—Tiene que estar por aquí cerca —dijo Kronn, tanteando en un arbusto espino con la punta de su chapak.
Cuervo Veloz miró de soslayo a Riverwind, que sacudió la cabeza a la par que se encogía de hombros.
—Nos sería de gran ayuda si supiéramos lo que estás buscando —comentó el joven guerrero.
—¡Ah!, estoy de acuerdo —convino Kronn con sinceridad—, pero cada una de éstas es diferente.
La mente de Kronn estaba ausente, sin embargo; miró con los ojos entrecerrados el sol y luego a su izquierda.
—Estoy seguro de recordar bien esta parte. Ése es el árbol partido por el rayo —dijo apuntando a un fresno muerto al que una grieta chamuscada dividía en dos partes que parecían casi simétricas—. Tiene que estar por aquí. ¿Dónde estará esa maldita…?
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Cuervo Veloz con un tono escéptico—. ¿Un arbusto secreto?
—No tiene por qué ser un arbusto —contestó Kronn—. Podría ser un tocón de árbol, o un anillo de senderuelas o una roca… —Se detuvo, y se agachó al lado de una roca lisa para levantarla empleando todas sus fuerzas. Cuando la consiguió levantar lo suficiente oteó debajo, frunció el ceño y la dejó caer de nuevo con un golpe seco—. ¡Puag!, sólo hay gusanos.
—¿Es algún tipo de llave? —preguntó Amanecer Resplandeciente, que miraba dubitativa a su alrededor.
Kronn se dio tirones de las trenzas que le enmarcaban el rostro mientras recorría con la mirada la maleza.
—No, una llave no —musitó—. Una llave no… ¡Ajá! —Chasqueó los dedos, y anduvo con paso vivo hasta un vetusto árbol caído. Era muy viejo, y su tronco estaba cubierto de hongos y de un musgo verde y espeso—. Este es, estoy seguro. —Se escupió las manos y dio un empujón al tronco. No se movió—. Vaya. Está atascado. ¿Puede alguien echarme una mano con esto?
Riverwind y Cuervo Veloz intercambiaron una mirada perpleja y se encaminaron hacia el árbol caído para ayudar a Kronn. Amanecer Resplandeciente y la pequeña Billee se quedaron con Catt.
—Esto debe de llevar tirado aquí más de cien años —dijo Cuervo Veloz, sacudiendo la cabeza mientras contemplaba el árbol—. Mira, está medio hundido en la tierra. No creo que pudiera levantarlo ni un ogro, y estoy seguro de que para nosotros será una tarea imposible.
—Podemos probar —dijo Riverwind.
Haciendo caso omiso de la mirada dubitativa de Cuervo Veloz, el viejo Hombre de las Llanuras y Kronn se apoyaron en el árbol y empujaron. Resistió durante un momento más y luego se movió tan de repente que Riverwind cayó de rodillas. Después de todo, el tronco no estaba hundido en la tierra; había sido serrado por la mitad y luego lo habían colocado con cuidado en el suelo para crear la ilusión de que no era más que un viejo árbol caído.
No era tal cosa, sin embargo; se trataba de una puerta.
—Por la misericordiosa Mishakal —exclamó Riverwind. Al abatirse hacia un lado, el tronco había dejado a la vista un gran agujero oscuro en el suelo.
Los otros se reunieron en torno a la abertura. Era profunda, con una rampa que se perdía de vista bajo tierra. Unos escalones desgastados, hechos con tierra apelmazada, conducían hacia la penumbra.
—Puede que la entrada sea algo estrecha —dijo Kronn—, pero imagino que se ensanchará un poco más abajo. Vamos allá. —Sonriendo satisfecho, sacó una pequeña lámpara de latón de su saquillo.
—Esa lámpara ¿no será de la posada El Último Hogar? —indagó Riverwind, que miraba el objeto con el ceño fruncido.
—¿Lo es? —preguntó asombrado Kronn—. ¿Sabes? Ahora que lo dices, me resulta familiar. Me la debió de dar Caramon como regalo de despedida, supongo. —La examinó con cuidado—. Bien, todavía queda aceite. ¿Tiene alguien un yesquero?
