—Nunca mencionaste que supieras tocar la flauta —dijo Kronn mientras los cinco viajeros caminaban por el muelle; dejaban tras ellos la embarcación en la que habían cruzado la bahía de Balifor. Las posadas y casas adosadas de Port Balifor se alzaban ante ellos; el atardecer se extendía sobre la ciudad y se podía ver el resplandor de las hogueras y de las velas en las ventanas de casi todas las casas. Abajo, en el embarcadero, los pescaderos ambulantes gritaban en un vano intento de vender sus últimas mercancías antes de que cayera la oscuridad.
Riverwind miró de soslayo al kender, que caminaba con ritmo vivo a su lado, lo que hacía que a cada paso saltaran la coleta y las trenzas que enmarcaban su rostro. Amanecer Resplandeciente y Cuervo Veloz caminaban detrás, susurrándose palabras tiernas y riendo bajito. El joven guerrero seguía apoyando más el peso en su pierna sana, pero las heridas que le habían infligido durante el abordaje de los piratas habían curado casi por completo durante la larga travesía por las arenas de Khur. Catt venía la última, silbando un cántico marinero mientras hacía repicar su jupak contra los tablones de madera del embarcadero.
Kronn miró hacia arriba al Hombre de las Llanuras y arqueó las cejas.
—Sí —contestó Riverwind; su voz estaba impregnada de recuerdos—. Wanderer, mi abuelo, me enseñó a tocar hace muchos años. Muchos años… —Su voz se atenuó, y su mirada se perdió en el pasado—. «Cuidando el rebaño bajo las estrellas, un hombre necesita la música», me dijo. Yo debía convertirme en pastor, ¿sabes? Talló mi primera flauta de una rama de un árbol de marfil y me enseñó a tocar. Fue… una de las muchas cosas que me enseñó. —Se detuvo de nuevo y una compleja mezcla de emociones se reflejó en su rostro—. A veces, cuando ya era mayor, solía tocar con Goldmoon. Me temo que ya casi nunca hacemos música juntos, salvo en días de fiesta. Pero a veces…
Se detuvo de nuevo, con el ceño fruncido.
—Espera un momento —dijo lentamente—. ¿Cómo averiguaste que sé tocar la flauta?
—No estoy seguro —dijo Kronn, tras pensarlo un momento—. Creo que lo adiviné. Soy un buen adivino.
Riverwind, sin embargo, ya se había quitado la mochila, y rebuscaba entre su contenido. Poco después levantaba la mirada y la clavaba en el kender.
—O tal vez… —se corrigió lentamente Kronn—, quizá fue porque se te cayó la flauta esta mañana, allí en Ak-Khurman.
Metió una mano en el saquillo, el brazo desapareció hasta el codo dentro de la bolsa, y extrajo una sencilla flauta, tallada a mano en madera blanca y desgastada por los años de uso. Riverwind se la arrancó de la mano y la examinó detenidamente en busca de daños. Parecía intacta. Para asegurarse, sopló con suavidad en la boquilla, y el instrumento contestó con una nota dulce y cálida. Una mueca de alivio suavizó las arrugas de su rostro; luego miró a Kronn, que de nuevo tenía el semblante ensombrecido.
—Toda mi vida, durante la oscuridad y la luz —dijo—, he cuidado de esta flauta. La llevé conmigo en mi Misión de Pretendiente y me acompañó durante la guerra. La toqué aquella noche en Solace, cuando conocí a Tanis, a Caramon y a los otros. Y es lo único que tengo que me recuerde a mi abuelo. Ya ni siquiera me acuerdo con claridad de su rostro, pero sigo viendo con nitidez sus manos mientras guiaba las mías por encima de los agujeros.
El kender asintió solemnemente.
—Me sorprende que seas tan descuidado entonces, si tan importante es para ti. Tienes suerte de que yo estuviera allí para recogerla cuando se te cayó. Yo también sé tocar, ¿sabes? —Se giró de lado para mostrar la chapak que le colgaba de la espalda—. Mira bien el mango.
Riverwind miró. El astil de madera de jabí tenía un punteado de oscuros agujeros para los dedos.
