10

Los piratas estaban entretenidos reuniendo a los muertos —tanto amigos como enemigos— y arrojándolos al mar. Un puñado vigilaba a los prisioneros, con los alfanjes en la mano. Los supervivientes del ataque —los bárbaros de las Llanuras, el capitán Ar-Tam y ocho marineros— estaban sentados al pie del palo de mesana, con las manos atadas a la espalda.

—Estas aguas están infestadas de tiburones, ¿lo sabíais? —les informó el capitán de los piratas. Hizo un gesto con la cabeza en la dirección de sus hombres, justo en el momento que tiraban por la borda al timonel—. Todos esos cuerpos, toda esa sangre en el agua, seguro que atraen su atención.

Amanecer Resplandeciente dejó de mirar a Cuervo Veloz, que estaba tendido, inconsciente, a su lado. Aún tenía la saeta clavada en el hombro, y de la herida manaba sangre lentamente.

—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó, mirando al capitán de los piratas.

—¡Ay, moza! —respondió el semiogro—, lo que haré con el resto de estos infelices es una cosa, y lo que pienso hacer contigo otra muy distinta.

—Creía que erais tratantes de esclavos.

—¡Oh, sí!, somos esclavistas, tienes razón —repuso el semiogro—. Pero me temo que nuestra bodega está ahora mismo llena. No sois el único barco que hemos abordado desde la última vez que estuvimos en puerto, y ya no hay sitio para más esclavos a bordo del Parca Roja. Así pues, eso no nos deja mucha elección, ¿verdad?

—¿Nos vas a matar? —preguntó Kael.

La sonrisa del semiogro se ensanchó y dejó a la vista más dientes podridos.

—Digamos simplemente que vamos a ir de pesca —respondió con su áspera voz.

***

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Kronn, que estaba de puntillas en la parte inferior de la escalera.

—¡Chist! —siseó Catt—. Baja la voz. —La kender se encontraba unos peldaños más arriba que su hermano, cerca de la parte superior de la escalera y oteaba por la escotilla—. El capitán de los piratas acaba de decir que se van a ir de pesca. —Miró hacia abajo a Kronn y se encogió de hombros—. A mí no me preguntes. Los piratas los están poniendo de pie y llevándolos hacia el lugar por el que han estado arrojando los cadáveres; a todos, excepto a Amanecer Resplandeciente. A ella la llevan con el capitán. —La kender estiró el cuello e hizo una mueca de asco. Las risotadas groseras de los piratas resonaron con intensidad—. El semiogro acaba de besarla. Creo que a ella no le ha gustado mucho.

—Imagino que no —convino Kronn.

—Cuidado, que bajo —susurró Catt. Kronn se apartó y su hermana se deslizó por la escalera, aterrizando con un golpe sordo a su lado—. Vamos. Están cerca de la proa. Allí hay portillas y podremos ver mejor.

Los dos kenders avanzaron con dificultad por la bodega, esquivando cajas y toneles hasta llegar a los camarotes de la tripulación. Pasaron entre las literas y se detuvieron ante un par de portillas. Catt intentó ver por una poniéndose de puntillas, pero renunció y sacudió la cabeza.

—Demasiado alta —dijo la joven kender—. Tendrás que auparme.

Kronn se arrodilló, y ella se subió ágilmente sobre sus hombros. Gruñendo por el esfuerzo, Kronn enderezó la espalda y se incorporó.

—¡Que Branchala me muerda! ¡Cómo pesas! —farfulló.

—Estate quieto —contestó Catt. Se echó hacia adelante, oteando a través del ventanuco—. Eso está mejor. Ahora veo bastante bien.

—¿Qué está pasando?

—¡Chist! Parece como si estuvieran montando un aparejo de poleas —le informó Catt. Se desplazó sobre los hombros de Kronn para mirar abajo, al agua, y lo que vio la hizo contener la respiración.

»¡Por la barba de Reorx! —blasfemó.

—¿Qué?

—Tiburones. Habrán sido atraídos por los cadáveres, como dijo el capitán.

Se movió de nuevo, esta vez para mirar hacia arriba.

—Ahora están pasando una soga sobre el aparejo de polea, y… ¡Oh, no!

Kronn miró con impaciencia hacia arriba.

—¡Oh, no!, ¿qué?

