14

El día amaneció gris. El sol parecía remiso a irradiar su mortecino brillo a través de la neblina que había dejado el humo. Los compañeros se levantaron sin ánimos, sintiendo el cuerpo cansado y el corazón oprimido. Ninguno de ellos había encontrado mucho consuelo en el sueño, atormentados por las imágenes de lo que habían visto el día anterior y de lo que podría estar por llegar. La pequeña Billee Junípero sollozaba quedamente, acunada entre los brazos de Amanecer Resplandeciente, mientras los otros levantaban el campamento.

—¿Cuánto queda hasta Kendermore? —preguntó Riverwind, y tomó un largo trago de su odre de agua. Cuando acabó de beber echó otro tanto sobre su rostro e intentó restregarse el hollín que le oscurecía la cara. Bajo las manchas negras, estaba ojeroso y tenía los ojos hundidos y un aspecto enfermizo.

Kronn miró a su alrededor, estudiando el bosque quemado. Los bárbaros de las Llanuras estaban maravillados de que el kender fuera capaz de reconocer accidentes geográficos en aquel paisaje devastado.

—Unas pocas leguas, creo —juzgó—. Sólo hay unas tres horas de marcha desde el río del Paso Tortuoso hasta la ciudad. —Habían cruzado el río la noche anterior, poco antes de que la oscuridad envolviera el bosque Kender. Estaba igual que el resto de la fronda: negro y contaminado, asfixiado bajo una capa de ceniza.

—Entonces, llegaremos allí antes del mediodía —calculó Riverwind. Se echó el hato al hombro y fue a destrabar los caballos—. En marcha —dijo al cabo—. Vamos a poner fin a todo esto.

***

Una hora más tarde, de camino a Kendermore, llegaron hasta otro cortafuegos. Los compañeros se detuvieron y miraron atentamente a izquierda y derecha de la ancha franja chamuscada. Al otro lado, el bosque estaba vivo; no había sufrido los estragos de las llamas que habían arrasado las tierras que rodeaban Sauce Trenzado. La imagen de la verde fronda fue repentina. Llevaban todo el día andando entre cenizas y habían visto poco color en ese tiempo. Incluso las ropas de Catt y Kronn, de tonos llamativos, estaban negras y grises. La alegría de la naturaleza que tenían ante ellos parecía venir de otro mundo.

—Éste es más ancho incluso que el que vimos ayer —comentó Riverwind mientras estudiaba el cortafuegos.

—Han debido de hacerlo para proteger Kendermore —conjeturó Kronn—. No tuvieron tiempo de salvar Sauce Trenzado, pero aquí consiguieron pararlo. Reconozco esos árboles que hay enfrente. —Apuntó con su chapak al otro lado del claro ennegrecido. Llevaba el arma en la mano desde que habían partido esa mañana. Allí había arboles de ramas finas dispuestos en filas ordenadas—. Es el manzanar de Erryl Ganzúa, o al menos la mitad de él. Según parece, hicieron el cortafuegos justo por en medio.

Atravesaron el cortafuego. El acogedor abrazo del bosque los envolvió cuando llegaron al otro lado. Por primera vez desde que habían entrado en el bosque Kender, el aire no apestaba a quemado, aunque el olor del humo seguía adherido a su piel y sus ropas. El susurrar de las hojas reconfortó sus maltrechos ánimos. Incluso la pequeña Billee Junípero, que iba montada sobre los hombros de Cuervo Veloz, dejó de temblar cuando dejaron atrás la devastación.

Mientras pasaban entre las filas ordenadas del manzanar, Catt se alzó de puntillas y arrancó una fruta de una de las pesadas ramas. La examinó con ojo crítico, y le dio un crujiente mordisco. Un instante después escupía el bocado.

—¡Puag! —barbotó, con labios prietos—. ¡Por las botas de Branchala, tiene un sabor asqueroso!

