No me estoy inventando historias —dijo Catt Thistleknot. Las cejas de la pequeña kender se juntaron del fastidio que sentía—. Es verdad que vi caer un barco del cielo el mes pasado.
—Claro que lo viste —contestó su hermano Kronn, con un tono de voz que lo hacía parecer el mayor de los hijos y no el menor—. Ocurre muy a menudo por aquí. De hecho, he oído decir que esta noche van a diluviar botes.
—No seas sarcástico —bufó Catt. Empujó a un lado una rama caída mientras atravesaban la maleza del bosque Kender—. ¿Estás seguro de que sabes adónde vamos?
—Por supuesto que sí. —Kronn miró de soslayo a los árboles que los rodeaban—. El mapa de padre indica que Vera del Bosque no debe encontrarse muy lejos de donde ahora nos hallamos. —Examinó un trozo de vitela y se rascó la cabeza, girando el plano en un sentido y en otro—. Aunque sería más fácil si indicara el norte.
—¡Oh, bien! —intervino Catt—. Así que estamos a menos de una hora de camino de Vera del Bosque o de… Neraka, ¿quizás?
—No seas ñoña. —Kronn estudió el mapa nuevamente, y luego se encogió de hombros y se lo guardó en el cinturón—. En cualquier caso, todo el mundo podría ver que por aquí hay demasiados árboles para ser Neraka.
—También hay demasiados para una población llamada Vera del Bosque.
Kronn lanzó una mirada furiosa a su hermana y prosiguió su camino entre la maleza. Catt lo siguió, sacudiendo la cabeza.
—Ni siquiera estamos seguros de que padre vaya a estar allí —se quejó la kender.
—Merldon Metwinger dijo que estaría —gruñó Kronn.
—Merldon Metwinger dice que su hija se casó con nuestro tío Saltatrampas.
—Es muy posible —repuso Kronn—. El tío Saltatrampas es todo un partido, y sé de buena fuente que ha estado casado ocho o nueve veces. —Se detuvo de repente y su hermana casi lo arrolló por detrás.
—¿Qué…? —empezó a decir ella.
—¡Escucha! —Kronn puso un dedo sobre los labios de la joven.
Catt levantó una oreja puntiaguda, a la par que fruncía el ceño. Durante unos segundos no oyó más qué el susurro de las hojas y el canto de los pájaros. Entonces, detectó un sonido nuevo. El aire les trajo un coro de gritos a través del bosque; eran cacareos y chirridos a partes iguales, acompañados del susurro de algo que se abría paso entre la maleza. Sonaba cada vez más fuerte y se acercaba.
—¿Qué es? —murmuró ella.
Kronn no contestó. Avanzó en silencio entre los arbustos. Tras unos veinte pasos, miró hacia atrás a Catt.
—Vamos —la exhortó.
Catt se apresuró a unirse a su hermano. Más voces se habían sumado al extraño coro. Kronn se detuvo y levantó una mano para parar a su hermana. Se escondieron tras un peñasco moteado de líquenes. Catt se llevó una mano al cinturón en busca de una piedra para meter en su jupak, pero se frenó con la mano sobre el cierre de la bolsa. Kronn aún no había echado mano de la chapak —un arma de los kenders, mitad hacha, mitad honda, y otras muchas cosas— que llevaba en la espalda. Confió en el instinto de su hermano para detectar el peligro y se agachó detrás de él, escuchando. Lo que producía el sonido casi había llegado hasta donde ellos estaban.
—Esta va a ser buena —murmuró Kronn, con una mueca traviesa en el rostro.
—Maldito seas, Kronn —insistió Catt—. ¿Qué está…?
Sin previo aviso, Kronn saltó de su escondite, chillando con todas sus fuerzas y gesticulando de forma salvaje. De repente, los cacareos y chirridos dieron paso a gritos de sorpresa, y después a risas. Catt siguió el ejemplo de su hermano y saltó a su lado, agitando los brazos y aullando más alto incluso que él. Unas formas salieron de la maleza que los rodeaba; era una veintena o más de niños kenders, todos ellos chicos. Se giraron y se alejaron de allí corriendo y riendo a carcajadas.
Sin dudarlo, Kronn los persiguió. Catt se encogió de hombros y siguió a su hermano, chillando continuamente. Corrieron entre los matorrales, pero los niños los despistaron y desaparecieron entre los helechos y los arbustos. Kronn se detuvo y se recostó contra un abedul con la corteza medio desprendida; se sujetaba los costados y se desternillaba.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Catt, con el ceño fruncido.
Kronn se acarició la barbilla.
—Bueno —dijo—, hoy es el primer día del Festival de la Labranza, ¿verdad?
—Verdad.
—Todos los años en estas fechas, los niños del pueblo se juntan y se van a cazar chupacabras.
—¿A cazar chupacabras? —dijo Catt, y puso los ojos en blanco—. Los chupacabras son una invención de los Saltatrampas.
