de finos dardos. Sacó dos y los sujetó entre los dientes mientras guardaba de nuevo la caja en el saquillo. Después, con sumo cuidado, extrajo un frasquito pequeño y oscuro. Con gesto serio, le quitó el tapón y mojó la punta de uno de los dardos en el contenido del frasco. La punta afilada salió impregnada de un líquido aceitoso negro. A continuación, hizo lo mismo con el segundo dardo.
Sujetando la cerbatana se arrastró hacia adelante a través de la maleza. Giffel y Cuervo Veloz lo vieron alejarse. Kronn cubrió la mitad de la distancia que los separaba de los ogros; se desplazaba de escondrijo en escondrijo con rápidos movimientos silenciosos. Finalmente, se detuvo tras un matojo repleto de agujas marrones. Puso uno de los dardos en el suelo, cargó el otro en la cerbatana y se llevó el arma a los labios. Apuntando hacia el más alejado de los dos ogros, inhaló profundamente, hinchó las mejillas y sopló.
La saeta hendió el aire, y se clavó en el cuello del ogro. La criatura se dio una palmada, como si fuera un mosquito, luego parpadeó dos veces, cayó de rodillas y se desplomó fláccido en el suelo.
Su compañero lo miró boquiabierto. Cuando quiso darse cuenta de lo que había pasado, Kronn ya había disparado su segundo dardo; hizo blanco en una pierna. Esta vez tuvo que pasar un poco más de tiempo para que el veneno se extendiera por la corriente sanguínea del segundo ogro; pero poco después de gruñir con asombro estaba muerto.
Kronn regresó gateando junto a sus compañeros y montó velozmente su chapak.
—Dudo que hayan apostado más de dos centinelas —murmuró—. Seguro que no esperan que venga nadie de esta dirección. Deberíamos tener el camino despejado.
***
Canción de Luna iba a la deriva por el borde de la conciencia. Su cabeza colgaba hacia un lado y luego al otro, y gemía de dolor. La mejilla derecha estaba muy magullada, y la sangre comenzaba a secarse sobre el labio inferior. Las costillas también le dolían mucho. Tenía vagos recuerdos de un ogro dándole una fuerte patada en un costado. Lo peor de todo, sin embargo, era la quemazón de sus muñecas.
Los ogros le habían atado las manos con una soga áspera y luego habían colgado esa misma soga de una estaca situada en el centro de su campamento. Ella había intentado resistirse, pero uno le había propinado un puñetazo y el mundo se había vuelto oscuro. En ese momento, mientras se debatía por recuperar la lucidez, ya no sentía los dedos, y sus muñecas ardían lacerantemente donde la soga las había dejado en carne viva.
Al cabo, consiguió abrir el ojo izquierdo; el derecho estaba demasiado inflamado. Durante un momento no pudo ver nada, y la intensidad de la luz vespertina llenó su dolorida cabeza con fuego.
Contó ocho ogros ante ella y oyó lo que le parecieron otros dos a su espalda. Algunas de las bestiales criaturas estaban de pie en el perímetro del campamento, vigilando el moribundo bosque que los rodeaba. Otro atendía la hoguera; cortaba tiras de carne de lo que parecía un delgado jabalí y las extendía sobre piedras calientes que estaban situadas cerca de las llamas. La peste rancia de la carne le provocó náuseas a Canción de Luna.
Los dos ogros más grandes eran también los que se encontraban más cerca de ella. Estaban discutiendo; se gritaban ferozmente en su áspero idioma gutural. No entendía las palabras, pero no le hacía falta. Se estremeció al darse cuenta de que discutían por ella.
La disputa se hizo más intensa y empezaron a empujarse. Finalmente, uno de los dos ogros golpeó al otro con el dorso de la mano. El segundo se tambaleó hacia atrás, se limpió la sangre de la boca y cerró los puños. El primero —un monstruo de piel de color castaño, cubierto con pieles y con la cara picada de viruelas— gruñó, y el segundo se quedó donde estaba.
El ogro de las viruelas se giró hacia Canción de Luna, con una mueca maliciosa, y se encaminó hacia ella.
