Al día siguiente, Catt Thistleknot despertó con un dolor de cabeza como no había sentido en toda su vida. Aunque el pequeño dormitorio en el que la había acostado Arlie estaba casi oscuro, la poca luz que había le hería los ojos como si le clavaran lanzas. Gimió, con una mueca de dolor, e intentó darse la vuelta. Un dolor repentino la detuvo, sin embargo, y se recostó hacia atrás con la sensación de que el cuarto daba vueltas violentamente a su alrededor.
—Ojalá estuviera muerta —se quejó de forma dificultosa.
—Buenos días a ti también —dijo Kronn. Se inclinó sobre ella con una ancha sonrisa en los labios—. Claro que cualquier mañana que uno se despierta es buena, después de lo que has pasado.
—¿Kronn? —dijo la kender, mirándolo con ojos entrecerrados, esforzándose por enfocarlos—. ¿Por qué sois dos?
Se arquearon las cejas de Kronn —las cuatro, según veía Catt— y miró de reojo al otro lado de la habitación, a Arlie Dedos largos. El viejo herbolario asintió con la cabeza.
—Ver doble es bastante frecuente en los que reciben golpes como el que se dio ella —dijo el sanador.
—Deja de quejarte, Catt —intervino una tercera voz al otro lado de la cama. De forma dolorosa, Catt miró hacia allí y vio una kender de cabello plateado y vestida con los ropajes morados de alcaldesa. Frunció el entrecejo en un esfuerzo por enfocar el rostro de la mujer.
—Por lo menos, podrías estarle agradecida a Kronn. Estarías muerta si no hubiera sido por él.
—¿Pax?
Paxina miró a Arlie, que se encogió de hombros.
—Amnesia transitoria —dijo el viejo kender—. Eso también es bastante frecuente.
—¿Qué me ha pasado? —les preguntó Catt, mirándolos con desconcierto.
—Te caíste del caballo —contestó Kronn. Le apretó la mano ilesa; el otro brazo estaba apoyado sobre su pecho, envuelto con vendas limpias de lino—. Te golpeaste la cabeza con mucha fuerza, también.
—Kronn volvió a por ti, Catt —dijo Paxina—. Te levantó del suelo y te puso sobre su poni. Si no lo hubiera hecho, te habrían pillado los ogros.
—Ogros —farfulló Catt—. Creí que lo había soñado. Recuerdo también a Cuervo Veloz.
Kronn le tocó la mejilla con suavidad. Sus dedos sintieron el frío de la lívida piel de su hermana.
—Lo conseguimos todos. Los bárbaros de las Llanuras están fuera, en la sala, Catt. Arlie no quería que tuvieras demasiadas visitas aquí dentro a la vez. ¿Quieres verlos?
—No —farfulló ella—. Ahora no. Estoy cansada, Kronn. Déjame dormir.
Cuando se cerraron lentamente los ojos de su hermana, Kronn le puso el brazo sobre el pecho. Un momento después, la paciente comenzó a roncar.
Los bárbaros de las Llanuras alzaron la vista cuando Kronn y Paxina salieron de la oscura habitación.
—¿Qué tal está? —preguntó Amanecer Resplandeciente, con el ceño fruncido por la preocupación.
—Bien —contestó Paxina—. Delira un poco, pero se le pasará. Ahora está durmiendo.
—En ese caso —pidió Riverwind—, creo que va siendo hora de que me enseñes las defensas de la ciudad. —Las rodillas del viejo guerrero crujieron en protesta cuando se incorporó del lugar donde había estado sentado en el suelo.
—Me parece una buena idea —accedió Paxina, encogiéndose de hombros—. Arlie, cuando venga por aquí Giffel, dile que estamos en las murallas.
El herbolario asintió con un gesto de cabeza y se encaminó arrastrando los pies por el pasillo. Paxina fue en la otra dirección, hacia la puerta de entrada.
—Vamos pues —dijo la alcaldesa—. Y vigila tus bolsillos. No dejes que se te caiga nada.
***
Riverwind había oído hablar a Tasslehoff Burrfoot acerca de Kendermore. Por supuesto que Tas le había contado también historias acerca de mamuts lanudos, de plantas planeadoras y de lechuzas chupacabras, así que siempre había sido escéptico respecto a los relatos de su amigo.