***
No había sitio para los caballos en el túnel y, aunque odiaban verse obligados a hacerlo en tierras tan peligrosas, no tuvieron más remedio que dejarlos libres. Les quitaron las sillas y las bridas, dieron a cada uno un puñado de avena de sus bolsas de comida, y los golpearon en la grupa con la mano abierta para que los animales, sobresaltados, se fueran al trote atravesando el bosque. Cuando las monturas desaparecieron de vista, Riverwind y Cuervo Veloz fabricaron una parihuela con un par de gruesas ramas y una manta vieja, y tendieron a Catt sobre ella. La kender herida hizo un gesto de dolor y soltó un leve quejido cuando los dos Hombres de las Llanuras la levantaron del suelo.
Kronn encendió la lámpara y se la entregó a Amanecer Resplandeciente.
—Vosotros adelantaos —les dijo a los otros—. Esperadme al pie de la escalera.
La pequeña lámpara apenas iluminaba el camino cuando empezaron el lento descenso por los peldaños. Cuando los bárbaros desaparecieron en la oscuridad, Kronn descendió los primeros escalones, alargó una mano hacia la pared y cerró los dedos sobre una cuerda que colgaba desde el tronco de arriba, que hacía las veces de puerta. Tiró con todas sus fuerzas, apoyándose para ello contra la pared del túnel. Lentamente, el tronco volvió a su posición anterior y tapó la apertura. La luz diurna se redujo a una rendija con brillantes motitas de polvo; luego desapareció por completo, y dio lugar a una oscuridad total. Con sumo cuidado, Kronn empezó a bajar la escalera, tanteando antes de dar cada paso, para seguir a los bárbaros de las Llanuras.
Las escaleras descendían en espiral durante lo que parecía una eternidad, aunque Kronn sabía por propia experiencia que eran menos de treinta y cinco metros. Raíces de árbol colgaban del techo y golpeaban el rostro del kender en la oscuridad. Los peldaños eran traicioneros e irregulares, y algunos de ellos estaban resbaladizos por la humedad. El ambiente, húmedo y cerrado, olía a tierra mojada. Kronn tardó bastantes minutos en conseguir llegar a tientas hasta abajo.
Al cabo, vio un poco más abajo el fulgor rojizo de la lámpara. Acelerando el paso de forma imprudente, descendió a saltos la última docena de peldaños. Los bárbaros aguardaban al pie de la escalera, mirando asombrados a su alrededor con los ojos abiertos de par en par.
Estaban en un túnel que se extendía en ambas direcciones más allá de donde alcanzaba la vista. Era más ancho que la escalera, y más alto también. Incluso Riverwind, que le sacaba más de una cabeza a todos los demás, podía estar de pie en el centro sin tener que agacharse. Las paredes consistían en tierra apelmazada, y habían sido apuntaladas cada docena de pasos con tablones anchos. Al lado de cada una de las tablas, había una escuadra que sujetaba una antorcha apagada. Kronn cogió dos, las encendió con la lámpara y le entregó una a Amanecer Resplandeciente. Las llamas crepitantes parecían casi cegadoras tras el descenso en penumbra, pero aun así sólo arrojaban luz sobre un corto tramo en medio de la vasta oscuridad.
—Diosa todopoderosa —exclamó Cuervo Veloz—. ¿Construyeron tus gentes estos túneles, Kronn?
—¿Nosotros? —preguntó el kender, y rió de buena gana—. No. Nosotros sólo los hemos mantenido en buen estado. Vamos, es por aquí. —Enarbolando su tea humeante, guió al grupo por el pasillo que salía hacia la izquierda.
—Entonces, ¿quién los construyó? —preguntó Amanecer Resplandeciente. Su voz creaba extraños ecos al rebotar en las paredes del túnel.
—Los goblins, en su mayoría —contestó Kronn—. Al menos, ellos fueron los primeros, hace unos quinientos años.
—Antes del Cataclismo —murmuró Riverwind, contemplando las paredes terrosas con renovado asombro.
—En realidad, antes de ambos Cataclismos —corrigió Kronn, asintiendo con un gesto de cabeza—. Todo empezó cuando el Príncipe de los Sacerdotes de Istar promulgó algún edicto, o algo así, que decía que los goblins eran una peste para el mundo y que debían ser exterminados. No interpretéis mal mis palabras, porque no siento mucho aprecio por los goblins, pero eso era un tanto excesivo, ¿no os parece?