Catt no contestó. Se limitó a mirar de hito en hito a través de la portilla, con los ojos abiertos de par en par. Al aguzar el oído Kronn pudo oír una voz, tensa por el pánico, que procedía de la cubierta de arriba.

—¡Bastardos! ¡No podéis hacer esto!

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Kronn.

—Uno de los marineros —respondió Catt—. Lo han atado al extremo de la soga.

—¡Parad! —gritó la voz—. ¡No!

De repente, algo pasó por delante del ventanuco y cayó ruidosamente al agua. Hubo risas arriba y gritos de terror abajo. Catt miró al mar.

—¡Por el fantasma del gran Fizban! —blasfemó—. Lo están arrastrando por el agua como un… como un cebo, sumergiéndolo una y otra vez. Creo que está…

Un grito de agonía hendió el aire. Asustada, Catt se puso rígida, y empujó contra la madera para alejarse de la portilla. Kronn se tambaleó hacia atrás, y los dos kenders cayeron hechos un revoltijo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Kronn mientras se ponía de pie.

Pasó un tiempo antes de que Catt pudiera recuperar la voz. Cuando lo hizo, habló en un susurro.

—Lo pilló un tiburón —contestó, recostándose contra una litera y respirando con dificultad.

—¡Tenemos que hacer algo, rápido!

—¿Como qué?

—Déjame pensar —contestó Kronn. Tiraba de las trenzas que le enmarcaban el rostro, pensativo. De repente, chasqueó los dedos—. ¿Están todos los piratas aquí, en el Dama del Piélago?

—Sí.

—Vale —dijo Kronn—. Entonces, si ellos han abordado nuestro barco, nosotros abordaremos el suyo. —Se puso de pie y corrió hacia las portillas de estribor. Cuando llegó allí se quitó los saquillos y se volvió para dirigirse a su hermana—. Vamos. Ahora te toca auparme a mí.

***

Los gritos aterrados del marinero siguieron hasta que los otros prisioneros estuvieron al borde de las lágrimas. La soga del aparejo de la polea se tensó, y tuvieron que tirar seis piratas para resistir la tracción del otro extremo. El resto de los piratas se asomaron por la borda para observar el agua. Rieron y jalearon cuando los tiburones despedazaron al marinero.

—¿Qué queréis de nosotros? —demandó Riverwind, con voz muy tensa.

—¿Querer? —preguntó el semiogro—. Creo que no lo acabas de entender, viejo. Sólo queremos mataros. ¿Hay algo malo en querer divertirnos haciéndolo?

Amanecer Resplandeciente empezó a sollozar.

Debajo, los chillidos se transformaron en un sonido gutural, ahogado, y luego el silencio. De repente, la cuerda perdió la tensión y se quedó floja; los seis piratas que tiraban de ella trastabillaron hacia atrás, y después la enrollaron. Acababa en un muñón deshilachado, empapado de sangre.

—Bien —dijo triunfalmente el semiogro—. ¡Siguiente!

Los piratas escogieron una segunda víctima —un muchacho de unos dieciséis veranos, en cuyas mejillas apuntaba un suave bozo— y lo llevaron a rastras hasta el aparejo. Pataleó mientras le ataban el extremo deshilachado de la soga a la cuerda que le ceñía las muñecas. Riendo, los piratas lo arrojaron por la borda. En menos de un segundo, la soga se tensó de nuevo.

Cuervo Veloz gruñó con voz queda. Había recuperado la conciencia, aunque la herida lo había dejado débil y mareado.

—Mi Chieftain —murmuró.

Riverwind echó un vistazo a su alrededor para ver si lo había oído alguno de los piratas; luego se agachó sobre el joven guerrero.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Lo siento —gimió Cuervo Veloz—. Te he fallado. Mi Misión de Pretendiente. No he… No he protegido a Amanecer Resplandeciente.

—Hiciste todo lo posible —dijo Riverwind.

—Pero no fue suficiente —dijo Cuervo Veloz, sacudiendo amargamente la cabeza.

Bajo ellos, el joven marinero empezó a chillar.

Catt tenía las manos cerradas en torno a los tobillos de Kronn, y su hermano colgaba del costado del barco cabeza abajo, a partir de las rodillas. Debajo de su coleta colgante, las aguas agitadas espumeaban entre el Dama del Piélago y el Parca Roja. El kender se detuvo un momento para recobrar el aliento y se quitó la chapak de la espalda.

