Siento que alguien tira bruscamente del otro extremo del cable y mis pies se levantan del suelo, el astronauta, mientras, se levanta de un saltito en la superficie lunar.
—¡Corten! —exclama el de la grúa—. ¿Dónde está la huella?
Un hombre con el rostro despavorido trae el molde de un bota. Se arma un giligay tremendo para colocar la huella en el sitio exacto. Unas personas con los zapatos envueltos en trapos toman medidas precisas y después marcan el lugar exacto donde el astronauta debía plantar su huella lunar. El operario del mono marrón me indica el lugar exacto de la trinchera en el que debo estar cuando el astronauta salga del módulo de alunizaje. Ensayamos una y otra vez mis movimientos. Después se arma otro giligay para colocar la bandera en el lugar correcto.
Para ir calentando motores, el del mono marrón tira una y otra vez de mí hacia arriba y abajo hasta que cojo el tranquillo. Han puesto unas señales para indicarme dónde aterrizar y dónde saltar. El astronauta, con la cabeza tapada bajo el mismo casco, no ha visto todavía el hoyo destinado especialmente a la bandera. Marcan con un pedrusco enorme el lugar donde Y se encuentra con X. La bandera cae desmadejada. No sé a qué viene tanto jaleo, si es como una bandera roja y negra cualquiera.
—¡Corten! —exclama el director.