»Sea como fuere, de repente, hubo guerreros por doquier, esperando cobrar la recompensa que el clero había ofrecido por las orejas de los goblins. Supongo que las cosas se pusieron bastante feas, puesto que los goblins decidieron ocultarse bajo tierra, en sentido literal. Excavaron madrigueras y se escondieron aquí abajo, saliendo sólo para robar comida y cosas parecidas.
»Claro que no acabaron ahí las cosas. Con el transcurso del tiempo, los Príncipes de los Sacerdotes empezaron a actuar de forma… extraña. No extraña en el sentido de subirse a una montaña en llamas y ponerse a gritar, sino que se les fue un poco la olla. Cuando desaparecieron los goblins necesitaron un nuevo enemigo. Empezaron a perseguir a los herejes, y su definición de hereje se hizo cada vez más ambigua. Los herejes, como respuesta, tuvieron la misma brillante idea que los goblins: empezaron a excavar catacumbas.
»No pasó mucho tiempo, claro, antes de que se encontraran los herejes y los goblins. Al principio lucharon, naturalmente, pero tras unas pocas batallas los dos grupos decidieron que las cosas les irían mejor si aunaban fuerzas. En ese sentido, fue como la lucha contra Caos, cuando se unieron las distintas razas. Así que hicieron una tregua, y las madrigueras y las catacumbas se convirtieron en una gran ciudad subterránea. Y no paró de crecer, cada vez que el Príncipe de los Sacerdotes declaraba la guerra santa a algún otro colectivo: los clérigos de los dioses de la Neutralidad y del Mal; magos de todo tipo; incluso mucha de mi gente, ya al final. ¿Os lo imagináis? ¡El Príncipe de los Sacerdotes creía que éramos una plaga para el mundo!
Cuervo Veloz soltó un resoplido quedo. Amanecer Resplandeciente lo fulminó con la mirada.
—No lo entiendo —dijo ella—. Istar estaba a cientos de kilómetros al norte de aquí. ¿Qué hacen aquí estos túneles?
—Istar era más que una simple ciudad, Amanecer Resplandeciente —contestó Riverwind—. Era un gran imperio, que se extendía desde Nordmaar hasta Balifor, y desde Neraka, en el este, hasta el mar.
—Correcto —convino Kronn—. El bosque Kender no siempre ha pertenecido a los kenders, ¿sabes? Antes del Cataclismo, esto era, en realidad, la provincia más meridional de Istar, la parte que no se hundió en el mar cuando cayó la montaña de Fuego. Tras el Cataclismo, cuando mi gente se trasladó al norte de la devastada Balifor, encontraron aquí los túneles abandonados. Los habitantes que habían morado en ellos estaban todos muertos o habían salido de nuevo al exterior. Los túneles tenían bastante mal aspecto entonces, por lo que sé, pero arreglamos lo que pudimos, cegamos lo que no se podía y ocultamos las entradas con puertas secretas como ese tronco de ahí atrás. Estos pasadizos recorren casi toda la extensión de Goodlund y conectan todas las ciudades desde Flotsam hasta el Mirador del Mar Sangriento, incluido Kendermore, claro. Tenemos entradas a los túneles por toda la población.
—Espera un momento —lo interrumpió Cuervo Veloz—. Si sabías que estaban aquí los túneles, ¿por qué no nos metimos desde un principio? Podríamos haber evitado las veces que han estado a punto de matarnos.
Kronn se lo pensó antes de responder.
—Por dos razones. La primera es que estos túneles son un secreto sagrado de los kenders. Nadie los conoce salvo nosotros, y ahora vosotros tres. ¿Os imagináis lo que pasaría si la gente de Flotsam averiguara que hay una calzada subterránea que lleva desde su embarcadero hasta Kendermore? Nunca podríamos volver a usar ese túnel.
»La segunda es que no esperaba tener problemas para llegar hasta las puertas principales. Ni por lo más remoto imaginé que el lugar estaría atestado de ogros. Así que no se me ocurrió usar los túneles hasta el pequeño altercado de hoy. Hubiera sido como entrar en una casa escalando por la ventana, lo que no tiene mucho sentido a no ser que la puerta esté cerrada.