—Probablemente, no están aún maduras —explicó Kronn—. Pasa como con los arándanos rojos: las manzanas siguen creyendo que estamos en mitad del verano. Este tiempo loco ha estropeado todas las cosechas.

—No es eso —respondió su hermana, curvando el labio en un gesto de asco mientras contemplaba el resto de la manzana—. Quiero decir, que sí, está verde, pero hay algo más.

—¿Qué es, Catt?

Abrió la boca para responder, pero la volvió a cerrar mientras sacudía frustrada la cabeza.

—No lo sé. Toma, pruébala. —Lanzó la manzana a su hermano. Kronn la cogió con facilidad, la contempló y mordió la dura carne de la fruta. Inmediatamente su semblante se arrugó con una mueca de repugnancia y también escupió el bocado.

—¡Ag! —exclamó asqueado mientras se relamía—. Sabe a… No sé. Huevos podridos. —Olisqueó la manzana medio comida, arrugó la nariz y la arrojó lejos. Desapareció entre la maleza con un crujido de las ramas.

—¿Podría todo este humo haber envenenado de algún modo las manzanas? —preguntó Amanecer Resplandeciente, echando un vistazo a las ramas cargadas de fruta que colgaban sobre ellos.

—Aunque así fuera, el viento sopla hacia el sur —dijo Riverwind, tras sacudir la cabeza—. El humo habría ido en la otra dirección. Aquí está pasando algo más.

No eran sólo las manzanas. Cuando el grupo dejó atrás el manzanar para adentrarse de nuevo en las zonas más silvestres del bosque Kender, Riverwind dejó el sendero y examinó un viejo olmo moteado de musgo. Su corteza estaba quebradiza y se desprendía al tacto como si fuera un antiguo pergamino. Bajo ella, la madera viva se mostraba gris y surcada de grietas. Sacando el cuchillo, cortó con cuidado un trozo de madera y se lo llevó a la nariz. También olía a azufre.

—Todo el bosque se está muriendo —declaró el viejo Hombre de las Llanuras, que se había agachado para examinar un arbusto espino. Las hojas de la planta tenían los bordes enrollados y marrones.

—¡No me lo creo! —exclamó Catt—. ¿Qué podría estar causando esto?

—No lo sé —contestó impotente Riverwind—. Las señales parecen indicar una sequía, pero eso no explica el olor.

—Es magia —lo interrumpió Amanecer Resplandeciente.

Todos dejaron lo que estaban haciendo y la miraron asombrados.

—Amanecer Resplandeciente —dijo Cuervo Veloz—, ya no existe la magia. Se disipó cuando desaparecieron las lunas, y tú lo sabes.

—Aun así —contestó—, aquí está actuando algún tipo de magia. Flota en el aire, rodeándonos. Es lo que hace que el tiempo sea tan caluroso. Algo o alguien ha echado un conjuro sobre toda esta región. ¿Ninguno de vosotros lo nota?

Se quedaron en silencio, concentrados, y todos lo percibieron. Era débil, pero no cabía duda sobre la sensación que los rodeaba: dolor, como si la propia tierra estuviera atormentada. Se estremecieron.

—Es horrible —dijo Kronn—. Nunca había sentido antes nada parecido.

—Yo sí —dijo Riverwind. Cerró los ojos ante el repentino asalto de una oleada de recuerdos—. Una vez, hace muchos años, en Silvanesti. Era más fuerte entonces de lo que es ahora, pero…

—Silvanesti —repitió secamente Amanecer Resplandeciente—. ¡Oh, no!

—¿Qué pasó en Silvanesti? —preguntó Cuervo Veloz.

El viejo Hombre de las Llanuras emitió un profundo suspiro que parecía proceder de lo más profundo de su alma. Abrió de nuevo los ojos. Eran como heridas abiertas.

—Morí —contestó—. En la pesadilla de Lorac.