Según Tas, Kendermore era un lugar diferente a cualquier otro sobre la faz de Krynn; una ciudad en toda regla, diseñada y construida por y para los kenders. Como tal, era parecida a una ciudad humana, aunque cien veces más confusa. Las calzadas cambiaban de dirección, de nombre, se ensanchaban y se estrechaban, todo aparentemente al azar. Las intersecciones eran puntos caóticos, y en ellas convergían a menudo grupos de más de cinco calles, casi nunca en ángulos rectos. Los edificios remedaban, y a menudo mezclaban, estilos arquitectónicos procedentes de todas las naciones y eras de la historia de Krynn y, salvo contadas excepciones —como podía ser la casa que Paxina había facilitado a los bárbaros de las Llanuras—, estaban todos hechos a una escala acorde con el tamaño de unos habitantes que raramente superaban el metro veinte de altura. Las torres se inclinaban en ángulos inverosímiles porque nadie se había acordado de ponerles cimientos. Grandes murallas de piedra terminaban de repente donde los constructores habían perdido el interés. La biblioteca de la ciudad, un ejemplo excelente de que no se debían mezclar los estilos de construcción de Palanthas y de Neraka, se estaba hundiendo lentamente en el suelo porque sus arquitectos no habían tomado en consideración que pesaría mucho más una vez que la llenaran de libros. Riverwind nunca se había encontrado muy a gusto en las ciudades, pero Kendermore lo ponía especialmente nervioso. Era una urbe en desorden total.
Y luego estaban los kenders. Ninguno de los bárbaros de las Llanuras había visto antes a más de un puñado en un solo lugar. Aquí, sin embargo, había miles, más de los que cabían en la ciudad a consecuencia de los refugiados que habían llegado en gran número durante las últimas semanas. Estaban apiñados en las calles; constituían una masa de cabezas con copete, que se empujaban, brincaban y gritaban. Los humanos, en especial Riverwind, se sintieron como gigantes cuando Paxina y Kronn los guiaron a través de la multitud. Muchos de los kenders se detuvieron y los miraron boquiabiertos de asombro. La chusma que los rodeaba se hizo cada vez más agobiante, pues todos intentaron echar un vistazo a los extraños bárbaros de las Llanuras.
No obstante, esto no era lo peor. Los kenders siempre serían kenders, y por cada uno que se conformaba con contemplar de hito en hito a Riverwind, Amanecer Resplandeciente y Cuervo Veloz, había otros tres que tenían la necesidad imperiosa de averiguar lo que había en los bolsillos de los bárbaros de las Llanuras. Los humanos descubrieron enseguida que debían llevar los saquillos, junto a las espadas, aljabas y cualquier otra cosa que quisieran conservar, sobre la cabeza, donde las manos tendidas no podían alcanzarlos. Aun así, los bárbaros de las Llanuras perdieron las hebillas de las botas y la mayoría de las cuentas de los flecos de sus túnicas de piel de gamo.
El ruido era, también, increíble. El aire estaba saturado del clamor de voces, el chirrido de jupaks y otras extrañas armas, y de vez en cuando se distinguía algún instrumento musical o la explosión de petardos.
En un momento dado se perdieron, obligados a detenerse cuando la calle por la que caminaban —una angosta callejuela llamada calle Ancha— hacía un ángulo inverosímil y terminaba ante una alta verja de hierro. No parecía haber ninguna razón para poner allí una valla —la calle seguía al otro lado—, pero, no obstante, estaba allí, y no había forma de rodearla.
—Bueno, ¿de dónde ha salido esto? —se preguntó en voz alta Kronn, rascándose la cabeza mientras miraba la valla como si no acabara de creer que estuviera allí.
—A mí no me mires —le contestó Paxina—. Éste era tu atajo.
—¡Ejem! —Kronn miró en derredor—. Bueno, esto no estaba la última vez que vine por aquí. Pero creo… ¿dónde demonios estará? —Masculló de manera indescifrable durante un momento y luego apuntó excitado hacia el camino por el que acababan de llegar—. Sí. Allí está. Calle Recta. Esa nos conducirá a la callejuela Tornado que lleva directamente hasta las puertas.
—¿Estás seguro? —preguntó Cuervo Veloz, mirando con ojos escépticos a la calle a la que apuntaba Kronn.
—Bastante —repuso Kronn, encogiéndose de hombros.
