13

Durmieron a ratos esa noche, justo en el linde del bosque. Se turnaron para montar guardia, mirando hacia el nordeste, donde el resplandor rojizo seguía iluminando el cielo. Cuando amaneció había cambiado el viento, y el humo les irritó los ojos mientras recogían sus sacos de dormir. Desayunaron rápidamente con galletas y salchichas frías procedentes de El Cerdo y el Silbido, y se echaron al camino.

Mientras cabalgaban, los caballos se pusieron cada vez más nerviosos. El olor a quemado lo impregnaba todo, a pesar de que el fuego estaba aún a varios kilómetros de distancia. Además había otro olor, tenue todavía, pero inconfundiblemente apestoso, que hacía que sus monturas se tornaran aún más asustadizas. A mediodía tuvieron que desmontar, pues se avanzaba más rápido a pie; condujeron los caballos y los ponis por la sinuosa calzada principal del bosque Kender.

Kronn y Catt iban en cabeza, marchando con paso vivo mientras culminaban loma tras loma, a la par que se quitaban el irritante hollín de los ojos. A cada legua que avanzaban, Cuervo Veloz escogía un árbol apropiado y lo escalaba; ascendía ágilmente, hasta que estaba por encima del dosel de ramas que había sobre la calzada. Cada vez bajaba con el mismo informe. El fuego seguía estando a gran distancia y no parecía acercarse. Pasaron así todo el día, sin parar más que unos pocos minutos. Siguieron avanzando en la creciente penumbra, siempre hacia el resplandor. Los cinco sabían que sería inútil acampar, ya que ninguno podría dormir mientras hubiera ante ellos ese terrible fulgor.

Entonces, en algún momento pasada ya la medianoche, el resplandor empezó a ceder y a apagarse. El olor a humo seguía envolviendo el bosque como un sudario, enloquecedoramente fuerte, pero no había dudas acerca de lo que veían. El fuego se estaba apagando. Mucho antes de que en el cielo empezaran a apuntar los tintes violáceos que anunciaban el amanecer, el fulgor había desaparecido por completo. En lugar de desanimarlos, esto contribuyó a que siguieran avanzando de forma decidida.

El sol no había alcanzado aún la mitad de su cénit cuando se acabó el bosque. Era como si el grupo hubiera chocado con una pared. La maleza, bruscamente interrumpida, daba lugar a tierra calcinada. En cien metros o más no había árboles, sólo tocones. Al otro lado del extraño claro arrasado, que se extendía a ambos lados hasta más allá de donde alcanzaban a ver, seguían erguidos los chopos y los arces, cuyas ramas chamuscadas, desprovistas de hojas y cubiertas de ceniza apuntaban hacia el cielo. El humo flotaba en volutas alrededor de los troncos y hacía pequeños remolinos al paso del viento. Aquí y allá parpadeaba una luz naranja de los pequeños fuegos tenaces que se resistían a apagarse.

Riverwind se agachó al lado de un tocón ennegrecido, pasando la mano sobre la madera chamuscada.

—Demasiado liso —anunció—. Este árbol no se ha caído solo. Lo han talado con hachas, y los otros también.

Cuervo Veloz se puso en cuclillas y pasó la mano entre las cenizas.

—Esto ha sido quemado a propósito —comentó el joven guerrero.

—Alguien ha talado los árboles, y luego ha chamuscado la tierra —convino Riverwind—. Un cortafuegos, para contener las llamas.

—Mi gente ha hecho esto —dijo Kronn. Se quitó la chapak de la espalda y comparó su filo con las muescas que había en el tocón humeante—. Aislaron el incendio y dejaron que se consumiera.

—Han debido de trabajar cientos de personas, talando todo el día —dijo Catt, tras silbar, impresionada.

—Entonces, ¿dónde está todo el mundo? —se preguntó Amanecer Resplandeciente, mirando en derredor por el claro—. Si había aquí tanta gente, ¿adónde han ido ahora que se ha apagado el fuego?

—Al mismo sitio al que vamos nosotros —contestó Kronn—. A Kendermore. Paxina dijo que ordenaría que la gente de los pueblos más distantes regresara a Kendermore… si había problemas. No cabe duda —añadió con solemnidad— de que esos bosques que tenemos delante han sido quemados tan a propósito como el cortafuegos.