Ninguno habló. No era necesario, todos habían oído la leyenda. Durante la Guerra de la Lanza, Lorac, el Orador de las Estrellas, había intentado usar un Orbe de los Dragones para desterrar a los ejércitos del Mal de su reino. En vez de eso, había caído en una trampa; quedó atrapado en un sueño indestructible. Atraído por el poder del Orbe, el Dragón Verde Cyan Bloodbane había acudido y susurró pesadillas al oído de Lorac. Los sueños oscuros del rey elfo adquirieron consistencia por la magia del Orbe; destruyeron la tierra y mandaron al exilio a su gente. Riverwind y sus compañeros entraron en la pesadilla y consiguieron llegar hasta la sala del trono del Orador, para que Alhana, la hija de Lorac, pudiera acabar con su tormento, pero las heridas causadas en la tierra permanecieron. Les había llevado a los elfos más de tres décadas sanar esas heridas y volver a recuperar el bosque.

—Malystryx está haciendo esto, ¿verdad? —preguntó Kronn—. Es su magia lo que está matando los árboles. Por eso huele todo a azufre.

—Sí —contestó con tristeza Riverwind—. Y por lo que me habéis contado acerca de ella, no sé si la podremos parar. Si sigue haciéndoles esto a las tierras pronto no quedará nada que salvar.

***

El dolor del bosque siguió con ellos mientras caminaban; se trataba de un apagado pálpito que se negaba a dejarlos. Billee Junípero comenzó a llorar de nuevo, y nada de lo que Amanecer Resplandeciente o cualquiera de ellos hizo logró calmarla. Incluso los caballos se tornaron inquietos. Cada pocos cientos de metros, uno de los animales se detenía atemorizado y se negaba a moverse. Cada vez, Riverwind y Cuervo Veloz conseguían convencerlo de que se pusiera de nuevo en marcha, pero las interrupciones frenaban su progreso. El sol pasó su cénit y se deslizó hacia la tarde antes de que se hubieran alejado una legua del manzanar.

Entonces, finalmente, se acabó el bosque; ante ellos apareció una vasta pradera que tenía varios kilómetros de ancho. En medio del claro se levantaba Kendermore.

Era más grande de lo que habían imaginado los bárbaros de las Llanuras. Al contemplarla, Riverwind se dio cuenta de que sólo unas pocas de las ciudades más grandes de Ansalon —Palanthas, Tarsis, Sanction, Qualinost, Silvanost y el reino subterráneo de los enanos, Thorbardin— se podrían considerar más grandes. Se sintió animado al ver que la ciudad estaba rodeada por una alta muralla de piedra pálida, coronada con almenas y reforzada con sólidas torres circulares. Decenas de estandartes de colores vivos —rojo y dorado, azul cielo y verde mar, naranja y morado, y muchos otros tonos— colgaban en lo alto de la muralla, ondeando sin fuerza a causa de la casi inexistente brisa.

Las defensas ocultaban a la vista la mayor parte de la ciudad, pero los edificios que asomaban por encima de la muralla eran más que suficiente para darles a los bárbaros de las Llanuras una idea acerca de lo que había dentro. No parecía existir ningún plan previo ni orden, y desde luego no podía decirse que hubiera un único estilo característico de la arquitectura de los kenders. Fieles a su naturaleza, habían adoptado cualquier idea que les gustase de las otras ciudades de Krynn. Aquí, se veía una sólida torre cuadrada de un antiguo estilo ergothiano, que se alzaba por lo menos cuatro plantas sobre las murallas de la ciudad. Allá, un minarete abovedado, que se asemejaba a los templos que habían visto en Khur, estaba construido al lado de una tosca estructura de madera que no habría desentonado en un pueblo hobgoblin. En otra zona, los kenders habían levantado varias torres, esbeltas y plateadas, que podrían estar sacadas del hogar de los elfos en Qualinesti; Riverwind vio incluso algo que parecía una versión en miniatura de la fortaleza de Pax Tharkas. El viejo Hombre de las Llanuras se cubrió la boca con la mano para ocultar una repentina sonrisa al preguntarse qué opinión tendrían sobre ello los enanos que visitaran la ciudad, especialmente al advertir que estaba ligeramente torcida, inclinada hacia un lado como un borracho.