—Por el momento, todo va bien —farfulló—. Ahora viene lo difícil.

La chapak, un arma kender, era mucho más que una simple hacha. Tenía más usos que pulgas tiene un perro, y uno de ellos era como rezón. El mango de madera de jabí, la más dura, guardaba en su interior hueco unos metros de cuerda de seda, fina pero resistente. Kronn desenroscó con sumo cuidado la tapa de la culata del mango y soltó la bobina de cuerda. Tomó un extremo de la línea y ató el otro al hacha. A continuación osciló varias veces la chapak y la arrojó contra el Parca Roja.

El tiro fue bueno. El hacha aterrizó con estrépito sobre la cubierta del barco pirata y se enganchó con fuerza en la batayola cuando el kender tiró de ella. Sonriendo satisfecho, Kronn tensó el cabo.

—Vale, Catt —dijo—. Suéltame.

Así lo hizo ella, y su hermano cayó de la portilla hacia abajo y afuera, golpeando contra el casco del Parca como un saco de patatas. Sus manos resbalaron en la cuerda, y cuando recuperó un agarre firme se había deslizado hacia abajo tanto que sus piernas arrastraban por el agua.

—Bien —dijo jadeando y preguntándose si se habría magullado las costillas—. Eso fue divertido. Ahora, vamos arriba. —Empezó a escalar a pulso por la cuerda. Estaba casi fuera del agua cuando vio la aleta.

Apareció cerca de las proas de los dos barcos y avanzó entre ellos con una velocidad asombrosa. Durante un segundo, Kronn sólo fue capaz de quedarse mirándola fijamente, atónito; entonces, empezó a subir de nuevo, más deprisa que antes.

La aleta desapareció bajo el agua en un abrir y cerrar de ojos. Kronn ascendió a pulso por la cuerda y sus pies chapotearon en el agua. Sentía la quemadura en las palmas por la fricción del cabo y tenía la sensación de que se le iban a descoyuntar los hombros. Sus dedos estirados acababan de tocar la batayola cuando el agua bajo él se transformó en una explosión de espuma. Al mirar de soslayo hacia abajo vio emerger la cabeza del tiburón del agua, con las fauces abiertas y tantos dientes como él siempre había imaginado. Miró sus profundos ojos negros y, entonces, usando una energía que ni siquiera sabía que tenía, se impulsó y pasó sobre la borda a la cubierta del Parca Roja.

—Dientes —farfulló, tendido de espaldas, jadeando. Durante un momento sólo pudo ver las enormes fauces abiertas que avanzaban a toda velocidad hacia sus piernas colgadas. Sacudió la cabeza; incluso desde ahí podía oír al pobre marinero que chillaba al otro lado del Dama del Piélago.

Se incorporó, se sentó y miró a su alrededor mientras metía la cuerda dentro de la chapak y volvía a enroscar la tapa. Sí, aquí estaba solo. Echó un vistazo al Dama del Piélago y asintió satisfecho. No lo había visto ninguno de los piratas. Estaban demasiado ocupados disfrutando del horrible espectáculo.

Los chillidos del marinero habían empezado a apagarse.

—No queda mucho tiempo —farfulló, poniéndose de pie. Oteó rápidamente la cubierta del Parca Roja y vio la escotilla que llevaba abajo; corrió hacia ella. Cuando llegó hasta allí saltó sobre la escalera y se deslizó hasta la bodega del barco.

Lo que vio le hizo contener la respiración; bajo la cubierta el Parca Roja estaba repleto de riquezas de todo tipo: plata, perlas, rollos de seda y urnas de raras especias. Contempló todo con los ojos abiertos de par en par, boquiabierto, y después sacudió de nuevo la cabeza.

—Contrólate, Thistleknot —farfulló.

Se abrió camino entre el gran tesoro, echándose varias ristras de perlas a los bolsillos a medida que pasaba, y empezó a explorar la bodega. Catt había oído que el capitán hablaba del gran número de esclavos que llevaban a bordo.

—¡Hola! —llamó, moviéndose hacia la popa del barco—. ¿Hay alguien aquí? —Pasó ante las literas de los piratas, y entonces oyó un ruido que venía de la parte delantera.

Voces.