Resultó que tenía razón. Siguieron la calle Recta, que obviamente era sinuosa y recorría un camino peor que el de un marinero borracho con la marea baja, hasta que llegaron a la callejuela Tornado, una ancha calle que atravesaba en línea recta la parte sur de la ciudad.
—Esta callejuela fue creada por un auténtico tornado, ¿sabes? —anunció Paxina, mientras se abrían paso a empujones entre la muchedumbre—. Ocurrió hace unos cuarenta años. El fenómeno simplemente atravesó la ciudad. Absorbió al pobre tío Saltatrampas y lo escupió por arriba. —Sacudió la cabeza—. Por suerte, volvió a bajar.
Como había prometido Kronn, la calle llevaba casi directamente a las puertas; terminaba de repente a sólo cien pasos de las murallas de la ciudad. El grupo recorrió un serpenteante camino por varias calles más estrechas y sinuosas —incluida una que volvía sobre sí misma de forma inesperada—, hasta que finalmente llegó a un patio adoquinado.
—Diosa todopoderosa —imprecó Riverwind, mirando de hito en hito.
Las altas y robustas puertas estaban en el lado más distante de la plaza, cerradas, atrancadas y cubiertas con un rastrillo fuerte, pero algo oxidado. Sin embargo, no era esto lo que atrajo la atención del Hombre de las Llanuras. Delante de las puertas había un montón de basura. Maderas, baldosines y viejos muebles rotos habían sido apilados hasta los dos tercios de altura de las dos grandes hojas. Incluso mientras miraban, llegaron más kenders cargados con todo tipo de chatarra —uno traía una vieja veleta de hierro forjado, y otros dos arrastraban una carretilla rota— y la tiraban sobre el montón.
—Como bien supusisteis ayer —proclamó Paxina, haciendo un gesto hacia la barricada—, no íbamos a abrir las puertas a toda velocidad.
—Desde luego no parece que nadie vaya a pasar ahora por ahí —declaró Amanecer Resplandeciente mirándolo fijamente.
—¡Paxina! —gritó una voz procedente de la barbacana situada encima de las puertas.
El grupo miró hacia arriba y vio a un kender canoso que saludaba con la mano. A diferencia de casi todos los kenders que habían visto, éste llevaba puesto un hauberk de cota de malla y grebas metálicas. Una cinta de color rojo brillante sujetaba su largo cabello gris, lo que evitaba que el cálido viento que lo azotaba se lo metiera en los ojos.
—Ése es Brimble Pluma Roja —les dijo Kronn a los otros—. Es un poco… Podríamos decir que tiene algo de perro de guerra.
—Es una forma de decirlo —asintió Paxina, con una sonrisa.
—¡Sangre y truenos, Paxina! —gritó Brimble desde arriba, mirándolos con fiereza—. En nombre del Abismo, ¿dónde te habías metido? ¡Tengo a la mitad de mis mensajeros buscándote por todas partes!
—Estaba haciendo una visita a mi hermana herida, si quieres saberlo —respondió a voces Paxina—. ¿Qué es tan importante?
Brimble los miraba con el ceño fruncido desde la torre fortificada de las puertas.
—Será mejor que subas aquí arriba —contestó—. Trae a los bárbaros si quieres. —Se giró para mirar de nuevo abajo, al otro lado de las defensas, a la pradera que se extendía ante las puertas de Kendermore.
Había una escalera situada cerca del borde de la barricada. Riverwind y Cuervo Veloz ayudaron a Kronn a apartar la chatarra que tapaba los primeros peldaños; acto seguido, el grupo escaló hasta la pasarela que recorría la parte superior de la muralla. Sobre las almenas había una fila de kenders, sobre todo arqueros y lanzadores con honda. Algunos miraron de hito en hito a los bárbaros de las Llanuras cuando subieron por las escaleras, pero la mayoría ni siquiera se volvió, concentrando su atención al sur, a la pradera.
—Está bien —dijo Paxina, avanzando con paso firme hacia Brimble—. ¿Qué es tan importante para que…?
Su voz se interrumpió de repente, y sólo pudo mirar, atónita y boquiabierta, lo que contemplaban todos los demás kenders. Riverwind y los otros se detuvieron, sorprendidos por el asombro plasmado en el rostro de la alcaldesa, y entonces lanzaron exclamaciones de estupor al tener ante ellos lo que Brimble quería que vieran.