—Un trabajo esmerado, ¿no crees? —preguntó el kender—. Lo encargué hacer especialmente. Es un incordio lo de desenroscar la tapa y sacar toda la cuerda, pero «no es un arma de verdad a no ser que pueda tocar una melodía», como solía decir mi padre. Por supuesto que —añadió con tristeza—, nuestro pobre padre era incapaz de reconocer una melodía aunque se la mostraran. Era un gran héroe, pero, al contrario que su hijo, estaba completamente negado para la música. Catt también, ¿sabes?
—No es verdad —espetó su hermana.
Kronn la miró de soslayo, con una mueca traviesa en su rostro.
—Bueno, venga, cántanos algo.
—Ahora no me apetece —dijo Catt, mirándolo fijamente, con los labios prietos.
—Menos mal —susurró Kronn, acercando la cabeza a la de Riverwind en actitud conspiradora—. Tiene una voz capaz de cuajar la leche.
Tras ellos, su hermana resopló de forma sonora.
—¡Eh! —continuó Kronn—, ambos tenemos aptitudes musicales. Quizá deberíamos tocar a dúo algún día.
Se detuvieron al llegar al paseo de madera que había en la playa, frente a la fila de tabernas y posadas con vistas al embarcadero. Riverwind lo recorrió todo con la mirada, y sus ojos se detuvieron sobre un edificio bajo, con paredes de losas unidas con argamasa y un tejado de pizarra. Unos toldos de colores vivos colgaban encima de las ventanas de cristales coloreados, y un par de faroles de bronce titilaban a ambos lados de la puerta principal, que estaba abierta. Una sonrisa asomó a sus labios al recordar el lugar.
—Sí —convino—. Me encantaría tocar contigo, Kronn. ¿Qué tal esta noche? —Dicho eso, avanzó hacia la posada.
Parpadeando a causa de la sorpresa, el kender apretó el paso para seguirlo.
***
El viento arreció cuando la noche se cerró sobre Port Balifor, y las ventanas de la fachada de la taberna El Cerdo y el Silbido empezaron a crujir. Lentamente incrementó el ruido, y se elevó hasta convertirse en un aullido penetrante, que hacía moverse los vasos situados sobre la barra.
—Realmente, debería arreglar esas malditas ventanas —gruñó William Sweetwater echando un vistazo hacia la fachada, con una mueca de disgusto en su grueso rostro.
—¡Bah! —barbotó el viejo Erewan el Greñudo, que estaba sentado en su taburete habitual, cerca del mostrador, cuidando de una jarra de espumosa cerveza negra. Su larga barba gris amarillenta tembló al fruncir el gesto—. Llevas diciendo exactamente las mismas malditas palabras cada noche durante los últimos cincuenta años, Cara de Cerdo.
—Esta vez lo digo en serio —replicó William—. Voy a acabar con ese maldito ruido de una vez por todas.
—Palabras, palabras —farfulló Pete Nueve Dedos, que estaba inclinado sobre una jarra de ponche maloliente.
William Sweetwater gruñó; el sonido porcino encajaba perfectamente con su aspecto. En la ciudad se decía que a causa de la impresión que recibió al poco de nacer, cuando un cerdo derribó su cuna, los rasgos del animal se habían quedado impresos en su rostro: pequeños ojos entrecerrados, mejillas carnosas y una nariz respingona y hocicuda. Ahora que ya tenía más de ochenta años, las múltiples papadas, los bigotes crespos grises y su figura achaparrada y tremendamente rolliza —los habituales del El Cerdo y el Silbido expresaban a menudo su asombro ante el hecho de que cupiera siquiera detrás del mostrador— le conferían la apariencia de un viejo jabalí robusto y canoso.
La luz de las farolas que penetraba por las puertas abiertas de la taberna parpadeó cuando entró un grupo de viajeros. Los habituales alzaron la vista y escudriñaron de hito en hito con ojos rojos y llorosos a los cinco extraños que se dirigían a un reservado situado al fondo del local. Los forasteros eran bastante frecuentes en El Cerdo y el Silbido —después de todo, Port Balifor era una ciudad de paso—, pero este grupo atrajo la atención.