—¡Ayúdanos! —gritaban—. ¡Aquí dentro!

Había una puerta detrás del camarote. Corrió hacia ella y la abrió de un empujón; pudo ver una enorme cabina al fondo de la bodega. Era un almacén repleto de comida, ron, sogas, lonas y pequeños barriles de brea, que usaban para calafatear el casco. También había un arcón con armas, similar al del Dama del Piélago. Dentro quedaba aún una docena de alfanjes.

Sin embargo, hizo caso omiso de todo eso, y se movió con velocidad hasta una rejilla de hierro que había en el suelo.

—¡Socorro! —gritaron unas voces—. ¡Sácanos de aquí!

Kronn se arrodilló al lado de la rejilla y oteó el interior. Bajo él había gente, docenas de personas entecas y pálidas por la falta de comida. Miraban hacia arriba fijamente y en silencio; sus ojos suplicaban la ayuda del kender. Las manos se alzaron hacia la rejilla y los dedos asomaron por entre los huecos.

Kronn examinó la cerradura, rebuscó en un saquillo que le colgaba del cinturón y sacó una larga y fina ganzúa.

—No os preocupéis —les dijo a los esclavos—. Os voy a liberar. Pero cuando estéis libres voy a necesitar un poco de vuestra ayuda. ¿De acuerdo?

***

Abajo, en medio de la espuma de color carmesí, los chillidos del joven marinero fueron interrumpidos bruscamente por un sonido terrible de desgarro. Por segunda vez, la cuerda se tensó y luego quedó floja. Los piratas la recogieron. Algo colgaba aún del extremo, y lo cortaron para soltarlo y tirarlo por la borda. Amanecer Resplandeciente alcanzó a ver unos dedos antes de que desaparecieran de vista; la joven sintió náuseas e intentó mirar a otro lado.

Sin embargo, el semiogro la agarró del pelo y la sacudió.

—No puedes hacerlo —le dijo—. Vas a ver esto, chica. —Con la mano que le quedaba libre, el capitán hizo un ademán hacia sus hombres—. Atad al muchacho valiente.

—¿Quieres que lo abra primero en canal? —preguntó un pirata armado con un garfio. Sus ojos relucían de forma desagradable mientras sus compañeros ataban a Cuervo Veloz a la soga.

—Ten paciencia, Hurth —dijo riendo el semiogro—. Espera a que lo colguemos primero. Queremos la sangre en el agua, no por toda la cubierta.

—¡Soltadlo! —bramó Riverwind cuando los piratas empujaron a Cuervo Veloz hacia la borda, pero tuvo que callarse porque le pusieron un cuchillo en el cuello.

—Lo siento, mi Chieftain —repitió Cuervo Veloz desde la regala—. La Misión de Pretendiente…

Los piratas dieron un fuerte tirón a la cuerda, y sus palabras se interrumpieron por un grito de dolor cuando se separó de la cubierta. Se elevó metro y medio por el aire, colgando de la soga que ataba sus brazos. La saeta que tenía clavada en el hombro se hundió más profundamente en su carne cuando lo giraron lentamente hasta situarlo sobre el agua. Las formas oscuras de los tiburones se arremolinaban bajo él, esperando con la paciencia de los predadores.

—Amanecer Resplandeciente —gimió.

Ella lo miró con los ojos anegados en lágrimas.

—Soltadlo por favor —murmuró. Se le quebró la voz y tosió para aclararse la garganta—. Haré todo lo que me pidáis.

—Sí —siseó el semiogro—. Lo harás. —El capitán pirata se agachó hacia adelante y le pasó la lengua por una oreja; después hizo un ademán hacia Cuervo Veloz—. Adelante, Hurth.

Los ojos del pirata del garfio brillaron con una expresión maligna. Dio un paso hacia Cuervo Veloz, levantó el acero y apretó la punta contra el tórax del joven guerrero, justo debajo del esternón.

—Esto te va a doler —dijo con voz queda—. Ahora estate quieto.

De repente, aparentemente de la nada, una piedra del tamaño de un puño voló por el aire. Golpeó a Hurth en la sien con un húmedo chasquido. El garfio cayó de la mano enervada del pirata, rebotó en la cubierta y salió disparada por la borda. Las rodillas de Hurth flaquearon, y el pirata se desplomó, muerto.