Había ogros por doquier, miles y miles de ellos, acampados en el linde del bosque Kender. Por cada monstruo que había perseguido a Kronn y los bárbaros de las Llanuras el día anterior, había entonces otros cinco, o quizá diez. Volutas de humo ascendían hacia el cielo procedentes de cientos de hogueras, y el ruido de gritos, insultos y risas bestiales resonaban por toda la pradera.
—Ahora es un asedio de verdad, señoría —declaró Brimble mientras se acercaba lentamente a ellos. Escupió jugo de regaliz hacia el patio inferior—. Aparecieron anoche, la mayoría de ellos, y han seguido llegando durante toda la mañana.
—Hay tantos —dijo suavemente Amanecer Resplandeciente.
Riverwind frunció el ceño al ver los campamentos, que se extendían a derecha y a izquierda más allá de donde alcanzaba la vista.
—¿La situación es la misma en todo el perímetro de la ciudad?
—Más o menos —afirmó Brimble. Examinó al viejo Hombre de las Llanuras, y puso una mueca burlona—. Que Branchala me muerda, eres un tipo grande.
—Éste es Riverwind de Que-shu, Brimble —dijo Kronn, de repente—. Un Héroe de la Lanza.
—No fastidies —dijo Brimble. Tendió una mano a Riverwind, y éste advirtió que le faltaba el meñique—. Encantado de conocerte. Yo también luché en la guerra, hace muchos años. Siempre es un placer conocer a otro veterano. Nos estamos convirtiendo en una rareza, un material muy escaso.
Riverwind tomó la mano de Brimble y la estrechó con vigor. El apretón del kender era sorprendentemente fuerte y firme.
—Entonces, ¿sabes alguna cosilla acerca del arte de los asedios? —preguntó el viejo kender.
—Sí —contestó Riverwind con un atisbo de sonrisa curvándole las comisuras de los labios—. Estuve en Kalaman al final de la guerra.
—¿De veras? —Las cejas de Brimble se arquearon—. Bueno, estoy impresionado.
—¿Qué pasó en Kalaman? —preguntó Kronn. Brimble lo miró intensamente.
—¿Que qué pasó en…? ¡Por los pantalones de Fizban, Thistleknot! ¿Acaso tu padre no te enseñó nada? ¡Kalaman fue uno de los más grandes asedios desde los días de Balifi!
—Los ejércitos de los Dragones intentaron quitarles la ciudad a los ejércitos del Áureo General durante los últimos días de la guerra —explicó orgullosa Amanecer Resplandeciente a Kronn—. Padre dirigió la defensa.
—No estuve solo —añadió con modestia Riverwind—. Tuve ayuda de Gilthanas de Qualinesti y de lord Michael Jeofrey, de los Caballeros de Solamnia.
—Durante dos semanas completas, los draconianos cargaron contra las murallas —dijo Brimble, cuyo tono era casi reverente al contemplar al Hombre de las Llanuras—. Y durante las dos semanas los caballeros, los elfos y los otros resistieron. Por la barba de Reorx, hubiera dado mis otros nueve dedos por haber estado allí. —Se aupó y palmeó a Riverwind en el hombro—. Te dejaremos que nos eches una mano, amigo. Nos vendrá bien alguien como tú.
Riverwind devolvió la sonrisa al viejo kender y luego se giró hacia las almenas para observar la pradera hacia el campamento enemigo.
***
Kurthak estaba en el borde del campamento y, desde allí, observaba fijamente con su único ojo las murallas de Kendermore.
—Idiotas —rezongó.
—¿Mi señor? —preguntó Tragor. Como siempre, el adalid de El Tuerto estaba cerca de su superior. Se apoyaba sobre su gran espada, que tenía la punta clavada en la cuarteada y reseca tierra.
—Refuerzan sus murallas —dijo el jefe supremo—. Apostan arqueros y lanzadores con honda. Se preparan para la batalla. ¿No se dan cuenta de a lo que se enfrentan? Podríamos arrasar hoy sus murallas si diera la orden de atacar, y Kendermore quedaría reducido a cenizas antes del anochecer. Si mañana siguen respirando es sólo porque así lo deseo; porque lo deseamos Malystryx y yo. Lo saben, estoy convencido, y, sin embargo, siguen adelante como si tuvieran esperanza de sobrevivir.
—Son kenders —farfulló Tragor—. ¿Qué esperabas, que se rindieran? No conocen el miedo.