—¡No! —suplicó Canción de Luna. El odio la embargaba.
Intentó resistirse. Hilillos de sangre corrieron por sus brazos cuando las sogas le rasparon las muñecas. El ogro picado de viruelas rió entre dientes y extendió una mano mugrienta hacia ella. Su fétido aliento hizo que le lloraran los ojos y jadeó de asco cuando sus dedos grasientos le tocaron el rostro.
—Bonita —gruñó.
Canción de Luna intentó gritar, pero el único sonido que salió de su garganta atenazada por el miedo fue un lamento agudo y estridente. El ogro de las viruelas echó atrás la cabeza y rió.
Entonces, bruscamente, quedó en silencio. Con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa, tambaleó adelante hacia ella, y luego se desplomó de lado en el suelo. Una flecha con plumas blancas vibraba aún en su nuca.
Los otros ogros miraron asombrados el cadáver, atónitos. Una segunda flecha hirió a uno en el pecho; atravesó el peto de cuero y se le clavó en el corazón. El monstruo sujetó débilmente el astil emplumado y cayó. Un tercer flechazo rozó el brazo del que atendía el fuego, e hizo que brotara la sangre.
Los ogros empezaron a gritar y agarraron sus mazas y hachas. Miraron enloquecidos a su alrededor, intentando descubrir al arquero entre los árboles. Una flecha golpeó a otro en un ojo, matándolo; pero el disparo dio a conocer la posición del arquero. Gruñendo de rabia, cargaron hacia el punto de donde partían las flechas.
Mientras cargaban, sin embargo, una lluvia de guijarros lanzados por hondas empezó a llover sobre ellos desde atrás. Cayeron dos ogros más por la andanada. Los otros miraban atónitos en derredor, inseguros de lo que debían hacer, y luego se dispersaron cuando cayeron más piedras sobre ellos. Dos cargaron hacia el bosque, contra el arquero. Otra pareja fue en la otra dirección, intentando descubrir al de la honda. El último se quedó en el campamento, y se situó al lado de Canción de Luna. Su rostro estaba lívido por el temor y la rabia.
Se interrumpió el tañido de la cuerda del arco y el silbido de los guijarros de la honda, y comenzaron ruidos de lucha a ambos lados del campamento, acero contra acero, cuando los ogros encontraron a sus atacantes. Unas voces gruñeron de dolor y el metal atravesó la carne. El ogro que estaba al lado de Canción de Luna miraba indeciso a su alrededor con los ojos abiertos de par en par. Le temblaba la mano que sujetaba la lanza.
Se estremeció de repente, y su cuerpo se puso rígido cuando algo lo golpeó por detrás. Se tambaleó durante un momento, y luego se estrelló, cuán largo era, contra el suelo.
Tras él había un alto y fornido kender, de corto cabello rubio. En su mano tenía una maza de pinchos, en cuya punta había una larga cuchilla. El filo relucía con la sangre del ogro muerto.
—¿Quién…? —comenzó a preguntar Canción de Luna.
El kender sacudió la cabeza y se acercó a ella.
—Más tarde —dijo. Asestó un tajo hacia la estaca, y la cuchilla cortó la soga. Canción de Luna cayó de rodillas con un gemido, y luchó por ponerse de pie.
—¡Giffel! —gritó otra voz. Un segundo kender entró en el claro, con un hacha ensangrentada en la mano.
Al ver las trenzas de color castaño que le enmarcaban el rostro y su vestimenta verde, Canción de Luna creyó reconocerlo.
—¿Kronn? —preguntó con voz queda.
—¡Hola, Canción de Luna! —dijo el kender. La saludó con la mano al correr hacia ella—. ¿Puedes andar? Mejor dicho, ¿puedes correr?
La joven bárbara lo contempló tratando de enfocar su vista nublada y luego asintió con un movimiento de cabeza.
—Bien. —Kronn miró hacia el otro extremo del campamento, en la dirección de la que habían venido las flechas—. Cuervo Veloz debe estar terminando con los otros dos ogros.