—Bárbaros y kenders —farfulló Pete Nueve Dedos, y echó un buen trago de su jarra—. Huesos sangrientos. Menos mal que este antro no tiene nada que merezca la pena robar, ¿eh, Cara de Cerdo?
Sin embargo, William Sweetwater no le prestaba atención. Su entrecejo se frunció mientras contemplaba cómo los viajeros —tres bárbaros de las Llanuras de Abanasinia y dos kenders— se acomodaban en sus asientos. Fijó la mirada sobre el más viejo de los bárbaros en particular, un hombre alto, austero y canoso.
—A ése lo conozco —masculló entre dientes, estrujándose el cerebro—. Lo he visto antes en algún sitio…
Uno de los kenders —un varón con un hacha colgada de la espalda y con unas trenzas de color castaño alrededor del rostro— miró hacia William y chasqueó los dedos, lo que rompió la concentración del viejo tabernero.
—¡Cerveza aquí! —llamó—. En vasos limpios, si no te importa. Y cualquier cosa que se esté asando en el espetón.
Erewan sonrió abiertamente, entrecerrando los ojos hasta dejar sólo unas rendijas arrugadas.
—Ya oíste al pichón —dijo, con sorna—. Date prisa, Cara de Cerdo.
Tras fulminar con la mirada al viejo lobo de mar de barba crespa, William agarró un puñado de jarras y se acercó al tonel de Negra Arnsley, al que había puesto la espita ese mismo día. Bramó unas órdenes a la cocina mientras tiraba las cervezas de los recién llegados, y, cuando iba ya por la cuarta, una moza trajo a la mesa una bandeja con pan, queso y cordero asado. William llenó la última jarra, sopló la espuma de color nuez para que cayera al suelo repleto de manchas e hizo un ademán para que la jovencita se alejara cuando vino a recoger las bebidas para llevarlas a la mesa.
—Vuelve a tu trabajo —rezongó—. Éstas las llevaré yo mismo.
Con evidente esfuerzo, consiguió salir de detrás del mostrador; cogió la bandeja de cervezas y se dirigió jadeante hacia la mesa. Su mirada siguió prendida en el viejo Hombre de las Llanuras durante todo el camino, y cuando se acercó a la mesa sus ojos se abrieron de par en par y se sobresaltó tanto que casi se le cae la bandeja.
—Por el sagrado gran Habbakuk —exclamó atónito—. ¡Sí que eres tú!
Riverwind de Que-shu alzó la mirada y sonrió.
—Hola William —dijo—. Ha pasado mucho tiempo.
Los otros viajeros miraron confusos al viejo guerrero.
—¿Conoces a este hombre, padre? —preguntó otro de los bárbaros de las Llanuras, una joven de cabellos dorados.
—Nos conocimos hace mucho tiempo, Amanecer Resplandeciente, durante la guerra —dijo Riverwind, tras asentir con la cabeza—. William tuvo la bondad de acogernos para que pudiéramos descansar, a pesar de que no teníamos acero con el que pagarle.
—¡Bah! —resopló William mientras repartía la bebida. Dio una palmada en el hombro de Riverwind—. Era lo menos que podía hacer. Tu padre, jovencita, formaba parte del mejor espectáculo itinerante que ha pasado por estas tierras.
Los compañeros de Riverwind lo miraron con los ojos abiertos de par en par.
—¿Espectáculo? —preguntó Amanecer Resplandeciente—. ¿Padre, tú…?
El Hombre de las Llanuras carraspeó para aclararse la garganta, sus mejillas estaban enrojeciendo.
—Bueno, yo no lo llamaría un espectáculo itinerante…
William lo interrumpió con una carcajada.
—¿Quieres decir que tu padre nunca te lo contó, moza? —preguntó el tabernero—. Sus compañeros y él eran El Hechicero Rojo y sus Maravillosas Ilusiones.
—El Hechicero Rojo y sus… —dijo asombrado el kender, boquiabierto—. ¿Participabas tú en ese espectáculo, Riverwind?
