Malystryx dormitaba en su nido en las profundidades del Mirador del Mar Sangriento; en el sueño estaba matando, y su cuerpo serpentino se estremecía y retorcía en tanto que su respiración salía en rápidos resoplidos, cual un inmenso fuelle que aventaba los fuegos de forja de su vientre. A su alrededor flotaban volutas de humo que se arremolinaban con los movimientos trepidantes de sus alas. Las garras rascaban el suelo, marcando la piedra con largos surcas paralelos.
—Señora.
Aun estando profundamente dormida, oyó la voz de Yovanna. Enfadada, se obligó a despertarse y a olvidar sus sueños sangrientos. Entreabrió un ojo dorado, mirando fijamente a la figura ataviada con una túnica negra que estaba en el balcón situado sobre ella. Yovanna sostuvo calmosamente la siniestra mirada desde las profundidades de su capucha.
—Sabes que no debes despertarme —siseó Malys.
—No lo habría hecho, señora —dijo Yovanna—, si no me hubiera parecido urgente. Ha venido El Tuerto.
Una llamarada de fuego salió de las fauces de Malystryx y abrasó la piedra. Alzó la cabeza para mirar a la figura vestida de negro.
—¿Kurthak? —preguntó el dragón—. ¿Por qué ha dejado Kendermore?
—No me lo quiso decir, señora. Insistió en hablar contigo.
Con un resoplido de impaciencia, Malystryx se estiró lentamente, extendiendo su sinuosa forma.
—No deberías haberme molestado, Yovanna. Ese idiota podría haber esperado hasta que yo despertara.
—Ésa era mi intención, señora —contestó con cuidado Yovanna—. Pero llegó hace tres días y has estado dormida todo este tiempo. Pensé que preferirías verlo ahora, para que pueda regresar a su puesto.
El dragón desplegó las alas, agitándolas muy lentamente para desperezarse.
—Muy bien —dijo con voz áspera—. ¿Dónde está? Dentro de la montaña no, espero.
—Los dejé a él y a su compañero en una loma, situada a una legua al oeste de aquí.
Malystryx no habló nada más con su sierva. Tensó los músculos y dio un salto casi vertical, impulsada por unas patas que eran como muelles. Sus alas batieron lentamente al pasar hacia arriba ante Yovanna, y las garras estiradas se cerraron sobre el borde rocoso del pozo. Con la facilidad habitual, se alzó sobre el saliente, y se retorció por el conducto de la roca, alejándose del nido. Era bastante estrecho, y las paredes irregulares le rasparon la piel mientras se deslizaba por él. No había sido así cuando reclamó para sí el Mirador del Mar Sangriento como guarida, pero de eso hacía bastante tiempo. Malys había crecido mucho desde entonces. Había habido muchos otros dragones con los que alimentarse.
La luz diurna brillaba allá arriba, al final del pozo, un punto azul en medio de la negrura de la piedra. Se lanzó hacia esa luz, y sacudió tras ella la inmensa cola. Poco después surgía por la boca de un conducto de ventilación de la ladera del volcán, al igual que sale una mariposa de su crisálida. Dejó veloz el agujero, alejándose de la montaña, y sus alas membranosas atraparon el aire caliente de las corrientes térmicas que ascendían entre las irregulares colinas que rodeaban el Mirador del Mar Sangriento.
Mientras volaba contempló La Desolación, el territorio que había creado. Se tornaba más yermo con el paso del tiempo; incluso entonces, tras sólo unos días de sueño, se notaba que había cambiado la tierra. Unos llanos de barro se habían secado y cuarteado. Las últimas hierbas resistentes se habían marchitado, y finalmente habían quedado reducidas a polvo. Al este, una espesa columna de humo y cenizas marcaba el nacimiento de un nuevo volcán. Contempló La Desolación con orgullo mientras ascendía más y más sobre ella. Entonces, tras emitir un chillido exultante, descendió de nuevo hacia una estrecha cresta de roca marrón que unía dos elevados picos, cual inmensos colmillos. Se lanzó en picado, con el cálido viento zarandeándole el cuerpo, y vio dos figuras encaramadas en lo alto de la cumbre. Mostrando sus inmensas fauces descendió en esa dirección.