—¿Cuervo… Cuervo Veloz? —jadeó confusa Canción de Luna.
—Aquí mismo —dijo una voz cuando el joven guerrero entró en el claro. Enarbolaba el sable en una mano y un cuchillo en la otra. Ambos goteaban un líquido de color carmesí. Sonrió al verla—. Corazón de Ciervo nos contó lo que había pasado —explicó—. Vinimos por ti.
—Corazón de Ciervo —murmuró—. ¿Sigue vivo?
—Y a salvo en Kendermore —añadió Kronn—, que es donde te vamos a llevar a ti.
Sonaron más ruidos por el campamento. Otros ogros atravesaban ruidosamente el bosque, emitiendo sus guturales gritos de guerra. Cuervo Veloz echó un vistazo rápido a su alrededor.
—Maldita sea —blasfemó—. Han ido más deprisa de lo que pensaba. Tenemos que salir de aquí.
—¡De vuelta al oeste! —gritó Giffel, enarbolando su maza con cuchilla—. ¡Hacia el arroyo!
Salió corriendo a través del bosque. Kronn agarró la mano de Canción de Luna y tiró de ella. Le ardían las piernas al correr, pero el miedo la mantuvo de pie. Cuervo Veloz iba detrás, cubriéndoles las espaldas mientras corrían.
El ruido de la persecución los espoleaba en su carrera por el bosque. Al mirar hacia atrás, vieron las formas oscuras de los perseguidores. Una docena o más de ogros había encontrado el rastro; aullaban su sed de sangre mientras corrían ruidosamente por el bosque.
Los fugitivos jadeaban y resollaban, saltando rocas y árboles caídos mientras corrían. Los ogros se detuvieron cuando se toparon con los centinelas que Kronn había matado con la cerbatana, pero enseguida reanudaron la persecución, enarbolando las armas.
—¿Cuánto queda? —preguntó entre jadeos Cuervo Veloz. Los ogros estaban a menos de doscientos metros de distancia tras ellos. El joven guerrero podía ver la furia en los ojos de las bestias.
—Tres kilómetros —contestó sin aliento Giffel.
Kronn y Cuervo Veloz intercambiaron miradas; compartían la misma desagradable idea. Los ogros los alcanzarían antes de que pudieran recorrer dos kilómetros. Corrieron más deprisa; Kronn arrastraba tras él a Canción de Luna. La joven sollozaba de forma incoherente, y las lágrimas se derramaban por su rostro mientras avanzaba dando traspiés detrás del kender.
Corrieron otro kilómetro y medio, pero entonces Canción de Luna tropezó con una raíz saliente y cayó. Kronn se detuvo bruscamente, y Cuervo Veloz y él intentaron ponerla de pie. El retumbar de las pisadas de los ogros se acercaba más y más cada segundo que pasaba.
Cuervo Veloz no oyó el suave zumbido de la jabalina que hendió el aire. Le golpeó en la parte posterior de la rodilla, atravesándole la pierna. Cayó al suelo con un grito.
—¡No! —chilló Kronn.
Cuervo Veloz se giró y arrancó la lanza de su pierna. Sangre fresca manó de la herida, y apretó los dientes en un intento de ponerse de pie. Sin embargo, cuando intentó dar un paso, le falló la rodilla y estuvo a punto de caer. Gimió de dolor. Los ogros arrojaron más jabalinas, que cayeron a su alrededor.
Entonces, Cuervo Veloz miró a Kronn con expresión inflexible.
—Marchaos —dijo.
—Cuervo Veloz. —El semblante de Kronn traslucía igual dureza.
Una lanza se clavó en el suelo a los pies de Canción de Luna, que la miró de hito en hito, sin alcanzar a comprender su significado.
—¡Marchaos! —bramó Cuervo Veloz—. ¡Volved a Kendermore! Yo intentaré frenarlos. ¡Ahora, Kronn!
Obediente, Kronn agarró la mano de Canción de Luna y corrió para unirse a Giffel.
Cuervo Veloz contempló su marcha, luego se giró, arrastrando su pierna lesionada, para enfrentarse a los ogros. Levantó los brazos a fin de atraer su atención.