—Eso lo dice alguien que ha visto llover barcos del cielo —replicó Kronn—. Sé que no existen los chupacabras, pero todos los niños kenders salen y hacen la llamada del chupacabras, y tras un rato los adultos se adentran en el bosque y los persiguen como acabamos de hacer nosotros. Es muy divertido —añadió, poniéndose de pie de nuevo—. Además, si hay tantos niños por aquí debemos de estar cerca de Vera del Bosque, aunque no deberíamos quedarnos mucho tiempo en los alrededores.
—¿Por qué? —preguntó Catt, arqueando las cejas.
—Bueno, normalmente durante la caza del chupacabras los niños intentan vengarse de los adultos por haberlos perseguido —dijo Kronn—. Cuando éstos se detienen para descansar, los pequeños los acechan en silencio y…
De repente, voló hacia ellos un pequeño objeto marrón; procedía de los matorrales. Se estrelló, con un chasquido húmedo, contra un árbol situado justo encima de la cabeza de Catt. Algo pegajoso goteó en su largo pelo negro.
—Tiran huevos —concluyó Kronn, y luego salió corriendo por el bosque, aullando de la risa.
***
Los zapatos de Catt chapotearon ruidosamente cuando ella y Kronn siguieron con dificultad el sendero que recorría las lindes del bosque Kender. Se quitó trozos de cáscara de huevo que habían quedado pegados a la blusa amarilla, que era su favorita; estaba echada a perder, al igual que sus hermosos pantalones rojos, y en la cabeza parecía tener más huevo que cabello. Su labio se curvó en una mueca de asco cuando lanzó lejos los restos con un movimiento seco de cabeza.
—He notado que a ti te han dejado en paz —dijo airada, mirando intensamente a su hermano.
Kronn le guiñó un ojo antes de contestar. El verde brillante de su túnica y sus polainas estaban impecables.
—¿Qué chico de doce años me arrojaría un huevo a mí si hay a tiro una chica?
Catt resopló enfadada. Se metió la mano dentro de la blusa y sacó una yema que se había deslizado por el escote durante el bombardeo. La arrojó sin dudarlo hacia su hermano.
—Ten cuidado hermana —dijo Kronn a la par que fintaba con agilidad—, es posible que aún les quede munición. —Hizo un gesto hacia adelante con la cabeza, hacia el sendero donde brincaban y se empujaban los muchachos a los que habían perseguido.
Finalmente, llegaron hasta el final de los árboles. El camino se alejaba del bosque hacia una pequeña población encaramada a un acantilado sobre el mar. Como la mayoría de los pueblos de los kenders, Vera del Bosque era un revoltijo desordenado de edificios y torres. Estaba rodeada por una empalizada de madera, que había sido adornada con guirnaldas hechas con ramas de sauce y flores silvestres blancas en preparación del festival. Delante de Kronn y de Catt, los niños echaron a correr gritando y girando sus jupaks en el aire durante una loca carrera hacia las cancelas. Los guardias tuvieron que saltar a un lado para no ser arrollados.
—¡Eh, Giffel! —gritó Kronn, y saludó con la mano al jefe de la guardia.
El centinela, un kender alto, con una cabellera de pelo corto de color rubio pajizo, entrecerró los ojos y miró hacia abajo, y luego su gesto se transformó en una amplia sonrisa.
Kronn corrió hacia adelante con los brazos en cruz; el guardia y él se fundieron en un tosco abrazo, que rápidamente se transformó en un combate de lucha libre. Al punto, Kronn se encontró tendido de bruces en el suelo con Giffel encima…
—¡Ay! —se quejó Kronn—. Quítate, cabestro. ¿Es ésta forma de tratar a un viejo amigo?
—Lo es si éste te acaba de quitar el saquillo —dijo Giffel, poniéndose de pie. Alargó un brazo—. Devuélvemelo, Kronn.
Avergonzado, Kronn entregó al guardia su saquillo de dinero, que le había sustraído mientras se abrazaban.
—¿Me devuelves ahora el mío? —preguntó.
Giffel rió. Él había, a su vez, hurtado el saquillo de Kronn durante la lucha. Se lo lanzó por el aire.
—Giffel —dijo Kronn, que se levantó con facilidad del suelo—, recuerdas a Catt, ¿verdad?
—Tu hermana —contestó Giffel, divertido—. Sí, claro. Al parecer, os habéis encontrado con los cazadores de chupacabras.
Bajo los churretes de huevo, Catt se ruborizó, roja como un tomate. Kronn rió entre dientes.
—¿Habéis venido para celebrar el festival? —preguntó Giffel.
Kronn sacudió la cabeza y se agitaron las trenzas que le enmarcaban el rostro.
—No exactamente. Estamos buscando a nuestro padre. ¿Se encuentra por aquí? —Hizo un ademán con la mano hacia las puertas abiertas de la ciudad.
Giffel cruzó los brazos sobre el pecho.
—Se supone que no debo decir nada —contestó al cabo—. Kronin dio instrucciones concretas de que no le contara a nadie que estaba en Vera del Bosque.
—¿Cómo de concretas? —preguntó Catt.
—Bueno, os puedo asegurar que no va a ir al concurso de lanzamiento de jupak.
Kronn rió y palmeó el brazo de su amigo Giffel.