Riverwind, que había guardado silencio durante la perorata del kender, carraspeó.
—Kronn —dijo el viejo Hombre de las Llanuras—, si voy a ayudar a tu gente a luchar contra Malystryx y los ogros, querré saber dónde está todo, tanto aquí abajo como allá arriba. ¿Tienes algunos mapas de estos túneles, incluidas todas las entradas?
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Kronn, que palmeó su estuche de cuero para mapas.
—¡Oh, vamos, Riverwind! —exclamó el kender, divertido—. Fíjate con quién estás hablando.
***
El túnel se extendía, sinuoso, a lo largo de kilómetros. En algunos sitios, como el lugar por el que habían entrado los compañeros, el pasadizo estaba prístino, pero en otros su estado era cochambroso. Montones de tierra suelta cubrían el suelo donde se habían hundido sectores de las paredes, y los maderos que las apuntalaban crujían de manera inquietante. Los bárbaros de las Llanuras tomaron rápida conciencia del gran peso de la tierra que tenían sobre sus cabezas. Cuervo Veloz en particular, que había pasado gran parte de su vida en las abiertas planicies y había dormido más noches bajo las estrellas que bajo un techo, se ponía verdaderamente nervioso cada vez que oía los crujidos de los tablones.
Tras andar durante más de una hora por el pasadizo llegaron a una bifurcación. Había una señal entre ambos túneles, marcada con runas que los bárbaros de las Llanuras no conocían.
—Está escrito en lenguaje kender —explicó Kronn—. Dice que por la izquierda se va a Kendermore.
—¿Y por la derecha? —preguntó Amanecer Resplandeciente.
—Ese camino va hacia el este —dijo el kender, apuntando—. Debería haber unos cuantos pueblos por allí —Corteza de Ciprés, Rocío de Mirto, Pradera del Ciervo—, pero en realidad esa zona está ahora en poder de Malys y los ogros. A decir verdad, ahora que lo pienso, si los ogros han llegado hasta Kendermore, ya debe de pertenecerles casi todo. Probablemente, están pateando sobre nuestras cabezas en este mismo instante.
Impelidos por esa funesta idea, aceleraron el paso tras coger el camino de la izquierda. Transcurrió otra hora.
—Ya debemos de estar bastante cerca —comentó Cuervo Veloz, entrecerrando los ojos al mirar hacia adelante como si fuera capaz de ver algo que hubiera más allá de la luz de la antorcha.
Poco después el pasadizo se estrechó, y luego se dividió en varias direcciones a la vez. Kronn leyó las runas que había en las señales mientras jugueteaba con las trenzas que le enmarcaban el rostro. Aguzó el oído mientras avanzaban.
—Ajá —dijo al cabo—. ¿Habéis oído eso?
Durante un momento los otros no oyeron más que los sonidos que los habían acompañado a lo largo de su caminata por el túnel: el roce de las suelas de sus botas flexibles contra el suelo de tierra, el chisporroteo de las antorchas y los gemidos de Catt cuando se movía sobre la parihuela. Al cabo de un tiempo, sin embargo, los humanos captaron lo que había oído Kronn: el apagado murmullo de unas voces en algún punto delante de ellos. Fruncieron el ceño y se esforzaron por averiguar lo que estaban diciendo, pero la distancia y los extraños ecos de los túneles lo hacían imposible.
No cabía, sin embargo, duda acerca de quiénes estaban hablando. Las agudas y cadenciosas voces pertenecían a los kenders.
Las voces fueron aumentando de intensidad a medida que avanzaban, y a poco hubo algo más. Ante ellos se veía relucir la luz de unas antorchas.
—¡Eh! —gritó Kronn—. ¡Por aquí! ¡Necesitamos ayuda!
Las voces se quedaron calladas de repente, y se apagó la luz. Kronn, sin embargo, se negó a apagar su antorcha. En vez de eso, la enarboló muy alto, y alzó la otra mano para mostrar que estaba vacía.
—¡Quietos! —ordenó una voz procedente de la oscuridad—. Tengo una flecha apuntándoos en este instante.
Una mueca de felicidad recorrió el semblante de Kronn.