—¡Ten por seguro que sí! —contestó William, sonriendo con orgullo—. Empezaron aquí mismo, en esta sala.
»Bueno —dijo afectuosamente el tabernero—. ¿Qué te aleja de las Llanuras esta vez? ¿Adónde os dirigís?
—A Kendermore —contestó el joven kender.
Los clientes del El Cerdo y el Silbido los miraron atónitos y sin habla; luego empezaron a reír. William golpeó su enorme barriga, resoplando con regocijo. Riverwind y sus compañeros lo miraron a su vez; los de las Llanuras con gesto serio, y los kenders con los ojos abiertos de par en par por la confusión.
—¿Qué os hace tanta gracia? —inquirió la kender.
De repente William dejó de reír.
—Por las veinte ubres de Zeboim —blasfemó, mirando de hito en hito a Riverwind—. ¿Estás hablando en serio?
El viejo Hombre de las Llanuras asintió lentamente, con los labios apretados.
—¿Kendermore? —preguntó Pete Nueve Dedos, alzando incrédulo la voz—. ¿Por qué, en nombre del Abismo, querríais ir allí?
Riverwind asestó una mirada fulminante al anciano marinero.
—Porque —dijo escuetamente— necesitan nuestra ayuda.
El viejo marinero resopló de forma despectiva, y se volvió hacia su ponche.
—Maldito idiota —masculló con voz queda, pero no lo suficiente.
—¡Cierra el pico, chucho sarnoso! —bramó William, girándose hacia el mostrador—. Vuelve a decir algo así acerca de mis amigos y te echo del local. Y hablo en serio. —Se volvió hacia Riverwind y sonrió—. Lo siento. Pete lleva demasiado tiempo escabechándose en ese brebaje que bebe y ya no le queda ni medio cerebro. Comed. Bebed. Hay mucho más en la cocina. ¡Invita la casa! Sois mis invitados.
Dicho eso, William hizo una reverencia —un gesto valiente, considerando su oronda figura— y se encaminó de vuelta al mostrador. No pasó inadvertido para el Hombre de las Llanuras ni para sus compañeros el semblante del tabernero cuando se giró para alejarse de la mesa. Aunque nunca lo admitiría, era obvio que tenía la misma opinión que Pete Nueve Dedos acerca de la misión de Riverwind.
***
Las velas del mostrador del El Cerdo y el Silbido se habían derretido y quedaban meros cabos informes cuando Riverwind se levantó de su silla. Se tambaleó levemente al hacerlo —la Negra Arnsley era un brebaje fuerte, y los compañeros habían dado buena cuenta de una cantidad bastante considerable—, pero se enderezó enseguida e hizo un ademán hacia William.
El posadero se apoyó en el mostrador, que crujió de forma ominosa bajo su peso.
—¿Qué te sirvo? —preguntó.
—Nada, gracias —contestó el Hombre de las Llanuras. Metió la mano en su bolsa y sacó una vieja flauta desgastada—. ¿Por los viejos tiempos?
—Sería un idiota si dijera que no —convino William, sonriente—. ¡Silencio, todos vosotros! —gritó a voz en cuello, haciendo que Pete y Erewan se taparan las orejas.
La clientela de la posada guardó rápidamente silencio. Riverwind anduvo hasta un rincón cercano a la chimenea, el mismo rincón en el que, hacía más de treinta años, habían tocado Goldmoon y él. Con dignidad, se sentó en el suelo repleto de serrín con las piernas cruzadas y entonces miró hacia la mesa en la que estaban sentados sus compañeros.
—¿Quieres acompañarme, Kronn? —preguntó.
El kender saltó de su silla y corrió a unirse al viejo Hombre de las Llanuras. Se entretuvo desmontando su chapak, acumulando las diversas piezas en un montón a sus pies, y luego puso la boquilla entre sus labios.
—Estoy listo —dijo, finalmente.
Asintiendo con la cabeza, Riverwind se dirigió a la concurrencia.