—Buen chico —dijo—. Me alegro de ver que mi padre escogió al tipo correcto para sincerarse.
—Pasad —les pidió Giffel.
—Gracias, Giff —dijo Kronn. Catt y él empezaron a cruzar las puertas, pero se detuvo y miró hacia atrás—. ¿Estarás esta noche en el banquete?
—Por supuesto —contestó Giffel, y se golpeó la barriga—. ¿Crees que me perdería una comida gratuita?
—Supongo que no —dijo Kronn—. Me aseguraré de que Catt te reserve un baile.
Catt asestó un puñetazo a su hermano en el brazo. Para cuando Kronn siguió andando, tanto Giffel como Catt se habían puesto de mil colores.
***
Los kenders, como pueblo, tenían sorprendentemente pocos héroes. No es que fuese una raza de cobardes, por supuesto. Todo lo contrario; no conocían el miedo. Sí había una buena razón para ello, un kender entraba en el alcázar de Dargaard, se acercaba al caballero Soth y le metía un dedo en el ojo sin dudarlo un instante. E, irónicamente, por esta misma razón, no veneraban a muchos de los suyos. Lo que para un humano era un acto temerario de valentía para un kender se trataba de un acontecimiento cotidiano. «Eso lo podría haber hecho yo, si hubiera querido» era una de las frases favoritas de los kenders.
Sin embargo, los kenders también tenían personajes de leyenda. A lo largo de su historia, un puñado había sobresalido lo suficiente como para ganarse incluso la estima de sus paisanos. El más famoso de ellos era el tío Saltatrampas, quien, al parecer, mantenía lazos familiares o de amistad con casi todos los kenders. Corrían bastantes historias increíbles acerca de sus aventuras —y frecuentemente sobre sus espantosas muertes—, tantas como para llenar totalmente un ala de la Gran Biblioteca de Palanthas. Los kenders juraban y perjuraban que todas ellas contaban por completo la verdad sin tapujos.
Había varias leyendas acerca de los héroes kenders de antaño. Balif fue el guerrero que luchó al lado de Silvanos, el rey de los elfos; algunos habían pretendido que se creyera que nació elfo. Rithel Puntera Barbuda, que defendió la nación kender de Hylo, en la parte occidental de Ansalon, de una invasión del imperio de Ergoth, en una ocasión entró a hurtadillas en la corte imperial de Daltigoth y se fugó con las joyas de la corona del emperador. Se creía también que una joven kender llamada Noblosha Mecha de Candil había hecho la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, aunque en ninguno de los registros de los magos figurara su nombre.
Tras el Cataclismo, transcurrieron más de trescientos años sin que los kenders tuviesen nuevos héroes. En los últimos tiempos, sin embargo, dos de ellos se habían ganado a pulso ese honor con sus valientes hazañas. Uno fue Tasslehoff Burrfoot. Rompió Orbes de los Dragones, retrocedió en el tiempo, entró en el Abismo, charló con varios de los dioses, y después culminó la hazaña entregando su vida para que brotara la sangre del enloquecido dios Caos. En ese momento, cuando sólo habían transcurrido dos años desde su muerte, los jóvenes kenders solían decir que sus posesiones más queridas les habían sido entregadas por su tío Tas.
El otro héroe kender, relativamente nuevo, era Kronin Thistleknot. Kronin era un caso algo especial, ya que sus actos se quedaban algo cortos del nivel tan elevado al que estaba acostumbrada su gente. Es verdad que había gobernado en Kendermore durante veinticinco años —un período sin precedentes— antes de renunciar en favor de su hija Paxina. Y sí, había matado al odioso Señor del Dragón, Fewmaster Toede. Ya había muchísimas versiones de esa victoria. Sólo el propio Kronin sabía cuál de ellas era cierta, y él no se lo iba a contar a nadie. Pero ninguna de estas aventuras lo hizo destacar entre su gente. No; lo que llamaba la atención de los kenders acerca de Kronin era el hecho de que sus hazañas lo habían convertido en un héroe para el resto de las razas de Ansalon. Los elfos, los humanos e incluso los enanos lo veneraban por el papel que había desempeñado en la caída de los ejércitos de los Dragones. Fue sólo tras darse cuenta de que todos los demás lo honraban cuando los kenders, pensando que se les debía haber pasado algo importante, lo nombraron héroe por aclamación popular.
Era ésta la razón de que la plaza del pueblo de Vera del Bosque estuviera atestada de curiosos que esperaban ver la participación de un héroe de carne y hueso en el concurso de lanzamiento con jupak. Kronin tenía ya ochenta y seis años; su rostro resultaba un laberinto de arrugas y su cabello plateado era casi inexistente. Cojeaba ostensiblemente, apoyándose en su vieja jupak desgastada, y el color morado de sus zapatos favoritos se había apagado con el paso de los años; pero sus ojos seguían brillando con viveza, y no le tembló la mano cuando la metió en el saquillo que llevaba en el cinturón. El silencio, interrumpido por murmullos de asombro, se adueñó de la multitud mientras rebuscó en la bolsa y fue sacando piedras.