Los dos ogros contemplaron su descenso, boquiabiertos y asombrados, mientras bajaba directamente hacia ellos. Chilló, y los dos grandes brutos se taparon los oídos. Se agacharon cuando pasó sobre sus cabezas, surcando el aire a poco más de tres metros de las rocas del risco. Malys rió burlona e hizo un viraje, viendo cómo se ponían de nuevo de pie. Se dio la vuelta, descubrió un gran saliente rocoso en la cumbre más cercana y batió con fuerza las alas hacia él. Aterrizó suavemente en la piedra, después de comprobar que aguantaría su gran peso. Así fue, y la Roja plegó las alas y miró fijamente a los ogros.
Estaban a casi ochocientos metros de distancia, un corto tramo que el dragón podría haber cubierto en unos pocos segundos, pero dejó que fueran los dos ogros quienes vinieran a ella. Pocos minutos después, Kurthak y Baloth se arrodillaban ante Malys.
—Desgraciado —gruñó al jefe supremo—. ¿Has olvidado cuál es tu puesto? Debería quemarte ahora mismo. —Inhaló una larga y lenta bocanada, y se oyeron los chisporroteos de las llamas en su garganta.
Baloth se acobardó, con el rostro crispado por el terror, pero Kurthak controló la casi abrumadora intensidad del miedo al dragón y le sostuvo la mirada.
—Harías bien en no hacer eso —le dijo El Tuerto—. Traigo noticias que debes saber.
—¿De veras? —Malys inclinó la cabeza, y su lengua bífida entró y salió repetidamente entre sus dientes—. ¿Qué información es tan importante para que abandones a tu propio ejército para traérmela? ¿A quién has dejado al mando? ¿Al inútil adalid? Veo que has traído otro perro para hacerte compañía —añadió, mirando fijamente al ogro calvo.
Baloth reculó un paso, inseguro, pero Kurthak lo agarró del brazo para impedir que huyera.
—Tragor comanda la horda, sí —contestó al cabo El Tuerto sin elevar el tono—. Sólo tiene que mantenerlos donde están hasta que yo vuelva. Respecto a la noticia que traigo es ésta: Riverwind de Que-shu está entre los kenders.
El silencio se adueñó del risco, roto sólo por el silbido del aire caliente entre las rocas y el ruido sordo de la tierra que temblaba bajo sus pies. El ogro y el dragón siguieron frente a frente, sin articular palabra. Entonces, Malys alzó la barbilla y mostró de nuevo los dientes.
—¿Quién? —preguntó.
—Riverwind de Que-shu —repitió Kurthak, parpadeando sorprendido.
Malys golpeó la ladera de la montaña con la cola. El impacto desprendió varias rocas de la cumbre y las lanzó rodando por la cuesta.
—No conozco a ese hombre —dijo, con tono aburrido—. ¿Quién es para que su mera presencia en Kendermore te haga abandonar tu puesto?
—Es un Héroe de la Lanza —contestó Kurthak.
—¿Un… qué?
El Tuerto miró de hito en hito y sin habla al dragón; entonces, entrecerró los ojos haciendo un esfuerzo por entender el chiste. Se dio cuenta, sin embargo, de que Malys hablaba en serio.
—¿Nunca has oído hablar de los Héroes de la Lanza? —preguntó, incrédulo—. ¡Pero si son conocidos en todo Ansalon!
—Yo no soy de Ansalon —contestó Malystryx—. Y me importan poco las leyendas de los mortales. El tal Riverwind es sólo un hombre, y no me preocupa ni poco ni mucho. No deberías haber abandonado a tu ejército, Tuerto. No vuelvas a hacerlo aunque aparezcan por Kendermore más de tus preciosos héroes.