Kendermore también bullía de actividad: los guardias estaban apostados en las almenas, armados con arcos y jupaks, oteando la pradera. Se oían gritos, risas y música procedentes del interior de las murallas, mezclados con los sonidos de martillazos, golpes de picos y palas excavando, y otros trabajos. En algún lugar, una gran campana tocaba la hora. Echando un vistazo sobre el horizonte de la ciudad, Riverwind localizó el origen del ruido: un edificio que parecía una antigua iglesia de Istar, pero pintada en una llamativa mezcla de turquesa y violeta. Estaba cerca de la torre fortificada de la puerta, donde la calzada por la que venían los compañeros terminaba ante un sólido par de puertas de roble. El humo se elevaba perezosamente, procedente de multitud de chimeneas, y formaba volutas en el cálido aire seco. La tenue brisa traía los aromas de las cocinas, y a los viajeros se les hizo la boca agua.

El rostro de Kronn, que se había ensombrecido ostensiblemente mientras caminaban, se distendió con una alegre sonrisa. Se acercó a su hermana y la agarró por el brazo.

—Lo conseguimos —dijo—. Estamos en casa.

Catt devolvió la sonrisa a su hermano, y tanto Amanecer Resplandeciente como Cuervo Veloz emitieron suspiros de alivio. Riverwind, sin embargo, miraba Kendermore con cara de preocupación.

El entrecejo del viejo Hombre de las Llanuras se frunció mientras estudiaba la ciudad.

—Algo no va bien —dijo con voz queda.

Todos lo miraron.

—¿Padre? —preguntó Amanecer Resplandeciente—. ¿Qué pasa?

Al principio pareció como si Riverwind no la hubiera oído. Seguía mirando con fijeza Kendermore, totalmente ensimismado. Al cabo, sacudió frustrado la cabeza.

—No lo sé —contestó—, pero no creo que debamos continuar.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Catt. La joven kender rió y extendió los brazos con las palmas hacia arriba—. Nos quedan menos de dos kilómetros para llegar.

—Tiene razón, mi Chieftain —convino Cuervo Veloz—. Hemos llegado hasta aquí. No podemos parar ahora que tenemos la meta al alcance de la vista. —Mientras hablaba, sin embargo, cogió el arco de la silla y sacó una flecha de la aljaba.

Se quedaron parados al borde del moribundo bosque durante varios largos minutos. Los compañeros miraban de hito en hito a Riverwind, que tenía la vista clavada en la ciudad. Los caballos relinchaban y pataleaban el suelo, con nerviosismo.

—Padre —dijo, finalmente, Amanecer Resplandeciente—. No nos podemos quedar aquí para siempre. ¿Nos damos la vuelta o seguimos?

Riverwind renegó entre dientes, maldiciendo su incapacidad para determinar la causa de sus sospechas.

—Seguimos.

Empezaron a Cruzar la pradera, marchando a paso vivo, pero seguro hacia Kendermore. La dorada hierba susurraba contra sus botas al caminar. Entonces, de repente, cuando habían avanzado unos quinientos pasos, Riverwind se detuvo de nuevo con el ceño surcado por las arrugas. Tras un momento los otros cayeron en la cuenta de que no estaba con ellos y miraron hacia atrás.

—¿Padre? —preguntó de nuevo Amanecer Resplandeciente. Al ver la preocupación reflejada en el rostro de su padre, sus ojos se llenaron de angustia.

—Vamos, Riverwind —urgió Kronn.

Al punto, el viejo Hombre de las Llanuras se puso rígido e inhaló profundamente.

—Por los dioses —juró—. Las puertas…

—¿Qué? —inquirió Amanecer Resplandeciente.