Las examinó una tras otra, evaluándolas con detenimiento, y luego las arrojó al suelo. Finalmente, al cuarto intento, sacó una piedra redondeada y de bordes lisos. Frunció el ceño en tanto la contemplaba; después asintió con un gesto de cabeza y la colocó en la pieza de cuero situada en el extremo ahorquillado de su jupak. Echó hacia atrás el arma, listo para lanzar.
—Estoy preparado —dijo en voz alta.
Al final del patio y a los lados, más allá de los espectadores, había varias pequeñas catapultas. Las máquinas se encontraban repartidas a diferentes distancias del lanzador, y cada una de ellas estaba amartillada y cargada con un plato de barro. Tras la orden de Kronin, el kender que manejaba la más cercana —situada sólo a unos treinta metros— soltó el gatillo. El brazo de la catapulta saltó hacia adelante y el plato de barro salió lanzado en dirección al cielo.
Kronin se concentró para calcular el vuelo y luego trazó rápidamente un arco hacia adelante con la jupak y arrojó la piedra por el aire. Golpeó en el centro del plato, y éste se hizo añicos con un chasquido. Varias esquirlas sonaron al caer contra el suelo de adoquines.
—¡Oooh! —exclamaron los kenders allí reunidos—. ¡Aaah!
Kronin asintió satisfecho, y rebuscó de nuevo en su saquillo hasta encontrar otra piedra apropiada. Cargó de nuevo su jupak.
—Listo —dijo por segunda vez.
Se disparó una segunda catapulta, aunque ésta estaba situada a unos sesenta metros. Kronn lanzó de nuevo y destrozó el segundo plato. Hizo lo propio con el tercero y el cuarto.
Kronn y Catt se abrieron paso a codazos entre la multitud, hasta llegar a primera fila.
—¿Qué tal va? —preguntó Kronn a uno de los jueces, un kender con gafas, vestido con un elegante jubón de color turquesa.
—Cuatro de cuatro —contestó, mientras miraba con interés al muchacho. Resonó en el patio otro chasquido, éste situado ya a más de cien metros de distancia, y el juez se giró para ver cómo caía otro plato hecho añicos sobre el adoquinado—. Que sean cinco de cinco.
—No está mal para un vejete —dijo pensativamente Catt, arqueando una ceja. Se había lavado y cambiado de ropa, y llevaba puesto un vestido amarillo.
—¡Los kenders nunca pierden la puntería! —dijo orgulloso Kronn—. ¿Quién va ganando?
El juez frunció el ceño, a la par que consultaba la pizarra que usaba para anotar el tanteo.
—De momento, Yarren Brillo Redondo —dijo, e hizo un ademán con la cabeza hacia un kender pelirrojo, situado cerca de la zona de lanzamientos—. Consiguió seis de siete, pero este último es muy complicado. Todavía no lo ha acertado nadie.
—¿De veras? —comentó Kronn—. ¿Y eso por qué?
—¿Podría alguien decirle a mi hijo que baje un poquito la voz, por favor? —espetó Kronin a la vez que preparaba su jupak para el sexto lanzamiento—. Estoy intentando concentrarme.
—Lo siento, padre —chilló Kronn.
Kronin hizo un gesto desabrido, y luego miró hacia el final del patio. Había dos catapultas situadas prácticamente una enfrente de la otra. Aparecían amartilladas y con los platos preparados. Los operadores estaban listos, con el dedo en el gatillo.
La muchedumbre guardaba un silencio total. Kronin se lamió los labios.
—Listo —dijo.
Las dos catapultas lanzaron a la vez, y los platos trazaron arcos convergentes. Kronin las observó con calma, entrecerró los ojos y disparó con la jupak.
La piedra cortó el aire. El primer plato estaba en lo más alto y el segundo había comenzado ya el descenso cuando el proyectil los atravesó y destrozó a ambas.
La multitud rió, vitoreó, aclamó y aplaudió. Kronin alisó su túnica de seda de color violeta y se alejó cojeando de la zona de lanzamiento. Kronn y Catt corrieron a su encuentro.
—Buen tiro, papá —dijo Catt.
—Un juego de niños —farfulló su padre, arrugando la nariz—. Hola Catt, Kronn. —Besó a su hija en la mejilla e intercambió un apretón de brazos con su hijo—. ¿Quién os dijo que estaba aquí? El idiota de Metwinger, supongo.
—Supones bien —dijo Catt.
—¡Ejem! —Kronin frunció el entrecejo y miró a su alrededor. El gentío había comenzado a dispersarse. Fijó la mirada sobre un grupo de puestos de mercado—. Está bien. Allí hay un tipo que vende sidra. Traedme un frasco y unas cuantas bellotas asadas. Entonces, podréis contarme por qué estáis aquí.
Kronin soltó un suspiro, y sus rodillas crujieron cuando se sentó con cuidado en el suelo. Se recostó contra un cerezo en flor, se quitó con los pies los zapatos de color morado y meneó los dedos de los pies, a la par que tomaba un largo trago de su frasco de sidra. Kronn y Catt habían cambiado la bebida por una navaja de bolsillo y un salero de cobre.