***

La mañana transcurrió tranquila mientras avanzaban a través del bosque quemado; se cubrían la nariz y la boca con los pañuelos de Kronn para no ahogarse con el humo persistente. A su alrededor gemían los árboles desnudos, cuyas ramas ennegrecidas se extendían hacia arriba como las manos de miles de esqueletos chamuscados. Era casi mediodía cuando alcanzaron las ruinas de una pequeña granja, de la que sólo quedaba una chimenea y los cimientos de piedra. Buscaron cadáveres durante un rato, pero no encontraron nada.

—Quienquiera que viviera aquí consiguió salir a tiempo —dijo Riverwind.

—Aquí no hay hachas —añadió Cuervo Veloz, rebuscando entre las ruinas de la caseta de herramientas. Las planchas metálicas de palas y las cabezas de martillos relucían de forma apagada entre las cenizas—. Seguramente, fueron a ayudar con el cortafuegos.

—¿Y los niños? —preguntó Amanecer Resplandeciente mientras levantaba otro trozo de metal. Era un caballero de juguete, hecho con latón.

—Huidos a Kendermore, supongo —dijo Catt, encogiéndose de hombros.

—Vamos —intervino Kronn, con una voz que mostraba la firmeza de su determinación. Ya había empezado a caminar, dejando a su espalda la casa de campo—. No queda mucho para la primera aldea, Sauce Trenzado.

***

Sauce Trenzado ya no existía. El pueblo, que había albergado a unos ochocientos kenders, había sido borrado de la faz de Krynn. Al igual que en la granja, la madera, la escayola y los techos de paja habían desaparecido; quedaban sólo los vacíos cascarones donde habían estado las casas y las tiendas. Las chimeneas habían explotado, y las calles adoquinadas se habían agrietado por el calor. El pozo del pueblo no era más que un círculo de roca cristalizada alrededor de un agujero por el que salía vapor.

—¿Qué puede haber hecho algo así? —se preguntó Amanecer Resplandeciente, mirando de hito en hito el edificio de cinco torres que había sido el ayuntamiento de Sauce Trenzado. Las altas estructuras se habían derretido para luego volver a solidificarse, de manera que ahora tenían aspecto de velas que se hubieran consumido—. Nunca había visto un fuego que pudiera hacerle esto a la roca sólida.

—Yo sí —dijo Riverwind, con semblante sombrío—. Lo vi en el antiguo Que-shu, después de que hubiera sido arrasado por las tropas de Verminaard. Las piedras se derritieron igual. Lo único que he visto con capacidad de producir un fuego de esta intensidad es un Dragón Rojo.

—Es como Vera del Bosque después del ataque de Malys —convino Catt.

—Entonces, ¿hemos llegado demasiado tarde? —preguntó Cuervo Veloz. Tenía en la mano el sable desenvainado y contemplaba el bosque de manera tensa.

—No —contestó Catt—. He visto huellas que se alejaban de la aldea. Han ido a Kendermore, estoy segura. —Rascó el hollín con la culata de su jupak—. Kronn, será mejor que nos pongamos en marcha. Paxina nos estará esperando.

Pasó un momento y nadie contestó. Catt miró en derredor con preocupación.

—¿Kronn?

Su hermano no estaba.

Alertas de repente, Riverwind y Cuervo Veloz se separaron y buscaron entre los escombros con las espadas enarboladas. Catt los siguió, gritando el nombre de su hermano. Sin embargo, fue Amanecer Resplandeciente la que lo encontró, al otro extremo de Sauce Trenzado. Su grito de horror hizo que los otros acudieran corriendo.

Bajo el arco ennegrecido de una caseta de guarda en ruinas, Amanecer Resplandeciente estaba de pie junto a Kronn, que estaba arrodillado, con el rostro entre las manos. Había encontrado los cadáveres.

Estaban por todas partes a su alrededor, docenas de ellos, carbonizados por la conflagración. Los bárbaros de las Llanuras sintieron que la bilis les subía a la garganta al contemplar los pequeños cuerpos, frágiles cual pajaritos, que estaban desperdigados por el suelo como los juguetes desechados por un niño.