—¡Cerradas! —gritó Riverwind—. ¡Las puertas están cerradas!

Todos miraron hacia el final de la calzada. Riverwind tenía razón; las altas puertas de madera de Kendermore estaban cerradas a cal y canto. No había guardias en el exterior, ni venía ningún jinete a su encuentro. Cuando las figuras de las almenas los vieron por fin, empezaron a agitar los brazos y a gritar.

Amanecer Resplandeciente miró de soslayo a Kronn y a Catt.

—¿Qué está pasando? —preguntó con una voz aguda por la tensión—. ¿Qué dicen?

—¡Chist! —interrumpió Kronn, y alzó una mano para que guardara silencio. Entrecerró los ojos, y su semblante se arrugó por la concentración. Los ojos del kender se abrieron de par en par.

»Nos están diciendo que retrocedamos —siseó; las palabras salieron atropelladas.

—¿Padre? —gritó Amanecer Resplandeciente mirando hacia atrás a Riverwind—. ¿Qué vamos a…? —Se le cortó la respiración y sólo pudo abrir atónita los ojos de par en par.

—¿Amanecer Resplandeciente? —preguntó Cuervo Veloz mientras los otros se volvían para seguir la mirada de la joven bárbara—. ¿Qué está…? ¡Dioses misericordiosos!

Salieron del bosque a espaldas de Riverwind, y se desbordaron en la pradera cual un enjambre en dirección hacia ellos. Eran cientos de ogros, corriendo a toda velocidad y aullando gritos de guerra. Blandían al aire espadas, hachas, lanzas y mazas, mientras el batallón se aproximaba como una gran ola de hierro, fuerza bruta y odio.

La visión de la horda atacante los paralizó; momentáneamente, se quedaron estupefactos, petrificados, incapaces de hacer nada excepto quedarse quietos, boquiabiertos, mientras su destino se precipitaba sobre ellos.

Entonces, Riverwind reaccionó y corrió hacia su montura.

—¡Vamos! —bramó al tiempo que metía un pie en el estribo y se subía a lomos del animal. El caballo corría ya hacia Kendermore cuando se acomodó en la silla—. ¡Cabalgad, maldita sea! ¡Cabalgad!

El sonido de su voz frenética sacó a los otros de su estupor. Corrieron hacia sus monturas, saltaron sobre las sillas y espolearon a las bestias para alejarse de la atronadora masa de ogros. Cuervo Veloz se giró y disparó una flecha a los monstruos, si bien el proyectil cayó inútilmente en el medio de la horda, como una gota de agua en un mar encrespado. El joven se giró de nuevo hacia adelante sin molestarse en mirar dónde caía.

—¡Dirigios a las puertas! —gritó—. ¡Podemos llegar antes que ellos!

—¡No! —bramó Riverwind—. Los kenders no conseguirían abrir las puertas a tiempo para dejarnos pasar, y sería imposible que las cerraran de nuevo.

—¡Bueno, pues no podemos volver! —gritó Amanecer Resplandeciente—. ¿Qué hacemos?

—¡Id hacia la derecha! —gritó finalmente Riverwind—. ¡Rodearemos la ciudad e intentaremos escapar hacia el norte!

Viraron para alejarse de las puertas inexpugnables; los ogros corrían tras ellos, abriendo angostas ringleras en la hierba de la pradera. Los altos contrafuertes de la muralla pasaban a toda velocidad a su izquierda; parecían una mancha gris. En lo alto de las almenas, los guardias de la ciudad seguían gritando, pero el ruido del viento en los oídos de los jinetes les impedía escuchar lo que decían. Cuando los ogros se acercaron, los kenders que estaban en las almenas dejaron de gritar y comenzaron a disparar flechas y a arrojarles piedras. Cayeron los que iban en primera línea del batallón, heridos y machacados por la lluvia de proyectiles y rocas; los que venían a continuación, sin embargo, no estaban tan cegados por la sed de sangre. Describieron una trayectoria más amplia alrededor de Kendermore, lejos del alcance de las armas de los kenders. Esto favoreció a los jinetes, que ganaron tiempo para poner más tierra de por medio entre ellos y sus perseguidores.