—La primera vez que toqué esta canción fue en esta misma taberna —les informó, llenando la sala con su rica voz—. Habla de los antiguos dioses… y de cómo aguardan su regreso a este mundo.
Un murmullo recorrió la habitación. Nadie estaba seguro de lo que debía pensar acerca de eso. ¿No sabía el viejo chocho que los dioses habían partido de nuevo, esta vez para no volver? ¿Cuál era el significado de tocar algo así ahora, cuando la pálida luna relucía sobre la bahía de Balifor?
Riverwind no se molestó en contestar a esas preguntas planteadas en tono de murmullos. Se limitó a llevarse la flauta a los labios, y un sonido lastimero inundó la habitación. Durante un momento tocó solo; entonces Kronn cogió la sencilla melodía, y tejió su propia canción en armonía con la de Riverwind.
Mientras tocaban el Hombre de las Llanuras y el kender, los clientes del El Cerdo y el Silbido descubrieron algo asombroso. Incluso entonces, después de que hubiera habido tantos cambios en el mundo, la canción seguía hablándoles de esperanza.
***
Tres días más tarde, mientras los compañeros pasaban cabalgando ante las granjas y los molinos de Balifor, apareció finalmente en el horizonte la verde línea baja del bosque Kender. Aún se encontraba muy lejos —tres, o tal vez cuatro leguas—, pero Kronn y Catt se echaron hacia adelante en sus sillas, y en su rostro se reflejó el anhelo por llegar. Al verlos, Amanecer Resplandeciente sonrió.
—Debe de ser emocionante —comentó—. Regresar a casa, quiero decir, después de tanto tiempo fuera.
—Sí que lo es —convino Catt entusiasmada.
—Yo creía que vosotros, los kenders, erais nómadas —dijo Cuervo Veloz—. En cualquier caso, he visto suficientes de los vuestros en las Llanuras, y siempre se dirigían a alguna parte.
—El hecho de que me gusten las calzadas no significa que no me alegre cuando vuelvo a ver mi hogar —respondió Kronn, sacudiendo la cabeza hacia el joven guerrero—. Además, mi ansia por viajar se acabó hace años.
—No es sólo eso —añadió Catt—. Estábamos preocupados por los ogros… y el dragón. A veces, al estar alejados de casa, me preguntaba si cuando finalmente regresáramos ya no quedaría nada. Kendermore habría desaparecido, y Paxina…
—Sin mencionar a Giff —completó Kronn, con una mueca de burla. Catt lo miró intensamente, ruborizada de vergüenza.
—¿Quién es Giff? —preguntó Amanecer Resplandeciente.
—Giffel Trino de Pájaro —contestó Kronn, antes de que pudiera intervenir su hermana—. Un amigo nuestro, de cuando éramos niños. Ahora es un guerrero. Vino a Kendermore cuando se quemó Vera del Bosque, y Pax le otorgó el mando de una parte de la guardia de la ciudad. Él y Catt están enamorados.
—¡Kronn! —barbotó Catt, pero su hermano se echó a reír.
—Padre, ¿has ido alguna vez a Kendermore? —preguntó Amanecer Resplandeciente—. ¿Conoces a alguien allí?
El viejo Hombre de las Llanuras iba sentado a horcajadas en su caballo, y su mirada se mostraba distante. El semblante denotaba cansancio y su tez estaba cetrina. A los otros les parecía que había envejecido diez años o más desde que habían levantado el campamento. Todos lo contemplaron preocupados mientras él seguía con la vista prendida en la calzada, sin siquiera mirar a Amanecer Resplandeciente, como si no la hubiese oído.
—¿Mi Chieftain? —llamó Cuervo Veloz.
—¿Padre? —repitió a la par Amanecer Resplandeciente, con una voz atenazada por la preocupación—. ¿Estás bien?
Riverwind parpadeó, sobresaltado, y miró a los otros como si los viera por primera vez.
—Lo siento —farfulló; sus mejillas adquirieron un tono rojizo—. No estaba escuchando.
—Llevas todo el día callado —comentó Kronn, con solemnidad.
Riverwind desvió los ojos, incapaz de enfrentarse a las miradas interrogantes de sus compañeros.