Sorprendido por su intransigencia, Kurthak no pudo, hacer nada más que inclinar de forma reverente la cabeza.
—Sí, Malystryx.
—Muy bien —le dijo—. Ahora, ven aquí, Tuerto. Tengo un regalo para ti.
Kurthak avanzó; sus piernas se movían en contra de su voluntad. Intentó detenerse, pero siguió yendo hacia adelante hasta que estuvo a menos de diez metros de Malystryx. Hizo una mueca al sentir el calor que emanaba del inmenso cuerpo del dragón.
—Arrodíllate —le ordenó.
La palabra se adueñó de su mente, eliminando cualquier posibilidad de resistencia, y Kurthak cayó de hinojos. Grácilmente, la Roja extendió un largo dedo y tocó con la punta el centro de la frente del ogro. Baloth miró a otro lado, convencido de que la garra del dragón iba a atravesar el cráneo de Kurthak.
El roce de Malys, sin embargo, fue suave, casi una caricia. Mantuvo el contacto con la piel y susurró palabras en un extraño idioma que el ogro no comprendió. El aire hervía con energías ocultas y El Tuerto se tensó cuando la magia lo envolvió y penetró en él.
Inhaló una larga y lenta bocanada a la par que se estremeció. Su ojo bueno se puso vidrioso, tan sin vida como la cuenca vacía que había alojado su pareja. Sus labios formaron palabras, pero de su boca salió sólo la voz sibilante del dragón.
—Mi mente es la tuya —dijo Malystryx, cuya voz salía de dos bocas a la vez—. Estoy en tus pensamientos, Tuerto. Puedo ver el interior de tu mente. Y tú estás en la mía. Si vienes de nuevo al Mirador del Mar Sangriento, te destruiré. Pero —su voz se tornó acerba con ironía— si crees necesario avisarme de otra cosa, sólo necesitas llamarme con la mente. Nuestros pensamientos están entrelazados. Yo puedo hablar contigo, y tú conmigo, a pesar de que nos separen más de ciento cincuenta kilómetros.
»Deberás estar atento a mi llamada, Tuerto —continuó el dragón—. Llegará el momento en que acabe la magia que estoy haciendo sobre el bosque Kender. Te diré cuándo debes atacar. Los kenders serán tuyos y podrás hacer con ellos lo que quieras, y su bosque será mío para moldearlo de nuevo a mi antojo. Crearé una nueva guarida, una cumbre que supere incluso al Mirador del Mar Sangriento, en el lugar en el que ahora se encuentra Kendermore.
El dragón y el ogro sonrieron ante estas palabras. Después, Kurthak respiró hondo.
—No lo entiendo —murmuró el ogro con su propia voz—. ¿Por qué no los atacas tú misma?
—Sí, podría hacerlo —dijo el dragón—, pero prefiero que no sea así aún. Debo guardar energías, Tuerto.
—¿Por qué? —preguntó Kurthak.
—Para moldear la tierra, como ya te dije —contestó el dragón—. Para contaminar el bosque Kender, y a los kenders. Pero además hay otra razón, una que sólo conocemos Yovanna y yo. ¿Te la cuento, Tuerto?
—Sí, por favor.
Los labios de color carmesí del dragón se curvaron en una sonrisa cruel y burlona. Los de Kurthak también.
Alejado de ellos, olvidado por ahora, Baloth cerró con fuerza los párpados y gimió lastimeramente mientras hablaba Malystryx.
***
Los atacantes abordaron la base de la muralla, aullando su sed de sangre. Sobre las almenas, los kenders corrían para repeler la agresión. Órdenes impartidas a gritos resonaron por el aire, a la par que los defensores de Kendermore corrían de aquí para allá, arrojando desperdicios y escombros sobre los invasores. Al pie de los muros, los atacantes se tambaleaban bajo la lluvia de proyectiles y yacían inmóviles en el suelo. Los kenders encaramados en la muralla gritaban de alegría cada vez que caía un enemigo que no volvía a levantarse.