—Aquí hubo una feroz batalla —comentó Cuervo Veloz, pasando de un cuerpo al siguiente. Muchos seguían atenazando armas entre las manos calcinadas—. Una refriega en retirada, diría yo.

—¿Retirada de qué? —se preguntó Amanecer Resplandeciente, a la par que rodeaba a Kronn con el brazo. Estaba a punto de vomitar por el olor dulzón y pegajoso que impregnaba todo—. No creo que fuera del dragón, ¿verdad?

—¡Aquí! —gritó, de repente, Riverwind. Se había alejado de los otros y miraba fijamente algo que había en el suelo. Amanecer Resplandeciente se quedó con Kronn, pero Catt y Cuervo Veloz corrieron para ver lo que había encontrado el viejo Hombre de las Llanuras.

Había más cuerpos donde estaba Riverwind, pero no eran de kenders. Eran demasiado grandes, más incluso que los humanos; muchos de ellos medían más de dos metros y medio de alto. Cuervo Veloz movió uno con el pie, y puso una mueca de asco cuando crujió la carne chamuscada. Había caído de bruces y, por ello, su rostro no había sufrido el efecto directo del fuego. La piel cubierta de ampollas era marrón, salpicada de oscuras verrugas peludas, y sus facciones resultaban feas y bastante burdas. Unas espesas cejas se juntaban sobre una nariz chata y ancha. Los dientes, que eran como colmillos de jabalí, sobresalían de la boca por encima de una fuerte barbilla cuadrada. La criatura vestía un peto y muñequeras de cuero, y cerca de su puño ennegrecido estaba la hoja de hierro de una enorme hacha de guerra.

—Ogros —dijo Cuervo Veloz, y escupió en las cenizas.

—Ahora deben de estar coligados con Malys —dijo Catt, asintiendo lentamente con la cabeza—. Estos murieron luchando contra mi gente antes de que el dragón quemara la ciudad.

—¿Podrían quedar más por aquí? —preguntó Cuervo Veloz a la par que sus ojos recorrían rápidamente las sombras.

—No —contestó Riverwind—. Se habrán ido antes del ataque del dragón. Probablemente, han perseguido a los kenders hacia el norte, hacia Kendermore.

Los ojos de Cuervo Veloz se abrieron de par en par al comprenderlo de repente.

—Los van conduciendo —dijo el joven. Riverwind asintió en silencio.

—¿Conduciéndolos? —preguntó Catt—. Pero ¿eso qué significa? ¿Qué nos vamos a encontrar cuando lleguemos a Kendermore?

Los otros miraron a Riverwind. Lo sopesó un momento, y entonces sacudió la cabeza.

—No lo sé.

***

Kronn avanzaba tras ellos con paso cansado, como un hombre herido, con la cabeza gacha por la congoja. Catt caminaba a su lado con la mano sobre el hombro de su hermano, pero ella estaba también demasiado apesadumbrada como para reconfortarlo. En la otra mano, llevaba las riendas de los caballos, que los seguían nerviosos; mostraban el blanco de los ojos y tenían los ollares muy abiertos a causa de las extrañas imágenes y olores que los rodeaban.

Cuervo Veloz iba a la vanguardia del grupo con una flecha encajada en la cuerda del arco; observaba con detenimiento todos los árboles chamuscados en busca de movimiento. Riverwind cerraba la retaguardia, preparado también para disparar un proyectil si algo los amenazaba desde atrás. Fue Amanecer Resplandeciente, sin embargo, la primera que oyó el sonido.

Era suave, casi imposible de percibir, y durante un momento dudó, preguntándose, si no habría sido su imaginación. Entonces, sonó de nuevo, y la joven alzó una mano al tiempo que chistaba.

Los otros se detuvieron de inmediato. Cuervo Veloz tensó el arco mientras corría al lado de Amanecer Resplandeciente.

—¿Qué pasa? —preguntó Catt.

Amanecer Resplandeciente la hizo callar con un ademán brusco. Aguzó el oído en un gesto de concentración. El sonido se hizo momentáneamente más alto y todos pudieron oírlo: un gemido quedo y cansado.

—¿Qué es? —susurró Cuervo Veloz—. ¿Un animal herido?

—No —respondió Amanecer Resplandeciente—. Es el llanto de un niño.

