El astronauta, que hasta este momento disfrutaba de la falsa sensación de ingravidez, se tambalea, da un traspié, cae y tira la bandera. Calculo que dispongo de menos de treinta segundos hasta que me echen el guante. Trepo a marchas forzadas por los escalones y salgo de la trinchera. Llevo el fajín en la mano.
Hector está a mi lado. Me planto delante de la cámara y despliego el fajín para que el mensaje del abuelo se vea con toda claridad. Quizá el también me esté viendo. Ojalá.
Al principio se oye una sola voz, que canta con voz débil:
«Nuestras verdes tierras con sus pies han hollado…».
Luego se suman otras voces. Las voces de todos los obreros inundan este matadero.
«Y aquellos nuestros verdes pastos mancillado…».