Tras varios minutos de cabalgar a toda velocidad, llegaron al extremo opuesto de Kendermore y comenzaron a atravesar la pradera abierta hacia la acogedora línea verde del bosque Kender del norte.

Sin embargo, en aquel momento salieron más ogros del mismo linde boscoso hacia el que huían, y avanzaron en dirección a los jinetes.

—¡No! —gritó Amanecer Resplandeciente, cuya voz estaba enronquecida por la desesperación. Se echó hacia un lado con la pequeña Billee Junípero colgada del cuello y preguntó a su padre—: ¿Ahora qué?

Riverwind, que había estado haciéndose esa misma pregunta, echó un vistazo por encima del hombro a la horda que los perseguía a cierta distancia, y después hacia adelante, a los que les cerraban el paso.

—¡Pasaremos entre ellos! —contestó, blandiendo el sable de forma desafiante tras desenvainarlo.

—¿Entre ellos? —repitió asombrado Cuervo Veloz—. ¿Estás seguro, mi Chieftain?

—¿Tenemos otra opción? —respondió bruscamente Riverwind. Hizo chasquear las riendas y clavó los talones en los flancos de su caballo. El animal sacudió la cabeza y galopó aún más deprisa hacia la horda que se acercaba—. ¿Prefieres volver?

No hubo más objeciones. Al unísono, todos los jinetes guiaron sus monturas hacia el enemigo que se venía hacia ellos. Cuervo Veloz desenvainó su espada, y Riverwind y él, a la par, blandieron las cuchillas en el aire. Kronn alzó su chapak, y Amanecer Resplandeciente, su maza. Incapaz de enarbolar la jupak mientras cabalgaba a galope tendido en el poni, Catt sacó una larga daga del cinturón y la mantuvo presta. La distancia que los separaba de los ogros se redujo a gran velocidad, mientras el golpeteo de los cascos devoraba la tierra. Al ver que su presa no tenía intención de apartarse, los ogros levantaron sus armas. Ellos apretaron los dientes y espolearon las monturas. Los caballos, aterrados, siguieron corriendo y soltando espumarajos. Cuando los últimos metros de campo abierto desaparecieron entre los viajeros y sus rivales, Cuervo Veloz alzó la voz en un desgarrador grito de guerra de los Que-teh. Riverwind coreó el grito del joven guerrero, y Amanecer Resplandeciente y los kenders aullaron también cuando los jinetes chocaron contra la horda.

De no ser por el impulso que llevaban, el muro de cuerpos y de acero los habría parado en seco. Tal y como iban, la primera línea de ogros se dispersó para no ser pisoteados. Los cascos de los caballos y las fulgurantes armas abatieron a casi una docena de los monstruos, y la hierba se oscureció con su sangre. Riverwind iba en vanguardia; guiaba su caballo con poco más que su propio instinto. Buscaba los puntos débiles de las líneas de los ogros y allí descargaba su sable, cuya cuchilla relucía a la luz del sol.

El arma de Cuervo Veloz también se había tornado roja tras los golpes asestados y, a su derecha, Amanecer Resplandeciente luchaba ferozmente, blandiendo la maza de forma salvaje mientras Billee se agarraba a su cuello. Kronn asestó un tajo con la chapak y separó la rugiente cabeza de un ogro de sus hombros; con rapidez cambió la dirección del golpe y el hacha hirió a una segunda bestia en el vientre. El ogro cayó al suelo agarrándose las tripas.

—¡Yupi! —gritó Kronn.

Los ogros intentaban devolver los golpes con sus enormes hachas de talar y sus inmensos martillos de guerra, pero eran lentos, y los bárbaros de las Llanuras y los kenders los esquivaban con facilidad.

