Noventa y cuatro

En todas nuestras vidas hay un día señalado que marca el momento en que desaparecemos de la faz de la tierra. Es una suerte que ignoremos esa fecha. Pero dudo que a nadie se le ocurriera un final como este.

Sobre mí cuelga un gran platillo volante de color rojo y plata. Sé lo que es. Habría que ser ciego, sordo y tonto para no saberlo. Ha salido en todos los periódicos del mundo. Es el módulo de alunizaje.

Es un cacharro impresionante de puro inútil.

Me conducen hasta la misma trinchera de ayer, en el mismo pliegue de la superficie lunar. Las cámaras, unos armatrostes enormes, están ya colocadas en su sitio.

El mismo operario de ayer me engancha el arnés y me cuelga unos sacos de arena en el cuerpo para conseguir el peso apropiado. Sólo espero tener fuerza para desprenderme de todo ello cuando llegue el momento. Siento el fajín ajustado cómodamente a mi cintura, esperando. Aún no he pensado como haré para quitármelo. Ahora, ese es mi mayor problema.

Desde el brazo de una grúa suspendida sobre nuestras cabezas, el director da ordenes a gritos. En menos de una hora, quizá antes, estas imágenes darán la vuelta al mundo. Hoy han instalado en las trincheras unos televisores pequeños que no estaban ayer, para que los operarios del mono marrón puedan seguir los acontecimientos. Es un alivio.

El platillo volante rojo baja girando hasta la falsa luna, escupe un chorro de aire que dispersa la arena y efectúa un alunizaje perfecto. Si esto estuviera ocurriendo en la libertad, la radiación ya habría asado al astronauta. Lo lógico era que el mundo libre ya lo hubiera deducido, pero supongo que prefieren las espeluznante teoría de que todo está al alcance del ser humano.