—¡Los calderos! —bramó con voz áspera Brimble Pluma Roja. Su rostro arrugado estaba congestionado de tanto gritar—. ¡No os limitéis a arrojarles cosas! ¡Usad los calderos!
Siguiendo la orden, docenas de kenders corrieron hacia varios inmensos recipientes de hierro forjado que había sobre la muralla. Los calderos, que habían sido traídos de los múltiples salones de fiestas de Kendermore y subidos con poleas, eran tan grandes como para albergar suficiente estofado de judías para alimentar a más de cien kenders. Hoy, sin embargo, estaban llenos hasta el borde con algo que no era estofado.
—¡No los toquéis! —gritó Brimble cuando varios kenders acercaron a los calderos las manos desnudas con curiosidad—. ¡Os quemaréis los dedos, zoquetes! Están hirviendo, ¿recordáis?
Los kenders retiraron al instante las manos, poniendo una mueca avergonzada por lo que habían estado a punto de hacer. Uno de ellos se atrevió a decir que lo sentía.
—¡No lo sientas, cabeza hueca! —bramó Brimble como respuesta. Hizo un ademán con el pulgar hacia la parte inferior de la muralla, donde los atacantes seguían avanzando—. ¡Arrojadles el líquido! ¡Ahora!
—¡Vale! —respondieron los kenders. Agarrando palancas que había sobre la pasarela superior y trabajando en equipos de veinte, levantaron los calderos. Con los músculos hinchados y los dientes apretados, gruñendo por el esfuerzo, inclinaron las inmensas ollas por el borde de la muralla. El contenido de los calderos chapoteó contra los bordes.
—¡Arriba! —gritaron, más o menos al unísono.
Apoyándose sobre las palancas, volcaron los calderos aún más. El líquido empezó a derramarse de las ollas, primero fueron chorrillos, pero luego se convirtió en aluviones que empaparon a los atacantes que estaban debajo. Aullando de dolor, los asaltantes de la pared cayeron al suelo. Se retorcieron durante un rato en el barro, y luego se quedaron inmóviles.
Pero no era suficiente. Los atacantes seguían avanzando, y más chatarra llovió sobre ellos desde las murallas.
—¡Eso es! —gritó Brimble—. ¡Seguid con ello! ¡No os paréis para verlos caer! ¡Tirad más cosas!
De repente, un nuevo coro de aullidos resonó en la base de la muralla. Avanzó otra ola de atacantes, pero éstos llevaban largas escaleras. Cargaron contra la pared, gritando de forma salvaje, y aunque los kenders de las almenas hicieron caer a muchos mientras corrían, más de la mitad consiguió evitar la lluvia de objetos arrojados por los defensores. Una docena de escalas se incrustó en la tierra y trazó un arco hacia la parte superior de la muralla. Los ogros saltaron sobre las escalas antes incluso de que estuvieran en su sitio; enarbolando las armas, subían los peldaños de dos en dos.
—¡Paradlos! —gritó Brimble—. ¡Tomarán la muralla! ¡Moveos!
Los defensores agarraron horcas, podaderas y otras varas largas, y las usaron para empujar la parte superior de las escalas a fin de retirarlas de la muralla. Una por una, volcaron las escaleras, que trazaron un arco hacia abajo y se estrellaron contra el suelo.
Sin embargo, no fue suficiente. Dos de las escalas se mantuvieron en posición el tiempo necesario para que los atacantes llegasen hasta arriba. Rápidamente, se deshicieron de los defensores, pues llegaban más por momentos. Los defensores recularon, obligados a ceder cada vez más terreno.
—¡Vamos, desgraciados inútiles sarnosos! —bramaba Brimble—. ¡Mantenedlos a raya! ¡Contenedlos, o tomarán toda la maldita muralla! Moveos u os…
Al punto, uno de los atacantes atravesó la fila de defensores de la muralla y avanzó a la carga por las almenas. Antes de que nadie lo pudiera detener o saber incluso lo que hacía, agarró a Brimble y lo arrojó de la muralla. El viejo kender aulló furioso, blasfemando incluso contra el propio aire mientras caía.