Un silencio atónito se adueñó del Dama del Piélago. Todos —piratas, marineros y bárbaros de las Llanuras— se giraron para mirar hacia la popa. Había una kender en la escotilla, con la jupak en la mano. Tenía ya una segunda piedra cargada en la bolsa.

—Recogedlo —dijo Catt, haciendo un gesto hacia Cuervo Veloz con su jupak—. Y daos prisa.

Se alzó entonces un extraño sonido, un sordo rugido de odio vengativo, procedente del Parca Roja. De la bodega del barco pirata salieron en tropel, pálidos y magullados, enjutos y andrajosos, montones de hombres medio desnudos, que enarbolaban espadas y porras. Chillando con furia desmedida, corrieron hacia las planchas de abordaje e invadieron el Dama del Piélago.

Kronn, chapak en mano, lideraba la chusma; de sus bolsillos repletos caían piedras preciosas y monedas de acero. Detrás del grupo de asalto, varios de los esclavos derramaban brea por la cubierta del Parca Roja y le prendían fuego. Un humo negro y aceitoso se elevó de la embarcación.

Todo había ocurrido tan deprisa que el capitán sólo pudo mirar a los enfurecidos esclavos con evidente asombro, incapaz de articular palabra. Finalmente, apartó a Amanecer Resplandeciente de un empujón —la joven chocó contra una aduja de soga y cayó de rodillas— y sacó el inmenso mazo de guerra de su cinturón.

—¡Al ataque! —chilló.

Su grito enardeció a los aturdidos piratas. Se giraron hacia las planchas de abordaje y cargaron contra los esclavos, enarbolando los alfanjes. Los hombres que sujetaban la soga se limitaron a soltarla, y el joven guerrero cayó por la borda con un grito, seguido de un sonoro chapoteo.

El pirata que sostenía el cuchillo contra la garganta de Riverwind había bajado el arma sin darse cuenta, medio atontado al ver que sus compañeros corrían a interceptar a los esclavos atacantes. Fue la oportunidad que estaba esperando el veterano Hombre de las Llanuras. Descargó un tremendo punterazo contra la cara exterior de la rodilla del pirata. Chascó el hueso y el hombre cayó, gimiendo de dolor, a la par que se sujetaba la pierna rota. Riverwind le asestó una segunda patada, esta vez en la cabeza, y el hombre se quedó inmóvil.

Tensando sus musculosos brazos, Riverwind tiró de las ataduras con todas sus fuerzas. Se rompió la cuerda de yute que rodeaba sus muñecas y corrió hacia la soga de Cuervo Veloz, agarrándola antes de que se acabara la bobina. Tiró de ella, recogiéndola lentamente; unos segundos después se le unían Kael Ar-Tam y otros dos marineros, que también habían conseguido soltarse.

Los esclavos liberados se abrieron camino entre los piratas, asestando violentos golpes con los alfanjes y las porras. Encolerizados, hicieron retroceder a sus antiguos apresadores, matándolos sin piedad. Kronn enterró el hacha de su chapak en la cabeza de un pirata y tuvo que arrancarla de un tirón cuando el hombre se tambaleó hacia la batayola y cayó por la borda. Catt hundió la punta metálica de su jupak en la garganta de un pirata, y saltó a un lado cuando el hombre intentó herirla con su espada. Un esclavo clavó la punta de su alfanje entre las costillas del pirata.

El capitán semiogro se abrió paso entre sus hombres, cuyo número menguaba rápidamente, con el mazo de guerra enarbolado sobre su cabeza. Cayó un esclavo bajo su arma, luego otro, y después un tercero. El semiogro rugía de furia.

Entonces, justo detrás de él, un chillido penetró el fragor de la batalla. El semiogro miró hacia atrás, y sus ojos se abrieron de par en par cuando vio la cabeza de acero de una maza que se dirigía directamente hacia él. Abrió la boca para gritar, pero el arma lo golpeó antes de que pudiera emitir sonido alguno, y su mundo se desvaneció en medio de una roja neblina. Se desplomó, tocándose lo que antes había sido su rostro.

Amanecer Resplandeciente, hirviendo de furia, miró fijamente el cuerpo tembloroso y lo golpeó de nuevo. El semiogro se sacudió una última vez y luego se quedó inmóvil para siempre. Amanecer Resplandeciente trastabilló hacia atrás; su maza chorreaba sangre.

