11

Hekhorath suspiró de placer mientras planeaba sobre las cálidas corrientes ascendentes que se elevaban de las marchitas ruinas de las llanuras Dairly. Estiró las garras y siseó de gusto. Voló en círculos sobre las agrietadas y rocosas tierras baldías que antes fueron fértiles praderas; de su nariz, salían volutas de humo y desaparecían con el cálido viento racheado. El aire tenía un tenue aroma a azufre y hollín. Era un olor penetrante, y Hekhorath lo disfrutaba mucho, tanto como un hombre puede apreciar el buqué de un buen vino.

Siendo dragón, era aún joven, aunque ya había vivido más años que incluso los elfos más longevos de Krynn. Había morado en las cuevas situadas al sur de las llanuras Dairly durante más de tres décadas; lo dejaron allí los ejércitos de los Dragones cuando hicieron su retirada al final de la Guerra de la Lanza. Había encontrado en ese lugar comida abundante, tanto animal como humana, y, aunque había tenido que competir con otros wyrms, había delimitado un territorio bien provisto de ganadería y bárbaros humanos que le sirvieran como alimento. Incluso había evitado la lucha más feroz de la Guerra de Caos; las legiones del Padre Caos habían atacado las Dairly, pero de forma limitada. La devastación que había causado estragos en otras partes de Ansalon simplemente no llegó al cómodo rincón del mundo de Hekhorath. La vida había sido agradable, fácil.

Y entonces apareció Malystryx.

Hekhorath había oído rumores acerca de la llegada de la gran hembra Roja hacía más de un año, pero no había hecho mucho caso. Entre los dragones de las Dairly, un recién llegado siempre era causa de interés, quizá precaución…, pero nunca alarma. Cuando oyó que Malys había establecido su hogar en el Mirador del Mar Sangriento, consideró durante un tiempo la posibilidad de volar hacia el norte para investigar, pero había descartado esa idea y no había vuelto a pensar en ello en varios meses.

Entonces, una mañana del pasado otoño, mientras sobrevolaba El Buche, la angosta bahía que separa las Dairly del resto de la península de Goodlund, se le había acercado un joven Dragón Verde que era conocido por el nombre de Sthinissh y que tenía su guarida a poca distancia de la de Hekhorath, en un bosquecillo cercano al lugar llamado Manantiales de la Locura. A Sthinissh, como a casi todos los Verdes, le gustaba hablar. Había sido el primero en hablarle a Hekhorath acerca de la llegada de Malystryx.

—¡Hekhorath! —le había llamado Sthinissh, atravesando veloz como una flecha un banco de nubes—. He de hablar contigo.

Al principio Hekhorath había pensado no hacerle caso —el parloteo del Verde, a menudo, le crispaba los nervios—, pero algo en la voz de Sthinissh le hizo prestar atención: temor.

Eso le interesaba. Sthinissh era un mero jovenzuelo, rebosante aún de la despreocupación de los muy jóvenes. Hekhorath nunca lo había visto asustado por nada. Frenó su vuelo para permitir que el wyrm más pequeño lo alcanzara.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

—Es Malystryx —había contestado Sthinissh—. Ha matado a Andorung.

Eso hizo que Hekhorath se detuviera. Andorung había sido un Rojo, el más viejo y más grande de las Dairly, y uno de los pocos que quedaban en todo Ansalon, que había presenciado la gran batalla entre Takhisis y el vil Huma Dragonbane. Si los Dragones del Mal, al este de Goodlund, veneraban a alguien, ahora que Takhisis ya no estaba, ése era Andorung.

—¿Muerto? —había preguntado Hekhorath—. ¿Estás seguro?

—Vi el cadáver con mis propios ojos —contestó Sthinissh, asintiendo con la cabeza—. Ella… le había hecho cosas.

—¿Cosas?

—Sí. —Sthinissh se mantuvo en silencio durante un momento; había una mirada extraña en sus relucientes ojos rojos—. Estaba reseco, consumido. Era como si hubiera estado tendido al sol durante un año.

—¿Estás seguro de que es verdad? —había insistido Hekhorath—. Era muy viejo; pudo haber muerto mientras volaba, alejado de su guarida.