—Eso me impresionaría más si fueras capaz de hacer blanco en el trasero desnudo de un ogro a veinte pasos, Giff —dijo en tono sarcástico.
Hubo un breve silencio, y entonces la voz de la oscuridad volvió a hablar.
—¿Kronn Thistleknot?
—No —espetó Kronn—, soy el fantasma de Fewmaster Toede.
Con una brusquedad que estuvo a punto de hacer que Riverwind y Cuervo Veloz soltaran la camilla, un alto y fornido kender, con pelo corto y rubio, salió saltando de la oscuridad. Kronn tuvo el tiempo justo de soltar la antorcha antes de que el gran kender saltara sobre él. Ceñidos en una llave, cayeron al suelo en un revoltijo de llamativos colores, riendo.
Lucharon sobre el suelo durante algunos segundos antes de que el kender alto inmovilizara a Kronn bajo él.
—Vale, me rindo —dijo Kronn.
Con una sonora carcajada, el kender fornido rodó hacia un lado y se incorporó, a la par que se sacudía el polvo de la armadura de cuero. Entonces, vio a los bárbaros de las Llanuras y parpadeó asombrado.
—¡Por el fantasma del Gran Saltatrampas! —imprecó—. ¡Habéis traído humanos con vosotros!
—Pues claro —contestó Kronn—. Para eso nos envió Pax.
—Pero nunca creí que encontraseis a nadie que estuviera dispuesto a volver con vosotros cruzando por en medio del ejército de ogros.
—Gracias por confiar en nosotros —dijo Kronn—. Os presentaré. Riverwind, Cuervo Veloz, Amanecer Resplandeciente: éste es Giffel Trino de Pájaro.
Pero el gran kender no estaba prestándole atención. Su mirada había caído sobre la parihuela y la figura que yacía en ella.
—¡Oh, no! —gritó, adelantándose—. ¡Catt! —Se detuvo a su lado, le cogió la mano ilesa, y miró de nuevo a Kronn—. ¿Qué le ha pasado?
—Tuvo una mala caída —contestó Kronn—. Se rompió el brazo, y se dio un gran golpe en la cabeza. Tenemos que llevarla a un sanador.
—Por supuesto —convino Giffel—. Vamos, seguidme —dijo, andando ya por el pasillo.
Mientras corrían tras él, Kronn se giró sonriente para decirles algo a los bárbaros de las Llanuras.
—Ahora estamos en casa —dijo.
***
Paxina Thistleknot estaba en lo alto de la muralla oriental de Kendermore, y el sol poniente alargaba su sombra sobre la pradera que tenía ante ella. El viento le acariciaba el rostro, agitando su coleta plateada y sacudiendo tras ella los morados ropajes ceremoniales. Su mirada se detuvo en el linde del bosque, donde grandes sombras se movían entre los árboles moribundos.
—¿Por qué no atacan? —se preguntó en voz alta, sin dirigirse a nadie en concreto.
—No tienen necesidad —contestó Brimble Pluma Roja, un kender canoso que era lo más parecido a un señor de la guerra que tenían en Kendermore. Masticaba con fuerza una raíz de regaliz, escupiendo el jugo sobre las losas que tenía a su lado—. El tiempo juega a su favor. Tiene más lógica que esperen, en cualquier caso. Los exploradores dicen que llegan continuamente más ogros del este. Y luego está el dragón…
—Espinas y ortigas, el dragón —rezongó Paxina—. Por Reorx bendito, ¿qué vamos a hacer con ella? Si es que hay algo que podamos hacer.
Brimble se encogió de hombros y escupió de nuevo. Se llevó la mano a la mochila y le dio unas palmadas reconfortantes a su chapak, como si estuviera deseando enterrar el arma en el escamoso pellejo de Malys.
—Puedo enviar otro hombre al Mirador del Mar Sangriento, si quieres —dijo el veterano guerrero.
Paxina sacudió firmemente la cabeza ante esa sugerencia. Los kenders ya habían enviado a tres voluntarios por separado a explorar la guarida del dragón. Ninguno había regresado. En las listas se los daba por desaparecidos. Presumiblemente, habían sido devorados.