—Veamos ¿qué problemas tiene ahora vuestra hermana mayor?
—¿Cómo has adivinado que nos envía Paxina? —dijo Catt, parpadeando.
—Por favor, niña —rezongó Kronin, y se golpeó la sien con un dedo enjuto—. Todavía tengo uso de razón. El problema de ser un héroe es que la gente siempre me está pidiendo algo. Se supone que estoy retirado, aunque nadie lo diría. Por las orejas de Saltatrampas, ¿qué pasa ahora?
—Bueno —comenzó Kronn, con las manos entrelazadas—. Pax cree que pronto nos van a atacar.
—¿Otra vez? —Kronin puso los ojos en blanco—. ¿Y por qué me lo dice a mí? Paxina no necesitó mi ayuda para evitar que los Caballeros de Takhisis nos mataran a todos, hace un par de años.
—Eso resultó fácil —respondió Catt—. Relativamente hablando, claro. Lo único que Pax tuvo que hacer fue convencer a los caballeros de que les podríamos ser más útiles vivos que muertos. Esta vez es distinto; ahora se trata de ogros.
Los ojos de Kronin se abrieron de par en par. Sacó una bellota de la pequeña bolsa que le habían conseguido sus hijos y se la metió en la boca. Tras un momento escupió la cáscara y empezó a masticar la amarga carne del fruto seco.
—Bueno, eso es otra cosa. ¿Cuántos?
—Miles —contestó Kronn—. Lo único que sabemos por ahora es que los ogros han estado arrasando los pueblos de las llanuras Dairly. Refugiados humanos variopintos han llegado tras atravesar el bosque Kender. Parece como si los ogros se hubieran unido y se dirigieran poco a poco hacia Kendermore. Pax cree que corremos auténtico peligro.
Kronin emitió un leve silbido.
—Eso es indiscutible. ¿Qué quiere de mí?
—Ayuda, padre —suplicó Catt—. Necesitamos tu ayuda.
—Estoy de acuerdo —coincidió Kronin—. Vais a necesitar toda la ayuda que podáis conseguir —afirmó mientras masticaba una bellota.
—¿Y bien? —dijo Kronn, que se había arrodillado al lado de su padre.
—Estoy pensando. —Kronin frunció el entrecejo mientras trituraba ruidosamente una bellota con los dientes—. Supongo que Paxina quiere que vuelva con vosotros a Kendermore.
—Desde luego que sí —espetó Kronn.
—Vale, de acuerdo. —Kronin suspiró y se puso de pie; se llevó el frasco a la boca y apuró hasta la última gota de sidra—. Hace mucho tiempo descubrí que no se permite que los héroes se retiren. Y debo añadir que a los padres tampoco. Partiremos mañana. Pero, por esta noche, vamos a disfrutar del festín, ¿de acuerdo?
***
Caía la tarde; ya habían limpiado las esquirlas de arcilla del patio, se habían llevado las catapultas y habían traído unas grandes mesas sobre ruedas, cargadas con más comida de la que hubiera sido capaz de comer todo el pueblo. Las risas y carcajadas resonaban en el aire saturado de suculentos olores mientras los kenders se atiborraban de panes de hierbas recién salidos del horno, asado de conejo y de cordero, hojas de diente de león y quesos fuertes. Corrían ríos de aguardiente, de cerveza, de aguamiel y de sidra, y de zumo de fresas para los más jóvenes. El festín se cerró con una selección de postres y tartas apropiada para satisfacer las necesidades de los más golosos del pueblo. Cuando el sol descendió, grande y rojo sobre los árboles, hacia el oeste, muchos de los vecinos se fueron a dormir o se dejaron caer donde estaban.
—Si comiera una sola cosa más —declaró Kronin—, me preocuparía que los botones de mi camisa pudieran salir despedidos y atizar a alguien en un ojo —dijo, dándose palmaditas de satisfacción en la barriga hinchada.
—Nunca he sabido dónde lo metes todo, Giffel —dijo Kronn al estirado guardia, que se había unido a ellos para la comilona.
Giffel se había cambiado su uniforme de cuero por una camisa larga de color rojo y unos pantalones morados. Mordisqueaba con ganas una pata de cordero.
—El truco está en tomártelo con calma —farfulló con la boca llena de carne.
—Y también tener una tripa del tamaño de un melón kurpa —añadió Catt, riendo. Giffel se ruborizó, avergonzado.
—Según parece, la banda se empieza a preparar para el baile —notó Kronn. Apuntó hacia una tarima elevada, situada en el extremo opuesto del patio. Allí se arremolinaba un grupo de músicos que portaban una extraña selección de instrumentos musicales: laúdes de triple cuello, gaitas, xilófonos, un gran cuerno de latón que era más grande que el kender que lo tocaba, y un artilugio que parecía ser mitad salterio y mitad sierra musical. Empezaron a afinar los instrumentos, pero parecía haber algún desacuerdo acerca de la clave en la que debían tocar.