—No, ¿verdad? —Kurthak gruñó. Se cruzó de brazos y alzó la cabeza de forma arrogante—. Hay una primera vez para todo, Tragor. Cuando acabe este asedio tendré a su alcaldesa postrada de rodillas ante mí.
Dio unas palmadas a la inmensa maza con pinchos que pendía de su cinturón. A su lado, colgaban las cabezas cortadas de tres kenders, atadas por los copetes. Las moscas revoloteaban alrededor de los espantosos trofeos, entrando y saliendo de las bocas abiertas de par en par. Kurthak bajó la vista hacia las cabezas, contemplándolas con aprecio durante un momento, y luego estiró una mano y acunó una de ellas. Ésta cayó hacia un lado mientras la miraba, con los ojos vueltos hacia atrás. El muñón del cuello pringó la palma de su mano con sangre medio reseca y pegajosa.
—Me suplicará clemencia —continuó El Tuerto. Cerró la mano alrededor de la cabeza y apretó hasta que sintió cómo se fracturaba el cráneo—. No le mostraré ninguna, ni siquiera la de un final rápido. Primero, creo que le arrancaré la lengua de un tajo. —Arrancó la cabeza deformada del cinturón y la arrojó sobre los arbustos como un trozo de fruta podrida.
—¿A qué esperamos, entonces? —preguntó ansioso Tragor. Sus ojos negros relucían al mirar hacia la ciudad—. ¿Por qué no atacamos ahora, como dices, en vez de esperar aquí, viendo cómo nos vigilan?
—Porque —contestó Kurthak sin elevar el tono— el momento oportuno aún no ha llegado. Malys quiere que los dejemos en paz mientras hace su magia.
Tragor se estremeció al oír el nombre del dragón.
—Depender de la magia —rezongó el adalid, con un tono rebosante de asco. Echó un vistazo a su alrededor con el ceño muy fruncido—. Esconderse en el bosque. Esas cosas quizá sean apropiadas para los elfos, pero nunca para nuestra gente.
—¿Qué harías tú, adalid? —preguntó Kurthak con tono sarcástico—. ¿Lanzarte contra las murallas? ¿Atravesarías a la carga la pradera en este instante para echar abajo las puertas de forma impulsiva?
—Mejor eso que estar esperando aquí.
—¿Y los kenders que hay dentro? —preguntó El Tuerto riendo bruscamente—. ¿Qué harías con ellos cuando se enfrentaran sin miedo a tus hombres?
El gesto serio de Tragor se agudizó, y sus ojos se hundieron en las sombras de sus enormes cejas arqueadas.
—Matarlos a todos —espetó—. Cortarlos en dos, de uno en uno.
—Y probablemente morirías tú también. Estuviste en Sauce Trenzado, adalid. Viste cómo lucharon para mantenernos a raya mientras muchos de los suyos aprovechaban para huir. Los kenders pueden ser muchas cosas, pero la prudencia no se encuentra entre ellas.
Tragor sacudió la cabeza, circunspecto. Kurthak tenía razón. En Sauce Trenzado, y en todos los pueblos anteriores, los kenders habían luchado como tejones. Muchos ogros habían muerto por sus piedras y flechas, jupaks y chapaks. Los kenders se habían negado a rendirse. Era parte de su naturaleza esa demencial actitud de no sentir miedo de sus enemigos. En ese momento, los tejones se hallaban en su madriguera —miles de ellos— y estaban completamente rodeados por los campamentos de la horda de El Tuerto. Lucharían de forma más tenaz, pues ya no tendrían adonde huir.
Una lenta sonrisa iluminó el rostro de Kurthak mientras miraba a su adalid.
—Tenemos la sartén por el mango, Tragor —dijo el jefe supremo de los ogros—. Si acabáramos ahora con esto, sería demasiado pronto. Nuestra ventaja sobre ellos sólo puede incrementarse. Están atrapados, y esa ciudad alberga a más kenders de los que pueda alimentar. Con el tiempo se agotarán sus reservas de alimentos y la magia del dragón hará que se les sequen los pozos. Ellos se volverán débiles mientras nosotros seguiremos fuertes. ¿Qué batalla podrán presentar si el hambre les tiene demasiado debilitados para sostener sus armas o tirar de la cuerda de los arcos?