—Estoy seguro —había respondido Sthinissh—. Había sangre en el suelo alrededor del cadáver, y estaba aún fresca. Y… —Enmudeció, sin acabar la frase.

—¿Y qué? —dijo Hekhorath, mirándolo fijamente.

—Faltaba su cabeza —Sthinissh tragó de forma ruidosa—. Creo que se la llevó.

—¿Qué? —había exclamado Hekhorath—. ¿Por qué se llevaría la cabeza?

—No lo sé; como trofeo de caza, quizá. Pero eso no explica que el resto de él fuera una… una cáscara reseca. Y no es ésta la primera vez que pasa algo así. Por lo que he oído, les hizo lo mismo a un par de Dragones de Cobre cerca del estrecho Brizas. Y faltan varios más.

—¿Cuántos?

—Diez, tal vez más —repuso Sthinissh, después de volver a tragar saliva.

—¿Diez? —repitió Hekhorath, incapaz de creer lo que oía—. ¡Ésos son casi todos los dragones que viven al norte de El Buche!

—No —respondió seriamente Sthinissh—. Son todos los dragones que hay al norte de El Buche. Los está matando, uno por uno, y no creo que sea sólo por el territorio. Están pasando cosas extrañas en el Mirador del Mar Sangriento, Hekhorath. La tierra está cambiando. Se está tornando estéril, y juraría que he visto el comienzo de unas montañas en las Tierras Vacías.

—¡Sangre de Takhisis! —de repente, Hekhorath entendió el temor de Sthinissh—. No creerás que es la responsable de todo eso, ¿verdad?

—¿Se te ocurre alguna otra explicación? —preguntó el Verde al tiempo que lo miraba intensamente.

Hekhorath pensó durante unos segundos y, luego, sacudió la cabeza.

—Si está cambiando la tierra, tiene una magia más poderosa que la de Andorung o la de cualquier otro dragón antes de la Era de Sueños.

—Y si ya ha degollado a todos los dragones del norte —había dicho Sthinissh—, es posible que nosotros seamos los siguientes.

Hekhorath pensó mucho en Malystryx durante las siguientes semanas. Cuando le llegó la noticia de que había destruido el pueblo de Rankhal y matado a Aester, un Dragón de Bronce que tenía cerca su guarida, ya tenía una ligera idea acerca de lo que debía hacer respecto a la gran Roja. Cuando, poco después, fue a buscar a Sthinissh y encontró el reseco cuerpo descabezado del Verde tendido entre las cenizas de lo que había sido su bosque, tomó la decisión. Cada vez que moría un dragón en las Dairly, aumentaban las probabilidades de que viniera por él.

Así pues, al comienzo del invierno, abandonó su guarida para volar hacia el norte, con la esperanza de encontrarla a ella primero.

Pronto descubrió que Sthinissh había tenido razón. Lo que unos meses antes sólo fueron unas tierras ligeramente baldías se habían convertido en un territorio yermo, desprovisto de vida. Se estaban formando unas montañas de tamaño considerable en las Tierras Vacías, y en el Mirador del Mar Sangriento había surgido un volcán. Ningún árbol, arbusto ni planta rompía la monotonía del reseco terreno pedregoso. El calor era intenso, ardiente.

Resumiendo, para un Dragón Rojo era un lugar espléndido. Una gran emoción embargó a Hekhorath mientras sobrevolaba el terreno maldito, volando a gran velocidad hacia el humeante volcán, que era la guarida de Malystryx.

Entonces la vio, y la emoción dio paso al temor. Incluso por aquel entonces la Roja era gigantesca, el dragón más grande que hubiera visto en su vida, y había visto los más colosales wyrms de los ejércitos de los Dragones. Malys emergió de una grieta de la ladera del volcán; el batir de sus alas levantaba grandes nubes de ceniza y polvo, pero lo divisó casi de inmediato. Hekhorath se había forzado a ocultar su repentino terror cuando vino hacia él, veloz como un huracán. Sabía que podía matarlo con la misma facilidad con la que podría matar a la cabra de un pastor. Y después destruiría su cuerpo y le arrancaría la cabeza… a no ser que le diera otra opción.