—Reserva tus hombres, Brimble —le dijo—. Si viene hacia aquí todo el ejército de los ogros, y desde luego lo parece, vamos a necesitar a todos los guerreros que tenemos. —Soltó un profundo suspiro que parecía proceder de las suelas de sus zapatos de color verde brillante—. ¿Qué sabemos de esos jinetes que tus hombres vieron cruzar la pradera esta tarde? ¿Ha habido noticias de ellos?
—Nada nuevo —contestó Brimble—. Tengo a gente haciendo indagaciones. Por lo que sé, eran tres humanos y dos kenders. Vinieron del sur, fueron hacia las puertas, entonces se dieron cuenta de que no las íbamos a abrir y cabalgaron hacia el norte como si tuvieran el pelo ardiendo. Los ogros los persiguieron, claro. Algunos de mis hombres dicen que uno de los kenders no lo consiguió.
Pagina agachó la cabeza, apretando los labios para no blasfemar.
—¿Consiguió alguien verlos bien? —preguntó.
Brimble asintió con la cabeza a la par que sonreía.
—¡Oh, sí! Unos dicen que eran altos; otros, que eran bajos, que tenían el pelo rubio, que lo tenían moreno, que montaban caballos castaños, que montaban caballos negros. Ya sabes a qué me refiero. Si pudiera reunir a todos los que creyó ver mi gente, tendríamos un ejército tan grande como para echar a los ogros del bosque.
—¡Su señoría! —llamó una voz procedente del patio inferior—. ¡Paxina! ¡Ven deprisa!
Girándose, Paxina y Brimble miraron hacia abajo, al pie de la muralla. Alguien corría hacia ellos, agitando los brazos en el aire: un robusto kender rubio. Ambos lo reconocieron de forma inmediata.
—¡Giffel! —gritó Paxina.
—¿Qué haces aquí arriba, Trino de Pájaro? —demandó Brimble—. Se suponía que estabas abajo en los túneles, vigilando.
—Y estaba allí —respondió Giffel sin resuello por la carrera que se había dado. Se dobló, luchando por recobrar el aliento. Encontramos a alguien, o ellos nos encontraron a nosotros. En cualquier caso, no importa, nos encontramos.
—¿Quién, Giff? —preguntó Paxina—. ¿A quiénes encontrasteis?
Giffel miró a su alrededor. Paxina y Brimble no eran los únicos que estaban escuchando. Casi todos los kenders que se encontraban lo bastante cerca para oírlos se habían vuelto y los observaban con curiosidad. A decir verdad, un corto tramo de la muralla se había quedado desguarnecida porque todos los centinelas que se suponía que vigilaban estaban mirando en esa dirección.
Paxina se encaminó hacia una escalera para bajar del parapeto. Hizo un ademán negativo hacia Brimble cuando éste mostró la intención de seguirla.
—Quédate ahí —le dijo—. Tienes trabajo que hacer. Si hay problemas, Giffel se encargará.
Brimble parecía dubitativo, pero respondió con una respetuosa reverencia antes de volverse hacia sus hombres.
—¡Dejad de vaguear, inútiles! —bramó, y apuntó hacia la pradera—. ¡Deberíais mirar hacia allí! Que Branchala me muerda, ¿cómo se supone que vais a impedir que entren los ogros si ni siquiera sois capaces de cuidar la muralla?
Paxina descendió con paso vivo hasta el patio inferior; se le borró la sonrisa al ver la expresión sombría de Giffel.
—Pax —dijo Giffel—. Kronn y Catt han vuelto.
—Así que —dijo Paxina con voz queda—, ellos eran los jinetes. ¿Han traído alguien con ellos? ¿Humanos?
—Sí. Tres humanos, y una niña; una niña kender. —Paxina parpadeó, sin saber muy bien qué conclusión sacar de ello—. Eso no es todo. Catt está herida, Pax. No sé hasta qué punto es grave —añadió Giffel, adelantándose a la siguiente pregunta—. Los llevé a todos a casa de Arlie Dedos largos y los dejé allí mientras venía a buscarte.
—Gracias Giff —respondió Paxina. Miró a su alrededor con ansiedad—. ¿Sigue estando la casa de Arlie en la calle Diente de Gallina?
—Al lado de la fuente del Goblin Estornudando —dijo Giff, asintiendo a la vez con un movimiento de cabeza.
—Muy bien —repuso, marchando ya calle adelante—. Vamos.