»Además, si atacamos ahora, no tendríamos más remedio que matarlos a todos, como dijiste —prosiguió—. ¿De qué nos valdría eso? Olvidas que no estamos aquí para ejecutarlos. O, al menos, no sólo por eso. Empezamos esta campaña porque necesitábamos esclavos. Capturaremos más cuando estén débiles, y también matarán a menos de los nuestros. Por eso, estamos esperando.
—Paciencia —dijo Tragor poniendo una mueca de desagrado—. No es cosa fácil. Mi sangre hierve por las ganas de combatir. —Arrancó su espada del suelo y empezó a clavar la punta repetidamente en la tierra. Al hacerlo, fijó la mirada en las murallas distantes.
—Pero ¿por qué hay humanos con ellos ahora?
Kurthak alzó de repente la cabeza y entrecerró el ojo mientras miraba al otro lado de la pradera.
—¿Humanos? ¿Dónde?
—Allí, sobre las puertas —respondió Tragor, apuntando con un dedo.
Durante un momento Kurthak no vio nada. Entonces, su ojo bueno se abrió de par en par a causa del asombro. Había tres, dos hombres y una mujer. Era imposible precisar más desde tan lejos.
—Por la sangre de mis antepasados —blasfemó El Tuerto, atónito—. ¡Baloth! ¡Ven aquí!
El ogro calvo se situó al lado de Kurthak, armado con su enorme hacha de guerra. Iba ataviado con una armadura de cuero con tachones metálicos, y alrededor del cuello llevaba un elaborado collar de huesos, garras y dientes. El collar era una señal inconfundible de su nueva posición dentro de la horda. Tras la muerte de lord Ruog, Baloth había ascendido al rango de señor de la guerra; así pues, obedecía sólo al propio Kurthak.
—Mi señor —dijo con voz grave—. ¿Cuál es tu deseo? ¿Debemos dar la señal de atacar?
—No —contestó Kurthak—. Envía una patrulla de reconocimiento. Hay humanos sobre las murallas de la ciudad. Quiero que me los describan.
—Tendrán que ponerse a tiro de los arqueros —dijo Baloth, con gesto dubitativo—. ¿Estás seguro, mi señor?
—¡Sí! ¡Estoy seguro! —espetó Kurthak. Su rostro estaba ensombrecido por la ira—. Vete.
Haciendo antes una reverencia, el ogro calvo se alejó con paso vivo. Al poco tiempo, una patrulla de seis ogros salía del campamento en dirección a Kendermore. Kurthak y Tragor contemplaron cómo cruzaban la pradera. Sonaron gritos sobre las murallas de la ciudad, y los kenders ocuparon sus posiciones tras las almenas, aprestando las armas. Los campamentos del linde del bosque salieron de su aletargamiento, y los ogros observaron el avance de los exploradores a través de la pradera.
A no tardar, el zumbido de las cuerdas de los arcos sonó en el campo. Las flechas se elevaron por el aire, trazando arcos sobre el despejado cielo azul, y cayeron a plomo sobre los ogros como avispas enrabietadas. Uno de los ogros se desplomó de inmediato, con el cuerpo atravesado por las mortales saetas, pero el resto enarboló grandes escudos de madera, que desviaban los proyectiles mientras se acercaban más a las murallas. Los kenders dispararon una segunda andanada, y una tercera. Otro de los observadores recibió un flechazo en un hombro, se giró con la fuerza del impacto y murió al instante con una segunda flecha clavada en la base del cráneo.
Los cuatro exploradores que quedaban se detuvieron a unos noventa metros de la muralla. Las flechas y piedras caían sobre ellos como granizo, pero no se amilanaron. Escudriñaron la parte superior de la muralla desde detrás de sus escudos.
Dos de los humanos, los hombres, estaban de pie en las almenas, disparando arcos largos con los kenders. La mujer había desaparecido de la vista. Los ogros miraron fijamente a los dos hombres durante unos segundos y luego se dieron media vuelta y empezaron a correr, de regreso al bosque.
Uno murió, con la espalda repleta de flechas, antes de dar dos pasos; otro cayó antes de dar diez. Un clamor victorioso sonó en la muralla. Un tercer ogro estuvo a punto de ponerse a salvo, pero recibió un impacto de flecha en la pierna y se desplomó. Intentó arrastrarse, pero fue atravesado otras seis veces antes de quedar totalmente inmóvil. El último explorador escapó, sin embargo, y siguió corriendo, incluso después de encontrarse fuera del alcance de las flechas. Sus ojos estaban en blanco por la desesperación, como si lo persiguieran las legiones de Caos.