Cuando decidió que ella estaba lo suficientemente cerca, se refrenó, viró hacia arriba, a las alturas, forzando sus alas contra la fuerza de la gravedad. La tierra reseca se alejó bajo él a gran velocidad y el aire a su alrededor se tornó enrarecido y frío. Cuando juzgó estar a una buena altura, inspiró hondo, levantó la cabeza hacia el cielo, y exhaló un tremendo chorro de fuego.

El ardiente torrente recorrió cientos de metros hacia arriba con un calor capaz de derretir el acero. Lo exhaló hasta que no le quedaban más llamas que respirar. Entonces, débil y mareado, plegó las alas fuertemente sobre el cuerpo y se zambulló de vuelta hacia la tierra, hacia Malys.

La Roja lo observó mientras se acercaba, con los labios curvados en una mueca divertida.

—¿Debo entender que ése es tu modo de decirme que deseas ser mi consorte? —inquirió ella con aire malicioso.

—Sí —contestó, incapaz de encontrar aire suficiente para decir más.

—Interesante. —Malys viró, trazando grandes círculos a su alrededor, lo que lo obligaba a girarse continuamente para no darle la espalda—. ¿Qué te hace estar tan seguro de que necesito un compañero?

Intuyendo que lo estaba poniendo a prueba, el Rojo frunció el entrecejo y se esforzó en concentrarse para escoger las palabras de su respuesta con gran cuidado.

—No estoy seguro —le dijo—. Sin embargo, me siento atraído por tu poder. Si no puedo tener ese honor, te suplico que me mates ahora, porque me niego a vivir a menos que sea disfrutando de tu gloria.

La hembra dio silenciosas vueltas alrededor de él durante un largo rato. Entonces, de repente, se detuvo y se quedó cernida en el aire, delante de él.

—No acabo de decidirme —le dijo—. O eres increíblemente listo, o eres el mayor idiota que he conocido en toda mi vida. Sea lo que fuere, me tienes intrigada. Muy bien, pues. Seamos compañeros.

Con eso, dio un giro en el aire y planeó de vuelta hacia el Mirador del Mar Sangriento. Hekhorath la vio alejarse, atónito, durante un segundo. Después, riendo, voló tras ella.

Malys le había enseñado muchas cosas, tanto maravillosas como horribles, en los meses en los que compartieron su guarida. Juntos y por separado habían abrasado las Dairly y arrasado un pueblo bárbaro tras otro. Presenció cómo destruía la mente de Yovanna, la humana que había tomado a su servicio, y cómo volvía a crearla a su gusto. La había ayudado a acechar y destruir a otros dragones, aunque Malys no le permitía presenciar lo que hacía con sus cadáveres después de que estuvieran muertos, o lo que hacía con sus cabezas cortadas cuando las llevaba a la guarida. Era, en todos los sentidos, una pareja desigual. Malystryx tenía poder sobre él, y él no tenía ningún poder sobre ella. Incluso cuando estaban en el nido, en las profundidades del volcán, con sus cuerpos sinuosos enrollados uno sobre el otro, el Rojo siempre era consciente de que Malys era su ama, y él, su esclavo.

Sin embargo, nada de eso resultaba importante. De la veintena de dragones que habían morado un día en las Dairly, sólo él quedaba con vida, porque había sido el único capaz de hacerse útil para Malys, en vez de convertirse en un estorbo.

Mostrando sus colmillos en una sonrisa, viró, planeando hacia el norte, hacia el pico humeante del Mirador del Mar Sangriento.

***

—Señora.

Malys se movió, estirando su vasto cuerpo en la inmensa caverna de su nido. La sala era oscura, pero eso importaba poco; el dragón veía igual en la penumbra que en la luz. Arqueó el cuello para mirar hacia la parte alta de la pared de la bóveda con sus dorados ojos ardientes.

A unos treinta metros del suelo de la caverna, se abría un angosto pasadizo de paredes regulares. Era una de las dos entradas al nido de Malystryx, y la única que podía ser usada por seres incapaces de volar; la segunda, un ancho pozo que partía desde el techo de la cueva y llevaba a una fisura de la ladera del volcán, era accesible sólo para Malys y Hekhorath. La boca del túnel estrecho se abría a un saliente que semejaba un balcón, y sobre esa cornisa había una figura envuelta con ropas negras. A diferencia del otro puñado de mortales que habían pisado el saliente, esta persona no reculaba por la intensidad de la mirada del dragón, ni tembló cuando Malys resopló emitiendo unas pequeñas llamaradas por la nariz.