—¿Un niño? —preguntó Catt—. ¿Aquí fuera?

La joven bárbara no se molestó en contestar; empezó a caminar hacia la fuente del ruido. Cuervo Veloz avanzó tras ella con paso vivo.

—¡Amanecer! —siseó Riverwind—. ¡Espera! ¡Podría tratarse de una trampa!

Haciendo caso omiso de la llamada de su padre, Amanecer Resplandeciente siguió caminando; se detenía sólo para escuchar durante un momento, a fin de asegurarse de que avanzaba aún en buena dirección. Estaban a casi una legua al norte de Sauce Trenzado, en una zona donde el terreno era rocoso. Entre los árboles muertos, había grandes peñascos moteados de líquenes chamuscados. Amanecer Resplandeciente se dirigió con rapidez hacia una grieta que había entre dos de esas rocas.

Cuervo Veloz examinó la oquedad, que era oscura, ancha y profunda. Apuntó con la flecha hacia el interior.

—Creo que quizá deberíamos esperar a tu padre, Amanecer —susurró el joven guerrero—. Podría haber cualquier cosa ahí dentro.

—No —contestó Amanecer Resplandeciente, sacudiendo enérgicamente la cabeza; empezó a avanzar hacia la grieta. Cuervo Veloz aflojó de inmediato la tensión de la cuerda del arco y agarró el brazo de su amada.

—Por lo menos déjame ir primero —insistió.

Al ver la mirada suplicante de sus ojos, Amanecer Resplandeciente accedió, asintiendo con un gesto de cabeza.

—Cuidado a lo que disparas —le dijo.

Moviéndose lentamente, con la flecha preparada, Cuervo Veloz se adentró en la hendidura. Durante unos instantes no pudo ver nada, pero entonces sus ojos se acostumbraron a la penumbra y consiguió discernir las paredes de la grieta. Siguió adentrándose cautelosamente; Amanecer Resplandeciente le pisaba los talones. Los gemidos eran más intensos en ese lugar y levantaban ecos extraños al rebotar en las paredes de piedra.

De repente, se detuvo y miró de hito en hito algo que había en el suelo. Aflojó poco a poco la tensión de la cuerda del arco.

—¡Dioses misericordiosos! —exclamó Cuervo Veloz.

—¿Qué? —preguntó Amanecer Resplandeciente—. ¿De qué se trata? Déjame pasar. —Lo apartó a la fuerza y siguió la mirada del joven guerrero antes de detenerse.

Allí, agazapada en el fondo de la grieta, llorando de forma incontrolable y sujetándose las rodillas contra el pecho, estaba una niña kender. Miró hacia arriba con los ojos abiertos de par en par y reculó ante la presencia de los bárbaros.

—Tranquilízate —dijo Amanecer Resplandeciente. Se puso de cuclillas y se movió hacia adelante de forma pausada para no asustar a la chiquilla—. No tengas miedo. He venido para ayudarte.

La niña era muy pequeña. No debía de tener más de ocho años. Amanecer Resplandeciente fue acercándose a ella, musitando palabras tranquilizadoras. Finalmente, la niña dejó de sollozar y miró intensamente a la joven bárbara; le temblaba el labio inferior.

—Eso está mejor —dijo sonriendo Amanecer Resplandeciente—. ¿Cómo te llamas, pequeña?

La niña hipó varias veces, intentando encontrar la voz.

—B… Billee —farfulló al cabo—. Billee Junípero.

—Hola Billee —saludó Amanecer Resplandeciente al detenerse ante la niña. Se agachó y le ofreció una mano—. Yo soy Amanecer Resplandeciente. Ese hombre es Cuervo Veloz. No te preocupes, está aquí para protegerte y no para hacerte daño. ¿Dónde están tus padres?

Durante un momento no contestó, y luego empezó de nuevo a llorar.

—Vale, chist —la consoló Amanecer Resplandeciente, que intentaba también reprimir sus propias lágrimas—. Vamos a sacarte de aquí para llevarte a un lugar seguro. ¿Te gustaría eso?