Riverwind y los marineros estaban intentando recoger a Cuervo Veloz. Finalmente, el joven guerrero emergió del agua, inconsciente y sangrando por una nueva herida en el muslo. Los marineros lo agarraron y lo tendieron sobre la cubierta, y Riverwind desgarró un jirón de tela de su túnica y lo usó para vendar las heridas. Entretanto, la lucha casi había acabado; sólo quedaba un puñado de piratas que estaban acorralados contra la regala del Dama del Piélago, rodeados por los esclavos liberados. Fueron cayendo uno por uno, hasta que finalmente sólo quedó un hombre. Detrás de él rugían las llamas en la cubierta de la Parca Roja y asestaba continuos golpes con su alfanje para mantener a raya a los esclavos. Al final fue Kronn quien esquivó el arma y saltó sobre él enarbolando la chapak. El pirata reculó para alejarse del arma kender, perdió el equilibrio y cayó por la borda al encrespado mar.

El kender lo vio caer y luego echó una ojeada a su alrededor con satisfacción. Sus ojos se encontraron con los de Riverwind y sonrió abiertamente.

El Hombre de las Llanuras lo miraba de hito en hito, aún medio aturdido, y luego se desplomó, agotado, sobre la cubierta.

***

El Parca Roja seguía ardiendo lentamente cuando se puso el sol, crujiendo y crepitando. Las ascuas del casco resplandecían rojas en la creciente oscuridad. Escoró de lado al entrar el agua del mar en el casco debilitado por el fuego, y la proa se encontraba bastante más cerca del nivel del agua que la popa, pero se negaba de forma testaruda a hundirse. Los negros dedos chamuscados de sus mástiles apuntaban hacia la pálida luna, que se elevaba en el cielo de la noche.

En medio de la tenue luz del fuego, los supervivientes de la batalla envolvieron a sus muertos en mantas y los alinearon sobre la ensangrentada cubierta. Habían pagado un elevado precio. Entre las bajas se encontraban nueve de los esclavos liberados y toda la tripulación del capitán Ar-Tam salvo tres jóvenes marineros. Los piratas habían muerto todos, pero los esclavos y los marineros los habían arrojado a los tiburones sin un funeral.

El líder barbinegro de los esclavos, un marinero khuriense llamado Alaruq ur-Phadh, se agachó sobre sus compañeros muertos y colocó una moneda —Kronn había salvado parte de las riquezas del Parca Roja— en la boca de cada uno de los hombres. Era un antiguo rito de los mikku, el clan al que pertenecían Alaruq y sus compañeros; las monedas servirían para pagar a los guardianes del mundo de las tinieblas, a fin de que los muertos pudieran sobrepasar el Abismo y así encontrar la paz entre las estrellas.

Kael Ar-Tam no puso monedas en sus hombres; ni siquiera habló mientras contemplaba los cadáveres. Las arrugas de su rostro, lleno de cicatrices, se hicieron más evidentes mientras su mirada pasaba lentamente de cuerpo en cuerpo.

Cuervo Veloz yacía tendido sobre un montón de lona, gimiendo mientras Amanecer Resplandeciente le curaba las heridas. Catt estaba arrodillada a su lado y le cogía una mano. El joven bárbaro consiguió sonreír a la kender.

—Yo dudé de vosotros —farfulló—. Creí que estabais escondidos, que teníais demasiado miedo para ayudarnos. —Respiró hondo, buscando palabras que le resultaban difíciles de decir—. Lo siento.

El palo de mesana del Parca Roja, debilitado por el fuego, crepitó de forma sonora contra las ráfagas de viento, se partió y se vino abajo con gran estrépito. Todos los que estaban en el Dama del Piélago se sobresaltaron al oírlo. Entonces, Alaruq dijo una palabra a los otros esclavos liberados. Los hombres se habían vestido con ropas procedentes de los armarios de los marineros muertos, pero no podían ocultar la enfermiza palidez de sus rostros ni las profundas ojeras. Los esclavos alzaron los cadáveres amortajados de uno en uno y los entregaron al mar. Los cuerpos cabecearon durante unos instantes sobre las olas hasta que las mantas empapadas los arrastraron al fondo del mar.