Los kenders de la pasarela contemplaron su caída, pero los atacantes no. La titubeante defensa se derrumbó. Los atacantes subieron en gran número por las escalas y se dispersaron por las almenas; derribaban a los defensores de Kendermore o los arrojaban de la pasarela. Pronto no quedaron nada más que atacantes sobre la muralla.
—¡Alto! —gritó Riverwind desde lo alto de las almenas.
En ese momento, cesó el ataque.
—Vale, levantaos todos —ordenó el Hombre de las Llanuras—, incluso los que estáis muertos. Vamos.
Los kenders que yacían inmóviles sobre la pasarela o en el patio de abajo se incorporaron doloridos, y empezaron a limpiar el desorden creado por el ataque. Rasparon la pulpa roja de los melones kurpa que habían arrojado los kenders de la muralla, y fregaron el agua que había chorreado de los calderos. Los que habían recibido de lleno el diluvio de líquido escurrieron sus copetes y se limpiaron el barro del rostro y las ropas.
Todos hablaron a la vez. Los temas principales consistían en lo divertidos que eran los juegos de guerra de Riverwind, lo interesante que resultaba imaginar que estaban asediados y lo extraño que les parecía que el asedio fuera por dentro de la muralla cuando en realidad se produciría por fuera.
Riverwind y Brimble llevaban tres semanas haciendo ejercicios de instrucción. Una brigada de kenders asaltaba el interior de la muralla mientras otra intentaba rechazarlos. Las cosas no iban bien.
Frunciendo el ceño con amargura, Brimble Pluma Roja luchó por salir del pajar sobre el que había aterrizado en su caída. Farfullaba para sí mismo, entresacándose pajas del cabello en tanto ascendía por las escaleras hasta las almenas. Fue al encuentro de Riverwind, que estaba de pie, serio, con los brazos cruzados.
—¡Vale! —rezongó Brimble—. ¡Escuchadme todos!
Unos pocos kenders se callaron, pero la mayoría siguió charlando, presumiendo de lo bien que habían luchado y burlándose de aquellos que habían muerto.
Brimble rebuscó en el saquillo del cinturón, sacó un silbato de latón y sopló tan fuerte como pudo. La aguda nota del silbato hendió el aire como un sable. Incluso así, Brimble tuvo que silbar dos veces más antes de conseguir que hubiera algo parecido al silencio.
—Esta vez fue un poco mejor —anunció Riverwind con un suspiro.
Los kenders se vitorearon.
—¡Callaos todos! —bramó Brimble como respuesta.
—Sin embargo, perdisteis la muralla —continuó el Hombre de las Llanuras—. Pensad en lo que eso significaría si hubieran sido ogros en vez de kenders los que atacaban. Estaríais muertos, y la horda de Kurthak avanzaría libremente por Kendermore, matando a vuestras familias y quemando vuestros hogares.
»Esto puede pareceros un juego —añadió Riverwind—, pero no lo es. Tenéis que hacer las cosas bien, o moriréis cuando ataquen los ogros.
Los kenders se miraban fijamente los zapatos. Al lado de Riverwind, Brimble gruñía exasperado. El Hombre de las Llanuras puso una mano sobre el hombro del viejo veterano e hizo un ademán tras él, hacia la pradera.
—Todo Kendermore depende de vosotros para frenar a esa horda que está allí afuera. No hay lugar para errores o chapuzas. Ahora, podéis descansar todos durante una hora y luego volveremos a empezar.
Gruñidos de agotamiento se elevaron a su alrededor cuando Riverwind se giró y avanzó a grandes pasos por las almenas, siguiendo la pasarela hasta donde se hallaban Paxina y Kronn. Estaba pálido y ojeroso, y tenía el cabello blanco pegado a la frente por el sudor. De forma involuntaria, apretó la mano contra su vientre.