La pequeña la miró con ojos llorosos, abiertos de par en par. Luego aferró un dedo de Amanecer Resplandeciente con su manita y la joven bárbara la estrechó con suavidad contra su pecho. Billee echó los bracitos al cuello de la hija de Riverwind y se agarró con fuerza, temblorosa, cuando los bárbaros de las Llanuras se dieron la vuelta y salieron de la grieta.

Kronn y Catt estaban esperando dónde los habían dejado; Riverwind se encontraba con ellos, y su semblante traslucía la ansiedad y la preocupación que sentía. Un gesto de inmenso alivio asomó a su rostro cuando vio aparecer a su hija.

—Tendrías que haber esperado fuera —le dijo.

Al oír la firmeza de su voz, Billee comenzó a llorar de nuevo. Amanecer Resplandeciente fulminó a su padre con una mirada de reproche y acarició el largo cabello negro de la niña, mientras chasqueaba la lengua en un sonido reconfortante.

—Tranquila —la arrulló—. Todo va ir bien, Billee. No tengas miedo.

Kronn se sobresaltó y la miró con brusquedad.

—¿Qué has dicho?

—Estoy intentando que se tranquilice —dijo Amanecer Resplandeciente de forma concisa.

Catt, sin embargo, tenía el mismo gesto extraño en el rostro que su hermano.

—Déjame verla —dijo Catt—. Por favor.

Con la piel de gallina, la joven bárbara se arrodilló para que pudieran verla. Catt alargó dubitativa una mano y tocó el hombro de Billee.

—¡Por el fantasma de Saltatrampas! —exclamó—. Está temblando. Tiene miedo.

—No lo entiendo —dijo Cuervo Veloz—. Creía que vuestra gente era inmune al miedo.

Catt miró a los bárbaros de las Llanuras, con ojos abiertos de par en par y expresión confusa.

—Eso mismo es lo que pensaba yo.

***

La luz de la luna menguante entraba a raudales por la ventana del dormitorio de Canción de Luna y bañaba su cuerpo. La joven se retorcía bajo las mantas, gemía de angustia, luchando contra la violencia de una terrible pesadilla.

—No —farfullaba—. Cadáveres… Fuego…

El sonido de su voz desesperada sacó a Corazón de Ciervo de su propio duermevela. Se pasó la mano por los ojos aún borrosos y rodó sobre el costado para mirarla.

—Canción de Luna —susurró. La tocó con su fuerte mano, rozándole la curva del hombro—. Cariño, estás soñando.

—¡No! —gritó su amada con una voz que cortó el silencio como una cuchilla.

—¡Canción de Luna! —Corazón de Ciervo se incorporó con rapidez y luego se agachó sobre ella y la sacudió con suavidad—. ¡Despierta!

Durante un momento ella se resistió golpeándolo con los puños, pero Corazón de Ciervo la sujetó con fuerza hasta que finalmente parpadeó y abrió los ojos. Tenía la vista desenfocada, como si estuviese mirando algo a través de él.

—¿Dónde…? —comenzó a decir Canción de Luna pero su voz se desvaneció poco a poco.

—Calma —la reconfortó Corazón de Ciervo—. Estás en Que-shu. Y me tienes a tu lado.

—¿Corazón de Ciervo? —preguntó parpadeando—. Has vuelto.

Él asintió en silencio, y la rodeó con los brazos. Su rostro, sin embargo, estaba preocupado. Hacía más de una semana que había regresado a Que-shu con la cabeza del grifo que tantos problemas había causado a los pastores del sur. Había llevado el espantoso trofeo a la Casa de la Hermandad, en el centro del pueblo, y lo había depositado a los pies de la madre de Canción de Luna. Goldmoon, a cambio, había declarado que, habiendo cumplido su Misión de Pretendiente, era libre de casarse con su hija.

Canción de Luna, sin embargo, no parecía recordar nada de eso, aunque incluso habían hablado de la boda unas horas antes esa misma noche, mientras yacían abrazados, sudorosos y jadeantes. Habían acordado que el día del enlace fuera lo antes posible.

—Pero no antes del regreso de Amanecer Resplandeciente —había dicho Canción de Luna, entre besos—, y de tu hermano también.

En ese momento, sin embargo, actuaba casi como si no lo reconociera. Corazón de Ciervo la abrazó y le acarició los largos cabellos dorados. Ella temblaba como un potrillo recién nacido, con la piel de gallina, y se estrechaba fuerte contra él.