—No es nada —dijo al cabo—. Sólo una sensación que no había vuelto a tener… desde que emprendí mi Misión de Pretendiente, supongo. Lo estoy dejando todo atrás, cada lugar que he visto en mi vida, a toda la gente que he conocido, excepto a vosotros cuatro, claro. Entonces, era emocionante. Ahora… —Apretó los labios y se encogió de hombros—. Pienso que ahora soy más viejo.
—Bien —dijo Catt—. ¿Qué pasa con la pregunta de Amanecer Resplandeciente? ¿Nunca has ido a Kendermore, Riverwind?
El viejo Hombre de las Llanuras sacudió la cabeza; su mirada seguía abstraída.
—Entonces, te aguarda una sorpresa agradable —le prometió Catt—. Espera a que lleguemos al interior del bosque Kender, y verás. Los arándanos rojos deben de estar ya maduros, o tal vez no. Hace demasiado calor para esta época del año; de eso, sí podemos estar seguros.
—Lo mismo estaba pensando yo —convino Kronn—. Está bien entrado el otoño. El año pasado ya habíamos tenido la primera helada a estas alturas; pero ahora parece como si al verano se le hubiera olvidado partir. —Sopesó esa alternativa con gesto serio—. ¿No creerás que tiene algo que ver con Malys, verdad?
Un incómodo silencio se adueñó del grupo. Amanecer Resplandeciente y Cuervo Veloz intercambiaron miradas de preocupación, y luego dirigieron la vista hacia el aún distante bosque Kender. Catt y Kronn tragaron saliva, con el ceño todavía fruncido. Sólo Riverwind osó hablar, y lo hizo en voz queda, como si temiera que lo escucharan otros.
—No —le contestó al kender—. Estoy seguro de que sólo es una ola de calor.
Los otros sabían, por el tono de su voz, que tampoco creía del todo esas palabras.
***
A diferencia de los hogares de los elfos silvanestis, el bosque Kender no era un bosque antiguo. De hecho, si se medía por el mismo rasero que los demás bosques, era bastante joven. Antes del Cataclismo, las tierras que rodeaban lo que ahora era Kendermore habían sido parte del imperio de Istar, un lugar de fértiles tierras de labranza, abadías aisladas y unas cuantas ciudades humanas. Habían acogido una de las legendarias Torres de la Alta Hechicería, aunque los propios magos habían destruido ese augusto edificio durante las Batallas Perdidas para que no cayera en las manos del Príncipe de los Sacerdotes.
Sin embargo, cuando la montaña de fuego destruyó Istar, los humanos huyeron, y dejaron en ruinas los monasterios y las ciudades. Algunos fueron hacia el oeste para encontrar asentamientos como Flotsam y Port Balifor; otros se dirigieron hacia el este, a las llanuras Dairly, y se convirtieron en bárbaros. Cuando llegaron los kenders, que viajaban hacia el norte procedentes de su antiguo hogar en Balifor, la parte central de Goodlund estaba abandonada, convertida en un lugar de fantasmas según decían los rumores.
Los kenders, sin embargo, no permitieron que una nimiedad como los fantasmas les impidiera establecer su hogar en esas tierras. De hecho, exploraron alegremente las ruinas supuestamente encantadas tomando prestado todo aquello que habían dejado atrás los humanos para construir sus propios pueblos y ciudades. Kendermore, levantada a sólo unas pocas leguas de una ciudad derruida que los kenders —muy prácticos— llamaban Las Ruinas, se había convertido con rapidez en el eje de la nueva ciudad kender.
Poco después de la llegada de los kenders, la tierra había comenzado a cambiar. Las tierras de labranza que habían cultivado los humanos se volvieron salvajes, y empezaron a aparecer los árboles. Contaba la leyenda que el nuevo bosque era el trabajo de una joven kender llamada Oletta Llaves de Arce, que había viajado de un extremo a otro de la región, repartiendo semillas en las tierras de barbecho abandonadas por los humanos. Por supuesto que ésa era una leyenda kender, por lo que las otras razas de Krynn no la creían en absoluto; pero, sea cual fuere la razón, el bosque siguió creciendo, extendiéndose lentamente hasta envolver el nuevo hogar de los kenders.