El viejo Hombre de las Llanuras fue el primero en llegar al linde del bosque, seguido de cerca por los demás. En ese momento, un ogro vio un blanco fácil en Catt y le arrojó su lanza. La kender se agachó con agilidad, pero la punta atravesó el cuello del poni. El animal tropezó, a la vez que emitía un relincho agónico. Catt se agarró a la perilla de la silla y, un instante antes de que el caballo se desplomara en el suelo, saltó de la grupa, lanzándose lo más lejos posible del peligro. Cayó a unos siete metros de distancia y oyó un chasquido cuando su brazo derecho colisionó con el suelo. Entonces, su cabeza chocó contra un árbol y el mundo se tornó oscuro.

Cuando Kronn vio caer a su hermana tiró de las riendas con todas sus fuerzas. Su montura se detuvo de forma tan repentina que él mismo estuvo a punto de salir despedido de la silla.

—¡Catt! —gritó, y viró y cabalgó de vuelta hacia la forma fláccida e inconsciente de su hermana.

Los ogros se movían confusos a su alrededor, cogidos a contrapié por el giro. Descargó la cuchilla contra el pecho de uno y le hendió las costillas. El ogro se tambaleó hacia atrás, y la sangre brotó de la profunda herida. En un abrir y cerrar de ojos, Kronn estaba al lado de su hermana. Sin dudarlo un segundo, se inclinó hacia un lado en la silla, sujetándose a la montura con las rodillas, y agarró el cuello de la camisa de Catt. La cabeza de su hermana se reclinó flojamente contra un hombro cuando, tensando los músculos, la alzó a la grupa del poni. Luego, inició el regreso hacia el bosque.

Los ogros le cerraron el paso e hicieron que reculara su aterrorizada montura con los arcos que trazaban con sus inmensas armas. Uno de ellos se acercó demasiado, y Kronn le cortó el brazo con la chapak; pero el kender se dio cuenta enseguida de que estaba atrapado. Mirando intensamente a los ogros mientras cerraban el círculo a su alrededor, hizo lo que cualquier kender que se preciara habría hecho en su lugar. Empezó a provocarlos.

—¡Cuidado! —le gritó a uno—. Hay una sanguijuela gigante chupándote la cara… ¡Ah, no!, espera; es tu nariz.

»¿Qué pasa? —le preguntó a otro—. ¿Te derramó alguien una jarra de fealdad cuando eras un bebé?

»¿Es ése el olor habitual de tu aliento o se te ha metido un gully por la garganta para morir allí?

Sus insultos acabaron enfureciendo a los ogros, que, aullando con rabia, cargaron. Blandió la chapak, riendo con cada tajo que propinaba a sus adversarios. Eran muchos, sin embargo, y finalmente una de las manos consiguió agarrarlo por el codo. Los dedos se cerraron con la fuerza de un cepo, de tal modo que le dejaron dormido el brazo, y la chapak cayó de sus dedos entumecidos y quedó colgada de la tira de cuero que le rodeaba la muñeca. Llevó la otra mano al cinturón en busca de su cuchillo.

Entonces, el ruido de cascos al galope hendió el aire. Los ogros se giraron para mirar a su espalda, y emitieron un chillido de alarma a la par que enarbolaban sus armas. Lo hicieron demasiado tarde. Cuervo Veloz cayó sobre ellos desde atrás, blandiendo el sable arriba y abajo, asestando tajos y puñaladas. En un momento, el joven Hombre de las Llanuras consiguió abrir un paso a través de la chusma; el ogro que había atenazado el brazo de Kronn murió cuando el acero de Cuervo Veloz le atravesó la garganta.

El kender espoleó de nuevo su caballo y cargó por el hueco que el joven guerrero había despejado a través de los ogros. Cuervo Veloz lo siguió, blandiendo aún su espada.