Después de arrojar el último de los muertos por la borda, Riverwind se quedó de pie junto a la batayola del Dama del Piélago y contempló fijamente el horizonte. Transcurrido un tiempo, metió la mano dentro de su jubón y sacó el Amuleto del Rastro Infinito. Lo miró con ojos acusadores, siguiendo con los dedos el trazado de su interminable lazada. Entonces oyó unos pasos detrás de él, sobre la cubierta. Al reconocer la cadencia del paso ligero pero confiado de su hija, cerró la mano sobre el amuleto para ocultarlo.

—Estás furioso con ellos, ¿verdad? —preguntó Amanecer Resplandeciente. Se colocó a su lado, se apoyó en la regala y siguió la mirada de su padre hasta el horizonte—. Con los dioses.

—Me enfrenté a la muerte de negras alas por Mishakal —contestó Riverwind, con el ceño fruncido—. Saqué su Vara de Xak Tsaroth, y tu madre y yo hicimos que la humanidad volviera a tener fe en ella.

—Y, a cambio, ella te ha abandonado —continuó Amanecer Resplandeciente, mirándolo. La joven le puso una mano sobre el brazo—. Te mereces más que esto, padre.

El Hombre de las Llanuras suspiró profundamente, y su hija apretó la mano con que lo sujetaba.

—No hay nada malo en estar furioso, padre —murmuró Amanecer Resplandeciente—. ¿Recuerdas a Colmillo de Serpiente?

Riverwind asintió con un gesto de cabeza. Colmillo de Serpiente había sido el sacerdote de guerra de los Que-kiri. Dos años atrás, cuando descubrió que Kiri-Jolith había abandonado al mundo, dejó de comer a causa de la desesperación que sentía. Joven y fuerte al principio de su ayuno voluntario, se había transformado en un esqueleto en dos meses; se negaba a consumir siquiera un simple caldo. Entonces, aún apenado, había muerto.

—El Chieftain Invierno Gris me dijo, poco después del funeral, que cuando las mujeres estaban lavando el cuerpo de Colmillo de Serpiente encontraron algo en su mano —continuó Amanecer Resplandeciente—. ¿Sabes lo que era?

Su padre negó con la cabeza.

—Un cuerno de bisonte —dijo su hija—. El símbolo sagrado de Kiri-Jolith. Tuvieron que emplear mucha fuerza para quitárselo de la mano cerrada.

Un temblor involuntario sacudió el cuerpo de Riverwind. Abrió el puño y miró el Amuleto del Rastro Infinito. Después sacudió la cabeza otra vez y se lo puso de nuevo al cuello. Se volvió hacia Amanecer Resplandeciente mientras se remetía el colgante por dentro del jubón.

—Tengo que pedirte que hagas algo cuando lleguemos a Ak-Thain —dijo el Hombre de las Llanuras.

—Lo sé.

—Vuelve a las Llanuras —le suplicó—. Llévate contigo a Cuervo Veloz.

—No —contestó Amanecer Resplandeciente, sacudiendo la cabeza—. Es mucho lo que hay en juego ahora. Después de lo de hoy, les debo la vida a Kronn y a Catt, y Cuervo Veloz también. Ninguno de nosotros dos va a dar la espalda a una deuda con los kenders.

—¿Irías entonces contra los deseos de tu propio padre?

—Padre —dijo Amanecer Resplandeciente con los ojos cerrados—, ¿has oído alguna vez la historia de la princesa que amaba al joven pastor? Ella también se opuso a los deseos de su padre.

—No utilices juegos de palabras conmigo, pequeña —espetó Riverwind.

—¡Ya no soy pequeña! —barbotó Amanecer Resplandeciente como respuesta—. Soy una mujer, y sé que esto no es un juego. Pero ¿qué habría pasado si madre hubiera obedecido a su padre en vez de seguir el camino de su corazón? Lo primero, que yo no estaría aquí de pie, ante ti. —La mirada de sus intensos ojos celestes, tan parecidos a los de su madre, se clavó en los del veterano guerrero—. Iré a Kendermore, padre, porque debo. Por favor, no me pidas que haga otra cosa.

Dicho eso se dio media vuelta y se alejó. Riverwind cerró los ojos, pero aun así brotaron las lágrimas, cuyos rastros relucían sobre sus mejillas a la luz de la luna.

Allá, en el agua, el Parca Roja se fue a pique y desapareció lentamente bajo las olas.