—¡Aquí! —gritó.
Los monstruos arrojaron sus últimas jabalinas, pero con muy poca puntería. Entonces se detuvieron, la docena completa, y miraron fijamente al herido Hombre de las Llanuras. Lo rodearon con cautela y empezaron a reír.
—Malditos seáis todos —rezongó Cuervo Veloz, enarbolando su sable—. ¿Quién va ser el primero?
Un bruto inmenso dio un paso al frente, riendo entre dientes con una mueca maliciosa. En su zarpa carnosa tenía una espada que un humano no hubiera podido levantar con una sola mano. Su rostro esbozó una sonrisa, mostrando una boca repleta de dientes negros.
—Vamos —gruñó Cuervo Veloz.
Tras cubrir la distancia entre sus compañeros y el joven Hombre de las Llanuras con dos grandes pasos, el ogro alzó su espada y descargó un violento tajo de arriba abajo. Cuervo Veloz levantó su sable para frenar el golpe, y el choque del arma contra la suya le dejó todo el brazo entumecido. Se tambaleó hacia atrás y estuvo a punto de caer cuando le falló la pierna; luego recobró la postura y arremetió. Apuñaló hacia arriba con su sable en un intento de perforar las placas de la armadura de su contrincante. El ogro frenó fácilmente el golpe con su espada y atizó un puñetazo a Cuervo Veloz en la cara con su mano libre.
Fue como si un sol brillante explotara en la cabeza del Hombre de las Llanuras, que escupió dientes y sangre en el suelo.
—Tendrás que hacerlo mejor, bastardo —gruñó.
El ogro alzó la inmensa espada sobre su cabeza por segunda vez. De nuevo, Cuervo Veloz levantó el sable para repeler el golpe. Chocó acero contra acero.
Entonces, la hoja de acero del Hombre de las Llanuras voló por el aire, quebrada por la violencia del ataque del ogro, y Cuervo Veloz sintió cómo el arma del monstruo se le clavaba en el hombro derecho y le atravesaba la clavícula. Oyó que caía algo pesado y golpeaba contra el suelo; una parte distante de su mente le informó de que era el brazo con el que había sostenido la espada.
Cayó, con el nombre de Amanecer Resplandeciente en los labios.
***
En su lecho de enfermo, Corazón de Ciervo lloraba. En los rostros de Paxina y Catt relucían también lágrimas de congoja. Riverwind estaba muy quieto, el rostro ceniciento, con los puños cerrados a los costados. Kronn inclinó la cabeza, inhaló profundo y soltó el aire entre labios apretados.
—Estuvimos esperando en la entrada de los túneles —dijo con voz queda el kender—. No sé, pensé que quizá, de algún modo, lo conseguiría. Pero cuando vimos a los ogros atravesando el bosque, Giff tuvo que cerrar la roca, y volvimos a Kendermore. —Alzó la mirada del suelo, girando la cabeza hacia la silla que estaba al lado de la ventana—. Amanecer Resplandeciente, lo siento.
La joven bárbara estaba rígida y tenía los ojos azules nublados. La única parte de su cuerpo que se movía eran las manos, que jugueteaban con la flecha que le había dejado Cuervo Veloz.
No lloraba.
Cuando Riverwind vino a ella y le contó dónde había ido Cuervo Veloz y por qué, se había puesto furiosa con todos: con su padre, con Cuervo Veloz, con Canción de Luna, consigo misma. En su ira, había estado a punto de bajar a los túneles para seguirlo, pero Riverwind la había sujetado hasta que recuperó en parte la tranquilidad.
—Se sacrificó por nosotros —declaró Kronn—. Si no los hubiera distraído, los ogros nos habrían cogido antes de que pudiéramos llegar al arroyo de Chesli.
—Tendría que haber ido yo —dijo lentamente Riverwind—. ¡Oh, Mishakal…! Ocupó mi lugar.
—Es culpa mía —disputó Kronn—. Yo lo abandoné allí.