Por fin, salieron del cerco de los ogros y cabalgaron hacia el norte a través del bosque poco frondoso. El enemigo los persiguió, pero el kender y el Hombre de las Llanuras despistaron a las bestias con facilidad, y cuando llegaron a dos leguas al norte de Kendermore ya no había señal alguna de los ogros. Kronn y Cuervo Veloz refrenaron sus monturas.

De inmediato, el kender examinó a su hermana. Presionó su cuello con dos dedos, buscándole el pulso mientras contenía la respiración; después, cerró los ojos y soltó un profundo suspiro.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Cuervo Veloz. Se enjugó el sudor que le corría por el rostro—. ¿Está malherida?

—Juzga por ti mismo —dijo el kender e hizo un gesto para señalar el brazo fracturado de Catt. Su cabello estaba también pegajoso a causa de la sangre que había perdido al golpearse la cabeza—. ¿Qué ha pasado con Riverwind y Amanecer Resplandeciente?

Cuervo Veloz miró rápidamente a su alrededor.

—No lo sé —admitió—. Iban delante de mí cuando me giré y volví por ti. Deben de estar en algún lugar por aquí cerca. —Se metió dos dedos en la boca y emitió un agudo mensaje en el lenguaje de silbidos de los bárbaros de las Llanuras.

El bosque permaneció un momento en silencio; entonces, trinó un silbido como respuesta, que levantó ecos entre los árboles. Cuervo Veloz y Kronn estiraron el cuello para localizar la dirección de la que venía el sonido.

—Allí están —dijo Cuervo Veloz, apuntando hacia el este. Riverwind y Amanecer Resplandeciente trotaban hacia ellos, aún a caballo. Haciendo girar sus monturas Kronn y Cuervo Veloz cabalgaron a su encuentro.

—¡Ah!, por cierto —dijo Kronn—, gracias por venir a buscarnos. —Echó un vistazo a Catt cuyo rostro se tensaba en un gesto de dolor con el bamboleo del poni.

Cuervo Veloz sonrió con afecto.

—Tú hiciste lo mismo por mí y me gusta cumplir con quien estoy en deuda.

Cabalgaron sin un punto de destino concreto. Siguieron hacia el norte, atentos a cualquier señal de persecución, hasta que llegaron a un pequeño arroyuelo, cuyas claras aguas tenían sólo un leve sabor a azufre. Bebieron con ansia y se lavaron la sangre y la mugre de sus cuerpos; luego, se pusieron a curarse las heridas. Riverwind, que había recibido un golpe de refilón en el hombro con el hacha de un ogro, hizo una mueca de dolor cuando Amanecer Resplandeciente restañó la herida y la cubrió. Cuando la muchacha acabó la cura, su padre se levantó y anduvo con dificultad hasta el lugar en el que Kronn y Cuervo Veloz estaban entablillando el brazo de Catt.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Es difícil decirlo —dijo Cuervo Veloz, encogiéndose de hombros—. Hemos reducido la fractura, pero se ha llevado un buen golpe en la cabeza y, por el momento, no hay gran cosa que podamos hacer por ella.

—Necesita un sanador —declaró Kronn—. Tenemos que llevarla a Kendermore.

—Podríamos llevarla al oeste, de vuelta a Port Balifor —musitó Riverwind, frotándose la barbilla—. Quizás allí podamos conseguir ayuda para ella.

—Os digo que Kendermore es su mejor posibilidad —repitió Kronn.

—Kronn —dijo Cuervo Veloz con tono paciente—. Nunca conseguiríamos atravesar las puertas.

—No me refería a entrar por allí —adujo el kender, entrecerrando los ojos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Riverwind.

—El que las puertas estén atrancadas no significa necesariamente que nos hayamos quedado atascados aquí fuera. Hay otros caminos.

—¿Otros caminos? —repitió Amanecer Resplandeciente.

—Por supuesto —contestó Kronn—. Los kenders siempre disponemos de una puerta de atrás.