—¿Te encuentras bien, Riverwind? —preguntó Paxina.
El Hombre de las Llanuras la miró fijamente, y retiró la mano crispada sobre el abdomen al acercarse a ella.
—Perfectamente —murmuró el viejo guerrero.
Vio la preocupación en sus ojos, y miró irritado hacia el bosque Kender. Al otro lado de la pradera, las altas figuras de los ogros se movían constantemente por sus campamentos. Las rugientes voces bestiales llegaban hasta las murallas.
—Desde luego, se lo están tomando con calma —comentó Kronn—. ¿Son igual de aburridos todos los asedios?
—La mayoría, sí —contestó Riverwind con una sonrisa—. La batalla concluyó con rapidez en Kalaman, pero he oído hablar de asedios que han durado meses, incluso años.
—Años —repitió Paxina, pensativa—. No podremos aguantar tanto tiempo. Apenas tenemos alimentos para resistir el invierno, aunque los racionemos.
—Yo no me preocuparía demasiado por eso —respondió Riverwind—. Dudo que los ogros tengan tanta paciencia. Vendrán bastante pronto. Sólo espero que tengamos tiempo suficiente para prepararnos. —Se giró, mirando a lo largo de la muralla. Brimble Pluma Roja estaba arengando a los otros kenders; intentaba tenerlos listos para el siguiente ejercicio de instrucción. Riverwind emitió un profundo suspiro.
—Estarán preparados —le dijo Kronn al Hombre de las Llanuras—. Los he estado observando, especialmente durante los últimos días. Están mejorando mucho, sólo que no tan aprisa como debieran.
—Además, esos ejercicios que estás haciendo no te dan idea clara de cuál puede ser el resultado —intervino Paxina—. Los melones hacen un buen papel como piedras, y el agua de los calderos está muy bien, pero también los tenemos a ellos. —Hizo un ademán con la cabeza hacia la base de la muralla, donde habían improvisado un campo de tiro con arco. Los kenders se turnaban para disparar flechas contra unos muñecos. Más de la mitad de las saetas hacía impacto en lugares que habrían matado a un hombre o a un ogro. Al verlos disparar, Riverwind se asombró de la habilidad de los arqueros.
A unas manzanas de distancia, había un segundo grupo de kenders que formaba una fila enfrente de una línea de catapultas. Riverwind observó cómo cargaban guijarros en las tiras de cuero de sus jupaks, y las mantenían preparadas. Transcurrió un momento y los brazos de las catapultas salieron despedidas hacia adelante, lanzando al aire una andanada de discos de barro. Uno por uno los kenders dispararon las jupaks, arrojando los guijarros contra los discos. Hicieron añicos las dianas, y cayó una lluvia de esquirlas sobre el suelo.
El viejo Hombre de las Llanuras asintió pensativo, contemplando cómo los lanzadores gritaban de alegría mientras los operadores de las catapultas preparaban los artilugios para lanzar otra andanada.
—Es verdad —dijo Riverwind—. Los arqueros y lanzadores de jupak matarán a muchos ogros antes de que se acerquen a las murallas. Pero aun así… —Se encogió de hombros, mirando de nuevo hacia el bosque Kender.
—¿No crees que podamos conseguirlo? —preguntó Kronn.
Riverwind no contestó. Miró por encima de la pradera.
—Pronto, el bosque estará muerto —observó al cabo.
Durante las semanas que habían transcurrido desde su llegada, el tiempo había seguido empeorando. El calor se había tornado tan seco e intenso como un horno. Los vientos que barrían la ciudad eran más parecidos a los sirocos que secaban las arenas de Khur que a las rachas lluviosas que Paxina decía que eran normales en el otoño de Goodlund. El año anterior, había llovido durante dos tercios del mes de Frío Crudo, incluido un período de nueve días sin sol. Ese año, sin embargo, estaban a finales de Frío Crudo y no había caído una sola gota.