—Vamos a alguna parte donde podamos hablar —sugirió Kronn—. Giffel, cuida de Catt. Recuerda que antes le prometiste tu primer baile.
—Claro, Kronn —dijo el guardia. Ofreció su brazo a Catt.
—No me hagas girar demasiado deprisa —pidió la kender al agarrarse a él—. Toda esa aguamiel ha hecho que me sintiera un poco mareada.
Kronin y Kronn los miraron mientras la joven pareja se alejaba hacia los músicos.
—¿Recuerdas que cuando erais pequeños los tres él solía meter salamandras en las botas de tu hermana? —preguntó Kronin con melancolía.
—Claro que lo recuerdo. —Kronn puso un gesto malicioso—. Fue idea mía.
Kronin le devolvió la sonrisa.
—Vamos, muchacho —le ordenó—. Tienes razón; tenemos que hablar.
***
Al ser día de festival, la empalizada estaba bastante desguarnecida. Había unos pocos guardias en sus puestos, sobre las puertas de la ciudad, pero la mayor parte de las murallas de Vera del Bosque estaba vacía y en silencio. Kronin subió cojeando por la escalera hasta la pasarela, y allí se sentó y se recostó pesadamente contra las almenas. Kronn lo siguió y oteó hacia un lado y otro de la empalizada. No había nadie que los pudiera oír. Se giró para seguir la mirada de su padre, hacia el norte, por encima del Mar Sangriento. Las aguas estaban algo movidas; un viento sorprendentemente cálido para la época del año en la que estaban levantaba las olas. El cielo pasó del rojo del atardecer al morado crepuscular, y empezaron a brillar las estrellas más allá de las nubes.
—Padre, siento ser yo el que te tenga que arrastrar de vuelta a Kendermore —farfulló Kronn. Rebuscó en su saquillo y sacó un guijarro que le había llamado la atención cuando lo vio en el fondo de un arroyo, algunos días atrás. Allí resultaba espléndido y relucía con brillantes colores, pero estando seco, no era más que otra piedra gris y vulgar. Kronn la arrojó, y vio cómo pasaba por encima del acantilado y caía al mar—. Odio tener que interrumpir tu retiro.
—¡Bah! —dijo Kronin—. El retiro es aburrido, y me apetece una buena pelea. —Se giró para dar unas palmadas en el pie de su hijo—. En realidad, me alegro de que seáis vosotros dos los que hayáis venido a buscarme.
—A decir verdad, fue Catt quien se ofreció —dijo Kronn—. Pax me envió con ella para protegerla.
—Eres tú el que necesita protección —se burló su padre. Miró al pueblo, hacia la plaza—. Miles de ogros —comentó—. Eso sería interesante, pero nos hemos enfrentado a cosas peores.
Kronn respondió con un gruñido que no lo comprometía. Durante la vida activa de su padre los kenders se habían enfrentado a los ejércitos de los Dragones, a los Caballeros de Takhisis y a las legiones de Caos; sin embargo, había algo acerca de esta nueva situación que no le acababa de convencer.
De la plaza llegaban los sonidos de palmadas y risas, y se formaron unos extraños ecos al rebotar contra las casas del pueblo, dispuestas al azar.
—¿Qué tal le va a Paxina? —preguntó Kronin.
—No le va mal —contestó Kronn—. Se le debe de haber pegado de ti; es una alcaldesa bastante buena. Mejor de lo que habría sido yo, si hubiera querido… —Se interrumpió y, de repente, su rostro se ensombreció al fruncir el ceño.
—¿Kronn? —preguntó Kronin—. ¿Qué pasa?
El joven kender tardó unos segundos en contestar. Sus ojos estaban prendidos en algo que había a lo lejos: un leve movimiento contra el cielo cada vez más oscuro.
—¡Ah! —dijo—. ¿Te has dado cuenta de que hay un gigantesco dragón allí afuera?
—¿De verdad? —preguntó Kronin, que miraba de soslayo a su hijo, con verdadero interés—. ¿De qué color?
—Rojo —dijo Kronn con los ojos entrecerrados.
—¡Oh! —dijo Kronin, que asintió con aire entendido—. Es sólo Malystryx, o Malys, como la llama la gente de por aquí. No te preocupes por ella. Hace aproximadamente un año que apareció por esta zona. Por lo visto, tiene su guarida en el Mirador del Mar Sangriento. Causó un revuelo tremendo entre los humanos, pero a nosotros nos deja en paz. Suele dar vueltas en círculos, y de vez en cuando arma una buena sobre el agua. Hace unas pocas semanas levantó por el aire un barco, nada menos.
—¿Hizo eso? —preguntó Kronn, que miraba con intensidad a su padre.
—Sí. Y no era un barco pequeño. Simplemente lo agarró del mar, voló sobre nosotros y lo dejó caer en algún lugar del bosque. Lo vi con mis propios ojos.
—Pero ¿dices que es inofensiva?
—¡Oh, no, ni mucho menos! —respondió Kronin—. Pero como te decía, no parece tener demasiado interés en nosotros.
—Entonces, ¿por qué viene directamente hacia aquí? —preguntó Kronn.