—Yovanna —ronroneó la Roja, con un leve tono de amenaza—. ¿Traes noticias?

—Sí, ama —contestó, haciendo una reverencia—. Me pediste que te avisara cuando él volviera.

Malys no ocultó del todo la sonrisa provocada por el tono de asco con el que Yovanna decía esa palabra: él. Había muy poco afecto entre su sierva y su consorte.

—¿Dónde está? —preguntó.

—Sobrevolando las Tierras Vacías. Pronto estará aquí, mi reina.

—¿No quieres decir su nombre?

—Preferiría no hacerlo.

El dragón rió entre dientes de forma sonora.

—Por lo visto, cuando remoldeé tu mente, no conseguí eliminar tu capacidad de sentir celos, Yovanna.

—¿Celos, mi reina?

—De Hekhorath.

—No había pensado en ello de ese modo —dijo, pensativa, la mujer, ladeando levemente la cabeza encapuchada—. Con el debido respeto, creo que me estás interpretando mal.

—¿De veras?

—Sí, señora —contestó Yovanna, asintiendo con un movimiento de cabeza—. Cuando me… remoldeaste, me hiciste tu protectora al igual que tu sierva. Lo que interpretas como envidia, y entiendo que puede en verdad parecerlo, es, en realidad, desconfianza. Es desleal, señora. Quizás ahora no, pero algún día.

Malys rió con ganas.

—Lo he engañado, para mi propio beneficio; he hecho que crea que lo aprecio. Para lograrlo, era necesario despistarte a ti también.

—Entiendo.

Malys se mantuvo callada durante unos instantes.

—Yovanna —dijo, finalmente, el dragón— quiero que permanezcas aquí cuando llegue Hekhorath.

—¿Crees que va a haber problemas? —dijo Yovanna, de repente alerta, con el cuerpo tenso.

—En cierto modo.

La Roja y su sierva se miraron en silencio durante un momento que pareció alargarse.

—¿Por qué ahora? —preguntó Yovanna.

—Porque ya tengo lo que necesito.

Malys miró fijamente a su sierva con ojos relucientes. Yovanna la observó un rato, sin comprender, y entonces se quedó boquiabierta.

—¡Oh, señora! —jadeó; luego sacudió la cabeza como si quisiera despejarse del aturdimiento—. ¿Cuándo ocurrió?

—Hace varios meses.

—¿Lo sabe él?

El dragón meneó la cabeza. Sus ojos eran como piedras.

Justo entonces llegó un sonido rasposo, procedente del pozo del techo. Una lluvia de polvo y esquirlas rocosas cayó del agujero y repiqueteó contra el suelo de la caverna tras rodar por la pared. Malys y Yovanna miraron hacia arriba, la Roja totalmente tranquila y la humana temblando de antemano. Otra pequeña avalancha siguió a la primera; entonces, salió por el pozo una garra de color carmesí, que agarró con fuerza la piedra. Siguió una segunda garra, y luego una astada cabeza de reptil. Los ojos dorados brillaban, tanto arriba como abajo, cuando Malys y Hekhorath se contemplaron.

—Así que has vuelto —dijo Malys, con voz carente de tono.

—¿No te alegras de verme? —dijo dubitativo Hekhorath, que ya asomaba medio cuerpo por el pozo.

—Al contrario. Estoy encantada.

Hekhorath salió del agujero con los ojos entrecerrados. Abrió las alas y planeó hacia la parte inferior de la caverna. Sus garras sonaron al chocar contra el suelo cuando se posó, y después se deslizó hasta su compañera. Se mantuvo tenso, sin estar seguro de lo que debía esperar. Malystryx, sin embargo, alzó el ala y la plegó sobre él cuando se acercó; luego enroscó la cola alrededor de la suya y hocicó su cuello con el morro. Poco a poco el Rojo se relajó, y se abrazaron.