—¡Oh!, Corazón de Ciervo —gimió.

—¿Qué soñabas? —preguntó—. ¿Era con Amanecer Resplandeciente?

Ella asintió y aspiró el aire entrecortadamente. A la luz de la luna, su piel morena parecía pálida y macilenta, y estaba perlada de sudor frío.

—Canción de Luna, tienes que contármelo. ¿Estaba en peligro?

—No. Aún no, pero… —Dejó la frase en el aire y sacudió la cabeza.

De repente, la puerta se abrió de par en par. La luz anaranjada que entraba por el umbral cayó sobre la cama. En el vano estaba Goldmoon, ataviada con una túnica celeste y portando una vela de sebo, cuya llama resguardaba entre las manos. La tenue luz parpadeó mientras entraba en el dormitorio de su hija.

—¡Madre! —exclamó Canción de Luna, boquiabierta.

Goldmoon no articuló palabra, sólo contempló a los dos jóvenes abrazados. Había un extraño gesto en su semblante, una incongruente mezcla de desaprobación y comprensión, muy a su pesar.

—Mi señora —dijo Corazón de Ciervo, soltando a Canción de Luna. Se deslizó de la cama para arrodillarse ante ella, a la par que agarraba una manta con la que ocultar su desnudez.

—Conocéis la costumbre los dos —dijo duramente Goldmoon—. No debéis compartir el dormitorio hasta que estéis casados. Es una tradición antigua y no debe ser tomada a la ligera, Corazón de Ciervo de Que-teh.

El joven bárbaro se inclinó aún más, postrándose ante ella. Los juncos del suelo se le clavaron en el rostro.

—Perdóname, mi señora —suplicó.

Sin embargo, Goldmoon no le hizo caso; tenía puesta toda su atención en su hija.

—Pequeña —murmuró—. ¿Has vuelto a soñar con tu hermana?

Canción de Luna alzó la vista hacia su madre y asintió en silencio. La preocupación ensombrecía sus ojos.

El gesto adusto de Goldmoon se suavizó. Corazón de Ciervo y ella intercambiaron una mirada avisada. Canción de Luna y Amanecer Resplandeciente habían compartido sueños desde que eran niñas.

—Cuéntame, Canción de Luna —dijo Goldmoon—. ¿Dónde está? ¿Qué ha pasado?

—Cerca de Kendermore —contestó la muchacha con voz débil y temblorosa—. Está bien, al igual que padre y Cuervo Veloz. Su viaje concluirá mañana. Pero… El bosque Kender ha ardido, y los ogros acechan entre sus cenizas. Y los kenders están… —Se interrumpió de forma brusca y su mirada se tornó ausente—. Los kenders corren un terrible peligro —dijo finalmente.

Goldmoon, pensativa, contemplaba a su hija.

—¿Quieres ir con ella, verdad? —le preguntó.

—Sí.

Goldmoon suspiró profundamente. Sus hombros se encorvaron, como si de repente se hubiese adueñado de ella un gran cansancio.

—Entonces, no hay más que hablar —dijo a su hija—. Ve. Y lleva contigo a Corazón de Ciervo.

Corazón de Ciervo miró a madre e hija, vio la convicción en los ojos de ambas mujeres, y supo que discutir no serviría de nada.

Canción de Luna, sin embargo, contemplaba a Goldmoon con una expresión de preocupación y culpabilidad.

—Lo siento, madre —dijo—. Todos te abandonamos. Puedo esperar hasta que Wanderer regrese a Que-shu.

—No —dijo Goldmoon, sacudiendo la cabeza con firmeza—. No te retendré aquí. Ve a Kendermore, pequeña, y encuentra a tu hermana. —Se volvió para marcharse, con un brillo húmedo en los ojos, pero se detuvo con la mano en la puerta—. Lleváis mi bendición.

A continuación, salió. Canción de Luna miró fijamente cómo se cerraba, la puerta y luego se dejó caer entre las mantas con un sollozo silencioso. Corazón de Ciervo volvió a meterse en la cama a su lado, la rodeó con los brazos y la estrechó fuertemente contra sí, susurrándole en voz queda. Fuera, la luna se ocultó poco a poco tras las nubes.