—¿Eh? —Kronin se incorporó, no sin dificultad, y se puso de pie. Miró hacia el norte en la creciente penumbra. Era verdad; el gran Dragón Rojo venía hacia ellos a una velocidad de vértigo—. Bueno, eso sí que es raro. Me pregunto a qué está jugando.
—No me gustan los dragones —dijo Kronn.
—A mí tampoco —convino su padre. Se encogió de hombros—. Pero ¿qué vas a hacer? No te preocupes; probablemente está persiguiendo algo que hay en al agua: tiburones, elfos marinos, ese tipo de cosas. Si tuviera intención de atacarnos lo haría desde arriba, no desde tan abajo como…
Antes de que pudiera concluir la frase, Malystryx frenó y se elevó por el aire. Los dos kenders observaron cómo ascendía, hasta que finalmente quedó envuelta por un banco de nubes.
—¡Ejem! —carraspeó Kronin.
Un chirrido ensordecedor descendió de las nubes; resultaba un sonido tan penetrante que hizo que Kronn se tapara los oídos con las manos. Debajo de ellos, en el pueblo, la música y las risas se interrumpieron de repente.
Kronn observó a su padre, cuya intensa mirada estaba dirigida hacia arriba.
—Realmente poco usual. —El rostro de Kronin se ensombreció mientras miraba—. ¡Vete! —dijo de repente, entre dientes.
—¿Qué? —preguntó Kronn.
—¡Vete! Busca a tu hermana y a ese amigo suyo —ordenó Kronin—. Llevad a la gente del pueblo al bosque.
—Pero… —rezongó Kronn.
Kronin sacudió enérgicamente la cabeza, y levantó con fuerza su jupak.
—Yo sólo os retrasaría. No me esperéis.
—Padre…
—¡Rápido, muchacho! —espetó Kronin—. ¡Muévete!
Kronn corrió, se agarró a los lados de la escala y se deslizó hasta el suelo. Atravesó a toda velocidad el patio y se volvió para ver a su padre. Kronin seguía de pie sobre la empalizada y agarraba con fuerza su jupak. Cuando Kronn rodeó una esquina, los techos de paja de las casas del pueblo le impidieron ver a su padre. Corrió aún más aprisa y llegó, finalmente, al centro del pueblo.
La plaza estaba repleta de kenders, que formaban corrillos y miraban cómo la larga y sinuosa forma del dragón pasaba de nube en nube. No estaban asustados, por supuesto; simplemente se sentían fascinados. Sonó sobre ellos un segundo chillido, tan alto que temblaron hasta las ventanas.
—¡Catt! —gritó Kronn, mientras se abría camino entre la asombrada muchedumbre.
—¡Kronn! —contestó una voz. Catt empujó a un lado a varios kenders mientras corría al encuentro de su hermano. Giffel avanzó a paso vivo tras ella—. ¿Dónde está padre? ¿Qué está pasando?
—Tenemos que sacar a esta gente de aquí —dijo concisamente Kronn—. Giffel, ¿puedes reunir a los guardias que están fuera de servicio?
—Claro, Kronn.
—Entonces hazlo —le ordenó Kronn—. Id a las puertas del pueblo, y esperadnos allí.
—De acuerdo. —Giffel salió corriendo.
—Intenta atraer la atención de la gente —pidió Kronn, agarrando el brazo de su hermana.
—¡Oh! —musitó ella, que miraba hacia arriba con cara de preocupación—. De acuerdo. —Inspiró con profundidad y se llevó las manos a la boca para aumentar el sonido de su voz—. ¡Perdonadme un momento! —gritó con una voz excepcionalmente intensa. A su alrededor, los kenders brincaron, sobresaltados por el ruido—. ¡Eh! ¡Escuchad todos!
Cientos de ojos se volvieron hacia ella. Kronn puso gesto de sorpresa y se subió sobre un tocón de árbol que tenía cerca.
—Amigos —dijo, levantando la voz para que le pudiera oír todo el mundo—. Me temo que tengo que poner fin a la fiesta. Por favor, quiero que todo el mundo se dirija hacia la entrada del pueblo.
***
Lo escucharon atentamente y, cuando concluyó, todos se movieron de forma ordenada. Kronn y Catt caminaron con paso vivo detrás del grupo, y Giffel y los demás guardias acompañaron a la gente por las puertas y hacia el sendero que llevaba al bosque Kender. En cuanto salieron del pueblo, los kenders echaron a correr, mirando a su espalda y hacia arriba para ver si conseguían vislumbrar alguna señal de la presencia del dragón. Se movían en medio de un silencio fantasmal; los únicos ruidos eran los jadeos de su respiración y el susurro de los pies sobre la hierba.
Kronin los vio alejarse desde lo alto de la empalizada. Gruñó satisfecho, metió la mano dentro del saquillo de su cinturón, sacó un guijarro y lo cargó en su jupak.
Un tercer chillido sonó por todo Vera del Bosque. Kronin miró hacia arriba y vio al dragón lanzándose en picado a través de las nubes. Tenía las alas plegadas contra el cuerpo y su boca repleta de colmillos estaba abierta de par en par, mientras descendía a la velocidad de un meteorito. El sonido de la zambullida parecía el rugido de un huracán.