—No. —La voz de Amanecer Resplandeciente era tan frágil como un viejo pergamino. Se incorporó, entumecida por la congoja—. La decisión fue suya. No os culpéis ninguno de los dos.
El viejo Hombre de las Llanuras miró a su hija y vio el vacío de su mirada. Con los ojos relucientes a la luz de las lámparas, extendió una mano hacia ella. Con un sonido inarticulado, Amanecer Resplandeciente rechazó su amable contacto. Se giró y cruzó el umbral de la puerta, que cerró tras ella con un portazo.
***
Casi estaba amaneciendo cuando Riverwind la encontró, encaramada en la muralla occidental de Kendermore. Miraba fijamente la línea oscura del bosque mientras el cielo tras ella adquiría tonalidades doradas que anunciaban el amanecer. Seguía teniendo la flecha entre sus manos.
—Amanecer Resplandeciente —llamó con voz queda el viejo Hombre de las Llanuras, encaminándose hacia ella por la pasarela.
Su hija no contestó. Riverwind abrió la boca para pronunciar de nuevo su nombre, pero, antes de que pudiera hablar, la cabeza de la muchacha se dobló y sus piernas cedieron. Riverwind estuvo a su lado antes de que pudiera caer. La cogió entre sus brazos y la sujetó contra él. Unos sollozos desgarradores la sacudieron, mientras las lágrimas que llevaba toda la noche intentando reprimir manaron de repente.
—Amanecer Resplandeciente —murmuró el viejo Hombre de las Llanuras, acariciándole el dorado cabello—. Mi niña, mi alba.
—No me dijo adiós —gimió ella—. Eso es lo peor. Eso, y saber que Canción de Luna estaría muerta si no hubiera hecho lo que hizo. Ahora nunca lo volveré a ver.
—Lo harás —dijo solemnemente Riverwind—. Algún día.
Su hija alzó la cabeza con ojos acusadores.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió con voz firme—. ¡Los dioses se han ido, padre! ¿Cómo puedes estar seguro de que volveremos a estar juntos tras la muerte? ¿Cómo puedes estar seguro de que hay algo aguardándonos?
—Lo sé, hija —le contestó. Un espasmo de angustia recorrió su rostro—, porque tengo fe. Los dioses no se habrían ido sin asegurarse de que nuestros espíritus fueran cuidados tras la muerte. En el fondo de mi corazón prefiero creer que los veré de nuevo a todos: a mi abuelo, Sturm, Flint, Tanis, Tas… Y Cuervo Veloz nos estará aguardando también.
—Ojalá tuviera yo tu fe, padre —dijo Amanecer Resplandeciente, sacudiendo la cabeza.
—La tendrás cuando desaparezca tu dolor —contestó Riverwind, apuntando hacia el cielo—. ¿Ves esa estrella?
La joven alzó la vista al cielo, renuente. La mayoría de las estrellas habían desaparecido con el resplandor violeta que antecede al amanecer, pero una luz persistía más que las otras. Relucía roja, como una brasa caliente, sobre el horizonte del norte.
—Paxina me contó que los elfos de Silvanesti le han dado un nombre —dijo Riverwind—. La llaman Elequas Sori, el Centinela de la Oscuridad. Dicen que mirarla es conocer la paz, saber que no estamos solos.
Amanecer Resplandeciente miró largo tiempo a la estrella roja, y finalmente se relajó en brazos de su padre. Riverwind la apartó suavemente, sonriendo con amabilidad.
—Deberías ir con tu hermana, hija —le dijo—. Canción de Luna querrá verte cuando despierte. Pero primero… Te he traído algo.
Alargó una mano por encima del hombro y se quitó el arco de la espalda. Sin palabras, se lo ofreció a Amanecer Resplandeciente. Ella lo miró un momento y entonces su mirada se posó sobre la flecha de Cuervo Veloz. Su punta de acero brillaba con la luz de la mañana. Tomó el arco de su padre, encajó la flecha en la cuerda y apuntó hacia la pradera. Entonces disparó.
La flecha voló lejos, elevándose contra un cielo cada vez más fulgurante.