Estoy a oscuras. El tiempo se ha olvidado de mí. No tengo ni idea de cuánto llevo aquí sentado, con el foso musical de mi estómago como toda compañía. Pienso en el abuelo, en la señorita Phillips y en el hombre de la luna. ¿Habrán conseguido escapar? Pienso en Hector y ya me da igual derramar lágrimas. De todos modos, en la oscuridad, nadie me va a ver. Me pongo a jugar a «Y si…» y la cabeza me da vueltas con las distintas y múltiples posibilidades. Siento en la garganta una furia que me asfixia.
Tengo que tranquilizarme. No puedo llegar a la luna en este estado. No puedo perder los estribos. No puedo comportarme como un lunático. Como un triste lunático.
Malditos lunáticos.
¿Sabéis quién quisiera se yo en este momento, en este preciso instante? Un juniperiano. Así, dotado con una visión radiante, salvaría a Hector y a todos los miles de personas que están aquí encerradas. Aunque intuyo que incluso para un juniperiano sería demasiado. Quizá sea demasiado para alguien como yo. No, no puedo pensar así.
Pero ¿y si me he equivocado por completo y no tengo poder para arrojar esa piedra? No sería la primera vez que interpreto mal las cosas. Es posible que mañana se les presente otro alfeñique que colgar del arnés, alguien tan aterrorizado como yo, pero más dispuesto a colaborar.
Eso no me preocupa; bueno, no mucho. Lo que me angustia de verdad es pensar que puedan cortarle otro dedo a Hector.