Paulatinamente, mientras seguía la sequía, la pradera de hierba del otro lado de la muralla había pasado de ser dorada al tono entre marrón y gris de las cenizas. Después, se había marchitado la hierba; sólo quedaba tierra yerma y desnuda. Aparecieron piedras en el suelo donde antes no había habido nada. Cuando murió la hierba, se empezaron a transformar los árboles. Las hojas plateadas y verdes habían cambiado de color, pero no adquirían tonalidades rojas y doradas, como era normal en el otoño del bosque Kender, sino que se tornaban marrones y arrugadas; muchas quedaron reducidas a polvo antes de tener la oportunidad de caer. En ese momento, los árboles estaban deshojados y grises, muertos o moribundos.
Y el olor azufrado era cada vez más intenso.
—La magia del dragón —murmuró Paxina, cuyo rostro estaba embargado de emoción mientras contemplaba los restos secos del bosque Kender—. Oí decir que las llanuras Dairly se volvieron así cuando Malystryx empezó a atacar a los humanos que allí había. Ahora, por lo que me cuentan, ya no hay llanuras Dairly, sólo montañas y desiertos.
—Desolación —murmuró Riverwind.
—Incluso si vencemos a los ogros cuando nos ataquen, ¿cómo podremos detener esto? —preguntó Kronn, con ojos tristes.
—Derrotando al dragón —dijo el Hombre de las Llanuras.
—Pero ¿cómo? —inquirió Paxina—. ¡Le dijiste a Kronn que jamás habías vencido a un dragón!
—Y Malys es más que un dragón cualquiera, ¿sabes? —intervino Kronn—. La vi cuando quemó Vera del Bosque y mató a nuestro padre. Es increíblemente enorme.
—Por lo que cuentan los supervivientes de Sauce Trenzado —añadió Paxina—, mide casi cincuenta metros de largo. ¿Cómo vamos a matar a una criatura tan grande?
—No dije matar —contestó Riverwind, con el ceño fruncido mientras pensaba—. Dije derrotar. Tiene que haber alguna forma de vencerla aunque no podamos matarla. Sólo hemos de descubrir su punto débil.
—¡Oh! —dijo Kronn—. Pero ¿cómo vamos a averiguar lo que…?
Antes de que pudiera terminar su pregunta, sin embargo, sonó un alboroto procedente del patio. Alguien corría hacia ellos agitando los brazos. Al mirar hacia abajo, el Hombre de las Llanuras y los Thistleknot vieron que se trataba de Giffel Trino de Pájaro.
—¡Riverwind! —gritó el kender alto, cuyos saquillos botaban con cada paso que daba—. ¡Kronn! ¡Pax! —corrió con paso vivo hacia el muro y subió las escaleras de dos en dos y de tres en tres.
—¿Giff? —preguntó Kronn—. ¿Cuál es el problema? ¿Ha pasado algo en los túneles?
—No —respondió el gran kender, jadeando por el esfuerzo cuando llegó finalmente a la parte alta de las escaleras. Se recostó pesadamente contra una almena—. Quiero decir, sí. Ha pasado algo. —Miró a Riverwind con una expresión compasiva que hizo que al Hombre de las Llanuras se le pusiera la carne de gallina—. Tienes que venir a casa de Arlie.
***
Riverwind avanzó tan rápido por las sinuosas calles de Kendermore que los kenders tuvieron que trotar para seguirle el ritmo. Por cada paso del Hombre de las Llanuras, ellos daban tres. La multitud, que normalmente hacía que fuera difícil moverse por la ciudad, se apartó presurosa para no ser pisoteada. De algún modo, aunque no se había familiarizado aún con la enrevesada disposición de la ciudad, consiguió llegar a su destino sin detenerse ni darse la vuelta una sola vez. Pocos minutos después de dejar a Brimble al mando del siguiente entrenamiento de defensa de las murallas, el Hombre de las Llanuras se encaminó por el sendero que llevaba hasta la casa de Arlie Dedos largos, pasando ante la cuarteada tierra, que era lo único que quedaba del jardín del herbolario. Subió al porche, pasó empujando a varios kenders que esperaban en el exterior del establecimiento y aporreó la puerta con el puño.