—¿Qué tal están mis dominios? —preguntó Malys. Su lengua bífida salía entre los dientes y se agitaba de forma provocadora por la parte inferior de la barbilla de Hekhorath.

—Bastante bien —contestó, estremeciéndose de placer—. Los ogros han dejado el campamento de guerra y, finalmente, marchan hacia Kendermore. —Echó hacia arriba la cabeza para permitir que la lengua de Malys recorriera de nuevo el camino que separaba su barbilla de la garganta, y a la inversa. Cerró con fuerza los ojos, resoplando, y los volvió a abrir. Su mirada se enfocó en el balcón, a varios metros sobre ellos.

—¿Qué está haciendo ella aquí? —demandó.

—Me trajo la noticia de tu regreso, y le pedí que se quedara —dijo Malys, hocicándolo de nuevo.

—¿Eso hiciste? —preguntó Hekhorath—. ¿Para qué?

—Para esto.

Hekhorath chilló de agonía cuando Malys le clavó las garras en la tripa y en el pecho. Sus uñas atravesaron la coriácea piel escamosa, y la sangre formó charcos en el suelo o se perdió entre las grietas de la piedra. Se revolvió, pataleando, pero ella hincó las garras con más fuerza, procurando que él no pudiera engancharla. Lenta y dolorosamente desgarró la carne, penetró en sus entrañas y lo desolló. Sus gritos se tornaron más frenéticos, y sus alas batieron de forma furiosa y sacudieron el cuerpo de Malys. Los golpes rebotaban inútilmente en su rígida piel.

En las alturas, Yovanna sonreía.

Más desesperado a cada momento que pasaba, Hekhorath abrió la boca y expulsó un chorro de fuego sobre ella. Malys se limitó a reír cuando la envolvieron las llamas.

—¿Realmente creías que eso serviría para algo? —preguntó la hembra. El macho comenzó a debilitarse entre sus garras.

—¿Por qué? —gimió con voz agónica. La sangre burbujeaba en su garganta—. ¿Qué es lo que he hecho?

—Todo lo que yo quería —contestó ella.

Entonces, sus colmillos se cerraron sobre la garganta y le aplastaron la tráquea, y su voz quedó convertida en una estrangulada gárgara. Dio unas brutales sacudidas, tan violentas que casi se soltó de la fuerza de las garras. Entonces Malys lo hizo girar sobre el suelo encharcado de sangre, apretó más las mandíbulas y le retorció el cuello de un modo espeluznante.

Sonó el chasquido de huesos. Hekhorath se estremeció un par de veces y murió.

Malys lo soltó; sus garras y su rostro chorreaban sangre.

—Cuando me dijiste que querías ser mi consorte —espetó—, te respondí que eras o muy listo, o un tonto. —Miró con malicia el cuerpo ensangrentado, los dientes reluciendo en una sonrisa—. Ahora ya sé la respuesta.

Pasó un momento y entonces empezó a ocurrirle algo al cuerpo de Hekhorath. Una vacilante neblina de color escarlata se elevó como un vapor procedente de su carne destrozada. Ella se estremeció cuando la envolvió, penetrando entre sus gruesas escamas carmesíes. Cuando la esencia vital fluyó del cadáver de Hekhorath y penetró en Malys, el cuerpo de ésta creció, y el del macho se consumió.

Finalmente, desapareció del todo la niebla. Malys contempló el cadáver de Hekhorath, que yacía reseco sobre el suelo de la caverna, como si hubiera estado un año tendido al sol. Cerró de nuevo las mandíbulas alrededor del cuello y empezó a serrar con los dientes, moliendo y chascando. Al punto consiguió arrancar la cabeza del resto del cuerpo.

—¿Ponemos ésta con las otras, mi ama? —preguntó Yovanna desde arriba.

Malys agarró entre las garras la cabeza de Hekhorath y la examinó con una cierta añoranza en los ojos.

—Sí —dijo al cabo—. Pero ésta, creo, ocupará un lugar especial.

Se agachó de nuevo sobre la cabeza, con ternura, y recorrió con la lengua la parte inferior de la barbilla. Entonces, usando los dientes, comenzó a arrancar la reseca carne del cráneo de Hekhorath.