Al ser joven, el bosque Kender no era tan oscuro y denso como las otras zonas arbóreas de Ansalon. En vez de los enormes árboles frondosos de Silvanesti, se trataba de un lugar de blancos abedules y dorados sauces, de arces y chopos, de manzanos y endrinos. A diferencia del Bosque Oscuro, que hacía honor a su nombre, el bosque Kender resultaba un lugar luminoso y fresco; el dosel de hojas y ramas era suficientemente escaso como para dejar que pasara gran cantidad de luz solar. Los helechos y las flores silvestres crecían entre los troncos de los árboles formando una mullida alfombra, que albergaba tejones, mofetas y otros animalillos. También moraban en el bosque Kender otras criaturas más grandes: ciervos, jabalíes, gatos monteses e incluso unos pocos osos negros. Pájaros de todo tipo revoloteaban de rama en rama, llenando el aire con su música, y las abejas zumbaban alegremente de flor en flor. A decir verdad, el bosque Kender era uno de los lugares más idílicos de Krynn: un bosque tranquilo, que medía más de cincuenta leguas de este a oeste, y más de veinte de norte a sur, de masa arbórea ininterrumpida salvo por algún claro ocasional en lo que se podía encontrar una granja, un viñedo o una ciudad kender.
En ese momento, sin embargo, algo no iba bien.
***
Al avanzar el día, el tiempo se hizo más caluroso a cada kilómetro que recorrían. El sol se cernía rojo e hinchado a espaldas de Riverwind y sus compañeros cuando llegaron finalmente al linde del bosque. Se curvaba ante ellos, y los espigados árboles susurraban cuando la brisa veraniega pasaba entre sus hojas. A ninguno le pasó inadvertido el hecho de que esas hojas estaban aún verdes; en condiciones normales debiera haber habido un estallido de colores otoñales en esa época del año, o, como mucho, las hojas tendrían que haber caído ya marrones y muertas al suelo. No obstante, de algún modo la belleza del follaje parecía más siniestra que sosegada.
Sin embargo, lo único que podían hacer era seguir avanzando; espolearon sus monturas, y sus largas sombras se fundieron con las moteadas penumbras del bosque.
—Después de todo los arándanos rojos aún no están maduros —comentó Catt cuando pasaron al lado de un gran arbusto frondoso. Sus ramas seguían cubiertas de brillantes flores rojas en vez de la fruta que la kender había esperado encontrar. Hizo un gesto hacia un seto espinoso en el que las abejas zumbaban cansadas alrededor de unas enormes moras.
—Parece que estemos aún en pleno verano —murmuró Kronn. Apuntó hacia un árbol cercano, en el que cantaba un pájaro de pecho azulón; silbaba una melodía para dar la bienvenida al inminente atardecer—. Que Branchala me muerda, Catt, pero ¿no es eso un pinzón azul?
—Kronn —dijo, de repente, Amanecer Resplandeciente, con voz muy queda.
—¡Nunca vi uno tan al sur después de Fin de Verano, y de eso hace más de un mes! —siguió Kronn, con los ojos muy fijos en el pájaro.
—Kronn. —La voz de la joven bárbara era más fuerte ahora, y más apremiante.
—¿Qué pasa? —dijo el kender, mirándola bruscamente.
Amanecer Resplandeciente dudó un momento y, luego, levantó una mano, apuntando por el sendero que se abría ante ellos.
—Esa luz —dijo—. ¿La reconoces?
Kronn siguió con la mirada su dedo extendido. En la distancia, apenas visible entre los árboles, un apagado resplandor rojo se elevaba hacia el cielo del crepúsculo. Los ojos de Kronn se abrieron de par en par cuando lo vio. A su lado Catt estaba boquiabierta.
—Es fuego —dijo Riverwind, con una voz tensa—, un gran incendio.
—Que Saltatrampas me salve —farfulló Kronn—. Se está quemando el bosque Kender.