Durante un momento no acudió nadie. Entonces, cuando Riverwind se disponía a llamar otra vez, la puerta se abrió de par en par. Catt apareció en el umbral. Su brazo fracturado seguía estando en cabestrillo, pero habían desaparecido las vendas de la cabeza. Miró al Hombre de las Llanuras antes de dar un paso hacia un lado.
—Habéis venido rápido —dijo cuando entraron velozmente Riverwind y los otros.
—¿Qué está pasando, Catt? —preguntó Kronn.
—¿Es Amanecer Resplandeciente? —preguntó impaciente Riverwind, dando voz al terrible temor que había estado creciendo en su interior desde que bajó de las almenas—. ¿Le ha pasado algo?
—No —contestó otra voz.
Miraron todos por el pasillo en penumbra que conducía a las profundidades del hogar de Arlie Dedos largos. Cuervo Veloz estaba allí.
—No se trata de Amanecer Resplandeciente —dijo—. Es…
—¡Estás ahí! —exclamó Arlie Dedos largos. El viejo herbolario empujó a Cuervo Veloz a un lado y marchó directamente hasta Riverwind—. Ha estado preguntando por ti. Trae un mensaje.
—¿Mensaje? —repitió Kronn, confuso—. ¿Quién tiene un mensaje?
Al cabo, se agotó la paciencia de Riverwind.
—En nombre del Abismo, ¿podría alguien decirme, por favor, qué está pasando? —gritó el viejo guerrero.
Arlie miró a Riverwind, parpadeando por el asombro, y se giró en dirección al pasillo, haciendo señas para que lo siguiesen. El grupo fue en pos de él, con Riverwind al frente. El herbolario llegó ante una puerta, que llevaba a la misma habitación en la que habían tendido a Catt mientras se recuperaba de la herida de la cabeza, y la empujó con suavidad.
La habitación estaba a oscuras, pero no vacía. Se oía una mezcla de respiración entrecortada y gemidos de dolor que procedía de la cama. El olor a sangre fresca impregnaba el ambiente.
—¿Qué es esto? —demandó Riverwind al entrar.
Arlie pasó a su lado y fue hasta una lámpara de aceite que parpadeaba débilmente sobre la mesilla, al lado de la cama. Giró la llave, y aumentó la luz hasta conseguir un resplandor vacilante y rojizo.
Cuando Riverwind vio al hombre que estaba tendido en la cama resopló y se tambaleó como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Cuervo Veloz se colocó a su lado en menos de un segundo; cogió el brazo del viejo Hombre de las Llanuras y lo guió hasta un pequeño banquillo que había junto a la cama. Riverwind se sentó pesadamente y miró de hito en hito al paciente, mudo de terror.
El hombre de la cama estaba malherido. Lo habían apuñalado en el estómago y, aunque los vendajes que había usado Arlie para tratar la herida eran recientes, no obstante, estaban oscuros por la sangre. A pesar de la gravedad de la herida, el hombre se movió cuando vio a Riverwind, e incluso intentó incorporarse. Cuervo Veloz corrió a su lado, y lo ayudó a tenderse de nuevo; susurró palabras reconfortantes y le secó la frente, que estaba empapada de sudor.
—No entiendo —dijo Paxina, mirando fijamente al herido—. Parece uno de los tuyos, Riverwind, pero ¿qué está haciendo aquí? ¿Quién es?
Riverwind abrió la boca, sin embargo no pudo articular palabra. Inclinó la cabeza, abrumado. Cuervo Veloz se volvió hacia la alcaldesa, con el rostro marcado por el dolor.
—Es Corazón de Ciervo —dijo—. Mi hermano… y el amado de Canción de Luna.