Baloth saltó de detrás de un árbol para recibir al explorador y tuvo que agarrarlo por un brazo para frenar su carrera. El observador descansó un momento para recuperar el aliento y, entonces, se encaminó hacia Kurthak. Baloth caminaba detrás de él, con el hacha en la mano.
—¿Qué noticias traes? —preguntó El Tuerto cuando se aproximaron.
—Mi señor —dijo el explorador, haciendo una reverencia—. Hay dos hombres, ataviados con cuero y pieles. Uno lleva un tocado con plumas.
—Bárbaros —dijo Tragor, y escupió. Miró a Kurthak—. De las llanuras Dairly.
—No sé —dijo El Tuerto con los labios apretados, a la par que se rascaba la parte posterior del cuello—. Nunca he visto un bárbaro de las Dairly que llevara un tocado de plumas. —Miró intensamente al explorador—. ¿Qué más puedes decirme acerca de ellos? —preguntó. ¡Sus rostros! ¡Sus cabellos!
—Parecían… parecían humanos —dijo con tono lastimero el observador, temblando ante la ira de su jefe supremo—. El de las plumas es viejo: pelo blanco, muchas arrugas. Viste un jubón de pieles, y en los brazos sólo lleva las muñequeras. Y es muy alto… para un humano. El más joven se dirigió a él.
—¿Sí? —bramó Kurthak, cuyos ojos se abrían por momentos—. ¿Oíste lo que dijo?
El explorador dudó, y desvió los ojos en un intento de evitar la mirada de El Tuerto. Baloth levantó el hacha, pero Kurthak frenó su mano con la mirada.
—¿Qué dijo? —gritó de nuevo Kurthak—. ¡Habla!
—No lo oí todo, mi señor —contestó con tono dubitativo el explorador—. No pudimos acercarnos lo suficiente. Pero llamó jefe al otro y pronunció su nombre.
—Su nombre —dijo Kurthak con ojos relucientes—. ¿Y cuál era?
—Riverwind, mi señor…
El Tuerto contuvo, de repente, la respiración, y el explorador cerró fuertemente los ojos, gimiendo y encogiendo los hombros en espera del descenso del hacha de Baloth. Tras un momento, sin embargo, Kurthak exhaló con lentitud. Se acarició la barbilla, pensativo, y luego su rostro se endureció cuando tomó una decisión. Farfullando un juramento se giró para alejarse de la pradera y se adentró en el bosque Kender.
Tragor se apresuró a seguirlo, sorprendido por la repentina marcha de su jefe.
—¡Mi señor! —gritó el adalid. Estiró un brazo y agarró al jefe supremo por el codo. El Tuerto se volvió y clavó en él la enardecida mirada de su único ojo, pero Tragor no se amilanó, sin embargo; mantuvo el tipo y sostuvo la mirada fulminante de su jefe—. Mi señor, ¿qué pasa?
—Hay un peligro —contestó Kurthak. Echó una ojeada por encima del hombro hacia la profundidad del bosque—. Debo ir al Mirador del Mar Sangriento.
—¡Al Mirador del Mar Sangriento! —rezongó Tragor, atónito—. ¿Para qué?
—Para informar a Malystryx.
Kurthak dio media vuelta para alejarse, pero su adalid lo agarró de nuevo.
—Mi señor —dijo Tragor—. ¿Tienes que ir ahora? El ejército…
—Queda a tu mando durante mi ausencia —lo interrumpió Kurthak—. Manteneos aquí, alejados de las murallas. No dejes que nadie entre o salga de Kendermore.
—Sí, mi señor. —Tragor hizo una reverencia.
—Volveré pronto. No intentes tomar la ciudad en mi ausencia. Si descubro que me has desobedecido… —No tuvo que terminar la frase; la amenaza de su ojo solitario era suficiente como para dejar claras sus intenciones. Luego miró más allá de Tragor, hacia el linde de la pradera—. ¡Baloth! —gritó—. Ocúpate del cobarde, y después ven conmigo.
El ogro calvo puso una mueca de alegría al entender el tono de voz de El Tuerto. Bajó su gran hacha, dividiendo desde detrás el cráneo del explorador. Cuando el ogro ejecutado se desplomó en el suelo, Kurthak se giró y avanzó con paso vivo por el bosque. Baloth se apresuró a seguirlo.