—¡Guau! —exclamó Kronin, debidamente impresionado.
Echó atrás la jupak, mirando, esperando, y luego la impulsó hacia adelante en un movimiento coordinado y experimentado. La piedra salió despedida hacia arriba, directa hacia Malys, y le dio entre los ojos. Rebotó sobre el pellejo escamoso y cayó lejos, sin siquiera frenar su vuelo. El reptil llenó de aire su pecho cavernoso.
—¡Oh, vaya! —farfulló Kronin.
Los kenders que huían casi habían alcanzado el bosque cuando las llamas captaron su atención. Se giraron sobre sus talones y vieron cómo salía de la inmensa boca del dragón una columna de fuego que se descargó sobre Vera del Bosque como un puño ardiente. Al mirar hacia la empalizada, Kronn y Catt divisaron una silueta, con una jupak en la mano, perfilada contra el brillante resplandor naranja del fuego.
—¿Qué cree que está haciendo? —chilló Catt.
—Cosas de héroes —gruñó Kronn.
Mientras miraban horrorizados, la figura se iluminó y desapareció entre las llamas.
—¡No! —gritó Catt. Empezó a caminar hacia el pueblo. Kronn la cogió del brazo.
—¡Catt! ¡No hemos acabado aquí! ¡Tenemos que poner a salvo a esta gente!
Ella lo miró aturdida durante un momento; luego, parpadeó. El fragor del fuego iba creciendo cada vez más, y soplaba un viento cálido, procedente de Vera del Bosque, que transportaba chispas y cenizas.
—Tienes razón —dijo ella—. ¡Todo el mundo al bosque! ¡Rápido, mientras no nos ve!
No resultó fácil —Catt no fue la única kender que intentó regresar al pueblo—, pero con la ayuda de Giffel y los otros guardias consiguieron conducir a los habitantes del pueblo hasta el bosque. Tras ellos, Malystryx seguía abrasando Vera del Bosque con el fuego de su aliento. Estallaron las casas y las tiendas. La empalizada de protección se convirtió en una cortina de fuego. Kronn y Catt se agacharon en el linde del bosque Kender y, desde allí, contemplaron cómo todo el pueblo se transformaba en un rugiente infierno.
Finalmente, las mandíbulas de Malys se cerraron ruidosamente. Se le había agotado el fuego. Dio vueltas sobre la población durante otra hora, aventando las llamas con las alas. Luego se giró y miró fijamente al bosque Kender; sus dorados ojos relucían a la luz de la luna. A Catt y a Kronn les pareció que la mirada del dragón los atravesaba.
Soltó una risa cruel y burlona.
—¡Corred ahora, pequeños kenders! —se burló de ellos—. ¡No os servirá de nada! ¡Cuando acabe no quedará ningún lugar hacia el que huir!
Dicho eso, viró de forma majestuosa y se alejó, batiendo las alas sobre el Mar Sangriento. Pasó bastante tiempo antes de que alguno de los kenders escondidos saliera del bosque.
***
Vera del Bosque siguió ardiendo durante todo el día posterior al ataque, y durante la noche. Los kenders que habían conseguido escapar del fuego podían hacer poco más que contemplar cómo sus casas y todas sus posesiones se convertían en llamas.
Sin embargo, no sólo se perdieron casas y baratijas. Aunque la rápida actuación de Catt y de Kronn había conseguido llevar a la mayoría de la población a lugar seguro, algunos habían perecido. Aquellos que habían perdido el conocimiento a consecuencia de la comida y la bebida, los pocos guardias que estaban en sus puestos en lo alto de la empalizada, y todos los que, por alguna razón, fueron incapaces de correr —los enfermos, los lisiados, los niños muy pequeños, los ancianos— habían muerto durante la conflagración. De los aproximadamente mil kenders que vivían en Vera del Bosque antes del ataque, más de doscientos no consiguieron sobrevivir, Incluido el gran héroe kender Kronin Thistleknot.
Finalmente, en el amanecer del segundo día después del ataque, las llamas se atenuaron lo suficiente como para empezar a rebuscar entre los restos. Caminaban con las cenizas por los tobillos, buscando algo —cualquier cosa— que pudieran salvar de los escombros.
Al final de esa tarde, Catt —con el vestido amarillo y el pálido rostro cubiertos de hollín— se topó con su hermano, que estaba de rodillas, en la parte norte del pueblo. Ante él tenía los tocones humeantes de lo que había sido la empalizada. Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, y acunaba algo entre sus brazos.
—¿Kronn? —susurró Catt.
Él sacudió la cabeza y gruñó enfadado. Ella dudó, pero luego se acercó a él y se agachó para ver lo que su hermano sujetaba contra el pecho.
Estaba casi irreconocible, chamuscado y ennegrecido por el fuego del dragón. Sin embargo, una parte había resistido el embate de las llamas, y sus ojos se nublaron cuando se dio cuenta de lo que Kronn sujetaba.
Era un zapato morado, desteñido por el paso de los años.